Fue en la escuela secundaria pública donde este chico descubrió el poder terrible que detentan la atención y las cosas a las que prestas atención. Y lo descubrió de una forma cuya misma ridiculez fue una de las cosas que la hacían tan terrible. Y ciertamente lo era.
A los dieciséis años y medio, empezó a sufrir unos espantosos ataques de sudor en público.
De niño siempre había sudado mucho. Le pasaba cuando practicaba deporte o cuando hacía calor, pero no era algo que le molestara demasiado. Se limitaba a secarse más a menudo. No recordaba que nadie hubiera dicho nunca nada al respecto. Tampoco parecía que oliera mal; no es que apestara. Los sudores no eran más que un rasgo suyo como cualquier otro. Había niños que eran gordos, otros que eran inusualmente bajitos o altos o que tenían los dientes descolocados o que tartamudeaban o que olían a moho sin importar qué ropa llevaran. Y se daba el caso de que él era alguien que sudaba mucho, sobre todo con las humedades del verano, cuando el mero hecho de ir en bici vestido con sus vaqueros por Zanesville le hacía sudar como un loco. Era algo en lo que apenas se fijaba, por lo que él podía recordar.
En su decimoséptimo año, sin embargo, sí que empezó a molestarle; todo el asunto del sudor le empezó a cohibir. Estaba claro que era algo relacionado con la pubertad, esa fase en la que eres mucho más consciente de cómo te van a ver los demás. De la posibilidad de que haya algo en ti que resulte visiblemente asqueroso o siniestro. Cuando el año escolar llevaba unas semanas en curso, cobró una conciencia nueva y distinta de que él parecía sudar más que los demás chicos. Durante los dos primeros meses de escuela siempre hacía calor, y en el viejo instituto había muchas aulas que no tenían ventilador. Sin intentarlo ni quererlo, empezó a imaginarse el aspecto que debía de tener su sudor en clase: una mezcla reluciente de sebo y sudor en la cara, la camisa empapada en el cuello y los sobacos, el pelo separado en pequeños pinchos mojados y repulsivos por el sudor que le corría por la frente. La cosa empeoraba si estaba en una posición en la que pensaba que tal vez pudiera verlo alguna chica. Los pupitres del aula estaban todos apiñados. La simple presencia de alguna chica guapa o popular en su campo visual ya le elevaba la temperatura interna —él notaba cómo sucedía al margen de su voluntad, o incluso en contra de ella— y le hacía ponerse a sudar a lo bestia[29].
En un primer momento, sin embargo, a medida que avanzaba el otoño de aquel decimoséptimo año y el clima se enfriaba y las hojas cambiaban de color y caían y se podían rastrillar a cambio de dinero, él tuvo razones para pensar que el problema del sudor estaba disminuyendo, que el verdadero problema había sido el calor, o que sin el bochorno veraniego ya apenas iba a volver a haber ocasiones para que se manifestara el problema. (Pensaba en ello en los términos más abstractos y generales que le era posible. Intentaba no permitirse pensar nunca en la palabra «sudor». La idea, al fin y al cabo, era intentar ser lo menos consciente del tema que pudiera.) Ahora las mañanas eran frías y en las aulas del instituto ya no hacía calor, salvo cerca de los radiadores repiqueteantes del fondo. Sin permitirse a sí mismo ser plenamente consciente de ello, había empezado a darse un poco de prisa entre clase y clase a fin de llegar al aula siguiente lo bastante deprisa como para no tener que verse atrapado en un pupitre próximo a los radiadores, que era algo que bastaba para desencadenar el sudor. Pero aquello requería mantener un equilibrio delicado, porque si corría demasiado por los pasillos entre clase y clase, aquel esfuerzo también podía provocarle un ligero sudor, lo cual incrementaba su preocupación y facilitaba el hecho de que el sudor arreciara en caso de que él pensara que podía haber gente fijándose en él. Existían otros ejemplos de equilibrio y preocupación como aquel, la mayoría de los cuales él intentaba mantener lo más lejos posible del pensamiento consciente sin saber del todo por qué lo estaba haciendo[30].
