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Bajo el letrero que levantaban cada año por mayo por encima de la carretera de circunvalación que decía «YA ES PRIMAVERA, PIENSE EN LA SEGURIDAD AGRARIA», y a través del acceso norte con su nombre pintarrajeado y sus letreros dedicados a la venta ambulante y a la velocidad y ese gráfico universal que representa a niños jugando, y por el pasillo de asfalto flanqueado de caravanas de exposición extraanchas, pasando frente al rottweiler que da sacudidas inanes y tiene espasmos desenfrenados al final de su cadena y frente al ruido de fritanga que sale por la ventana de la cocina americana de la caravana, y luego tomando una curva muy cerrada hacia la derecha y luego otra hacia la izquierda que deja atrás un badén para adentrarse en la densa arboleda que todavía no han desbrozado para instalar más autocaravanas, y dejando atrás el ruido de cosas secas que se parten y el estridor de los bichos del fondo de la arboleda y las dos botellas y el paquete de plástico de colores vivos que hay empalados en la rama de la morera, viendo a través del paralaje cambiante de las ramas de árboles jóvenes las distintas secciones de las caravanas que hay a lo largo de los caminos anfractuosos del parque norte y de los carriles que rodean la caravana de chapa ondulada donde se decía que el hombre dejó a su familia y volvió poco después con un arma y los mató a todos mientras veían Dragnet, y la caravana de cinco metros de ancho medio invadida por la maleza y situada al borde de la arboleda donde los chicos y sus chicas solían formar extrañas figuras compuestas sobre camastros y dejar atrás paquetes rotos de colores vivos, hasta que un percance protagonizado por un fogón hizo explotar la tubería del gas y abrió una enorme rasgadura labial en la pared sur de la caravana que ahora deja su interior reventado expuesto a las miradas desde el borde de la arboleda y a una pluralidad de ojos mientras las agujas de pino y los tallos de un largo invierno crujen estrepitosamente bajo una pluralidad de zapatos, allí donde la arboleda se aleja trazando una tangente más allá del camino sin salida y sin urbanizar, por donde ahora ellas vienen al anochecer para mirar cómo el coche aparcado se bambolea sobre sus ejes. Con las ventanas casi opacas de tan empañadas y con tanto movimiento en el chasis que parece que avanza sin desplazarse, ese coche del tamaño de una barca, entre el chirrido de las riostras y los amortiguadores y un tintineo que a punto está de convertirse en un ritmo verdadero. Los pájaros del atardecer y el olor a pino partido y al chicle de canela de alguien más joven. Los movimientos espasmódicos se parecen a los de un coche que viaja a alta velocidad por una carretera en mal estado y le dan al aspecto estático del Buick un aire onírico y cargado de algo parecido al romance o la muerte bajo la mirada de las chicas que se acuclillan en el borde elevado de la arboleda, apareciendo en pareja y con los ojos redobladamente abiertos y solemnes, buscando con la mirada la aparición esporádica de la forma pálida de un brazo o una pierna en una de las ventanas (y en una ocasión, un pie desnudo que apoyó la planta en el cristal y que también temblaba), avanzando cada noche un poco más hacia delante y hacia abajo durante la semana previa a que llegue la primavera de verdad, desafiándose en silencio la una a la otra a acercarse al coche bamboleante y asomarse al interior, y la única de las dos que por fin lo hace no consigue ver nada más que el reflejo de sus propios ojos mientras del otro lado del cristal viene un grito que ella conoce perfectamente, y que no hay vez que no vuelva a despertarla desde el otro lado de la pared de cartón de la caravana.

Empezaron los incendios en las colinas de yeso del norte, cuyo humo flotaba y apestaba a sal; luego los pendientes de peltre desaparecieron sin que hubiera queja ni mención alguna. Luego una noche entera de ausencia, dos. La niña haciendo de madre de la mujer. Se trataba de augurios y señales: ella y la mujer volvían a estar desterradas en una noche interminable. Rutas sobre mapas que al seguirlas no trazan ninguna silueta ni figura sensata.

Vistas en plena noche desde el poblado de caravanas, las colinas emitían un resplandor de color naranja sucio, y los ruidos de los árboles vivos que estallaban por culpa del calor del fuego se propagaban por el aire, junto con el ruido de los aviones que surcaban el aire ondulante de las alturas y dejaban caer gruesas lenguas de talco. Había noches en que llovía una fina ceniza que al tocarla se volvía hollín y que mantenía a todo el mundo encerrado en sus casas, de tal manera que en el poblado no quedaba ni una sola caravana cuyas ventanas no mostraran ese resplandor subacuático de los televisores, y cuando muchos estaban sintonizados en el mismo canal a la chica le llegaban con nitidez los ruidos de los programas a través de la lluvia de ceniza como si ellas todavía tuvieran su propio televisor. El televisor había desaparecido sin comentario alguno antes de su última mudanza. Había sido la señal de la vez anterior.

