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—¿Nuevo?

Había agentes flanqueándolo por ambos lados y a Sylvanshine le pareció un poco raro que hubiera sido el que tenía la carita rosada y timorata de hámster el que se había vuelto como si fuera a dirigirse a él, y sin embargo hubiera sido el que estaba al otro lado y mirando para otra parte el que lo había dicho.

—¿Nuevo?

Estaban a cuatro hileras de distancia del conductor, cuya postura en su asiento resultaba un poco extraña.

—¿Por oposición a qué? —A Sylvanshine le ardía el cuello hasta el mismo omóplato y también notaba que le estaba empezando un espasmo muscular en uno de los párpados. Explique la diferencia entre el tratamiento fiscal de un individuo que da acciones revalorizadas a una organización benéfica y el de otro individuo que vende las acciones y le da los beneficios a la organización benéfica. Los arcenes de la carretera rural parecían roídos. La luz de fuera era esa clase de luz que te hace encender los faros pero luego impide que sirvan para nada porque técnicamente todavía es de día. No estaba claro si aquello era una furgoneta o un autobús con capacidad máxima de 24. El que acababa de hacer la pregunta tenía una patilla y esa sonrisa invulnerable de quien se ha tomado dos cócteles en el aeropuerto y no ha comido nada más que frutos secos. El conductor de la última furgoneta, a la cual Sylvanshine había sido asignado en calidad de G9, manejaba el volante como si tuviera los hombros demasiado voluminosos para su espalda. Como si se estuviera aferrando al volante para no caerse. ¿Qué clase de conductor llevaba un gorro de papel blanco? Lo único que evitaba que la vertiginosa pila de bolsas se desplomara era una correa—. Soy el Ayudante Especial del Nuevo Director Adjunto de Sistemas de Recursos Humanos, que se llama Merrill Lehrl y está de camino.

—Nuevo en el puesto. Quería decir recién asignado.

