—El civismo y el egoísmo tienen algo muy interesante, y nosotros tenemos la oportunidad de montarnos a sus espaldas. Aquí en Estados Unidos esperamos que el gobierno y la ley sean nuestra conciencia. Nuestro superego, por llamarlo de alguna manera. Tiene que ver con el individualismo liberal, y también con el capitalismo, pero yo no entiendo mucho del aspecto teórico… Lo que yo veo es el sitio donde vivo. En cierto sentido los americanos estamos locos. Nos infantilizamos a nosotros mismos. No nos consideramos ciudadanos, partes de algo mayor hacia lo cual tenemos unas responsabilidades profundas. Nos consideramos ciudadanos en lo tocante a nuestros derechos y privilegios, pero no a nuestras responsabilidades. Abdicamos de nuestras responsabilidades cívicas en manos del gobierno y esperamos que sea el gobierno, en la práctica, quien legisle la moralidad. Estoy hablando principalmente de la economía y de los negocios, porque son mi especialidad.
—¿Qué tenemos que hacer para detener la degeneración?
—No tengo ni la menor idea. En tanto que ciudadanos no paramos de ceder nuestra autonomía, pero si desde el gobierno despojamos a los ciudadanos de su libertad para ceder su autonomía, en realidad lo que estamos haciendo es despojarlos de su autonomía. Es una paradoja. La Constitución otorga poder a los ciudadanos para elegir no hacer nada y dejar las decisiones en manos de las corporaciones y de un gobierno del que esperamos que las controle. A las corporaciones cada vez se les da mejor seducirnos para que pensemos lo mismo que ellas: que los beneficios son el telos y que la responsabilidad es algo que hay que conservar de forma puramente simbólica pero en la realidad hay que eludirla. Que hay que ser listo en lugar de ser sabio. Que hay que querer y tener en lugar de pensar y hacer. No es algo que podamos detener. Sospecho que lo que va a pasar es que habrá alguna clase de desastre —depresión, hiperinflación— y entonces sí que se armará una buena: o bien nos despertaremos y recuperaremos la libertad o bien nos hundiremos del todo. Igual que Roma: la conquistadora de su propio pueblo.
—Yo entiendo que los contribuyentes no se quieran desprender de su dinero. Es algo humano y natural. A mí tampoco me gustaba que me hicieran auditorías. Pero, joder, hay cosas básicas que contrarrestan eso: el hecho de que a esos tipos los hemos votado nosotros, de que hemos elegido vivir aquí, de que queremos buenas carreteras y un buen ejército que nos proteja. De manera que ponemos nuestra parte.
—Eso es un poco simplista.
—Es como esto: supón que estás en un bote salvavidas con otra gente y que hay una cantidad limitada de comida y la tienes que compartir. La cantidad de comida es limitada pero tiene que haber para todos, y todo el mundo está muerto de hambre. Por supuesto, tú quieres toda la comida, estás famélico. Pero también lo están los demás. Si te comieras toda la comida, después no podrías vivir con ello.
—Y los demás te matarían.
—Pero lo que importa es la psicología. Por supuesto que lo quieres todo, por supuesto que quieres conservar hasta el último centavo que ganas. Pero no lo haces, pones tu parte, porque es lo que hay que hacer en beneficio de todo el bote salvavidas. Se puede decir que tienes un deber hacia los demás ocupantes del bote. Un deber para contigo mismo, que consiste en no ser la clase de persona que espera a que todo el mundo se haya dormido y entonces se come toda la comida.
—Parece que estés impartiendo una clase de educación cívica.
—Que es algo que apuesto a que tú nunca has hecho. ¿Cuántos años tienes, veintiocho? ¿Acaso en tu escuela había educación cívica cuando eras niño? ¿Sabes lo que es la educación cívica?
—Era una cosa que empezaron a impartir en las escuelas durante la Guerra Fría. Las Diez Primeras Enmiendas, la Constitución, el Juramento de Lealtad, lo importante que es votar…
—La educación cívica es la rama de la ciencia política que, cito textualmente, trata de la ciudadanía y de los derechos y los deberes de los ciudadanos estadounidenses.
—«Deberes» es una palabra muy dura. No estoy diciendo que tengan el deber de pagar impuestos. Solamente digo que no tiene ningún sentido que no lo hagan. Además, si no lo haces te pillamos.
—Yo no creo que esta sea la conversación que queréis tener, pero si de verdad queréis mi opinión, yo os la doy.
—Venga, dispara.
—Pues creo que no es ningún accidente que ya no se enseñe educación cívica o que a un joven como tú le moleste la palabra «deberes».
—Estás diciendo que nos hemos ablandado, ¿no?
—Estoy diciendo que los años sesenta, que benditos sean, hicieron mucho para despertar las conciencias de la gente en muchas áreas distintas, como la cuestión racial y el feminismo…
—Por no mencionar Vietnam.
—No, menciónalo, porque aquí hubo una generación entera que por primera vez cuestionó la autoridad y declaró que sus creencias morales individuales sobre la guerra pesaban más que su deber de ir a combatir aunque se lo mandaran sus representantes electos.
—En otras palabras, que su deber supremo era para con ellos mismos.
—Bueno, pero para con ellos mismos ¿en tanto qué?
—Todo esto parece muy simplista, muchachos. Tampoco es que todo el mundo que se dedicara a protestar lo hiciera por una cuestión de deber. Simplemente protestar contra la guerra se convirtió en una moda.
—Ni el elemento de que el deber supremo es para con uno mismo ni el elemento de la moda son irrelevantes.
—¿Estás diciendo que protestar contra Vietnam llevó al fraude fiscal?
—No, está diciendo que llevó a la clase de egoísmo que nos tiene a todos ahora intentando comernos la comida del bote.
—No, pero sí creo que fuera lo que fuera que llevó al hecho de que se pusiera de moda protestar contra una guerra abrió la puerta a lo que nos va a hundir como país. Al final del experimento democrático.
—¿Te he dicho ya que es un conservador?