Los chicos del poblado llevaban sombreros anchos y arrugados y corbatines de cordeles y algunos se engalanaban con prendas de color turquesa, y uno de estos la ayudó a vaciar el tanque sanitario de la caravana y luego la presionó para que ella le hiciera una felación a modo de pago, a lo cual ella le contestó prometiéndole que cualquier cosa que saliera de los pantalones de él no iba a volver a entrar. Ningún chico que fuera aproximadamente del tamaño de ella la había presionado con éxito desde que aquellos dos de Houston le habían metido en el refresco algo que había provocado que ellos giraran de costado en el aire y que ella no pudiera luchar y se quedara tumbada mirando el cielo mientras ellos se dedicaban a hacer sus cosas como a lo lejos.

Al anochecer el norte y el oeste se volvían del mismo color. En las noches claras ella podía leer bajo la luz ámbar del cielo nocturno, sentada sobre la caja de plástico que les servía de escalón de entrada. La puerta mosquitera ya no tenía la tela pero seguía siendo una puerta mosquitera, un hecho que a ella le daba que pensar. Ella podía dibujar con las yemas de los dedos en el hollín que cubría la encimera de la cocina americana. En el naranja incendiario del crepúsculo cada vez más cerrado y en el olor de la creosota que ardía en las abruptas colinas desde donde venía el viento.

Su vida interior era rica y polivalente. En sus fantasías románticas era ella la que luchaba y conquistaba a fin de rescatar algún objeto o figura que en los ensueños nunca se concretaba ni adoptaba ninguna forma ni nombre.

Después de Houston, su muñeca favorita se había convertido en una simple cabeza de muñeca, con el pelo prolijamente peinado y el agujero de la cabeza enhebrado para reunirse con los hilos de un cuello; la chica tenía ocho años cuando se había perdido el cuerpo, y ahora este yacía eternamente supino e inconsciente entre las hierbas mientras la cabeza continuaba con su vida.

El talento de su madre para relacionarse con los demás era mediocre y no incluía el don de hablar de forma coherente ni sincera. La hija había aprendido a fiarse de una serie de acciones y a leer una serie de señales cuyos detalles el común de los niños desconocía. Entonces había aparecido sobre la grieta del medio de la encimera el atlas de carreteras desvencijado y abierto de par en par por la página del estado natal de la madre, sobre cuya representación del lugar de origen de esta descansaba una espora de moco seco recorrida por un hilo rojo de sangre. El atlas se pasó abierto de aquella manera casi una semana sin que nadie aludiera a él; comían a su lado. Se fue cubriendo de ceniza que el viento traía a través de la tela mosquitera rota. Las hormigas infestaban todas las caravanas del poblado debido a que las volvía locas algo que traía la ceniza del incendio. Su punto de formicación era el sitio alto donde los paneles de fibra de madera de la cocina americana se habían desprendido en el pasado por culpa del calor y se habían combado hacia fuera y ahora bajaban desde allí en paralelo dos columnas vasculares de hormigas negras. Comer de pie directamente de las latas frente al fregadero anodizado. Dos linternas y un cajón con distintos fragmentos de velas de los que la madre se abstenía porque sus cigarrillos eran la luz que la guiaba al mundo. Una cajita de bórax en cada esquina de la cocina americana. El agua en cubos llenados en el grifo de la lavandería, la caravana no tiene suministros y los cables le cuelgan de los costados y el paradero de su propietario no lo saben ni los veteranos del poblado, cuyas tumbonas permanecen impolutas de ceniza bajo la sombra central del árbol de las pelucas. Una de estos, la Madre Tia, leía el porvenir, una mujer correosa y temblorosa y con una cara que parecía una pecana abierta, envuelta en hábitos negros y con dos dientes solitarios como bolos perdonados en la bolera, y tenía sus propias cartas y una bandeja donde la ceniza que se acumulaba se veía blanca, y la llamaba chulla y no le cobraba nada por miedo al Mal de Ojo con que la niña la miraba a través del agujero de la mosquitera usando una revista enrollada como si fuera un telescopio. Dos perros amarillentos y de costillas prominentes yacían resollando a la sombra del árbol de las pelucas y solamente se levantaban de vez en cuando para ladrar a los aviones que acosaban a los incendios.

