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PREFACIO DEL AUTOR

Aquí el autor. Quiero decir el autor de verdad, el ser humano de carne y hueso que sostiene el lápiz, no una máscara narrativa abstracta. Cierto, en algunos momentos de El rey pálido existe esa máscara, pero se trata principalmente de un constructo legítimo y meramente formal, una entidad que existe únicamente con fines legales y comerciales, casi como una corporación; no tiene ninguna conexión directa y demostrable conmigo como persona. Pero este de aquí soy yo como persona real, David Wallace, de cuarenta años, con número de Seguridad Social 975-04-2012[1], dirigiéndome a ustedes desde el despacho deducible mediante el impreso 8829 que tengo en mi domicilio situado en el 725 de Indian Hill Boulevard, Claremont 91711, California, en el quinto día de la primavera de 2005, para informarles de lo siguiente:

Todo esto es verdad. Este libro es completamente verídico.

Es obvio que les debo una explicación. En primer lugar, vuelvan atrás y echen un vistazo a la advertencia legal del libro, que está en la página del copyright, lado dorso, a cuatro hojas de la más bien engañosa y desafortunada portada. La advertencia es ese párrafo sin sangrar que empieza: «Lo que sigue es una obra de ficción». Soy consciente de que la población general nunca lee esa clase de advertencias, igual que tampoco nos molestamos en mirar la atribución de derechos de autor ni los datos de la Biblioteca del Congreso ni ninguno de esos tediosos y formularios textos estándar que hay en los contratos de venta y en los anuncios y que todo el mundo sabe que están ahí solamente por razones legales. Pero ahora necesito que ustedes la lean, la advertencia, y que entiendan que su arranque («Lo que sigue…») también abarca este Prefacio del Autor. En otras palabras, que la advertencia define también este párrafo como ficción, lo cual quiere decir que lo coloca dentro del área de protección legal especial que dicha advertencia establece. Y yo necesito esa protección legal a fin de informarles de que lo que sigue[2], en realidad, no es para nada ficticio, sino que es sustancialmente verdadero y preciso. Que El rey pálido, de hecho, viene a ser más una autobiografía que ninguna clase de historia inventada.

Podría parecer que esto plantea una paradoja irritante. La advertencia legal del libro define todo lo que sigue como ficción, incluido el Prefacio, y sin embargo en ese Prefacio yo voy y digo que en realidad nada de ello es ficticio; de manera que si te crees una cosa no te puedes creer la otra, etcétera, etcétera. Quiero asegurarles que a mí también me resultan irritantes esta clase de paradojas efectistas y autorreferenciales —por lo menos desde que cumplí los treinta años— y que si algo no es este libro es una especie de chascarrillo ingenioso y metaficticio. Es por eso que me estoy asegurando de violar el protocolo y dirigirme a ustedes aquí directamente, en tanto que mi yo real; es por eso que todos los datos específicos que me identifican como persona real han sido expuestos al principio de este Prefacio. Para que yo pueda informarles de la verdad, de que aquí la única «ficción» genuina es la advertencia de la página del copyright, que, repito, es un artefacto legal: el único propósito de la advertencia es descargarnos de toda responsabilidad legal a mí, a la editorial que publica el libro y a los distribuidores que trabajan con la editorial. La razón de que esas protecciones sean especialmente necesarias aquí —de que, de hecho, la editorial[3] haya insistido en que estén a modo de condición previa para aceptar el manuscrito y pagar el adelanto— es la misma razón por la que la advertencia es, en el fondo, mentira.[4]

Aquí va toda la verdad: lo que sigue es sustancialmente verídico y preciso. O por lo menos es un relato parcial mayormente verídico y preciso de lo que yo vi y oí e hice, de la gente a la que conocí y con la que trabajé y a cuyas órdenes estuve, y de todo lo que me pasó en el Centro 047 de la Agencia Tributaria, el Centro Regional de Examen del Medio Oeste, Peoria, Illinois, entre 1985 y 1986. De hecho, gran parte del libro se basa en distintos cuadernos y diarios que escribí durante los trece meses que pasé como examinador de a pie en el CRE del Medio Oeste. («Se basa» quiere decir que más o menos lo he sacado todo de ahí, por razones que sin duda quedarán claras.) El rey pálido es, en otras palabras, una especie de autobiografía vocacional. También se supone que ha de funcionar como retrato de una burocracia —probablemente la burocracia federal más importante de la vida americana— en un momento de enormes luchas internas e introspección, los dolores del parto de lo que los profesionales del fisco han venido a denominar la Nueva Agencia Tributaria.