La voz del hombre sonaba con claridad pese a que parecía estar dirigiéndose a la ventanilla, que estaba sucia. Sylvanshine se sentía encajonado; los asientos eran más bien un banco acolchado y no tenían apoyabrazos que proporcionaran siquiera una ilusión o impresión de espacio personal. Además, la furgoneta se bamboleaba de forma alarmante por la carretera, que era o bien un camino o bien una especie de carretera rural, y se oían los muelles del chasis. El hombre con pinta de roedor, cuya aura transmitía timidez pero bondad, un aura de hombre triste y amable que vivía dentro de un cubo de miedo, llevaba el sombrero sobre el regazo. Nadie se había quitado el abrigo. Capacidad 24 y lleno. Flotaba en el aire ese olor mohoso a hombres mojados. El nivel de energía era bajo; todos venían de regreso de algo que había consumido un montón de energía. Sylvanshine se imaginaba perfectamente al hombre pequeño y rosado bebiendo Pepto-Bismol directamente del frasco y volviendo a casa para reunirse con una mujer que lo trataba como si fuera un desconocido poco interesante. Los dos hombres o bien trabajaban juntos o bien se conocían muy bien; estaban hablando en tándem sin ser siquiera conscientes de ello. Un tándem alfa-beta, lo cual quería decir que eran de Auditorías o bien del DIC. A Sylvanshine se le ocurrió que la ventanilla mostraba un tenue reflejo oblicuo de él y que el alfa de la pareja de hombres se estaba divirtiendo un poco dirigiéndose al reflejo de Sylvanshine como si el reflejo fuera él, mientras que el hámster impostaba la expresión facial de dirigirse a alguien pero no decía nada. Las donaciones de acciones son tratamientos de capital-ganancia camuflados… también se oía un ruido gaseoso y tintineante, que sonaba como medio compás de música de organillo de vapor, cada vez que el conductor cambiaba de marcha y también en el momento en que la furgoneta parecida a un cajón se bamboleó pronunciadamente en una doble curva en forma de S invertida que había junto a una valla publicitaria que decía «DOWNSIZE THIS» y mostraba una imagen que Sylvanshine no acertó a ver, y también mientras el más avezado de los dos hombres se ponía de improviso a presentarse a sí mismo y a su compañero. (Sylvanshine no se quedó con sus nombres, pese a ser consciente de que aquello le iba a causar problemas, puesto que era de muy mala educación olvidarse de los nombres de la gente, sobre todo si te adjuntaban a un supuesto niño prodigio en Personal y lo tuyo era precisamente el Personal, y de que en el futuro iba a tener que llevar a cabo toda clase de contorsiones en la conversación para evitar usar sus nombres, y que Dios lo ayudara si aquellos dos eran unos trepadores y esperaban aparecer un día y que él los presentara a Merrill, aunque si eran del DIC esto sería menos probable porque Investigaciones y Fraude solía tener su propia infraestructura y oficinas aparte, a menudo en un edificio separado, por lo menos en Rome y en Philly, puesto que a los contables forenses les gusta considerarse más miembros de la policía que de la Agencia, y por lo general no se mezclan mucho con el resto del personal, y de hecho el más alto de los dos, Bondurant, se identificó ahora a sí mismo y a Britton como empleados con rango GS-9 del DIC, el problema fue que Sylvanshine estaba demasiado ocupado mortificándose por no haberse quedado con sus nombres como para asimilar esto hasta ya bien entrada la noche, cuando recordó la sustancia de la conversación y experimentó un momento de alivio.) El más timorato de los dos agentes del DIC casi nunca mentía; el más avezado mentía bastante, Sylvanshine lo notaba. En la ventanilla traqueteaba una lluvia fina y helada, esa clase de lluvia que se te clava pero no te moja. Las gotas pequeñas —diminutas— martilleaban el cristal, en cuyo reflejo el menos estrictamente fiable de los dos apoyó la barbilla en la mano y soltó un suspiro que al menos en parte era teatral. De algún lugar por detrás de ellos venían el ruido de un videojuego portátil y los ruiditos de los demás agentes que contemplaban el progreso del juego por encima del hombro del hombre que estaba jugando la partida en silencio. Los limpiaparabrisas de la furgoneta o autobús hacían un ruidito chirriante a cada segunda pasada; a Sylvanshine se le ocurrió que el conductor parecía ir casi con la barbilla apoyada en el volante, de tan inclinado que estaba para intentar acercarse más al parabrisas, de esa manera en que se inclina la gente ansiosa o la gente con problemas de vista cuando tienen problemas para ver. El más taimado de los dos agentes del DIC de la ventanilla tenía la cara casi en forma de cometa, cuadrada pero al mismo tiempo puntiaguda en los pómulos y en la barbilla; Bondurant notaba la presión afilada de su barbilla en la palma de su mano y el hecho de que el borde del marco de la ventanilla se le clavaba en línea recta entre los huesos del codo. Sylvanshine era el único que no sabía de dónde venían todos aquellos hombres y lo que habían estado haciendo en Joliet, pero nadie estaba pensando en ello de ninguna manera remotamente informativa, porque no es así como la gente piensa en las cosas que acaba de hacer. Desde el exterior estaba claro lo que era el vehículo: tanto por su forma como por sus bamboleos, y también por el hecho de que la capa superior de pintura de color habano había sido chapuceramente aplicada y había puntos de la misma en donde los faros de los coches que le iban detrás arrancaban destellos de los colores vivos de más abajo, de las letras gordezuelas y de los iconos inclinados sobre palitos que sugerían algo delicioso de una manera misteriosa que solamente entienden los niños. Dentro se oían el motor y el murmullo fluctuante de las conversaciones en voz baja fundidas entre sí por la expectación ante el final de algo —una conferencia o un fin de semana de retiro espiritual, tal vez, o quizá un curso de formación de la Agencia; el personal de Rome siempre había ido a Buffalo o a Manhattan para los Cursos de Formación de la Agencia—, además del videojuego portátil y de un ligero susurro o gorjeo en la respiración del tipo pálido y rosado, que Sylvanshine notó que ahora le estaba mirando el costado derecho de la cara, y a continuación se oyó la voz de Bondurant preguntándole a Sylvanshine por la división del DIC de Rome, y desde un punto situado más adelante y otro situado más atrás y a la derecha vino un murmullo metálico que significaba que debía de haber alguien escuchando algo con auriculares, señal segura de la presencia de un agente más joven, y a Sylvanshine se le ocurrió que la última vez que había visto a alguna persona negra o latina había sido en el aeropuerto aquel de Chicago que no era el O’Hare pero cuyo nombre tampoco había retenido y ahora se le hacía raro sacar el recibo de su billete del maletín para comprobarlo, y entretanto el más pequeño de los dos hombres parecía estar mirándolo en espera de que hiciera algo que traicionara alguna clase de incompetencia o déficit de retentiva. Describa las ventajas que presenta el Lenguaje de Máquina Octal sobre el Lenguaje de Máquina Binario a la hora de diseñar un programa de Nivel 2 para rastrear regularidades en los libros de flujo de liquidez de corporaciones emparentadas; nombre dos ventajas esenciales que le supone a una franquicia presentar declaraciones de Clase 20-50 como subsidiarias de su compañía matriz en lugar de presentarlas como entidad corporativa autónoma, y allí estaba otra vez, aquella ráfaga de música como de aire a presión que Sylvanshine no conseguía ubicar pero que le daba ganas de levantarse de su asiento e irse a perseguir algo en compañía de todos los niños del vecindario, todos saliendo en tromba de las puertas de sus casas y corriendo a toda pastilla por la calle sosteniendo dinero en alto, y sin tiempo a pensarlo, Sylvanshine dijo:

—Ya sé que suena raro, pero ¿alguno de ustedes puede oír de vez en cuando…?

—Mister Squishee —dijo ahora el agente que estaba a su derecha, con una voz de barítono que no pegaba para nada con su cuerpo—. Catorce camionetas de la compañía tipo S Mister Squishee con domicilio en East Peoria de dulces helados de venta en ruta cíclica, requisadas junto con las oficinas, las cuentas por cobrar y las propiedades de patrimonio neto de cuatro de los siete miembros de la familia de propietarios de lo que los abogados de la Sede Regional convencieron al Séptimo Distrito de que en realidad era una compañía tipo S de titularidad privada —dijo Bondurant—. Empleado descontento, tablas de depreciación falsificadas de todo, desde los congeladores hasta las camionetas como esta…

—Determinación provisoria por riesgo de impago —dijo Sylvanshine, más que nada para demostrar que conocía la jerga.

El asiento que había directamente delante del de Sylvanshine estaba desocupado y ofrecía una vista del cuello cruzado y carnoso de la persona que estaba sentada delante de dicho asiento y que llevaba en la cabeza un sombrero de tela estilo australiano echado hacia atrás para transmitir relajación e informalidad.

—¿Esto es una camioneta de helados?

—Maravilloso para la moral de las tropas, ¿no? Como si la mano de pintura pudiera ocultarle a alguien que tienes a la flor y nata del personal yendo de pasajeros en un trasto que antes vendía polos de chocolate y tenía al volante a un tipo con ropa blanca y abombada y careta de goma que le hacían parecer un pudín de tapioca.

—El conductor solía llevar esta camioneta para Mister Squishee.

—Es por eso que vamos tan despacio.

—El límite es de noventa; echa un vistazo a la cola de coches que llevamos detrás haciéndonos señales con los faros, si quieres.

El más pequeño y rosado de los dos hombres, Britton, tenía una cara redonda y aterciopelada. Tenía entre treinta y cuarenta años y no estaba claro si se afeitaba. Lo más raro del caso era que el vecindario de King of Prussia donde había crecido Sylvanshine era una comunidad planificada, con badenes en la calzada, cuya asociación de vecinos tenía prohibida cualquier clase de venta ambulante, sobre todo de esa que usa organillos de vapor… Sylvanshine no había perseguido una camioneta de helados ni una sola vez en la vida.

—El conductor sigue obligado por contrato: el embargo solamente afectó al último trimestre, y la Directora de Distrito decidió que el margen de quedarse los camiones y a los conductores que todavía tenían contrato en vigor se imponía tan claramente sobre los provechos de subastarlos que ahora todo el mundo por debajo de G-11 se desplaza en camionetas de Mister Squishee —dijo Bondurant. Cuando hablaba se le movía la mano junto con la barbilla, algo que a Sylvanshine le parecía forzado y falso.

—La señora Corta de Miras.

—Terrible para la moral de las tropas. Por no mencionar la debacle para nuestra imagen pública que supone el hecho de que los niños y sus padres vean unas camionetas que ellos asocian con la inocencia y los deliciosos polines de caramelo crujiente ahora embargadas y por decirlo de alguna manera forzadas a trabajar para la Agencia. Y hablo también de la vigilancia.

—Hacemos vigilancia con estas camionetas, ¿te lo puedes creer?

—Prácticamente nos tiran piedras.

—Mister Squishee.

—Y esta música es gloria, hay otras camionetas que sueltan una ráfaga cada vez que cambian de marcha.

Pasaron por delante de otra valla publicitaria, que quedaba al costado derecho pero Sylvanshine pudo verla: «YA ES PRIMAVERA, PIENSE EN LA SEGURIDAD AGRARIA».