El sol permanecía en lo alto como una mirilla que daba al corazón autocombustible del infierno.

Y hubo una señal más cuando la Madre Tia se negó a realizar sus augurios y llegó al punto de suplicar clemencia en lugar de negarse sin más, entre las risas agudas de los demás ancianos y viudas sentados a la sombra; nadie entendía por qué tenía miedo de la chica y ella tampoco lo contaba, se limitaba a morderse el labio inferior con un diente solitario mientras trazaba la letra especial una y otra vez sobre el aire vacío que tenía delante. Ella la echaría de menos, y por tanto la cabeza de la muñeca también llevaría su recuerdo en calidad de testaferro.

El talento de la madre para relacionarse con la gente era mediocre hasta ese punto ya desde su periodo de confinamiento clínico en University City, Missouri, en donde se le habían negado las visitas durante dieciocho días hábiles, y durante ese periodo la chica se había escapado de la asistencia social y había dormido en un vehículo Dodge abandonado cuyas portezuelas se podían afianzar usando perchas para la ropa dobladas.

La chica miraba a menudo el atlas abierto y la población que había allí marcada con un moco. Ella también había nacido allí, en las afueras, en la población que llevaba su mismo nombre. Su segunda experiencia de esa clase que sus libros hacían que pareciera dulce mediante un lenguaje mediocre había tenido lugar en el coche abandonado de University City, Missouri, a manos de un hombre que supo desencajar una de las perchas con el gancho de otra y que le dijo mientras le tapaba la cara con su mitón sin dedos que había dos maneras distintas de hacer aquello.

El tiempo máximo que ella había subsistido por completo a base de comida hurtada en tiendas era ocho días. Como ladronzuela era competente, sin más. Durante su estancia en Moab, Utah, una socia le había dicho una vez que sus bolsillos no tenían imaginación, y poco después la habían trincado y la habían hecho recoger basura con lanceta junto a la carretera y ella y su madre se habían mudado a la autocaravana remodelada de «Kick», el vendedor de pirita y de puntas de flecha de confección propia en cuya compañía la madre no decía nunca ni una palabra, sino que se limitaba a sentarse delante de la radio y a pintarse cada uña de un color distinto, y una vez él le había pegado a la chica un puñetazo tan fuerte en el estómago que había visto las estrellas y había olido de cerca la arenilla de la base de la moqueta y desde allí había podido oír lo que la madre había hecho a continuación para distraer a «Kick» de prestarle más atención a aquella niña que menuda bocaza tenía. Fue también así como aprendió a cortar el cable de unos frenos de tal manera que el fallo de estos no se produjera hasta al cabo de un tiempo determinado por la profundidad del corte.

Una noche, acostada en el camastro bajo el resplandor herrumbroso, soñó también con un banco situado junto a un estanque y con el murmullo soñoliento de los patos mientras ella sostenía el cordel de algo que flotaba en lo alto con una cara pintada, una cometa o un globo. La de otra chica a la que no vería nunca ni jamás sabría de ella.

Una vez en el sistema de carreteras interestatales del país, la madre se había puesto a contarle que ella también había tenido una muñeca sin cabeza a la que se había aferrado durante los años infernales de su infancia en Peoria y de la «enfermedad nerviosa» de su madre (había hecho esta declaración con el perfil encogido), durante los cuales la madre de la madre no la dejaba salir de la casa donde había hecho que una serie de hombres itinerantes clavaran tapacubos encontrados y abandonados en cada centímetro del exterior a fin de desviar las transmisiones de un tal Jack Benny, un hombre rico que la abuela había llegado a creer que estaba loco y que buscaba el «control del pensamiento global» por medio de las ondas radiofónicas de un tono y timbre especiales. («Un tipo tan malvado nunca dejará en paz al mundo», fue una cita indirecta o testimonio de oídas reproducido durante la conducción, que la madre era capaz de llevar a cabo al mismo tiempo que fumaba y usaba una lima de uñas.) La chica se había propuesto leer las señales y mantenerse informada de su propia historia pasada y presente. Para pulverizar cristales rotos hace falta pasarse una hora dándoles con un trozo de ladrillo sobre una superficie resistente. Había robado carne picada y bollos y a continuación había amasado la carne con el cristal pulverizado y la había cocinado con un brasero hecho con tela mosquitera en la parte de atrás del Dodge abandonado y por fin había dejado el laborioso bocadillo resultante sobre el asiento delantero durante varios días seguidos antes de que el hombre que la había presionado usara su percha para forzar la portezuela del vehículo y robarlo, después de lo cual ya no volvió más; la madre no tardó en regresar a la custodia de la chica. Los discos no se pueden solapar, pero la abuela había dado instrucciones de que cada tapacubos tocara en la medida de lo posible a los que lo rodeaban. De esa manera, al electrificar uno, se estaban cargando todos, y así se contrarrestaba el bombardeo de las ondas. Se creaba un campo letal que saturaba todas las radios de la manzana. Citada dos veces por desviar el amperaje de la casa, la vieja había encontrado en alguna parte un generador que funcionaba con queroseno pese a hacer un montón de ruido y daba brincos y se zarandeaba junto al tanque de propano en forma de bomba que había justo fuera de la cocina. A veces a la joven madre se le permitía salir para enterrar a los gorriones que se posaban en la casa y mandaban su alma al cielo emitiendo un destello y una bola de humo en forma de pájaro.