Porque para entonces ya había distintos grados y niveles de sudor en público, que iban desde una fina película a un sudor tremendo, incontrolable y completamente visible y repulsivo. Lo peor era que un grado podía llevar al siguiente si él se preocupaba demasiado por ello, si le asustaba demasiado la posibilidad de que un ligero sudor pudiera empeorar y si trataba con demasiado ahínco de controlarlo o impedirlo. El miedo mismo al sudor bastaba para desencadenarlo. No empezó a sufrir de verdad hasta que descubrió este hecho, un descubrimiento que empezó llevando a cabo gradualmente y luego de forma espantosamente repentina.
El día que le pareció con diferencia el peor de su vida hasta entonces llegó después de una semana desacostumbradamente fría de principios de noviembre, cuando ya había empezado a parecerle que el problema se podía dominar y controlar hasta el punto de que él podría olvidarse por fin del tema. Vestido con vaqueros y una camisa de velvetón de color oxidado, se sentó bien lejos del radiador, en el centro de la hilera de en medio de pupitres de la clase de Culturas del Mundo, y estaba escuchando y tomando notas sobre el módulo que fuera del libro de texto que estaban tratando cuando una idea terrible emergió en su interior, como salida de la nada: «¿Y si de pronto me pongo a sudar?». Y aquella idea, que se presentó principalmente en forma de un miedo terrible y repentino que lo inundó como si fuera una marea caliente, e hizo que ese día se pusiera a sudar al instante de forma abundante e incontrolable, y el pensamiento secundario de que debía de dar más asco todavía el que alguien estuviera sudando cuando allí ni siquiera hacía calor empezó a agravar más y más la situación mientras él permanecía sentado muy quieto, con la cabeza gacha y una cara donde pronto empezaron a correr regueros palpables de sudor, sin moverse para nada, dividido entre el deseo de secarse el sudor de la cara antes incluso de que empezara a caerle y alguien lo viera caer y el miedo a que cualquier clase de movimiento para secarse atrajera la atención de la gente y causara que los ocupantes de los pupitres que tenía a los lados vieran lo que estaba pasando: que estaba sudando como un loco sin razón alguna. Nunca en la vida se había sentido tan mal, y el ataque entero duró unos cuarenta minutos y el resto del día se lo pasó yendo de un lado para otro en una especie de estado de trance causa do por el shock y por el cansancio de la adrenalina, y ese día fue el principio del síndrome por el que, según descubrió, cuanto peor fuera su miedo a ponerse a sudar como un puerco en público, más posibilidades había de que le volviera a pasar lo mismo que le había pasado en Culturas del Mundo, tal vez todos los días, y tal vez más de una vez al día: y este descubrimiento le causó más terror y frustración y sufrimiento interior de los que jamás habría soñado que se pudieran experimentar, y el hecho de que todo aquel problema fuera absolutamente estúpido y extraño solamente lo agravaba mucho más.
A partir de aquel día en Culturas del Mundo, su terror a que le volviera a pasar, y sus intentos consiguientes de evitar o eludir o controlar aquel miedo, empezaron a dar forma a prácticamente todos y cada uno de los momentos de sus jornadas. El miedo y la preocupación únicamente aparecían en clase o a la hora del almuerzo en el instituto: no en la clase de educación física de la última hora, puesto que el hecho de sudar en educación física no sería considerado extraño en absoluto, de manera que no inspiraba aquella clase especial de miedo que lo predisponía a tener un ataque. También le sucedía en cualquier acontecimiento multitudinario, como por ejemplo las reuniones de los boy scouts o la cena de Navidad celebrada en medio del calor y la atmósfera viciada del comedor de la casa de sus abuelos en Rockton, donde podía sentir literalmente los puntos adicionales de calor de todas y cada una de las velas de la mesa y el calor corporal de todos los parientes que había apiñados alrededor de la mesa, manteniendo la cabeza gacha para intentar aparentar que estaba examinando los dibujos