En aras de poner las cartas sobre la mesa, sin embargo, tengo que ser explícito y aclarar que el adverbio de la expresión «sustancialmente verídico y preciso» se refiere no solamente a la inevitable subjetividad y sesgo que hay en todas las autobiografías. La verdad es que en este relato sin ficción hay algunos pequeños cambios y reordenamientos estratégicos, la mayoría de los cuales han evolucionado a lo largo de los sucesivos borradores como respuesta a las sugerencias del editor del libro, que en ocasiones se ha visto en una posición muy delicada en términos de establecer un equilibrio entre las prioridades literarias y las periodísticas, por un lado, y las preocupaciones legales y corporativas por el otro. Probablemente yo no debería hablar más de este asunto. Hay, por supuesto, toda una tortuosa historia previa relativa al veto legal que sufrieron los tres borradores finales del manuscrito. Les voy a ahorrar a ustedes el tener que leer esa historia, sin embargo, aunque solamente sea porque el hecho de narrar esa historia interna traicionaría el propósito mismo del repetitivo y microscópicamente cauteloso proceso de veto y de toda la miríada de pequeños cambios y reordenamientos destinados a acomodar dichos cambios que se fueron haciendo necesarios cuando, por ejemplo, cierta gente se negó a firmar autorizaciones legales, o cuando una compañía de tamaño medio amenazó con emprender acciones legales si se usaba aquí su nombre real o cualesquiera detalles que identificaran su verdadera situación fiscal, con o sin advertencia legal[5].

En el análisis final, sin embargo, hay muchos menos de estos pequeños cambios destinados a ocultar identidades y reordenamientos temporales de los que uno se imaginaría. Y es que tiene ventajas claras limitar el ámbito de unas memorias a un único intervalo (añadiendo las historias previas relevantes) de un pasado que ya nos parece lejano a todos. Para empezar, el hecho de que a la gente ya no le importa demasiado. Me refiero a la gente que sale en el libro. Los asistentes jurídicos de la editorial tuvieron muchos menos problemas para obtener autorizaciones legales firmadas de lo que habían predicho los abogados. Las razones de esto son diversas, pero (tal como mi abogado y yo habíamos comentado anteriormente) obvias. De las personas nombradas, descritas y a veces incluso proyectadas en la conciencia de los supuestos «personajes» de El rey pálido, la mayoría ya han abandonado la Agencia. De los que quedan, bastantes han alcanzado rangos funcionariales GS que los hacen más o menos invulnerables[6]. Además, debido a la época del año que era cuando se presentaron los borradores del libro para ser examinados, confío en que algunos miembros del personal de la Agencia estuvieran tan ocupados y distraídos que en realidad no llegaran a leer el manuscrito y, después de esperar un intervalo decente para dar la impresión de que lo habían estudiado con atención y habían deliberado sobre el tema, firmaran la autorización legal a fin de tener la sensación de que se habían quitado una tarea más de encima. También hubo varios que parecieron halagados por la idea de que alguien les hubiera prestado la suficiente atención como para ser capaz, años después, de recordar sus contribuciones. Hubo unos cuantos que firmaron porque han seguido siendo, a lo largo de los años, amigos míos; uno de ellos probablemente sea la amistad más profunda y valiosa que he hecho en la vida. Algunos habían muerto. Hubo dos que resultó que estaban en la cárcel, uno de los cuales era alguien de quien nunca te lo habrías imaginado o de quien nunca habrías sospechado.

No todo el mundo firmó las autorizaciones legales; no quiero dar esa idea. Pero sí la mayoría. Varios también aceptaron ser entrevistados ante una grabadora. Allí donde ha sido apropiado, se han transcrito directamente en el texto partes de sus respuestas grabadas. Otros han tenido la amabilidad de firmar autorizaciones adicionales para permitir el uso de ciertas grabaciones audiovisuales de ellos que se llevaron a cabo en 1984 como parte de un proyecto abortado de vídeo de motivación y reclutamiento de la División de Personal de la Agencia Tributaria[7]. Asimismo, han proporcionado recuerdos y detalles concretos que, combinados con las técnicas del periodismo re constructivo[8], han generado escenas de una autoridad y un realismo inmensos, independientemente de si este autor estaba o no realmente presente de forma corpórea en la escena que ellos estaban describiendo.