La chica leía historias de caballos, biografías, ciencias, psiquiatría y Mecánica popular cuando las podía conseguir. Leía historia a conciencia. Leyó Mi lucha y no entendió a qué venía tanto escándalo. Leyó a Wells, a Stein beck, a Keene, a Laura Wilder (dos veces) y a Lovecraft. Leyó mitades de muchos libros rotos y tirados a la basura. Leyó una Roja insignia sin cubiertas y supo por pura intuición que su autor no había visto nunca una guerra y que tampoco sabía que más allá de ciertas condiciones extremas uno se limitaba a flotar por encima del miedo y era capaz de mirarlo sin parpadear mientras hacía lo que tenía que hacer o lo que le permitía estar vivo.

El chico del poblado de caravanas que la había presionado allí en medio del olor persistente de sus propias aguas residuales reunió una noche a sus amigos delante de la caravana para acecharla y hacer ruidos inhumanos bajo la lluvia de ceniza mientras la hija de la hija trazaba círculos dentro de otros círculos alrededor de su propio nombre en el mapa y de las arterias que llevaban al mismo. Los incendios del yeso y el letrero iluminado del poblado eran los polos de la noche desierta. Los chicos eructaban y aullaban a la luna y sus aullidos no se parecían para nada a aullidos de verdad y sus risas eran forzadas y sus palabras eran indiferentes al amor que ellos decían que los inflamaba y que la visitaría a ella incontables veces.

Durante aquellas ocasiones en que la madre se ausentaba en compañía de hombres, la chica solicitaba catálogos y Ofertas Gratuitas que le llegaban todos los días por correo junto con muestras de productos que la gente con casa compraba para disfrutarlos cuando les diera la gana, igual que la chica, que se consideraba a sí misma educada en casa y no se subía al autobús con los niños y niñas del poblado. Estos poseían todos ese aspecto aturdido y manchado de la gente pobre que nunca se mueve de un mismo lugar; las caravanas, el letrero y los camiones que pasaban eran el mobiliario de su mundo, que orbitaba pero no giraba. La chica se los imaginaba a menudo vistos a través de un espejo retrovisor, alejándose, con los dos brazos levantados a modo de despedida.

Una tela de amianto cortada cuidadosamente en tiras y una de ellas colocada en la secadora a monedas después de que la madre del aspirante a asaltante depositara en ella su ropa y se volviera al Circle K a comprar más cerveza causó que ni al chico ni a la madre se los volviera a ver delante de su caravana doble, que estaba apoyada en bloques de hormigón. Las serenatas de los chicos también se terminaron.

Una lata de sopa llena de aguas residuales o de los restos de un animal muerto en la carretera, colocada debajo de los bloques o del entramado plastificado de un porche de esos que se venden para acoplar, inundaba cualquier caravana de una verdadera plaga de moscas de cuerpo blando. Para matar un árbol de sombra le tenías que clavar un trozo de tubería de cobre en la base, a un palmo de distancia del suelo; las hojas empezaban a ponerse marrones de inmediato. El truco para hacer lo del cable de los frenos o el conducto de la gasolina era usar un pelador de cables que lo dejara convertido en un hilo finísimo en lugar de cortarlo directamente. Hacía falta un poco de tacto. Añadir media onza de azúcar sacado de varios paquetes al depósito de gasolina se cargaba cualquier vehículo y además no requería habilidad alguna. Lo mismo pasaba con meter un centavo en la caja de fusibles o tinte rojo en el depósito de agua de una caravana, al que se podía acceder por el panel del sumidero en todos los modelos salvo los del último año, de los que no había ninguno en el poblado de caravanas Vista Verde.