—Eso es un puro simplismo. Hay conservadores de todas las clases, dependiendo de qué sea lo que quieren conservar.
—Los años sesenta fueron el inicio de la caída de América en la decadencia y del individualismo egoísta, la generación Yo.
—Hubo más decadencia en los años veinte que en los sesenta, sin embargo.
—¿Sabéis qué pienso? Pienso que la Constitución y los Documentos Federalistas de este país fueron un logro increíble para la moral y la imaginación. Por primera vez en un país moderno, los que estaban en el poder establecieron un sistema en el que el poder de los ciudadanos sobre su propio gobierno iba a ser una cuestión de sustancia y no de simple simbolismo. Fue algo completamente inestimable, y pasará a la historia junto con Atenas y la Carta Magna. El hecho de que fuera una utopía que funcionara realmente durante doscientos años lo hace más que inestimable: es literalmente un milagro. Y fijaos, y ahora os hablo de Jefferson, Madison, Adams y Franklin, los verdaderos Padres de la Iglesia: lo que llevó al experimento americano más allá de un acto enorme de imaginación e hizo que casi funcionara no fue solamente la inteligencia de esos hombres, sino su profunda sabiduría moral: su sentido del civismo. Lo cierto es que se preocuparon más por el país y por los ciudadanos que por ellos mismos. Podrían haberse limitado a montar América como una oligarquía donde los poderosos industriales del Este y los terratenientes del Sur tuvieran todo el poder y gobernaran con puño de hierro enfundado en un guante de retórica liberal. ¿Hace falta que os mencione a Robespierre, o a los bolcheviques, o al ayatolá? Aquellos Padres Fundadores fueron unos genios de la virtud cívica. Fueron héroes. La mayor parte de su trabajo lo invirtieron en limitar el poder del gobierno.
—Los controles y contrapesos.
—El poder para el pueblo.
—Ellos conocían la tendencia del poder a corromper…
—Lo de que Jefferson supuestamente se cepillaba a sus esclavas y tenía camadas enteras de hijos mulatos.
—Creían que el poder centralizado, al dispersarse por un electorado comprometido, educado y cívico, garantizaría que América no degenerara en un caso más de país de nobles y campesinos, de gobernantes y siervos.
—Un electorado masculino y blanco de terratenientes educados, tenemos que recordarlo.
—Y esa es una de las paradojas del siglo XX, que tiene su ápice en los años sesenta. ¿Es bueno hacer que las cosas sean más justas y permitir que toda la ciudadanía vote? En teoría sí, está claro. Y, sin embargo, es muy fácil juzgar a los antepasados con la lente del presente en lugar de intentar ver el mundo como ellos lo debían de ver. La concesión del derecho al voto por parte de los Padres Fundadores solamente a los hombres ricos y educados que tenían tierras estaba destinada a emplazar el poder en manos de la gente que más se pareciera a ellos…
—Eso no me parece tan nuevo ni tan experimental, señor Glendenning.
—Creían en la racionalidad… creían que las personas privilegiadas, cultas, educadas y dotadas de una moral sofisticada serían capaces de emularlos, de tomar decisiones juiciosas y disciplinadas por el bien del país y no solamente a favor de sus propios intereses.
—Ciertamente es una justificación imaginativa e ingeniosa del racismo y del machismo, eso está claro.
—Eran héroes, y como todos los héroes verdaderos eran modestos y no se consideraban a sí mismos tan excepcionales. Daban por sentado que sus descendientes serían como ellos: hombres racionales, honorables y dotados de una mentalidad cívica. Hombres que se preocupaban por el bien común por lo menos en la misma medida que por el beneficio personal.
—¿Y cómo hemos llegado de los sesenta a esto?
—Y nosotros en cambio tenemos a los líderes sin pelotas y corruptos de hoy día.
—Elegimos lo que merecemos.
—Pero es algo muy raro. El hecho de que pudieran haber sido tan preclaros y previsores a la hora de levantar controles contra la acumulación de poder en cualquier rama del gobierno, de que le hubieran tenido ese miedo tan saludable al gobierno y sin embargo mostraran una fe tan ingenua en la virtud cívica de la gente normal y corriente.
—Nuestros líderes y nuestro gobierno somos nosotros, todos nosotros, de manera que si ellos son corruptos y débiles es porque nosotros lo somos.
—Odio que hagas sinopsis de lo que estoy intentando decir y que las hagas mal, pero no sé muy bien qué decir. Porque es más fuerte que eso. Yo no creo que el problema sean nuestros líderes. Yo voté a Ford y lo más seguro es que vote a Bush o tal vez a Reagan y me sienta seguro sobre mi voto. Pero lo vemos aquí, con los contribuyentes. Nosotros somos el gobierno, su peor cara: el acreedor rapaz, el padre severo.
—Nos odian.
—Odian al gobierno: nosotros solo somos la encarnación más conveniente de eso que ellos odian. Hay algo muy curioso, sin embargo, en ese odio. El gobierno es la gente, dejando de lado toda una serie de matices, pero nosotros separamos ambas cosas y fingimos que no somos nosotros, fingimos que es un Otro amenazador y empeñado en quitarnos la libertad, en quitarnos el dinero y redistribuirlo, en legislar sobre nuestra moralidad en materia de drogas, conducción, aborto, el medio ambiente… El Gran Hermano, el Sistema…
—Ellos.
—Pero lo curioso es que lo odiamos porque parece que usurpa las mismas funciones cívicas que nosotros le hemos cedido.
—Invirtiendo el recurso que establecieron los Padres Fundadores de ceder el poder político a la gente en lugar de al gobierno.
—El consentimiento de los gobernados.
—Pero la cosa ha ido más lejos, y algo ha tenido que ver la idea que nació en los sesenta de la libertad personal y los apetitos y las licencias morales, aunque yo personalmente no lo entiendo ni de coña. Lo único que sé es que en este país está pasando algo raro en materia de civismo y egoísmo, y que en la Agencia tenemos ocasión de ver algunas de sus manifestaciones más extremas. Ahora, en calidad de ciudadanos y hombres de negocios y consumidores y qué sé yo, esperamos que el gobierno y la ley funcionen como nuestra conciencia.