de la porcelana de su plato, mientras el calor del miedo al calor se le propagaba por el cuerpo como si fuera adrenalina o coñac, aquella ola física de calor interior que él intentaba con todas sus fuerzas no temer. No le pasaba en privado, en la habitación de su casa, mientras leía —cuando estaba en su habitación, con la puerta cerrada, a menudo ni siquiera le pasaba la idea por la cabeza—, ni tampoco en los pequeños cubículos privados de la biblioteca, parecidos a cubos abiertos, donde o bien no lo veía nadie o bien resultaría fácil levantarse en cualquier momento y marcharse[31]. Le pasaba solamente en público, cuando había gente a su alrededor, o bien sentada en las hileras muy juntas de pupitres, o bien alrededor de una mesa bien iluminada mientras él tenía que llevar el jersey rojo nuevo de Navidad y se encontraba casi literalmente tocando con los hombros y los codos a los primos que tenía pegados a los lados, y todo el mundo estaba intentando hablar al mismo tiempo por encima de la comida humeante, y todo el mundo estaba mirando a todo el mundo, de manera que era más que probable que los demás pudieran verle los primeros puntitos ruborizados del sudor en la frente y en la cara, que a continuación, si el miedo a que el sudor se descontrolara crecía demasiado, se inflaban hasta convertirse en bolitas relucientes y enseguida empezaban a resbalarle visiblemente por la piel, y para entonces ya le resultaba imposible secarse la cara con una servilleta por miedo a que la extraña estampa que ofrecería secándose la cara en invierno llamara la atención de todos sus parientes hacia lo que estaba sucediendo, y eso era precisamente lo que él daría su alma misma por que no pasara. Le podía suceder básicamente en cualquier lugar del que resultara difícil marcharse sin llamar la atención. Levantar la mano en clase y pedir un pase para ir al lavabo mientras las cabezas se giraban para mirarlo… la idea misma le llenaba de un terror absoluto.
No entendía por qué le daba tanto miedo el que la gente pudiera verlo sudar o bien sintiera extrañeza o asco. ¿A quién le importaba lo que pensara la gente? Él no paraba de decírselo a sí mismo, y sabía que era cierto. También repetía —a menudo encerrado en un cubículo de uno de los lavabos de chicos de la escuela, entre clase y clase, después de que le diera un ataque de intensidad media o fuerte, sentado en el retrete con los pantalones sin bajar y tratando de usar el papel higiénico del cubículo para secarse sin que el papel higiénico se desintegrara dejándole pequeños grumos y migajas por toda la frente, intentando apretarse gruesos manojos de papel higiénico sobre la parte delantera del pelo para ver si así lo secaba— el discurso de Franklin Roosevelt que habían dado en Historia de Estados Unidos II, en su segundo año: «Lo único que debemos temer es al miedo mismo». No paraba de repetírselo mentalmente, una y otra vez. Franklin Roosevelt tenía razón, pero eso no ayudaba: saber que el miedo era el problema no era más que un dato, no hacía que desapareciera el miedo. De hecho, empezó a pensar que pensar tanto en aquella frase del discurso solamente le provocaba más miedo al miedo mismo. Que aquello a lo que él debía temer en realidad era el miedo al miedo, como una galería interminable de espejos de feria, todos los cuales resultaban ridículos y extraños. Empezó a sorprenderse a veces hablando consigo mismo del problema del sudor y del miedo, con una especie de susurro débil y muy rápido que había estado usando sin ser consciente de ello, y empezó a considerar muy en serio la posibilidad de que se estuviera volviendo loco. La mayoría de los locos que había visto por televisión eran gente que soltaba risotadas frenéticas, algo que a él ahora le parecía totalmente aberrante, como un chiste que no solamente no tenía gracia sino que tampoco tenía ningún sentido. Imaginarse a sí mismo riéndose de los ataques o del miedo era como imaginarse que intentaba abordar a alguien para explicarle lo que le estaba pasando, como por ejemplo a su jefe de boy scouts o al orientador de la escuela; resultaba inimaginable, inconcebible.