Engendrada en un coche y nacida en otro. Arrastrándose en sueños para ver su propia concepción.

El desierto carecía de ecos y en ese sentido era igual que el mar del que venía. A veces, de noche, llegaban los ruidos del incendio, o de los aviones que volaban en círculo, o de los camiones de largo recorrido que iban por la 54 rumbo a Santa Fe, el lamento de cuyos neumáticos tenía esa cualidad balbuceante de la espuma lejana; ella se tumbaba a escuchar sobre el camastro y se imaginaba no el mar ni tampoco el avance en sí de los camiones, sino cualquier cosa que ella eligiera en ese momento. A diferencia de la madre o de la muñeca sin cuerpo, ella era libre dentro de su cabeza. Un genio desatado, más grande que ningún sol.

La chica leyó una biografía de Hetty Green, la matricida y presunta falsificadora que había llegado a dominar el mercado de valores mientras guardaba los restos de jabón dentro de una caja de hojalata mellada que llevaba siempre encima, y que no temía a nadie en el mundo. Leyó Macbeth en versión cómic a color con los diálogos en bocadillos.

El humorista Jack Benny tenía un gesto de taparse la cara con la mano que la madre, cuando estaba lúcida, le había contado que le parecía tierno hasta el punto de suspirar por él, de soñar con él, metida en su casa de infancia con caparazón de escudos eléctricos, mientras su madre escribía cartas en clave al FBI.

Cerca del alba, los llanos rojos del este se iluminaban y el terrible e imperioso calor del día se agitaba en su guarida subterránea; la chica ponía la cabeza de la muñeca en el antepecho de la ventana para que contemplara cómo se abría el ojo rojo y cómo las piedrecitas y los desperdicios proyectaban sombras tan largas como un hombre.

Ni una sola vez en cinco estados había llevado vestido ni zapatos de piel.

Al amanecer del octavo día de los incendios, su madre apareció en un vehículo que parecía más grande por su armazón ondulado y a cuyo volante iba sentado un individuo masculino desconocido. El costado del armazón decía: «LEER».

Pensamiento bloqueado, superinclusión. Vaguedad, especulación excesiva, pensamiento impreciso, confabulación, galimatías, resistencia a responder, afasia. Delirios persecutorios. Inmovilidad catatónica, obediencia automática, monotonía afectiva, disolución del yo/tú, desorden cognitivo, asociaciones inconexas o poco claras. Despersonalización. Delirios de centralidad o de grandeza. Compulsividad, ritualismo. Ceguera histérica. Promiscuidad. Solipsismo o estados de éxtasis (poco frecuente).

F./L. de nacimiento de la chica: 4/11/60, Anthony, Illinois.

F./L. de nacimiento de la madre: 8/4/43, Peoria, Illinois.

Dirección más reciente: 17 Dosewallips, Unidad E, Parque de Autocaravanas Vista Verde, Organ, Nuevo México, 88052.

Alt./P. /Oj./Cab. de la chica: 1,60 m, 43 kg, castaños/castaño.

Ocupaciones declaradas de la madre entre 1966 y 1972 (tomadas del impreso 669-D de la Agencia Tributaria [Certificado de Subordinación al Derecho a Retención de Impuestos Federales, Distrito 063(a)], 1972): Ayudante de Limpieza de Zona de Platos y Comida de Cafetería, Rayburn-Thrapp Agronomics, Anthony, Illinois; Operadora Cualificada de Prensa de Serigrafía hasta sufrir herida en la muñeca, All City Uniform Company, Alton, Illinois; Cajera, Convenient Food Mart Corporation, Norman, Oklahoma, y Jacinto City, Texas; Camarera, Stuckey’s Restaurants Corporation, Limon, Colorado; Ayudante de Organización de Mezcla de Productos Adhesivos, National Starch and Chemical Company, University City, Missouri; Azafata y Camarera de Bebidas, Double Deuce Live Stage Night Club, Lordsburg, Nuevo México; Vendedora Ambulante con Contrato Temporal, Cavalry Temporary Services, Moab, Utah; Organización y Limpieza de Zona de Confinamiento Canino, Best Friends Kennel and Groom, Green Valley, Arizona; Agente de Billetería y Encargada Nocturna Sustituta, Riské’s Live XX Adult Entertainment, Las Cruces, Nuevo México.