—¿No es para eso que están las leyes?
—¿Te refieres a nuestro superego? ¿In loco parentis?
—Se debe en parte al individualismo liberal, y en parte al hecho de que la Constitución sobrestima el carácter individual, y en parte también al capitalismo de consumo…
—Eso es bastante vago.
—Sí que es vago. Yo no soy politólogo. Pero sus consecuencias no son vagas, y nuestros trabajos tratan con la realidad concreta de sus consecuencias.
—Pero la Agencia ya existía mucho antes de los decadentes años sesenta.
—Déjale que termine.
—Creo que los americanos de los años ochenta están locos. Se han vuelto locos. Han sufrido una especie de regresión.
—La supuesta falta de disciplina y de respeto a la autoridad de los decadentes años setenta.
—Como no te calles te voy a dejar encima del techo del ascensor y ahí te quedas.
—Puede que suene reaccionario, ya lo sé. Pero todos lo podemos sentir. Hemos cambiado nuestra manera de pensar en nosotros mismos en tanto que ciudadanos. Ya no nos consideramos ciudadanos en el viejo sentido de ser piececitas de algo más grande e infinitamente más importante hacia lo cual tenemos serias responsabilidades. Pero seguimos considerándonos ciudadanos en el sentido de beneficiarios; somos conscientes de nuestros derechos como ciudadanos americanos y de las responsabilidades que el país tiene hacia nosotros y de su deber de garantizarnos nuestra porción de la tarta americana. Ahora en vez de los cocineros de la tarta nos consideramos sus comensales. Así pues, ¿quién hace la tarta?
—«No preguntes qué puede hacer tu país por ti…»
—Las corporaciones hacen la tarta. Ellos la hacen y nosotros nos la comemos.
—Probablemente sea por pura ingenuidad que no quiero explicar el asunto en términos políticos, cuando lo más seguro es que sea un asunto irreductiblemente político. Algo ha sucedido que ha hecho que a un nivel personal hayamos decidido que no pasa nada por abdicar de la responsabilidad individual que teníamos hacia el bien común y dejar que sea el gobierno quien se preocupe por el bien común, mientras nosotros nos dedicamos a nuestros asuntos individuales y de interés propio y nos esforzamos por gratificar nuestros diversos apetitos.
—En parte les puedes echar la culpa a las corporaciones y a la publicidad, está claro.
—Pero yo no considero que las corporaciones sean ciudadanos. Las corporaciones son máquinas destinadas a producir beneficios, es para eso que han sido ingeniosamente diseñadas. Es ridículo adjudicarles obligaciones cívicas o responsabilidades morales a las corporaciones.
—Pero la genialidad siniestra de las corporaciones consiste precisamente en que permiten la recompensa individual sin obligación individual. Las obligaciones de los trabajadores son para con los ejecutivos, y las de los ejecutivos son para con el presidente, y las obligaciones del presidente son para con la junta directiva, y las de la junta son para con los accionistas, que al mismo tiempo son los clientes a los que la corporación dará por el culo a la primera de cambio en nombre de los beneficios, unos beneficios que se distribuyen en forma de dividendos entre los mismos accionistas-barra-clientes a los que han estado dando por el culo en su mismo nombre. Es como una fuga musical de evasión de responsabilidades.
—Te estás dejando a los sindicatos que defienden al trabajador y los fondos de inversión mobiliaria y los efectos que la Comisión de Valores y Cambio ejerce en el precio sobre la base de las acciones.
—Eres un completo genio de la irrelevancia, Ex. Esto no es un seminario. DeWitt está aquí intentando llegar al meollo de algo.
—Las corporaciones no son ni ciudadanos ni padres. No pueden votar ni servir en combate. No aprenden el Juramento de Lealtad. No tienen alma. Son máquinas de hacer ingresos. No tengo ningún problema con eso. Creo que es absurdo imponerles obligaciones cívicas o morales. Sus únicas obligaciones son estratégicas, y por mucha complejidad que puedan adquirir, en el fondo no son entidades cívicas. En el caso de las corporaciones, yo no tengo ningún problema con que la imposición gubernamental de los estatutos y las políticas reguladoras sirva a una función de conciencia. El problema lo tengo con el hecho de que parece que los ciudadanos individuales hayamos adoptado una actitud corporativa. El hecho de que nuestra obligación última sea para con nosotros mismos. El hecho de que a menos que sea ilegal o haya consecuencias directas prácticas para nosotros, cualquier actividad vale.
—Cada vez me estoy arrepintiendo más de esta conversación. El… ¿Os gusta el cine?
—Hombre, claro.
—¿Estás de broma?
—No hay nada como ponerse bien cómodo una tarde de lluvia con un Betamax y una buena película.
—Suponed que se demostrara que el aumento de la violencia en el cine americano se corresponde con un aumento de la tasa de incidencia de crímenes violentos. O sea, suponed que las estadísticas no se limitaran a sugerirlo sino que llegaran a demostrar de manera concluyente que el hecho de que cada vez haya más películas gráficamente violentas como La naranja mecánica o El padrino o El exorcista tiene una relación de causa y efecto con el índice de estragos que se producen en el mundo real.
—No nos olvidemos de Grupo salvaje. Además, La naranja mecánica es británica.
—Calla.
—Pero define «violentas». ¿Acaso el término no puede querer decir cosas completamente distintas para gente distinta?
—Te voy a tirar de este ascensor, Ex, te lo juro.
—¿Qué esperamos que hagan las corporaciones de Hollywood que producen las películas? ¿Acaso esperamos realmente que se preocupen por el efecto que tienen sus películas sobre la violencia de la cultura? Podemos adoptar poses y mandar cartas airadas. Pero las corporaciones, por debajo de todas sus trolas publicitarias, replican que están en el negocio para ganar dinero para sus accionistas, y que solamente les importaría un pimiento lo que dicen las estadísticas sobre sus productos si el gobierno los obligara a regular la violencia.
