16

Lane Dean Jr. y dos examinadores mayores de un módulo distinto están delante de una de las puertas de salida sin alarma que hay entre módulos, en un hexagrama de cemento rodeado de hierba bien cuidada, contemplando cómo el sol cae sobre los campos en barbecho que hay justo al sur del CRE. Ninguno de ellos está fumando. Solamente han salido un momento. Lane Dean no ha salido con los otros dos; simplemente ha dado la casualidad de que ha aprovechado el descanso para salir a tomar el aire al mismo tiempo que ellos. Todavía está buscando un lugar realmente deseable y ameno al que ir durante los descansos; estos son demasiado importantes. Los otros dos tipos se conocen entre sí o bien trabajan en el mismo equipo. Han salido juntos; se nota que tienen una rutina que viene de largo.

Uno de los hombres bosteza y se despereza con gesto artificial.

—Caray —dice—. En fin, el sábado Midge y yo fuimos a casa de los Bodnar. Te acuerdas de Hank Bodnar, ¿no?, el que estaba en el equipo K de Exámenes de Capital, el que tiene las gafas esas con las lentes que se oscurecen solas cuando sale a la calle, ¿cómo se llaman?

El hombre tiene las manos detrás de la espalda y se dedica a mecerse rápidamente sobre las puntas de los pies, como si estuviera esperando el autobús.

—Ajá.

El otro hombre, que aparenta unos cinco años menos que el tipo que ha ido a casa de Bodnar, está mirándose una especie de quiste o tumor benigno que tiene en la parte de dentro de la muñeca. A media mañana el calor se acumula y el ruido eléctrico de las langostas entre las hierbas silvestres se eleva y desciende en aquellas partes de los campos que reciben el azote del sol. Ninguno de los dos hombres se ha presentado a Lane Dean, que está de pie más lejos de ellos de lo que ellos están el uno del otro, aunque no tan lejos como para que lo consideren completamente desconectado de la conversación. Tal vez le estén dejando cierta intimidad porque ven que es nuevo y todavía se está adaptando al tedio increíble del trabajo de examinador. Tal vez sean tímidos y se encuentren incómodos y no estén seguros de cómo presentarse. A Lane Dean, a quien se le han subido tanto los pantalones que tendría que meterse en un cubículo de los lavabos de hombres para sacárselos, le vienen ganas de adentrarse corriendo en los campos en medio del calor y echar a correr en círculos agitando los brazos.

—Se suponía que teníamos que ir el fin de semana anterior, ¿en qué caía? El siete, creo que era —dice el primer hombre, contemplando un paisaje carente de elementos en los que fijar la vista—, pero la pequeña tenía fiebre y un poco de dolor de garganta, y Midge no quiso dejarla con la canguro si tenía fiebre. Así que llamó para cancelarlo, y Midge y Alice Bodnar lo arreglaron para retrasarlo una semana, siete días justos, así era fácil de acordarse. Ya sabes cómo se ponen las mamás oso cuando sus ositos cogen fiebre.

—Y que lo diga —interviene Lane Dean desde unos metros de distancia, con una risa un poco demasiado jovial.

Tiene un zapato a la sombra del alero del tejado del módulo y el otro expuesto al sol de la mañana. Lane Dean ya se está empezando a desesperar, porque los quince minutos de descanso están volando inexorablemente y va a tener que volver adentro y pasarse otras dos horas examinando declaraciones antes de la siguiente pausa. En el cenicero de una pequeña papelera situada en el nicho de la pared hay tirado de lado un vaso vacío de poliestireno que ha contenido café o té. Entrar en una conversación hace que el tiempo pase de forma distinta; no está claro si mejor o peor. El otro hombre sigue examinándose lo que tiene en la muñeca, poniendo el antebrazo en alto igual que hacen los cirujanos después de lavarse las manos. Si uno piensa que lo que están haciendo las langostas es gritar, todo se vuelve mucho más enervante. El protocolo normal es no oírlas; al cabo de un rato ya no te das cuenta de que están.

—En fin —dice el primer examinador—. Vamos a su casa y tomamos una copa. Midge y Alice se ponen a hablar de unas cortinas nuevas que están mirando para la sala de estar, dale que te pego. Rollo de mujeres, bastante coñazo. Así que Hank y yo terminamos en el cuarto de la tele, porque Hank colecciona monedas; en serio, por lo que pude ver es un coleccionista de monedas de los de verdad, no solamente tiene esos álbumes de cartón con agujeros circulares, sabe cantidad del tema. Y me quería enseñar una foto de una moneda que se estaba planteando adquirir para su colección.

El otro hombre acaba de levantar la vista por primera vez cuando el tipo que cuenta la historia ha mencionado las colecciones de monedas, una afición que a Lane Dean, como cristiano, siempre le ha parecido degenerada y corrupta por varias razones.

—Una moneda de cinco centavos, creo —está diciendo el primer tipo. No para de caer en intervalos en los que casi parece que esté hablando solo, mientras el segundo hombre se dedica a examinar su quiste de forma intermitente. Se nota que es la clase de conversación que los dos hombres llevan muchos, muchos años teniendo en los descansos; un hábito que ya ni siquiera es consciente—. No una moneda de cinco con búfalo, sino otra clase de moneda de cinco con el dorso alternativo bastante conocida, yo no sé mucho de monedas, pero hasta yo había oído hablar de ella, lo cual quiere decir que debe de ser bastante conocida. Pero no me acuerdo del nombre exacto. —Se ríe de una manera que suena casi angustiada—. Ahora no me sale, no me acuerdo.