Una vez más viajaron en plena noche. A la luz de una luna que se elevaba muy redonda por delante de ellos. Lo que llamaban el asiento trasero de la camioneta era un estante más bien estrecho sobre el cual la chica podía dormir si metía las piernas por el espacio que quedaba entre los verdaderos asientos, cuyos reposacabezas tenían ese brillo apagado que deja el pelo sucio. El desorden y el olor a moho indicaban que aquella camioneta se usaba o se había usado para dormir; la camioneta y el hombre olían igual. La chica llevaba canesú de algodón y unos vaqueros desaparecidos en las rodillas. La idea que tenía la madre de los hombres era usarlos igual que una hechicera usa a animales tontos: a modo de señal y de objeto de sus poderes antinaturales. La madre siempre se les dirigía en voz muy alta sin que la chica lo reprobara, a los familiares. Hombres morenos y patilludos que chupaban cerillas de madera y aplastaban latas con la mano. Que tenían unos aros dejados por el sudor en el ala de los sombreros que parecían los anillos de los troncos de los árboles. Cuyas miradas te recorrían por el espejo retrovisor. Hombres que no se podía concebir que hubieran sido niños o que hubieran levantado la vista, desnudos, para mirar a alguien en quien confiaban, con un juguete. A quienes la madre hablaba como si fueran bebés y sin embargo les dejaba que la trataran como a una muñeca sin cabeza, que la trataran a lo bruto.

En un motel de Amarillo a la chica la pusieron en una habitación propia con cerradura y lo bastante apartada como para que no la oyera nadie. La cabeza de la muñeca llevaba los labios pintados con lápiz de color rosa y miraba la tele. A menudo la chica desearía tener un gato o alguna pequeña mascota a la que dar de comer y tranquilizar acariciándole la cabeza. La madre temía a los insectos alados y llevaba botes de espray. Un espray antiviolación sujeto con una cadenilla y cosméticos derretidos y su pitillera de cuero falso que a la vez era encendedor, dentro de un bolso de lentejuelas rojas superpuestas que la chica le había traído una Navidad en Green Valley con solamente un desgarrón diminuto cerca de la base allí donde la etiqueta electrónica había sido forzada con una lima de uñas a fin de usar el bolso para transportar el mismo canesú que la chica llevaba ahora, y que tenía una serie de corazones de color rosa cosidos formando una cerca al nivel de los pechos.

La camioneta también olía a provisiones echadas a perder y tenía una ventanilla con la manecilla desaparecida que se abría y se bajaba con unas tenazas. Una tarjeta pegada con cinta adhesiva a una de las viseras proclamaba que las peluqueras cardaban que daba gusto. Al tipo le faltaban los dientes de un lado; la guantera estaba cerrada con llave. A los treinta años, la cara de la madre empezaba a mostrar las tenues costuras del proyecto de segunda cara que la vida le tenía reservado y que ella temía que fuera a ser la de su madre, y durante su periodo de encierro en University City se había pasado las horas sentada con las rodillas dobladas, meciéndose y rascándose y urdiendo cómo echar por tierra el plan de la cara. La foto de color sepia de la madre de la madre cuando tenía la edad de la chica, vestida con un pichi y sentada en un asiento de pelo de caballo, enrollada dentro de la cabeza de la muñeca y transportada allí junto con trocitos de jabón y tres tarjetas de biblioteca a su nombre de pila. Su diario guardado en el segundo forro de la maleta redonda. Y la foto solitaria de su madre de niña al aire libre en medio del resplandor invernal, vestida con tantos abrigos y gorros que parecía pariente del tanque de propano. Con la casa electrificada invisible y el círculo de nieve fundida que rodeaba su base y la madre detrás de la madre pequeña, sosteniéndola erguida; la niña había cogido crup y tenía tanta fiebre que temían que no fuera a sobrevivir, pero su madre se había dado cuenta de que no tenía ninguna foto de su nenita para conservar en caso de que muriera, así que la había tapado bien y la había sacado a la nieve para que esperara allí mientras ella le suplicaba a un vecino que la dejara hacerle una foto con su cámara de revelado instantáneo para que su nena no cayera en el olvido al morir. La foto estaba distorsionada por culpa de haber pasado mucho tiempo doblada y en ella la chica no veía pisadas por ninguna parte en la nieve, la niña tenía la boca abierta y estaba mirando hacia arriba en dirección al hombre de la cámara con expresión de confianza en que aquello tuviera algún sentido, en que fuera así como la vida tenía que funcionar. Los planes de la chica para la abuela, muy refinados con la edad y el arte acumulado, ocupan gran parte del último tercio del diario más reciente.