—Lo cual causaría un conflicto con la Primera Enmienda, y de los gordos.
—Yo no creo que los estudios de Hollywood sean propiedad de sus accionistas. Creo que la gran mayoría son propiedad de compañías matrices.
—¿Y en qué otro caso? Pues en el caso de que la gente normal y corriente que va al cine dejara masivamente de ir a ver películas ultraviolentas. La industria del cine puede decir que solamente está haciendo aquello para lo que las corporaciones han sido diseñadas: satisfacer una demanda y ganar tanto dinero como sea posible de forma legal.
—Toda esta conversación es tediosa.
—A veces lo importante es tedioso. A veces es trabajo. A veces las cosas importantes no son obras de arte hechas para entretenerte, Ex.
—Lo que quiero decir es lo siguiente. Y lo siento, Ex, porque si supiera más de lo que estoy hablando podría decirlo más deprisa, pero es que no estoy acostumbrado a hablar del tema y nunca he sido muy capaz de organizarlo para nada en forma de palabras. Todo esto suele ser más bien un tornado que me gira en la cabeza mientras voy en coche por la mañana pensando en lo que tengo en el orden del día. Lo único que quiero decir sobre el cine es lo siguiente: ¿acaso esas estadísticas causarían un gran descenso en las multitudes que van como borregos a ver esas películas ultraviolentas? Pues no. Y ahí está la locura, a eso me refiero. ¿Qué haríamos nosotros? Pues despotricar en los descansos del trabajo sobre esas malditas corporaciones sin alma a quienes les importa un carajo el estado de la nación y solamente piensan en ganar pasta. Puede que unos cuantos escribieran a la sección de cartas al director del Journal Star o incluso a su representante en el Congreso. Lo tendrían que prohibir. Habría que prohibirlo por ley, diríamos. Pero cuando llegara el sábado por la noche, volveríamos a ir a ver la puñetera película violenta de turno que nos apetece ver con nuestra señora.
—Es como que la gente espera que el gobierno sea el padre que les quita el juguete peligroso, pero hasta que viene a quitárselo ellos siguen jugando con él. Es un juguete peligroso para los demás.
—No se consideran a sí mismos responsables.
—Creo que lo que ha cambiado de alguna forma es que ya no se consideran personalmente responsables. No consideran que el hecho de que vayan de forma personal e individual a comprar una entrada para El exorcista contribuya a esa demanda que provoca que las máquinas corporativas sigan sacando películas cada vez más violentas para satisfacer la demanda existente.
—Esperan que sea el gobierno quien haga algo al respecto.
—O que a las corporaciones les salga alma.
—Ese ejemplo hace que sea mucho más fácil entender lo que quiere usted decir, señor Glendenning —dije yo.
—Yo no estoy seguro de que El exorcista sea el mejor ejemplo. El exorcista no es tan violenta como asquerosa. El padrino, en cambio… eso sí que es violencia.
—Yo no he visto El exorcista, porque la señora G. dijo que prefería que le cortaran todos los dedos de las manos y los pies con tijeras sin afilar antes que tragarse semejante porquería. Pero, por lo que he oído y leído, era violenta de narices.
—Creo que el síndrome se parece más al de no votar, a eso típico de «soy tan pequeño y la masa de todos los demás es tan enorme que de qué sirve lo que pueda hacer yo». De manera que en vez de ir a votar se quedan en casa a ver Los ángeles de Charlie.
—Y luego despotrican y se quejan de sus líderes electos.
—Así que tal vez no es que piensen que el ciudadano individual no es responsable, sino que ellos son tan pequeños y el gobierno y el resto del país es tan grande que no tienen ninguna posibilidad de generar ningún impacto verdadero, de manera que lo único que les queda es preocuparse de sí mismos lo mejor que puedan.
—Por no mencionar lo grandes que son las corporaciones, porque, a ver, cómo va un simple tipo que se compra una entrada para ver El padrino a ejercer ninguna influencia sobre los estudios de la Universal. Lo cual sigue siendo un embuste: no es más que una forma de justificar tu negativa a responsabilizarte de tu aportación exigua a la marcha del país.
—Creo que todo es parte de lo mismo. Y no resulta fácil distinguir cuál es exactamente la diferencia. Y me da miedo caer en esa típica dinámica de los abueletes de decir que la gente ya no es igual de cívica que antaño y que este país se está yendo al garete. Pero da la impresión de que antes los ciudadanos, ya fuera en cuestión de impuestos o de tirar basura al suelo, en lo que queráis, sentían que eran parte de un Todo; que ese enorme «Todos los Demás» que determinaba las políticas y el gusto y el bien común se componía en realidad de un montón de individuos como ellos, que ellos eran de hecho una parte del Todo, y que tenían que aportar su grano de arena y arrimar el hombro y dar por sentado que lo que hacían sí que importaba, igual que importaba lo que hacían Todos los Demás, si querían que el país siguiera siendo un buen lugar donde vivir.
—Ahora los ciudadanos se sienten alienados. Se ha vuelto un «yo contra todos los demás».
—«Alienados» es una de esas palabras grandilocuentes de los sesenta.
—Pero ¿cómo puede ser que venga de los sesenta todo este rollo de los tipos pequeños alienados y egoístas cuyos actos no importan? Si precisamente lo que tuvieron de bueno los sesenta fue mostrar que los ciudadanos con ideas afines podían pensar por sí mismos y no limitarse a tragar lo que decía el Sistema, y que además podían aliarse y manifestarse y crear agitación para causar cambios, y que podían producirse cambios verdaderos: pudimos irnos de Vietnam, conseguir asistencia social, el Acta de Derechos Civiles y la liberación femenina…
—Porque entonces las corporaciones entraron en el juego y convirtieron todos los principios y aspiraciones e ideologías legítimos en una serie de modas y actitudes; hicieron que la rebelión dejara de ser un impulso verdadero para convertirse en una pose de moda.
—Es terriblemente fácil vilipendiar a las corporaciones, Ex.