El instituto se convirtió en un tormento diario, y sin embargo sus notas no paraban de mejorar gracias al tiempo adicional que dedicaba a leer y a estudiar, puesto que solamente estaba bien cuando se encontraba a solas y completamente absorto y concentrado en otra cosa. También se aficionó a las sopas de letras y a los puzzles numéricos, que le resultaban cautivadores. En clase o en el comedor tenía la preocupación constante de no pensar y no permitir que su miedo llegara al punto en que le subía la temperatura y la atención le salía catapultada hacia aquel sitio donde lo único que sentía era el calor incontrolable y el sudor le empezaba a manar de la cara y a formarle goterones, y el miedo se le disparaba a las alturas y él ya no podía pensar en nada que no fuera cómo podía salir de allí para ir a los lavabos sin llamar la atención. Solamente le pasaba a veces, pero él lo temía todo el tiempo, aun cuando sabía perfectamente que eran precisamente el miedo y la preocupación constantes lo que lo predisponían a tener aquellos ataques. Él los consideraba «ataques», no procedentes de un atacante externo sino de una parte interna de sí mismo que lo estaba lastimando o incluso traicionando, como cuando se habla de un «ataque al corazón». Y, del mismo modo, estar predispuesto se convirtió en el término de su código interno que designaba aquel estado de miedo y terror volátiles que podía provocarle un ataque en cualquier situación pública.
Su forma principal de lidiar con el hecho de estar constantemente predispuesto y preocupado por aquel miedo durante todo el tiempo que pasaba en la escuela consistió en desarrollar diversos trucos y tácticas que le dictaban qué hacer en caso de que un ataque de sudor en público se desencadenara y amenazara con descontrolarse del todo. Saber dónde estaban todas las salidas de cualquier sala en la que entraba no era un truco, sino que se convirtió simplemente en algo que hacía de forma automática, igual que sabía a qué distancia estaba la salida más cercana y si se podía llegar a ella sin llamar demasiado la atención. El comedor de la escuela era un ejemplo de lugar del que era fácil salir sin que nadie se fijara en él, por ejemplo. Salir del aula durante un ataque en plena clase resultaba impensable. Si se limitaba a levantarse y salir corriendo del aula, que era lo que siempre se moría de ganas de hacer en medio de un ataque, le caerían toda clase de problemas disciplinarios y todo el mundo querría una explicación, incluidos sus padres; además de que cuando volviera a esa misma clase al día siguiente todo el mundo sabría que se había escapado corriendo y querría saber qué había provocado que se le fuera la olla de aquella manera, y el resultado neto sería que toda la clase le estaría prestando mucha atención, y el miedo a que todo el mundo le estuviera prestando atención y mirando lo predispondría otra vez. Por otro lado, si se atrevía a levantar la mano y a pedirle un pase al profesor para ir al baño, aquello llamaría la atención de los aburridos ocupantes de las hileras de pupitres hacia el que había hablado, y todas sus cabezas se girarían al unísono para mirarlo, y allí estaría él, sudando y goteando y con un aspecto grotesco. Su única esperanza entonces sería el hecho de parecer enfermo y que la gente pensara que estaba enfermo y posiblemente a punto de vomitar. Aquel era uno de los trucos: toser o bien sorberse la nariz y palparse con gesto incómodo las glándulas si temía que le iba a venir un ataque, de manera que si la cosa se descontrolaba él pudiera confiar en que la gente pensara simplemente que estaba enfermo y que no debería haber ido a la escuela aquel día. Que no es que fuera un tío raro, sino que estaba enfermo. Otra opción era fingir que no se encontraba lo bastante bien como para comer a la hora del almuerzo: a veces no comía y devolvía la bandeja llena y acto seguido se marchaba a uno de los cubículos de los lavabos para comer un bocadillo que se había traído de casa en una bolsita. Así era más probable que la gente pensara que estaba enfermo.