Era su madre y no el individuo masculino la que iba al volante cuando a ella la despertó el traqueteo de la grava en Kansas. Una parada de camiones se alejaba mientras algo vertical avanzaba por la carretera al lado de ellos y les hacía señales con el sombrero. Ella preguntó dónde estaban pero no preguntó por el hombre que durante tres estados se había dedicado a conducir con la misma mano culpable en el muslo de la madre que la había tocado a ella, una mano vigilada a través del espacio que separaba los asientos por la cabeza de la muñeca debidamente sostenida, y su despegue y su vuelo vistos en el mismo sueño del que al principio parecían formar parte la sacudida y los ruidos. La hija ya tenía trece años y empezaba a aparentarlos. Cuando estaba en compañía de hombres, su madre tenía una mirada lejana y de párpados caídos; ahora, en Kansas, hacía muecas por el retrovisor y masticaba chicle.

—¿Por qué no sales de ahí y te vienes aquí delante conmigo?

El chicle olía a canela y su envoltorio bien doblado se podía usar como ganzúa para abrir la guantera si envolvías bien con él la punta de una lima de uñas.

Delante de un área de descanso de Portales, bajo un sol de oro batido, la chica, tumbada boca arriba y medio sumida en una siesta porosa sobre el diminuto estante de atrás, había soportado que el hombre se alzara desde el asiento del conductor, convirtiera su mano en una garra carente de sensualidad y la pasara por encima del respaldo del asiento para estrujarle la teta, para estrangularle la tetilla, con unos ojos pálidos y carentes de lascivia, y ella se había hecho la muerta y se había limitado a mirar a lo lejos sin parpadear, y se oyó la respiración del hombre y se olió su gorra caqui mientras manoseaba a lo bruto la tetilla con lo que parecía ser una indiferencia ausente, y no dejó de hacerlo hasta que se oyeron los tacones altos en el aparcamiento de fuera. Pese a todo, seguía siendo una lúgubre mejora respecto a Cesar, el hombre del año anterior que trabajaba pintando rótulos de carretera y que tenía unos granos perpetuos de color verde en los poros de la cara y de las manos y que exigía que tanto la madre como la chica dejaran abierta la puerta del cuarto de baño fuera lo que fuera lo que estuvieran haciendo dentro, y a su vez Cesar había sido una mejora respecto al distrito de almacenes y antiguas fábricas desvencijadas de Houston donde se había unido a ellas durante dos meses «Murray Blade», el soldador semiprofesional cuyo cuchillo guardado en una vaina con muelle sobre el antebrazo cubría un tatuaje de aquel mismo cuchillo embutido entre dos pechos azules sin dueña que se hinchaban a los lados cada vez que cerraba el puño, algo que a él le hacía mucha gracia. Hombres con chalecos de cuero y con arranques de mal genio que cuando estaban borrachos se ponían cariñosos de maneras que hacían que se te pusieran los pelos como escarpias.

La carretera 54 en dirección este no era federal y las corrientes de viento de los camiones con los que se cruzaban golpeaban la camioneta y su armazón y provocaban bandazos contra los que su madre intentaba gobernar el vehículo. Todas las ventanillas abiertas para eliminar el olor acumulado del hombre. Una cosa inmencionable en la guantera que la madre le dijo que cerrara porque no la podía mirar. La tarjeta con su juego de palabras se alejó haciendo tirabuzones en su estela y desapareció en la carretera reverberante que acababan de dejar atrás.

Al oeste de Pratt, Kansas, adquirieron y comieron burritos del Convenient Mart calentados en el artefacto instalado a tal efecto. Un gigantesco e interminable refresco granizado.

Detrás de su caparazón de llantas y de papel de aluminio, la madre de la madre sostenía que cuando aquel loco de Jack Benny o sus esclavos con espirales en los ojos vinieran a por ellas, la mejor defensa que tenían a su disposición era hacerse las muertas, permanecer tumbadas con los ojos abiertos y no parpadear ni respirar mientras los hombres volvían a enfundar sus pistolas de rayos y echaban un vistazo a la casa y por fin las miraban a ellas, encogiéndose de hombros y comentando que parecía que habían llegado tarde porque mira, la mujer y su núbil hija ya estaban muertas y por tanto ellos ya se podían marchar. Obligadas a ensayar juntas en las camas idénticas, con frascos abiertos de pastillas en la mesilla de en medio y las manos dispuestas sobre el pecho y los ojos muy abiertos y respirando de forma tan poco profunda que el pecho no se les moviera para nada. La mayor de las dos era capaz de pasar ratos muy largos sin parpadear; la madre niña no podía y enseguida se le cerraban los ojos, porque una niña viva no es como una muñeca y le hace falta parpadear y respirar. La mujer mayor le decía que una se podía lubricar a sí misma a voluntad si aplicaba la disciplina y el tiempo suficientes. Rezaba el rosario con un collar de carnaval y tenía una pequeña cerradura de níquel en el buzón. La parte de las ventanas que quedaba entre los círculos negros de los tapacubos estaba tapada con papel de aluminio. La madre llevaba encima colirios y siempre afirmaba que tenía los ojos secos.