—¿Acaso el término en sí «corporación» no viene de cuerpo, de algo que toma forma corpórea? Lo que se creó fue gente artificial. ¿No fue la Decimocuarta Enmienda la que les dio a las corporaciones todos los derechos y responsabilidades de los ciudadanos?
—No, la Decimocuarta Enmieda fue parte de la Reconstrucción y tenía como propósito concederle la plena ciudadanía a los esclavos libertos, y solamente fueron los avispados abogados de alguna corporación los que convencieron al Tribunal de que las corporaciones cumplían los requisitos de la Decimocuarta.
—Estamos hablando de las corporaciones de clase C, ¿verdad?
—Porque es verdad… ahora cuando dices «corporación» ni siquiera está claro si están hablando de las de tipo C o de las S o de las sociedades de responsabilidad limitada o de las sociedades de empresa. Además están las empresas privadas de pocos accionistas y las públicas, por no hablar de esas corporaciones falsas que en realidad no son más que sociedades limitadas cargadas de deuda sin recurso para generar pérdidas sobre el papel, que básicamente no son más que parásitos del sistema fiscal.
—Además, las de tipo C contribuyen por medio de tasación doble, así que es difícil decir que no son más que un negativo en la esfera de los ingresos.
—Te estoy dedicando una mirada de burla y mofa totales, Ex, ¿a qué te imaginas tú que nos dedicamos aquí?
—Por no mencionar los instrumentos fiduciarios que funcionan de manera casi idéntica a las corporaciones. Además de las proliferaciones de franquicias, los fondos de inversión de transparencia fiscal y las fundaciones sin ánimo de lucro que funcionan como instrumentos corporativos.
—Nada de todo esto importa. Y ni siquiera estoy hablando del trabajo que hacemos aquí, salvo en el sentido de que nos permite ver las actitudes cívicas de cerca, puesto que al fin y al cabo no existe nada más concreto que un pago de impuestos, que al fin y al cabo es tu dinero, mientras que las obligaciones y las devoluciones proyectadas de los pagos son cosas abstractas, que existen al mismo nivel abstracto que la nación en sí y su gobierno y el bien común, de manera que las actitudes sobre el pago de impuestos parecen ser uno de los ámbitos en los que el sentido cívico de un hombre se revela en los términos más crudos posibles.
—Pero ¿no era la Decimotercera Enmienda esa de la que se aprovecharon los negros y las corporaciones?
—Déjeme que lo tire, señor G., se lo suplico.
—Aquí hay algo que merece la pena mencionar. Fue en las décadas de 1830 y 1840 cuando los estados empezaron a conceder estatutos de sociedad a compañías más grandes y reguladas. Y fue en 1840 o 1841 cuando De Tocqueville publicó su libro sobre los americanos, y en alguna parte dice que un rasgo que tienen las democracias y su individualismo es que por su misma naturaleza corroen el sentido que tiene el ciudadano de la comunidad verdadera, de estar rodeado de una serie de conciudadanos verdaderos y reales cuyos intereses y preocupaciones son idénticos a los suyos. Es una especie de ironía siniestra, si pensáis en ello, puesto que una forma de gobierno diseñada para obtener la igualdad provoca que sus ciudadanos sean tan individualistas y estén tan cerrados en sí mismos que terminan siendo seres solipsistas que no hacen más que mirarse el ombligo.
—De Tocqueville también habla del capitalismo y de los mercados, que en gran medida van de la mano de la democracia.
—Simplemente no creo que sea de esto de lo que yo estaba intentando hablar. Es fácil echarles la culpa a las corporaciones. Lo que DeWitt está diciendo es que si crees que las corporaciones son malignas y que le pertoca al gobierno darles una moral, lo que estás haciendo es rechazar tu responsabilidad cívica. Estás haciendo que el gobierno sea tu hermano mayor y que la corporación sea el matón malvado del que se supone que tu hermano mayor te tiene que defender en el recreo.
—La idea básica de De Tocqueville es que forma parte de la misma naturaleza del ciudadano democrático ser como una hoja que no cree en el árbol del que forma parte.
—Lo que resulta interesante aunque deprimente es esa hipocresía tácita: yo, el ciudadano, voy a seguir comprando cochazos de alto consumo que se cargan los bosques y entradas para El exorcista hasta que el gobierno apruebe la ley que los prohíba, pero cuando el gobierno va y aprueba esa ley yo me pongo a despotricar del Gran Hermano y el gobierno que nos agobia.
—Mirad por ejemplo la tasa de fraude fiscal y el porcentaje de apelaciones que hay después de las auditorías.
—Casi parece que quiero una ley que te prohíba a ti el alto consumo de gasolina y ver Grupo salvaje, pero no a mí.
—Todo el mundo está gritando «que no me toque a mí».
—Apuñalan a una señora junto al río, sus gritos se oyen desde todas las casas de la manzana, pero nadie pone un pie fuera.
—Nadie se involucra.
—A la gente le ha pasado algo.
—La gente maldice a las compañías tabacaleras mientras fuma.
—Sin embargo, no es justo rechazar toda crítica del rol que juegan las corporaciones en esta especie de decadencia del civismo, alegando que no es más que una demonización fácil de las corporaciones. La estrategia corporativa de maximizar beneficios creando demanda y tratar de hacer que la demanda no sea elástica puede ejercer de catalizador de este síndrome que el señor Glendenning está intentando describir, sin que eso signifique que son el diablo ni que estén intentando dominar el mundo ni nada parecido.
—Creo que Nichols tiene algo más que aportar aquí.
—Creo que está intentando decir algo.
—Porque creo que la cosa va más allá de la política y del civismo.
—Por lo menos estoy escuchando, Stuart.
—Ni siquiera hojas de un árbol, sino más bien hojas que el viento ha hecho caer y que arrastra de un lado a otro, y cada vez que sopla una ráfaga de viento, el ciudadano dice: «Ahora elijo volar hacia aquí, es decisión mía».
—Y el viento es la amenaza corporativa de Nichols.
—Viene a ser casi una cuestión metafísica.
—Yuju.
—Yeeepa.