Lo que estoy intentando hacer entender aquí es que todo sigue siendo sustancialmente verídico —me refiero al libro del que este Prefacio forma parte— a pesar de las distintas maneras en que algunos de los capítulos siguientes han tenido que ser distorsionados, despersonalizados, polifonizados o retocados a fin de adaptarse a las especificaciones del aviso legal. Con esto no quiero decir que los retoques sean todos chascarrillos gratuitos; debido a las ya mencionadas restricciones legales-barra-comerciales, han terminado siendo esenciales para el proyecto global del libro. La idea, tal como acordaron los abogados de ambas partes, es que los elementos como los cambios de punto de vista, la fragmentación estructural, las incongruencias deliberadas, etcétera, se consideren simplemente los análogos literarios modernos del «Érase una vez…» o del «En un país muy, muy lejano vivía…» o de cualquier otro de los recursos tradicionales que señalaban al lector que lo que se avecinaba era ficción y había que procesarlo como tal. Porque tal como sabe todo el mundo, de manera consciente o no, siempre se establece una especie de contrato tácito entre el autor de un libro y su lector, y los términos de este contrato siempre dependen de ciertos códigos y gestos que el autor emplea para indicarle al lector de qué clase de libro se trata, es decir, si es algo inventado o si es verídico. Y estos códigos son importantes, porque el contrato subliminal de la no ficción es muy distinto al de la ficción[9]. Lo que estoy intentando hacer aquí, dentro del marco protector del aviso de la página del copyright, es cancelar esos códigos tácitos y mostrarme cien por cien abierto y franco acerca de los términos del presente contrato. El rey pálido es básicamente una autobiografía sin ficción, con elementos adicionales de periodismo reconstructivo, psicología organizativa, educación cívica elemental, teoría fiscal y demás. El contrato mutuo que firmamos aquí se basa en las presunciones de a) mi veracidad, y b) el entendimiento por parte de ustedes de que cualesquiera elementos o semiones que pueda parecer que socavan la veracidad son de hecho artefactos de protección legal, un poco como ese texto estándar que acompaña a las apuestas y a los contratos civiles, y por tanto no hay que decodificarlos ni «leerlos» sino más bien limitarse a aceptarlos como parte del coste que tiene el que hagamos negocios juntos, por decirlo de alguna manera, en el clima comercial de hoy día[10].

Además, está el hecho autobiográfico de que, igual que muchos otros jóvenes frustrados y empollones de aquella época, yo soñaba con ser «artista», es decir, con ser alguien que de adulto tuviera un trabajo original y creativo y no tedioso y monótono. Concretamente, yo soñaba con convertirme en un escritor de ficción inmortalmente grandioso al estilo de Gaddis o Anderson, Balzac o Perec, etcétera; y muchos de los pasajes de los cuadernos en los que se basan varias partes de estas memorias también estaban literariamente retocados y fracturados; era simplemente la manera en que yo me veía a mí mismo por entonces. En cierto sentido, se podría decir que mis ambiciones literarias eran la razón principal por la que me estaba tomando una temporada de descanso de la universidad y había entrado a trabajar en el CRE del Medio Oeste, aunque la mayor parte de estos antecedentes son tangenciales y solamente me referiré a ellos en este Prefacio, y aun así muy brevemente, a saber:

Para no extenderme, la verdad es que las primeras historias de ficción por las que me pagaron concernían a otros alumnos de la primera universidad a la que yo había ido, que era extremadamente cara y elitista y estaba principalmente poblada por licenciados de facultades privadas de élite de Nueva York y Nueva Inglaterra. Sin entrar en demasiados detalles, digamos simplemente que yo produje ciertas piezas de prosa para ciertos alumnos sobre ciertos temas académicos, y que dichas piezas eran ficticias en el sentido de que tenían estilos, tesis y personajes académicos que no eran los míos e iban firmados por autores que no eran yo. Creo que ya se hacen ustedes a la idea. La principal motivación detrás de esta pequeña empresa era, como pasa muy a menudo en el mundo real, financiera. No es que yo fuera desesperadamente pobre en la universidad, pero mi familia no era rica ni mucho menos, y una parte de mi paquete de ayudas financieras requería aceptar cuantiosos préstamos para el estudio. Y yo era consciente de que tener deudas por préstamos para el estudio era algo tremendamente nocivo si después de la universidad uno se quería dedicar a cualquier clase de carrera artística, puesto que es sabido que la mayoría de los artistas se pasan años bregando y sumidos en el anonimato ascético antes de que su profesión les reporte ninguna clase de ingresos.

Por otro lado, en aquella universidad había muchos alumnos cuyas familias estaban en posición de pagarles no solamente la matrícula completa sino también de darles dinero para cualesquiera gastos personales que se les presentaran, sin hacerles preguntas. Y por «gastos personales» me refiero a cosas como fines de semana de esquí, equipos de sonido ridículamente caros, fiestas de fraternidades con barras de bebida completamente surtidas, etcétera. Por no mencionar el hecho de que el campus entero medía menos de dos acres y sin embargo la mayoría de los alumnos tenía coche propio, lo cual añadía un gasto de cuatrocientos dólares por semestre en concepto de plaza en uno de los aparcamientos de la universidad. Todo resultaba bastante increíble. En muchos sentidos, aquella universidad fue mi introducción a la lúgubre realidad de las clases sociales, la estratificación económica y las realidades financieras completamente dispares en las que habitaban los distintos tipos de americanos.

