Capítulo 6

Al volver a Los Jardines de Eco, vio a Miles, Dean, Serge y Leonard reunidos con todos los instrumentos en y alrededor del trampolín que se alzaba al extremo de la piscina, estaban tan bien colocados y tan inmóviles que cabía la posibilidad de que un fotógrafo, invisible para ella, estuviera sacándoles instantáneas para la portada de un disco.

—¿Qué pasa? —preguntó Edipa.

—Tu amiguito Metzger —contestó Miles—, que se la ha jugado a Serge, nuestro contratenor. El pobre está deshecho.

—Es verdad, nena —dijo Serge—. Incluso he escrito una canción sobre el tema; los arreglos reflejan mi estilo personal; y dice así:

LA CANCION DE SERGE

¿Qué puede hacer un surfista solitario

cuando una surfista le va,

con tanto buscalolitas vicioso

merodeando de acá para allá?

Ella era para mí una mujer,

para él sólo otra niña de buen ver;

¿por qué se fueron los dos, por qué se fue ella y me dejó

solo, cabreado y descosido?

Bueno, mientras está en el mundanal ruido,

me he buscado otra chavala,

la generación de los adultos

me ha enseñado a ser un vivo.

Anoche ligué con una de ocho años,

que también es cantante (oh, yes),

y todas las noches nos vemos

tras la Escuela Nacional 33,

y es tan bestial que no te lo crees.

—Sospecho que queréis decirme algo —comentó Edipa.

Tuvieron que decírselo en prosa. Metzger y la chavala de Serge se habían fugado a Nevada para casarse. Serge, sometido a un contundente interrogatorio, confesó que lo de la cría de ocho años no era más que una fantasía por el momento, pero que últimamente frecuentaba los patios de recreo con mucho entusiasmo y no tardaría en volver con novedades. Encima del televisor de la habitación de Edipa, Metzger había dejado una nota en la que le decía que no se preocupara por la herencia, que ya se encargaría él de traspasar el albaceazgo a cualquiera del grupo Warpe, Wistfull, Kubitschek y McMingus; ya se pondría el bufete en contacto con ella; el tribunal de adveración ya estaba al tanto de todo. No había una sola palabra que recordase que Edipa y Metzger habían sido en algún momento algo más que coalbaceas.

Lo cual significa sin duda, se dijo Edipa, que eso es lo único que fuimos. Habría tenido que sentirse más resentida en términos tradicionales, pero tenía otras cosas en que pensar. Lo primero que hizo después de deshacer el equipaje fue llamar por teléfono a Randolph Driblette, el director teatral. Lo cogió una señora mayor al cabo de diez timbrazos.

—Lo siento, no tenemos nada que decir.

—¿Quién está al aparato? —preguntó Edipa.

Se oyó un suspiro.

—Su madre. Habrá un comunicado mañana a mediodía. Nuestro abogado se encargará de leerlo. —Y colgó. Pero diablos, ¿qué le había pasado a Driblette?, se preguntó Edipa. Decidió llamar más tarde. En la guía localizó el número del profesor Emory Bortz y en esta ocasión tuvo más suerte. Cogió el teléfono su mujer, una tal Grace, coreada al fondo por un grupo de niños.

—Está haciendo jardín —le dijo a Edipa—. Una bobada colectiva que viene repitiéndose desde abril de manera sistemática. Se sienta al sol, toma cerveza con los estudiantes y les tira los cascos a las gaviotas. Si quiere hablar con él, más vale que lo haga antes de que llegue a la tercera fase. Maxine, dáselo a tu hermano, él puede moverse y yo no. ¿Sabía que Emory ha preparado otra edición de Wharfinger? Se publicará… —Pero la fecha quedó ahogada por un estrépito infernal, carcajadas perversas de niño, chillidos agudos—. ¿Será posible? ¿Conoce usted a alguna infanticida? Pues venga corriendo porque tal vez sea ésta su oportunidad.

Edipa se duchó, se puso un suéter y una falda, se calzó unas playeras, se recogió el pelo como lo llevaban las estudiantes, y se maquilló por encima. Pues admitía con algo de miedo que lo importante no era la reacción de Bortz o la de Grace, sino la de El Trystero.

Pasó de camino por la tienda de Zapf y se asustó al ver que donde hacía apenas una semana había existido una librería de lance ahora sólo había un montón de escombros calcinados. El olor de la piel quemada flotaba aún en el aire. Bajó del coche y entró en una tienda que había al lado y donde vendían objetos subastados por la administración. El propietario le contó que el gilipollas de Zapf había incendiado la librería para cobrar el seguro.

—Un poco de brisa —dijo rezongando el bípedo— y nos hubiéramos quemado todos. A fin de cuentas, estos edificios se construyeron para que estuvieran en pie solamente cinco años. Pero ¿usted cree que Zapf tenía paciencia? Libros. —Se hubiera dicho que únicamente su buena crianza le impedía soltar salivazos—. Si quiere vender objetos usados —aconsejó a Edipa—, entérese antes de lo que se busca. A la gente le ha dado esta temporada por los fusiles. Esta misma mañana entró un tipo y me compró doscientos para su compañía de gastadores. También pude haberle vendido doscientos brazaletes con la cruz gamada, pero ando corto de existencias, maldita sea.