—Pongamos por caso que lo que estamos viviendo ahora es una transición económica y social entre la era de la democracia industrial y la fase que viene a continuación, teniendo en cuenta que el objeto de la democracia industrial era la producción y la economía dependía del aumento constante de la producción, y la gran tensión de esa democracia se producía entre la necesidad que tenía la industria de políticas que estimularan la producción y las necesidades que tenían los ciudadanos de beneficiarse de toda esa producción y al mismo tiempo conseguir que sus derechos e intereses básicos quedaran protegidos del énfasis simplista de la industria en la producción y los beneficios.
—No estoy seguro de qué papel juega la metafísica en esto, Nichols.
—Tal vez no sea metafísica. Tal vez sea algo existencial. Estoy hablando de ese miedo profundo que tiene el ciudadano individual americano, ese mismo miedo básico que tenemos vosotros y yo y que tiene todo el mundo pero del que no habla nadie salvo los existencialistas con su prosa francesa recargada. O Pascal. Nuestra pequeñez, nuestra insignificancia y mortalidad, la vuestra y la mía, esa cosa en la que nos pasamos todo el tiempo sin pensar directamente, el hecho de que somos diminutos y estamos a merced de grandes fuerzas y de que el tiempo nunca deja de correr y cada día hemos perdido un día más que no volverá nunca y de que nuestras infancias se han terminado y también nuestra adolescencia y el vigor de la juventud y pronto también nuestra vida adulta, de que todo lo que vemos a nuestro alrededor se está descomponiendo y muriéndose todo el tiempo, que todo se está extinguiendo, y lo mismo pasa con nosotros, conmigo, y teniendo en cuenta lo deprisa que han pasado los primeros cuarenta y dos años, ya no falta mucho para que yo también me extinga, ¿quién iba a imaginarse que existía una forma más veraz de llamarlo que «morirse»? «Extinguirse», el mismo sonido de la palabra hace que me sienta igual que me siento al anochecer en los domingos de invierno…
—¿Alguien tiene hora? ¿Cuánto tiempo llevamos aquí metidos, tres horas?
—Y no solo eso, sino que todo el mundo que me conoce o que sabe que existo se va a morir, y a su vez todo el mundo que conoce a esa gente o que es remotamente posible que haya oído hablar de mí se va a morir, y así sucesivamente, y todas esas lápidas y monumentos que hemos plantado para asegurarnos de que se nos recuerde, durarán… ¿cuánto? ¿Cien años? ¿Doscientos…? Y entonces se desplomarán, y la hierba y los insectos que se alimentarán de mi descomposición también se morirán, igual que su descendencia; o en el caso de que me incineren, los árboles que se nutran de mis cenizas arrastradas por el viento se morirán o bien los talarán y se pudrirán, y mi urna se pudrirá, y antes de tres o cuatro generaciones como mucho, será como si yo nunca hubiera existido, no solamente me habré muerto sino que será igual que si nunca hubiera estado aquí, y la gente de 2104 o de cuando sea ya no pensará en Stuart A. Nichols Jr. más de lo que vosotros o yo pensamos en John T. Smith de Livingston, Virginia, nacido en 1790 y muerto en 1864, o alguien parecido. Y todo está ardiendo, con un fuego lento, y nos falta menos de un millón de respiraciones para alcanzar una extinción más completa de la que somos capaces de imaginar, de hecho, y probablemente a eso se deba la obsesión frenética de Estados Unidos por la producción: producir, producir, causar un impacto en el mundo, contribuir, dar forma a las cosas, ayudar a distraernos de lo pequeños y totalmente insignificantes y transitorios que somos.
—¿Y se supone que esto nos tiene que venir de nuevo? Gran noticia: nos vamos a morir.
—¿Por qué creéis que la gente contrata seguros?
—Déjalo que termine.
—Ahora esto ya no es solo aburrido, sino también deprimente.
—El poscapitalismo de la producción tiene cierta influencia en la muerte del civismo. Pero también la tienen el miedo a la pequeñez y la muerte y el hecho de que todo esté ardiendo.
—En la base de todo eso huelo a Rousseau, igual que antes estabas hablando de De Tocqueville.
—Como de costumbre, DeWitt me lleva mucha ventaja. Lo más seguro es que la cosa empiece con Rousseau y la Carta Magna y la Revolución francesa. Este énfasis en el hombre como individuo y en los derechos y prerrogativas del individuo en lugar de sus responsabilidades. Pero luego vienen las corporaciones y el marketing y la publicidad y la creación del deseo y de la necesidad de alimentar la producción frenética, y esa manera en que la publicidad y el marketing modernos seducen al individuo complaciendo todos los pequeños engaños mentales con los que desviamos el horror de la pequeñez y la transitoriedad personales, permitiendo la ilusión de que el individuo es el centro del universo y lo más importante que existe; me refiero al individuo individual, al tipo pequeño que mira la tele o escucha la radio u hojea una revista satinada o mira una valla publicitaria o entra en contacto de cualquiera de un millón de maneras distintas con la gran mentira de Burson-Marsteller o de Saatchi & Saatchi, el hecho de que él es el árbol, de que su responsabilidad primera es para con su propia felicidad, de que todos los demás no son más que una enorme masa gris y abstracta y de que su vida entera depende de destacarse de ellos, de ser un individuo, de ser feliz.
—Dedicándose a sus asuntos.
—Eso es lo tuyo.
—Arrancándose los grilletes de la autoridad y de la obediencia, de la obediencia a la autoridad.
—Me temo que dentro de muy poco voy a tener que usar el retrete.
—Eso es mucho más los años sesenta que la Revolución francesa, colega.
—Pero si estoy entendiendo lo que dice DeWitt, el punto de inflexión fue ese momento de los años sesenta en que la rebelión contra la obediencia se volvió una moda, una simple pose, una forma de molarles a los demás miembros de tu generación a los que querías impresionar y que querías que te aceptaran.
—Por no mencionar el hecho de irse a la cama con ellos.