Algunos de aquellos estudiantes de clase alta eran ciertamente niños malcriados, cretinos y/o indiferentes a las cuestiones éticas. Otros sufrían enormes presiones de sus familias y no conseguían, por las razones que fueran, alcanzar lo que sus padres consideraban que era su nivel de potencial verdadero. Algunos no gestionaban bien su tiempo y sus responsabilidades, de manera que sus trabajos académicos los dejaban entre la espada y la pared. Estoy seguro de que se lo imaginan ustedes más o menos. Digamos simplemente que, a fin de posicionarme para liquidar algunos de mis préstamos de forma acelerada, yo suministraba cierto servicio. Aquel servicio no era barato, pero a mí se me daba muy bien y lo desempeñaba con mucha cautela, es decir, siempre exigía una muestra de la escritura previa de mis clientes lo bastante amplia como para determinar cómo solían pensar y expresarse, y nunca cometía la equivocación de entregar algo que fuera inverosímilmente superior al trabajo previo de alguien. Probablemente se entiende por qué aquella case de ejercicios eran un buen entrenamiento para alguien interesado en eso que se llama «escritura creativa»[11]. Las ganancias de la empresa las iba invirtiendo en una cuenta bancaria de alto rendimiento; y por aquella época las tasas de interés eran altas, mientras que los préstamos para el estudio no empiezan a acumular interés hasta que uno termina la universidad. La estrategia global era conservadora, en términos tanto financieros como académicos. Tampoco es que yo hiciera varias de aquellas piezas de ficción por encargo a la semana, ni mucho menos. Al fin y al cabo, también tenía mucho trabajo propio.

A fin de adelantarme a una pregunta que es probable que surja, admitiré que todo esto resultaba éticamente ambiguo en el mejor de los casos. Es por eso que he decidido ser sincero por encima de todo y admitir que yo no estaba en la miseria ni me hacían falta los ingresos extra para comer ni nada parecido. Yo no estaba desesperado. Sin embargo, sí estaba intentando reunir unos ahorros para lo que yo esperaba[12] que fueran unas deudas agobiantes después de graduarme. Soy consciente de que esto no es excusa, estrictamente hablando, pero sí creo que sirve por lo menos como explicación; y también había otros factores y circunstancias de índole más general que se podrían considerar atenuantes. Por ejemplo, resultó que la universidad en sí hacía gala de una hipocresía moral considerable y no paraba de felicitarse por su diversidad y por su devoción izquierdista en materia política, cuando en realidad a lo que se dedicaban era a preparar a chavales de élite para que accedieran a profesiones de élite y ganaran toneladas de dinero, aumentando de esa manera la reserva de prósperos ex alumnos donantes. Sin que nadie hablara nunca del tema ni se permitiera ser consciente de ello, aquella universidad era un verdadero templo a Mammón. No estoy de broma. Por ejemplo, la licenciatura más popular era Económicas, y los mejores y más brillantes de mis compañeros de clase parecían todos obsesionados con hacer carrera en Wall Street, cuya ética pública por aquella época se resumía en la frase «La codicia es buena». Por no mencionar el hecho de que en el campus había camellos de cocaína al por menor que ganaban mucho más dinero del que yo había ganado nunca. Estos son únicamente un par de los factores que yo podría, si quisiera, presentar como atenuantes. Mi actitud sobre el tema era distante y profesional, un poco como la de un abogado. Mi punto de vista básico consistía en que, pese a que había ciertos elementos de mi empresa que técnicamente se podía decir que ayudaban o instigaban la decisión de un cliente de violar el Código de Honradez Académica de la universidad, esa decisión, así como la responsabilidad práctica y moral que comportaba, recaía en el cliente. Yo estaba llevando a cabo una serie de trabajos de escritura por encargo a sueldo; la razón por la que ciertos alumnos querían ciertos escritos de cierta extensión sobre ciertos temas, y lo que hicieran con los mismos después de que yo se los entregara, no eran asuntos míos.

Baste decir que este punto de vista no lo compartió el Consejo Judicial de la universidad a finales de 1984. Aquí la historia se vuelve compleja y un poco escabrosa, y probablemente una autobiografía convencional se detendría en los detalles y en las feas injusticias e hipocresías que entraron en juego. Pero yo no pienso hacerlo. Al fin y al cabo, todo esto lo menciono con el único objeto de proporcionar algo de contexto para esos elementos formales de aspecto ostensiblemente «ficticio» de la autobiografía no convencional que ustedes (en ello confío) han comprado y de la que ahora están disfrutando. Y también, por supuesto, para explicar por qué estaba yo desempeñando uno de los trabajos de oficina más tediosos y monótonos que existen en América durante el que tendría que haber sido mi tercer año en una universidad de élite[13], y así no dejar pendiente esta pregunta obvia que nos iba a distraer durante todo el libro (un tipo de distracción que yo personalmente detesto, como lector). Dado lo limitado de estos objetivos, pues, lo más probable es que no valga la pena esbozar toda la debacle del Código de H.A. más que con unas cuantas pinceladas simples y esquemáticas, a saber:

1a) La gente ingenua, más o menos por definición, no sabe que es ingenua. 1b) Yo me doy cuenta ahora de que era ingenuo. 2. Por distintas razones personales, yo no era miembro de ninguna fraternidad del campus, y es por eso que desconocía muchas de las extrañas costumbres y prácticas tribales de la llamada comunidad «griega» de la universidad. 3a) Una de las fraternidades de la universidad había instituido la práctica fenomenalmente estúpida y miope de colocar detrás de la barra de bebidas de su sala de billares un archivador de dos cajones que contenía copias de ciertos exámenes recientes, conjuntos de problemas, informes de laboratorio y proyectos de curso que habían sacado notas altas, todo ello disponible para ser plagiado. 3b) Hablando de estupidez fenomenal, resultó que no solamente uno, sino tres miembros distintos de aquella fraternidad, sin molestarse en consultar a la parte a la que se lo habían encargado y de cuyas manos lo habían recibido, había metido en aquel archivador comunitario un proyecto que técnicamente no les pertenecía. 4. La paradoja del plagio es que en realidad se requiere mucho cuidado y trabajo duro para llevarlo a cabo con éxito, dado que hay que modificar el estilo del texto original, su sustancia y sus secuencias lógicas lo bastante como para que el plagio no resulte total e insultantemente obvio para el profesor que lo tiene que puntuar. 5a) El tipo de miembro de fraternidad malcriado y cretino que acude a un archivador comunitario en busca de un proyecto de curso sobre el uso de los deflactores implícitos del PIB en la teoría macroeconómica es el mismo tipo que no tiene ni idea del trabajo extra que requiere paradójicamente un buen plagio, ni tampoco le importa. En cambio, por increíble que parezca, es capaz de remangarse y volver a mecanografiar el texto, palabra por palabra. 5b) Y lo más increíble de todo, tampoco se molestará en verificar que no haya ninguno de sus hermanos de fraternidad que esté planeando plagiar el mismo proyecto para el mismo curso. 6. Resulta que el sistema moral de una fraternidad universitaria es clásicamente tribal, es decir, que se caracteriza por un sentido profundo del honor, la discreción y la lealtad para con los llamados «hermanos», al que se añade una falta total y sociopática de consideración por los intereses o incluso por la humanidad de cualquiera que se encuentre fuera de ese conjunto fraternal.

Terminemos el esbozo aquí. Dudo que les haga falta a ustedes un diagrama completo para imaginarse lo que se me vino encima, ni tampoco un manual de dinámica de clases sociales americanas para entender, de los cinco alumnos que terminaron recibiendo una advertencia académica o siendo obligados a repetir ciertos cursos frente al único que fue formalmente suspendido en espera de consideración de expulsión y posible[14] transferencia del caso al Fiscal del Distrito del Condado de Hampshire, cuál de ellos fue este, su seguro servidor, el autor de carne y hueso, el señor David Wallace de Philo, Illinois, diminuta población anodina e insignificante adonde ni yo ni mi familia nos moríamos de entusiasmo ante la perspectiva de que yo regresara para sentarme y ver la tele durante por lo menos uno y hasta puede que dos semestres que la administración de la universidad se iba a tomar con toda la calma del mundo plantearse mi destino[15]. Entretanto, de acuerdo con los términos del §106 (apartados c-d) del Acta Federal de Cobro de Deudas de 1966, el reloj de la devolución de mis Préstamos Garantizados para el Estudio empezó a correr, con fecha del 1 de enero de 1985, a un interés del 6,25 por ciento.