Ir en el asiento de delante estaba bien. La chica no preguntó por el hombre de la camioneta. La camioneta en la que iban era de él, pero él no iba en ella; era difícil encontrar algún motivo de queja en aquello. Los talentos de la madre para relacionarse con la gente eran menos mediocres cuando las dos tenían lo mismo delante: ella hacía bromitas y cantaba y mandaba miradas discretas en dirección a la hija. Todo lo que quedaba situado más allá del alcance de los faros resultaba casi por completo indistinto. Ella llevaba el apellido de soltera de su abuela, Ware. Ahora podía apoyar las suelas de sus zapatos en la guantera negra de la camioneta y mirar por entre sus rodillas, toda la lengua de carretera iluminada por los faros quedaba entre ellas. La línea discontinua central les gritaba en morse y la luna del color del hueso era redonda y las nubes pasaban por delante de ella y cobraban formas al hacerlo. Primero dedos y luego manos enteras y por fin árboles de relámpagos parpadeaban en el horizonte occidental; detrás de ellos no venía nada. Ella no paraba de buscar con la vista luces o señales de que alguien las siguiera. La pintura de labios de la madre era demasiado estridente para la forma de su boca. La chica no preguntaba. La probabilidad era alta. Era el típico hombre que presentaría denuncia o bien intentaría seguirles la pista como si fuera un segundo «Kick» y encontrarlas por abandonarlo agitando el sombrero en medio de la carretera. Si ella se lo preguntara, la cara de la madre se desinflaría mientras pensaba qué decir, cuando la verdad era que no había pensado en absoluto. Era el destino y la bendición de la chica conocer las mentes de las dos como si fueran una sola, aguantar el volante mientras la madre se volvía a aplicar colirio Murine.

Tomaron un desayuno caliente en Plepler, Missouri, bajo una lluvia que hacía borbotear las alcantarillas y tamborileaba contra el cristal de la cafetería. La camarera vestida con ropa blanca de enfermera tenía una cara curtida y de rasgos marcados y las llamó a las dos «cariño» y llevaba una chapa que decía «Estoy al borde del ataque de nervios… ¡solo me faltabas tú!» y coqueteaba con los trabajadores a los que conocía por sus nombres mientras salía vapor de la cocina por encima de la barra sobre la cual ella iba colgando las hojas de su cuaderno, y la chica usó su cepillo de dientes en un cuarto de baño a cuya cerradura le faltaba el cierre. La campana que colgaba frente a la puerta sonaba para señalar la llegada de los clientes. La madre quería panecillos y buñuelos de patata y harina de maíz cocida con sirope, y pidieron las dos, y la madre buscó una cerilla seca, y pronto la chica la oyó reírse de algo que habían dicho los hombres de la barra. La lluvia azotaba la calle y los coches pasaban despacio y la camioneta de ellas con su armazón miraba hacia la mesa y seguía teniendo las luces de aparcado encendidas, algo que ella vio, y también vio con la imaginación al dueño legal de la camioneta todavía plantado en la carretera, a las afueras de Kismet, extendiendo las manos convertidas en garras en dirección al espacio donde la camioneta se había alejado hasta desaparecer mientras la madre golpeaba el volante y se apartaba el pelo de los ojos a soplidos. La chica rebañó su tostada en la yema del huevo. De los dos hombres que ahora entraron y ocuparon el reservado contiguo, uno tenía unas patillas y unos ojos parecidos a los del dueño de la camioneta y una gorra roja que la lluvia había vuelto negra. La camarera con su lápiz diminuto y su cuaderno les dijo a estos dos:

—¿Qué haces sentándote en un cochino reservado?

—Pues porque quiero estar cerca de ti, cariño.

—Pues te podrías haber sentado allá y habrías estado más cerca.

—Coño.