—Porque en el momento mismo en que se volvió no solamente una actitud, sino también una moda, entonces fue cuando las corporaciones y sus publicistas pudieron intervenir y empezar a reforzarla y a seducir con ella para que la gente comprara las cosas que las corporaciones estaban produciendo.
—La primera vez fue el Seven Up con su psicodelia a lo Sargent Pepper y sus chicos con patillas diciendo «La no cola».
—Pero espera. En muchos sentidos la rebelión de los sesenta se oponía a las corporaciones y al complejo industrial-militar.
—Al hombre del traje de franela gris.
—¿Qué es el traje de franela gris, a todo esto? ¿Alguna vez habéis visto a alguien vestido con franela gris?
—Lo único que tengo de franela es el pijama, tío.
—¿Está despierto el señor Glendenning?
—Se lo ve muy pálido.
—Todo el mundo se ve pálido cuando no hay luz, colega.
—O sea, ¿existe un símbolo más total de la obediencia y del hecho de desfilar en marcha cerrada que la corporación? Las cadenas de montaje y el fichar a la entrada y el ir ascendiendo hasta el despacho de la esquina… Tú has hecho auditorías de campo para Rayburn-Thrapp, Gaines. Esos tipos no saben ni limpiarse el culo sin un memorando de empresa.
—Pero no estamos hablando de la realidad interior de la corporación. Estamos hablando de la cara y de la voz que los publicistas de las corporaciones empezaron a usar a finales de los sesenta para convencer al cliente de que necesitaba todas aquellas cosas. Empezaron diciendo que la psique del cliente estaba prisionera de la obediencia, y que la forma de romper con la obediencia ya no era hacer ciertas cosas sino comprar ciertas cosas. Se convirtió el hecho de comprar cierta marca de ropa o de refresco o de coche o de corbata en un gesto investido del mismo nivel de significado ideológico que llevar barba o protestar contra la guerra.
—Mira el Virginia Slims y las feministas.
—El Alka-Seltzer.
—Creo que en algún momento he dejado de ver qué relación tiene esto con lo de «me voy a morir».
—Creo que Stuart está describiendo el paso del modelo de democracia americana basado en la producción a algo más parecido a un modelo basado en el consumo, donde la producción corporativa se basa en una estrategia de equipo mientras que ser cliente es una empresa individual. El hecho de que estamos dejando de ser ciudadanos que producen para ser ciudadanos que consumen.
—Tú espera dieciséis trimestres hasta que llegue 1984. Ya verás la verdadera oleada de anuncios y publicidad que promocionarán tal y cual producto corporativo como algo que te permita escapar de los grises totalitarismos del presente orwelliano de 1984.
—¿Cómo es posible que comprar un tipo de máquina de escribir en lugar de otro ayude a subvertir el control del gobierno?
—Ya no existirán máquinas de escribir. Todo el mundo tendrá unos teclados conectados con cables a una especie de computadora VAX central y las cosas ya ni siquiera tendrán que ponerse en papel.
—La oficina sin papeles.
—Eso hará que Stu quede obsoleto.
—No, no estás entendiendo lo más genial de todo. Todo se desplegará en el mundo de las imágenes. Habrá un increíble consenso político sobre el hecho de que tenemos que escapar del confinamiento y la rigidez de la obediencia, de ese mundo fluorescente y muerto de la oficina y del libro de contabilidad, del tener que llevar corbata y escuchar hilo musical, pero las corporaciones serán capaces de presentar las tendencias de consumo como la escapatoria a todo eso: usa este tipo de calculadora, escucha este tipo de música, lleva este tipo de zapatos porque todos los demás están llevando unos zapatos que son conformistas. Será una era de increíble prosperidad y obediencia y demografía de masas, en la que todos los símbolos y la retórica tratarán de la revolución y de las crisis y de osados individuos que miran al futuro y se atreven a marchar al son de su propio tambor mediante el hecho de aliarse con marcas que apostarán fuerte por la imagen de la rebelión. Y esa campaña publicitaria masiva que ensalza al individuo conformará unos mercados enormes de gente cuya convicción innata de que son seres solitarios, sin prójimo y sin comunidad será alimentada en todo momento.
—Pero ¿qué rol jugará el gobierno en esa situación tipo 1984?
—Pues lo que ha dicho DeWitt: el gobierno será el padre, con toda la carga ambivalente de amor-odio-necesidad-desafío que rodea a la figura paterna en la mente del adolescente, y en este sentido tengo que discrepar respetuosamente con DeWitt en el sentido de que no creo que la nación americana actual sea tan infantil como adolescente. Es decir, ambivalente en sus deseos parejos de una estructura autoritaria y al mismo tiempo de que se termine la hegemonía paterna.
—Seremos la policía a la que llamen cuando la fiesta se desmadre.
—Ya puedes ver adónde va la cosa. La extraordinaria apatía política que siguió al Watergate y a Vietnam y la institucionalización de la rebelión que protagonizaban las minorías al nivel de la calle únicamente se intensificarán. La política es una cuestión de consenso, y el legado publicitario de los años sesenta es que el consenso equivale a represión. Votar ya no molará: ahora los americanos votan con la billetera. El único rol cultural del gobierno consistirá en ser ese padre tiránico al que odiamos y a la vez necesitamos. Nos buscarán para que elijamos a alguien que sea capaz de interpretar a un Rebelde, tal vez incluso a un vaquero, pero que en el fondo sepamos que es una criatura burocrática capaz de operar dentro de la maquinaria del gobierno, en lugar de aporrearse ingenuamente la cabeza contra ella, que es lo que llevamos cuatro años viendo hacer a Jimmy.
—Carter representa el último aliento del genuino idealismo de la Nueva Frontera de los años sesenta, por tanto. El hecho obvio de que es un buen tipo y su impotencia política se han unido en la psique del votante.