Bondurant, que estaba hecho polvo después de pasarse dos días en una silla plegable, se dedicó ahora a contemplar sin llegar a mirarla realmente una extensión de doce acres de campo invernal de la que asomaban retoños de tallos de maíz —los enterraban cuando allanaban los campos para sembrar en abril y no en otoño, a fin de que tuvieran todo el invierno para pudrirse y fertilizar la tierra, y es que Bondurant suponía que con los fertilizantes tipo organofosfatos y semejantes no valía la pena perder dos días de otoño para enterrarlos, y, además, por alguna razón que el padre de Higgs le había contado pero que ahora él no recordaba, la gente prefería tener el campo bien taponado durante el invierno, puesto que eso protegía algo del suelo—, y sin ser consciente de ello, le encontró cierto parecido al campo lleno de brotecitos con el sobaco de una chica que llevara un tiempo sin afeitárselo, y sin ser consciente de ninguna de las conexiones entre el sobaco de la chica y el campo que a continuación dio paso en la ventanilla a una arboleda de robles silvestres, se puso a pensar de forma mal encauzada en Cheryl Ann Higgs, ahora convertida en Cheryl Ann Standish, auxiliar administrativa para la American Twine, madre divorciada de dos hijos y afincada en una caravana extraancha que al parecer su ex había intentado incendiar, provocando que lo detuvieran, poco después de que a Bondurant lo transfirieran con rango G-9 al DIC; Cheryl había sido su pareja en el baile de graduación de la Peoria Central Catholic en 1971, y los dos habían sido elegidos para el cortejo del baile y Bondurant había quedado en segundo lugar por detrás del rey, y había llevado un esmoquin de color azul pastel y unos zapatos de alquiler que le iban estrechos y ella no se lo había follado aquella noche, ni siquiera después del baile, cuando todos los demás se habían turnado para ser follados por sus parejas en el Chrysler New Yorker negro y dorado que le habían alquilado durante aquella noche al padre del torpedero del equipo, que trabajaba en Hertz, y el New Yorker acabó con unas manchas que obligaron al torpedero a pasarse el verano entero trabajando en el mostrador de Hertz del aeropuerto para poder quitarlas del acabado del coche. Danny algo, se llamaba; su padre murió poco después, pero aquel verano él no pudo disputar el torneo de la American Legion por culpa de aquello, y no pudo mantenerse en forma y a duras penas consiguió entrar en el equipo de béisbol universitario de la NIU y perdió la beca y Dios sabe qué fue de él, pero ninguna de las manchas era de Bondurant ni de Cheryl Ann Higgs, pese a las súplicas de él. No había hecho uso de la botella de schnapps porque si la hubiera llevado a casa borracho el padre de ella lo habría matado o bien la habría castigado a ella. El momento álgido de lo que Bondurant llevaba de vida había tenido lugar el 18 de mayo del 73, durante su segundo año de facultad, cuando había marcado tres puntos bateando como sustituto en el último partido en casa de Bradley, tres puntos que llevaron a Oznowiez, el futuro receptor de la Triple A, a derrotar a la Southern Illinois University de Edwardsville y a meter a Bradley en las finales del Valle de Missouri, que perdieron, pero aun así, a día de hoy, no pasa ni un solo día en que él esté sentado con los pies encima de su escritorio y los portapapeles apilados sobre el regazo y no rememore la elevación suspendida de la bola de la SIU lanzada con efecto lateral, ni sienta el golpe seco y sin vibración de la carne del bate al impactar, ni oiga el repiqueteo metálico que hizo el bate de aluminio al caer, ni vea rebotar la bola como en una máquina del millón contra un poste de la verja de un pie de altura situado junto a la línea de falta y golpear con un tañido la otra verja y la línea de falta, ni vea y pueda jurar que oye cómo las dos verjas tintinean por la fuerza de la pelota, que él ha golpeado tan fuerte que nunca dejará de sentirla, y sin embargo no puede recordar con una nitidez ni remotamente parecida la sensación que le causó Cheryl Ann Higgs cuando él la penetró encima de una manta junto al estanque que había más allá de la arboleda y más allá del borde de los pastos de la pequeña granja lechera que operaban el señor Higgs y uno de su sinfín de hermanos, aunque sí se acordaba bien de qué ropa llevaban ambos, y del olor a algas nuevas que flotaba en el aire cerca de la tubería de desagüe del estanque, cuyo borboteo sonaba casi a arroyo, y de la expresión de la cara de Cheryl Ann Higgs mientras su postura y su posición supina se volvían aquiescentes y Bondurant se daba cuenta de que tenía el camino libre, como suele decirse, y sin embargo él evitó mirarla a los ojos porque la expresión de los ojos de Cheryl Ann, que Tom Bondurant no ha olvidado nunca pese a no haber vuelto a pensar ni una vez en ella, era una expresión de tristeza vacía y terminal, no tanto la expresión de un faisán atrapado en las fauces de un perro como la de una persona que está a punto de transferir algo que ella sabe por adelantado que nunca le devolverá un rédito suficiente. El año siguiente los vio caer en una espiral de amor obsesivo-loco, en la cual rompieron pero fueron incapaces de permanecer alejados, hasta que llegó el momento en que ella sí que fue capaz de permanecer alejada, y ahí se acabó la historia.