Nuevamente, si algo de todo esto resulta vago o incompleto, es porque les estoy ofreciendo una versión muy desnuda y orientada a mi misión de explicar quién era yo y dónde estaba, en términos de situación vital, durante los trece meses que me pasé como examinador de la Agencia Tributaria. Además, me temo que la cuestión de cómo acabé en aquel puesto gubernamental es un elemento retrospectivo que únicamente puedo explicar de forma oblicua, es decir, explicando de manera ostensible por qué no puedo hablar de ello[16]. En primer lugar, les pido que tengan en cuenta la ya citada falta de disposición de mi familia a que yo regresara y sirviera mi condena en el limbo de mi casa de Philo, una reticencia mutua que a su vez está relacionada con un montón de cuestiones e historias entre mi familia y yo en las que yo no podría entrar ni aunque quisiera (véase más abajo). En segundo lugar, les informo de que la ciudad de Peoria, Illinois, está a unos ciento cincuenta kilómetros más o menos de Philo, una distancia que permite una supervisión familiar general pero desprovista de ese conocimiento detallado y próximo que puede infundir sentimientos de preocupación o de responsabilidad. En tercer lugar, puedo dirigir la atención de ustedes al §1101 del Acta del Congreso de Prácticas Justas en el Cobro de Deudas de 1977, que resulta que cancela el §106 (apartados c-d) del Acta Federal de Cobro de Deudas de 1966 y autoriza el aplazamiento de los pagos de Préstamos Garantizados para el Estudio para empleados demostrados de ciertas agencias gubernamentales, incluyendo esa agencia que ustedes ya se imaginan. En cuarto lugar, se me ha permitido, después de una serie de negociaciones exhaustivas con los abogados de la editorial, explicarles a ustedes que mis trece meses de contrato, destinación y nivel salarial de funcionario de rango GS-9 fueron resultado de ciertas acciones sub rosa por parte de cierto pariente[17] sin nombre que tenía contactos no especificados con la Oficina del Comisionado Regional del Medio Oeste de cierta agencia gubernamental sin nombre. Y por último, y lo más importante de todo, también se me ha permitido explicar, aunque sea usando un lenguaje que no es completamente el mío, que una serie de miembros de mi familia también se negaron unánimemente a firmar las autorizaciones legales necesarias para llevar a cabo cualquier uso, mención o representación ulterior o más específica de sus personas, así como ninguna semblanza suya bajo ninguna capacidad, marco, forma o disfraz, incluyendo las referencias sine damno, en el seno de la obra escrita hasta ahora titulada El rey pálido, y es por eso que no puedo entrar en más detalle sobre los cómos y los porqués generales. Fin de la explicación de la ausencia de una verdadera explicación, que, por irritante o poco clara que pueda resultar, es (nuevamente) preferible a dejar que la pregunta de cómo/por qué estaba yo trabajando en el Centro Regional de Examen del Medio Oeste se quede ahí flotando y sin contestar durante todo el texto que sigue[18], igual que el elefante en la sala del dicho.

Seguramente debería abordar aquí también una pregunta asociada con mi motivación fundamental y centrada en las cuestiones de la veracidad y la confianza que ya he mencionado hace varios párrafos, a saber, ¿por qué escribir una autobiografía sin ficción si yo soy principalmente un escritor de ficción? Por no mencionar la pregunta de por qué restringir esa autobiografía a un solo año, ya lejano en el tiempo, que me pasé exiliado de todo lo que me ha importado o me ha interesado alguna vez, convertido en poco más que una diminuta y efímera pieza del engranaje de una burocracia federal inmensa[19]. Aquí hay dos tipos posibles de respuesta válida, una de las cuales es más personal y la otra más literaria/humanista. En el plano personal, resulta tentador, de inicio, decir que no es asunto de ustedes para nada… lo que pasa es que dirigirse a ustedes directamente y en persona en el presente cultural de 2005 tiene la desventaja de que, tal como sabemos tanto ustedes como yo, ya no existe ninguna clase de línea divisoria clara entre lo personal y lo público, o, mejor dicho, entre lo privado y lo performativo. Entre los ejemplos obvios se cuentan los blogs, los reality shows, las cámaras de los teléfonos móviles, los chats… por no mencionar el espectacular aumento de popularidad de las memorias como género literario. Por supuesto, la «popularidad» es, en este contexto, sinónimo de rentabilidad; y la realidad es que ese solo hecho ya debería bastar, en términos de motivación personal. Piensen que en 2003 el adelanto[20] medio que se le pagaba a un autor por unas memorias era casi dos veces y media lo que se pagaba por una obra de ficción. La simple verdad es que yo, igual que otros muchos americanos, he sufrido reveses como resultado de la volátil economía de los últimos años, y que dichos reveses han tenido lugar al mismo tiempo que mis obligaciones financieras crecían junto con mi edad y mis responsabilidades[21]; y, entretanto, toda clase de escritores americanos —a algunos los conozco personalmente, incluyendo a uno a quien tuve que prestar dinero para que pudiera salir adelante no hace tanto, en primavera de 2001— han registrado éxitos tremendos al publicar memorias[22], y yo sería un cochino hipócrita si fingiera que vivo menos pendiente o menos receptivo a las fuerzas del mercado que el resto de la gente.

Tal como sabe toda la gente madura, sin embargo, en el alma humana pueden coexistir muchas clases distintas de motivos y emociones. Resulta simplemente imposible que una autobiografía como El rey pálido haya sido escrita solamente para obtener un provecho financiero. Una paradoja de la escritura profesional es que los libros que se escriben únicamente para ganar dinero y/o elogios casi nunca serán lo bastante buenos como para cosechar ninguna de ambas cosas. La verdad es que la narración más amplia que comprende este Prefacio reviste un valor social y artístico importante. Puede que esto suene engreído, pero les aseguro que yo no habría invertido en El rey pálido tres años de duro trabajo (más quince meses adicionales de jaleos legales y editoriales) si no estuviera convencido de que es cierto. Echen un vistazo, por ejemplo, a lo siguiente, que es una transcripción literal de una serie de comentarios llevados a cabo por el señor DeWitt Glendenning Jr., Director del Centro Regional de Examen del Medio Oeste durante la mayor parte del tiempo que pasé destinado allí:

Si conoces la posición que adopta una persona hacia los impuestos, puedes determinar toda su filosofía. El código tributario, en cuanto lo conoces, encarna la esencia de la vida [humana]: la codicia, la política, el poder, la bondad, la caridad.