—Busca un candidato que pueda hacerle al electorado lo que están aprendiendo a hacer las corporaciones, de tal manera que el Gobierno, o mejor dicho, el Gran Gobierno, el Gran Hermano, el Gobierno Entrometido, se convierta en la imagen que ayude a ese candidato a definirse por oposición. Aunque paradójicamente, para que ese personaje tenga peso, el candidato también tendrá que ser una criatura del gobierno, alguien de Dentro, alguien rodeado de un séquito de burócratas e implantadores de mirada inexpresiva y alguien que podamos ver que está al cargo de la maquinaria. Y, por supuesto, provisto de un presupuesto de campaña enorme, cortesía de ya sabéis quién.
—Nos hemos alejado años luz de las ideas que yo estaba intentando describir sobre la relación entre los contribuyentes y el gobierno.
—Eso describe a Reagan todavía mejor que a Bush.
—El simbolismo de Reagan es demasiado atrevido. No es más que mi opinión. Por supuesto, lo que tiene de maravilloso para la Agencia el que Reagan pueda llegar a presidente es que ya ha declarado que está en contra de los impuestos. Directamente, sin evasivas. No va a subir las tasas impositivas; de hecho, en New Hampshire declaró oficialmente que quería bajar las tasas marginales.
—¿Y eso es bueno para la Agencia? ¿Otro político que intenta ganar puntos cargándose el sistema fiscal?
—Yo lo veo así: yo me imagino una candidatura Bush-Reagan. Reagan sería el símbolo, el Vaquero, y Bush sería el hombre silencioso de dentro, el que hace el trabajo poco sexy de la gestión en sí.
—Por no mencionar su retórica de aumentar el gasto en defensa. ¿Cómo se puede bajar las tasas marginales y aumentar el gasto en defensa?
—Hasta un niño puede ver que es una contradicción.
—Stuart está diciendo que es bueno para la Agencia porque bajar las tasas marginales al mismo tiempo que se aumenta el gasto solamente es posible si se aumenta la eficacia de la recaudación de impuestos.
—Y eso quiere decir fuera riendas. Quiere decir que las cuotas de la Agencia suben.
—Pero también significa una reducción discreta de las restricciones de nuestros mecanismos de recaudación y auditoría. Reagan nos va a pintar como el Gran Hermano rapaz y de sombrero negro que él necesita en secreto. Nosotros, los contables de boca cosida con nuestros trajes grises y nuestras gafas de culo de vaso, pulsando las teclas de nuestras calculadoras, nos convertiremos en el gobierno: en esa autoridad que todo el mundo podrá odiar. Y, entretanto, Reagan triplicará el presupuesto de la Agencia y convertirá la tecnología y la eficacia en objetivos serios. Será la mejor época que viva la Agencia desde el 45.
—Pero entretanto aumentará el odio de los contribuyentes a la Agencia.
—Algo que, paradójicamente, alguien como Reagan va a necesitar. El hecho de que la Agencia trate a los contribuyentes con mayor agresividad, sobre todo si se publicita mucho, mantendrá en las mentes del electorado una imagen fresca y eminentemente útil del Gran Gobierno que el Presidente Rebelde Infiltrado podrá seguir usando para definirse a la contra y que podrá describir como justamente la clase de intrusión gubernamental en las vidas privadas y en las billeteras de los esforzados americanos que hizo que él se presentara a las elecciones para combatir.
—¿Estás diciendo que el próximo presidente podrá seguir definiéndose como un Infiltrado y un Renegado mientras está en la Casa Blanca?
—Sigues infravalorando la necesidad que tienen los contribuyentes de mentiras, de esa retórica superficial que usan consigo mismos cuando en el fondo saben perfectamente que papá tiene el control y que nadie corre ningún riesgo. Igual que los adolescentes se rebelan con mucho teatro contra la autoridad paterna y al mismo tiempo cogen prestadas las llaves del coche de papá y usan la tarjeta de crédito de papá para llenar el depósito. El nuevo líder no mentirá a la gente. Hará algo que los pioneros de las corporaciones han descubierto que funciona mucho mejor: adoptará el personaje y la retórica que permita a la gente mentirse a sí misma.
—¿Podemos volver un segundo a eso de que un Bush o un Reagan triplicaría el presupuesto de la Agencia? ¿Eso es bueno para nosotros a nivel de Distrito? ¿Cuáles son las implicaciones para Peoria o Creve Coeur?
—Por supuesto, la maravillosa ironía doble del candidato a Reducir el Gobierno es que está financiado por las mismas corporaciones que constituyen los respaldos que los gobiernos tienden a usar de forma más opresiva. Las corporaciones, tal como ha señalado DeWitt, cuyos pequeños cerebros inhumanos están iluminados únicamente por los beneficios netos y la expansión, y que en el fondo esperamos que los gobiernos mantengan a raya porque nosotros no estamos capacitados para resistir sus seducciones consumistas con la sola fuerza de nuestro carácter, y cuya apelación al falso rebelde es la estrategia retórica moderna que va a hacer que Bush y Reagan salgan elegidos, las mismas corporaciones que van a beneficiarse enormemente de la desregulación laissez-faire que Bush y Reagan van a hacer creer al electorado que ellos emprenderán movidos por sus intereses populistas… En otras palabras, tendremos de presidente a un Rebelde simbólico que luchará contra su propio poder y cuya elección habrá sido sufragada por unas máquinas inhumanas y sin alma diseñadas para obtener beneficios, cuya conquista de la vida cívica y espiritual americana convencerá a los americanos de que la rebelión contra la inhumanidad desprovista de alma de la vida corporativa consiste en comprarles productos a unas corporaciones que hacen lo que pueden para representar la vida corporativa como algo vacío y desprovisto de alma. Tendremos una tiranía de desobediencia obediente presidida por un infiltrado simbólico cuya elección misma se habrá basado en nuestra convicción profunda de que su personaje es una trola absoluta. Un gobierno de la imagen, que como es tan vacía aterra a todo el mundo: al fin y al cabo, son pequeños y se van a morir…
—Joder, ya volvemos con la muerte.
—… y cuyo terror a no llegar a existir nunca hará que la gente sea mucho más susceptible a los cantos de sirena ontológicos de esa gestalt corporativa de «compra para destacarte de los demás y así existirás».