—Alice Bodnar cocina bastante bien —dice el otro tipo.

Alrededor del cuello de la camisa se le ven un poco las lengüetas de plástico de la corbata de clip de color marrón claro. El nudo en sí de la corbata está más prieto que un puño; no hay manera de aflojarlo. Desde donde está, Lane Dean tiene una perspectiva mejor y más circunspecta del segundo examinador. El tumor del interior de su muñeca es del tamaño de la nariz de un niño y de un material que casi parece cuerno o retoño duro de arbusto, y parece enrojecido y ligeramente inflamado, aunque esto podría deberse a que el segundo tipo se lo manosea demasiado. ¿Cómo no hacerlo? Lane Dean sabe que él podría muy bien desarrollar una fijación enfermiza por la cosa que tiene el tipo en la muñeca si trabajaran en mesas Calambre contiguas del mismo módulo, intentando mirársela sin ser visto, tomando la decisión firme de no mirarla, etcétera. Le horroriza un poco el hecho de que casi envidia a quien sea que esté sentado a esa mesa, se imagina el quiste enrojecido y su carrera como objeto de distracción y atención, algo que atesorar de la misma manera en que los cuervos atesoran cosas brillantes e inútiles que encuentran por casualidad, aunque sean tiras de papel de aluminio o la cadenilla rota de un relicario. Siente un extraño deseo de preguntarle al tipo por el tumor, de qué se trata, cuánto tiempo hace que lo tiene, etcétera. Y está pasando justo lo que le dijo alguien: que a Lane Dean ya no le hace falta mirar el reloj durante las pausas. Ahora quedan seis minutos.

—En fin, bueno, teníamos planeado escalfar unos filetes de salmón y comer en la terraza dándole al salmón un glaseado especial de salvia que Midge y Alice querían probar y acompañándolo de una guarnición de patatas gratinadas, creo que eran gratinadas; tal vez tú las llames al gratén. Y una ensalada grande, tan grande que no se podía pasar el cuenco, tenía que estar en una mesa aparte.

Ahora el segundo hombre se está bajando con cuidado la manga de la camisa y abotonándosela de nuevo para que le cubra la muñeca del quiste, aunque Dean está seguro de que cuando se siente delante de sus declaraciones y la manga retroceda ligeramente, el borde de la penumbra roja del quiste sobresaldrá un poco del puño de la camisa, y de que el constante subir y bajar del puño de la camisa por encima del quiste tal vez sea en parte lo que le da ese aspecto rojo y dolorido; es posible que duela de forma leve pero asquerosa cada vez que el puño de la camisa del hombre sube o baja por encima del pequeño quiste de cuerno.

—Pero fue un día muy agradable. Hank y yo estábamos en el cuarto de la tele, que tiene unos ventanales de esos grandes que dan en parte al jardín de delante y en parte a la calle; había unos chavales de los vecinos yendo y viniendo en bicicleta por la calle y gritando y pasándoselo bomba. Así que decidimos, lo decidió Hank, qué coño, con el día tan bueno que hace, vamos a ver si las chicas quieren hacer una barbacoa. Y sacamos la barbacoa de Hank, una Weber grande con ruedas que se podía sacar rodando si la echabas un poco hacia atrás, de tres patas pero solo dos con ruedas… ya sabes, ¿no?

El segundo hombre se inclina un poco y echa un escupitajo entre dientes sobre la hierba del borde del hexagrama. Debe de rondar los cuarenta y tiene canas en el costado de la cabeza que Lane puede ver bajo la luz del sol. Lane Dean se imagina corriendo en el campo en un enorme círculo, agitando los brazos como Roddy McDowall.

—O sea que lo hicimos, la sacamos rodando —dice el primer hombre—. Y en vez de escalfar el salmón lo hicimos a la barbacoa, aunque todo lo demás fue lo mismo, y Midge y Alice hablaron de dónde habían comprado el cuenco de la ensalada, que tenía todo el borde lleno de grabados, debía de pesar dos kilos y medio aquel trasto. Hank asó el pescado en el patio y nos lo comimos en el porche, por los bichos.

—¿Qué quiere decir? —pregunta Lane Dean, consciente del ligero matiz de histeria que tiene en la voz.

—Bueno —dice el primer tipo, que es más corpulento—, que se estaba poniendo el sol. Los mosquitos vienen desde el campo de golf de Fairhaven. No nos íbamos a quedar sentados en el patio para que se nos comieran vivos. A nadie se le ocurrió siquiera comentar nada al respecto.

El hombre ve que Lane Dean lo sigue mirando, con la cabeza exageradamente inclinada para aparentar una curiosidad que no siente en absoluto.

—El porche es de los que tienen mosquitera.

El segundo hombre está mirando a Dean como diciendo: ¿Quién es este tío?

El hombre que había cenado en casa de la otra gente se ríe.

—Lo mejor de ambos mundos. Un porche con mosquitera.

—A menos que llueva —dice el segundo hombre.

Y los dos se ríen con aire afligido.