A estas cualidades que el señor Glendenning adjudicaba al código a mí me gustaría, con pleno respeto, añadir una más: el aburrimiento. La opacidad. La falta de manejabilidad.

Todo esto se puede decir de otra manera. Puede que suene un poco árido y obtuso, pero es porque lo estoy reduciendo a su puro esqueleto abstracto:

1985 fue un año crítico para la fiscalidad americana y para la ejecución que estaba llevando a cabo la Agencia Tributaria del código fiscal americano. En resumen, aquel año no solamente vio unos cambios fundamentales en el mandato operativo de la Agencia, sino también el clímax de una batalla en el seno de la Agencia entre los defensores y los oponentes de un sistema fiscal cada vez más automatizado y computerizado. Por razones administrativas complejas, el Centro Regional de Examen del Medio Oeste se convirtió en uno de los escenarios en los que se desarrolló la fase crucial de esta batalla.

Pero eso no es todo. Tal como he mencionado en una nota a pie de página muy anterior, bajo esta batalla operativa entre la ejecución humana y la digital del código tributario subyacía un conflicto más profundo en torno a la misma misión y razón de ser de la Agencia, un conflicto cuyas repercusiones se extendían desde los pasillos del poder del Tesoro Público y del Triple Seis hasta las más aburridas y recónditas sedes de distrito. En los niveles más altos, la pugna se estaba librando entre agentes tradicionales o «conservadores»[23] que consideraban los impuestos y su administración como un campo de batalla de la justicia social y las virtudes cívicas, por un lado, y los encargados de formular políticas más progresistas o «pragmáticos», por el otro, que valoraban por encima de todo el modelo de mercado, la eficacia y un beneficio máximo a cambio de la inversión del presupuesto anual de la Agencia. Destilada hasta su misma esencia, la cuestión era si había que dirigir la Agencia Tributaria, o en qué medida había que hacerlo, como un negocio del que extraer beneficios.

Probablemente eso es todo lo que debería decir aquí a modo de sumario. Si saben ustedes explorar y analizar archivos del gobierno, podrán encontrar documentos históricos y teóricos de todos los bandos del debate. Todo es del dominio público.

Pero ahí está la cosa. Hay muy pocos americanos que hayan oído hablar de todo esto, ni ahora ni en su momento. O que sepan gran cosa de los cambios profundos que la Agencia experimentó a mediados de los ochenta, unos cambios que hoy día siguen afectando directamente a la forma en que se determinan y ejecutan las obligaciones fiscales de los ciudadanos. Y esta ignorancia pública no se debe al secretismo. Pese a la bien documentada paranoia de la Agencia Tributaria y a su aversión a la publicidad[24], aquí el secretismo no ha tenido nada que ver. La verdadera razón de que los ciudadanos americanos no fueran/sean conscientes de estos conflictos, cambios e intereses es que todo el tema de la política fiscal y la administración tributaria es tedioso. Monumental y espectacularmente tedioso.

No se puede hacer demasiado énfasis en la importancia de este rasgo. Piensen ustedes, desde la perspectiva de la Agencia, en las ventajas que presenta lo aburrido, lo críptico y lo aturdidoramente complejo. La Agencia Tributaria fue una de las primeras agencias gubernamentales que comprendieron que esas cualidades contribuían a aislarlos de las protestas públicas y de la oposición política, y que en realidad el tedio abstruso es un escudo mucho más eficaz que el secretismo. Porque la gran desventaja del secretismo es que resulta interesante. La gente se siente atraída por los secretos; no lo pueden evitar. Tengan en cuenta que en el periodo del que estamos hablando solamente hacía una década del Watergate. Si la Agencia hubiera intentado esconder o encubrir sus conflictos y convulsiones, algún(os) periodista(s) emprendedor(es) podría(n) haberlos puesto al descubierto con un artículo que atrajera montones de atención, interés y escándalo. Pero no fue eso en absoluto lo que ocurrió. Lo que ocurrió fue que gran parte del debate político de alto nivel se desplegó durante dos años a la vista del público; por ejemplo, en las vistas abiertas del Comité de las Dos Cámaras sobre Fiscalidad, del Subcomité de Estatutos y Procedimientos del Tesoro Público del Senado y del Consejo de Comisionados Adjuntos de la Agencia Tributaria. Estas vistas consistían en reuniones de hombres anaerobios con trajes grises que hablaban un idioma burocrático carente de verbos —con términos como «plantilla de uso estratégico» y «vector de rentas públicas» en lugar de «plan» e «impuestos»— y que se tomaban días enteros solamente para alcanzar un consenso sobre el orden de los temas a discutir. Ni siquiera la prensa financiera cubrió apenas estas vistas; ¿y adivinan ustedes por qué? Si no, tengan en cuenta que hasta la última transcripción, grabación, estudio, libro blanco, enmienda del código, normativa de rentas y memorando de procedimiento ha estado disponible para su consulta por parte del público desde la fecha en que se publicó. Ni siquiera hace falta presentar una solicitud bajo el Acta de Libertad de Información. Y, sin embargo, ni un solo periodista parece haber pasado jamás a echarles un vistazo, y con razón: los registros son más densos que una roca. Cuando llegas al tercer o cuarto párrafo se te ponen los ojos en blanco. No tienen ustedes ni idea[25].