Otra táctica era sentarse en una hilera lo más al fondo posible del aula, para que la mayoría de la gente estuviera por delante de él y así él no tuviera que preocuparse de que lo vieran en caso de ataque, lo cual solamente funcionaba en clases donde no había asientos asignados[32], y además podía salirle el tiro por la culata si se daba el caso pesadillesco en el que intentaba con todas sus fuerzas no pensar. También había que evitar los radiadores calientes, por supuesto, y los pupitres rodeados de chicas, e intentar asegurarse el pupitre del final del todo de la hilera, de manera que en caso de emergencia tuviera la posibilidad de girar la cabeza para que no lo viera el resto de la hilera, aunque de forma lo bastante sutil como para que no se viera raro: se limitaba a dejar colgar las piernas por el lado del pasillo, cruzar los tobillos e inclinarse en aquella dirección. Dejó de ir en bicicleta al instituto porque el esfuerzo de pedalear lo podía acalorar y predisponerlo a la ansiedad antes incluso de que empezara la primera clase. Otro truco, que desarrolló al principio del tercer trimestre, era ir andando al instituto sin abrigo a fin de pasar frío y congelar por así decirlo su sistema nervioso, algo que solamente podía hacer cuando era el último en salir de casa, porque como su madre lo viera salir sin abrigo le daría un síncope. También estaba el truco de llevar varias capas de ropa que se podía ir quitando si sentía que le venía el ataque en clase, aunque quitarse capas podía causar una impresión rara si al mismo tiempo él estaba tosiendo y palpándose las glándulas: según su experiencia, la gente enferma no solía quitarse capas de ropa. Era vagamente consciente de estar perdiendo peso, pero no sabía cuánto. También empezó a cultivar un gesto habitual consistente en apartarse el pelo de la frente con los dedos, que ensayaba frente al espejo del cuarto de baño para conseguir que pareciera un hábito inconsciente como cualquier otro, pero que en realidad estaba diseñado para ayudar a quitarse el sudor de la frente en caso de que le viniera un ataque, aunque aquello también tenía sus pros y sus contras, porque pasado cierto punto, el gesto tampoco resultaba útil, dado que si el flequillo se le mojaba lo bastante como para separarse en aquellos mechones puntiagudos y asquerosos, entonces el hecho de que estaba sudando se hacía todavía más evidente, si la gente se ponía a mirarlo. Y el caso pesadillesco que temía más que a nada era que él estaba al fondo y empezaba a tener un ataque tan tremendo e incontrolable que el profesor, desde el frente mismo del aula, se fijaba en que estaba empapado y en que le caían chorros visibles de sudor e interrumpía la clase para preguntarle si se encontraba bien, provocando que todo el mundo se girara en sus pupitres para mirar. En las pesadillas, hasta había un foco sobre él mientras todos los demás se giraban en sus pupitres para ver quién era el que estaba preocupando y/o asqueando tanto al profesor[33].
En febrero su madre hizo un comentario despreocupado y medio en broma sobre su vida amorosa y le preguntó si había alguna chica que le gustara especialmente aquel año, y él casi tuvo que marcharse de la sala y a punto estuvo de echarse a llorar. La idea misma de preguntarle a alguna chica si quería salir con él, o bien de salir con una chica y que ella lo mirara de cerca y esperara que él estuviera pensando en ella en vez de pensar en cómo de predispuesto estaba y en si se iba a poner a sudar… la idea lo aterraba, pero también le ponía triste. Era lo bastante listo como para darse cuenta de que había algo triste en ello. Pese a que no le había importado abandonar los boy scouts cuando solamente le faltaban cuatro insignias para ser Águila, y había rechazado la invitación de una chica tímida y más o menos anónima socialmente de su clase de Álgebra y Trigonometría Preuniversitarias para ir al baile de Sadie Hawkins, y se había fingido enfermo en Semana Santa para poder quedarse solo en casa adelantando su lectura de Dorian Gray y tratar de provocarse un ataque delante del espejo del cuarto de baño de sus padres en lugar de ir en coche con ellos a la cena de Semana Santa que se celebraba en casa de sus abuelos, aun así todo aquello le ponía un poco triste, le entristecía y a la vez lo aliviaba, además de hacerle sentirse culpable por las diversas mentiras que decía cada vez que ponía una excusa, y también solitario y un poco trágico, como alguien que está bajo la lluvia mirando desde el exterior de un escaparate, pero también siniestro y repulsivo, como si su yo interior y secreto fuera un ser siniestro y los ataques no fueran más que un síntoma, una señal de que su yo verdadero estaba intentando literalmente rezumar al exterior, pese a que nada de todo esto le resultaba visible en la superficie del espejo, cuyo reflejo parecía no ser consciente[34] de todo lo que él sentía mientras lo examinaba.