El pequeño y pálidamente rosado agente del DIC Britton le preguntó ahora a Sylvanshine sin ninguna clase de preámbulo ni carraspeo introductorio qué estaba pensando, lo cual a Sylvanshine le pareció grotesca y casi obscenamente inapropiado y entrometido, casi como preguntar qué aspecto tenía tu mujer desnuda o a qué olían tus funciones íntimas en el cuarto de baño, pero por supuesto él no podía decir nada de todo esto en voz alta, sobre todo teniendo en cuenta que su trabajo allí implicaba cultivar buenas relaciones con todos y líneas diáfanas de comunicación para que Merrill Lehrl las explotara a su llegada; hacer de mediador para Merrill Lehrl y al mismo tiempo reunir información sobre tantos aspectos y asuntos relacionados con el examen de declaraciones como fuera posible, puesto que había que tomar ciertas decisiones difíciles y delicadas, unas decisiones cuya importancia iba mucho más allá de este simple centro de provincias y que en cualquier caso iban a resultar dolorosas. Sylvanshine, cuando se giró ligeramente pero no del todo (con un destello de color naranja en el omóplato izquierdo) para sostener por fin la mirada del ojo izquierdo de Gary Britton, descubrió que apenas recibía «lectura» emocional ni ética de Britton ni de ningún otro de los ocupantes del autobús salvo Bondurant, que ahora estaba teniendo alguna clase de recuerdo nostálgico y estaba cultivando esa nostalgia, reclinándose un poco en ella como si estuviera dentro de un baño caliente. Cuando algo voluminoso pasó en la dirección contraria, el rectángulo enorme del parabrisas se volvió primero incandescente y luego opaco por culpa del agua, que los limpiaparabrisas tuvieron que forcejear portentosamente para desplazar. La mirada de Britton a Sylvanshine le parecía que no es que le mirara al ojo derecho sino que más bien le miraba el ojo. (En aquel momento la mente de Thomas Bondurant, que tendía a ser como un tornado, estaba pensando, mientras miraba por la ventanilla pero más bien hacia el interior de su memoria, que uno puede mirar «a través» de una ventanilla; mirar «en» la ventanilla, como si la coleta dorada y el hombro cremoso estuvieran «en» la ventanilla; mirar «por» la ventanilla [que era casi como mirar «a través»], o incluso mirar «la» ventanilla, que implicaba examinar la transparencia del cristal y si estaba limpio.) La mirada parecía ser pese a todo una mirada expectante, y Sylvanshine volvió a sentir, pese al vacío de su estómago y el nervio pinzado de su clavícula, lo opaco que era el estado de ánimo general del autobús y lo diferente que era de la tensión cargada de horror de los ciento setenta agentes del 0104 de Filadelfia o del sopor maniaco de la docena del diminuto 408 en Rome. Su propio estado de ánimo, ese híbrido complejo de fatiga de destinación y miedo expectante que uno siente al final no de un viaje sino de un traslado, no complementaba de ninguna manera el estado de ánimo de la antigua camioneta de Mister Squishee ni el del avezado y nostálgico agente de más edad que tenía a la izquierda ni el del punto ciego humano que acababa de hacer una pregunta entrometida cuya respuesta sincera implicaría sacar a colación el tema del entrometimiento y meter a Sylvanshine en un aprieto de relaciones humanas antes incluso de llegar al Centro, lo cual por un momento le pareció terriblemente injusto e inundó a Sylvanshine de autocompasión, una sensación no tan oscura como el ala de la desesperación, pero sí teñida del carmín de un resentimiento que era al mismo tiempo mejor y peor que la furia ordinaria porque carecía de objetivo específico. No parecía haber nadie en particular a quien culpar; en el aspecto de Gary o Gerry Britton había algo que evidenciaba que su pregunta era una extensión inevitable de su carácter y que no era más culpable del mismo que una hormiga de meterse en tu ensalada de patata durante un picnic: las criaturas hacían lo que hacían y no se podía hacer nada al respecto.