Dato: Los dolores de parto de la Nueva Agencia Tributaria llevaron a uno de los mayores y más terribles descubrimientos de la democracia moderna en materia de relaciones públicas, que es que si se puede conseguir que los asuntos delicados de un gobierno resulten lo bastante tediosos y crípticos, no hará falta que los funcionarios escondan ni desmantelen nada, porque nadie que no esté directamente involucrado prestará la suficiente atención como para causar problemas. Nadie prestará atención porque a nadie le interesará, debido, más o menos a priori, al tedio monumental de esas cuestiones. La cuestión de si hay que lamentar este descubrimiento en materia de relaciones públicas por el efecto corrosivo que puede tener sobre los ideales democráticos o bien si hay que celebrarlo porque puede aumentar el nivel de eficiencia del gobierno depende, al parecer, de en qué bando se posicione uno en el debate más profundo entre ideales y eficacia al que me refiero en la p. 97, lo cual resulta en otro bucle complejísimo que no pienso intentar desarrollar ni aprovechar a expensas de la paciencia de ustedes.

Para mí, por lo menos de forma retrospectiva[26], la pregunta interesante de verdad es por qué el tedio resulta ser un impedimento tan poderoso para la atención. Por qué nos apartamos instintivamente de lo aburrido. Tal vez sea porque el aburrimiento es intrínsecamente doloroso; tal vez sea de ahí de donde vienen expresiones como «aburrimiento atroz» o «aburrimiento mortal». Pero puede que haya más. Puede que el aburrimiento esté asociado con el dolor psíquico porque algo que resulta aburrido u opaco no consigue suministrar el bastante estímulo como para distraer a la gente de otra clase más profunda de dolor que está siempre presente, aunque solamente sea a un nivel ambiental muy bajo, y que la mayoría de nosotros[27] nos pasamos casi todo nuestro tiempo y energía intentando distraernos para no sentir, o por lo menos para no sentirlo de forma directa o con toda nuestra atención. Cierto, todo esto es bastante confuso, y cuesta hablar de ello en abstracto… pero está claro que tiene que haber algo detrás no solamente del hecho de que haya hilo musical en los lugares aburridos o tediosos, sino de que ya hayan puesto hasta televisión en las salas de espera, junto a las cajas de los supermercados, en las puertas de embarque de los aeropuertos o en los asientos traseros de los coches todoterreno. Walkmans, iPods, Black/Berries y teléfonos móviles que se ajustan a la cabeza. El terror al silencio carente de distracciones. No se me ocurre nadie que hoy día crea realmente que la supuesta «sociedad de la información» actual sea una simple cuestión de información. Todo el mundo sabe[28] que en el fondo hay algo más.

La cuestión relevante de cara a esta autobiografía es que durante mi estancia en la Agencia yo aprendí algo sobre el tedio, la información y la complejidad irrelevante. Sobre el hecho de abrirse paso por el tedio igual que uno se abre paso por un terreno, con sus desniveles y sus bosques y sus yermos interminables. Aprendí sobre el tema de forma extensa y exquisita durante aquel año sabático. Y desde entonces me he dado cuenta, tanto en el trabajo como en el ocio y en el tiempo que pasamos con los amigos y hasta en la intimidad de la vida familiar, de que la gente de carne y hueso no habla mucho del tedio. De esas partes de la vida que son y deben ser tediosas. ¿A qué se debe ese silencio? Tal vez sea porque el tema resulta en sí mismo tedioso… Lo que pasa es que entonces volvemos otra vez al punto de partida, que resulta tedioso e irritante. Y, sin embargo, yo sospecho que hay algo más… muchísimo más, delante de nuestras mismas narices, oculto precisamente por el hecho de ser tan grande.