—¿La administración subasta cruces gamadas? —se extrañó Edipa.

—No, por Dios. —Le guiñó el ojo con complicidad—. Tengo una fabriquita en las afueras de San Diego, ¿verdad?, con una docena de morenos que confeccionan esos brazaletes antiguos. Le sorprendería saber cómo se venden. Se me ocurrió poner un anuncio en dos revistas porno y la semana pasada tuve que contratar a otros dos negros para que se encargaran del correo.

—¿Cómo se llama usted?

—Winthrop Tremaine —dijo el emprendedor empresario—, Winner, [Triunfador] que es más corto. ¿Sabe?, estoy en tratos con unos grandes almacenes de Los Angeles, de ropa de confección, para ver qué resultado tienen este otoño unos uniformes de las SS. Queremos lanzarlos con la campaña de vuelta al colegio, talla treinta y siete, ¿comprendes?, para adolescentes crecidos. La temporada que viene podríamos lanzar la gama entera y confeccionar un modelo para señoras. ¿Usted qué opina?

—Ya se lo haré saber —contestó Edipa—. Pensaré en ello. —Se marchó preguntándose si no habría hecho mejor insultándole o atizándole con cualquiera de los muchos objetos pesados y contundentes que había tenido a mano. No habría habido testigos. ¿Por qué no lo había hecho?

«Qué cobarde eres», se dijo mientras se abrochaba el cinturón de seguridad. «Esto es Norteamérica, aquí es donde vives y donde dejas que esto ocurra. Que siga su curso.» Condujo con furia por la autopista, persiguiendo Volkswagens. Cuando llegó a la urbanización donde vivía Bortz, un complejo ribereño al estilo de Lagunas de Fangoso, tenía escalofríos y náuseas en el estómago.

Le abrió una niña gorda con la cara embadurnada de una sustancia azul.

—Hola —saludó Edipa—, tú debes de ser Maxine.

—Maxine está en cama. Le tiró a Charles una cerveza de papá y la botella salió por la ventana, y mamá le dio una buena paliza. Yo la habría ahogado si hubiera sido hija mía.

—Mira, no se me había ocurrido hasta ahora —dijo Grace Bortz, saliendo como por ensalmo del salón a oscuras—. Pase, pase. —Se puso a limpiarle la cara a la niña con una bayeta mojada—. ¿Cómo se las ha arreglado hoy para escapar de los suyos?

—No tengo ninguno —contestó Edipa, siguiéndola a la cocina.

Grace pareció sorprendida.

—Hay un aspecto producido por la tortura —dijo— que acaba reconociéndose. Pensaba que sólo lo producían los niños. Puede que no sea así.

Emory Bortz estaba echado a medias en una hamaca y rodeado por tres universitarios de segundo ciclo, dos varones y una mujer, los tres borrachos como una cuba, y una montaña impresionante de cascos de cerveza. Edipa vio uno lleno y se sentó en la hierba.

—Quisiera saber algo del Wharfinger histórico —dijo lanzándose en picado—. No el literario.

—El Shakespeare histórico —gruñó uno de los universitarios por debajo de una espesa barba mientras abría otra cerveza—. El Marx histórico. El Jesús histórico.

—Tiene razón —dijo Bortz con un encogimiento de hombros—, están muertos. ¿Qué queda de ellos?

—Palabras.

—Recitad algo —dijo Bortz—. Podemos hablar de las palabras.

—«Ningún mechón de estrellas guarda ya —citó Edipa— quien lloró su tristeza con Trystero», La tragedia del correo, Acto IV, escena octava.

Bortz parpadeó y se quedó mirándola con fijeza.

—¿Cómo has llegado —preguntó— hasta la Biblioteca Vaticana?

Edipa le enseñó la edición de bolsillo que contenía aquellos versos. Bortz, sin dejar de mirar la página en cuestión con los ojos entornados, echó mano de otra cerveza.

—Rediós —dijo—, esto es un plagio, y encima nos han censurado, a Wharfinger y a mí, pero al revés. —Buscó las primeras páginas del libro para ver quién había reeditado su edición de Wharfinger—. Le daba vergüenza firmar. Así se pudra. Escribiré a la editorial. K. da Chingado and Company, ¿la conocéis? De Nueva York. —Miró al trasluz un par de páginas—. Offset. —Pegó la nariz al texto—. Erratas. Bah. Viciado. —Dejó caer el libro en la hierba y se quedó mirándolo con asco—. Bueno, ¿y cómo llegó esta gente hasta la Vaticana?

—¿Qué hay en la Biblioteca Vaticana? —preguntó Edipa.

—Una versión pornográfica de La tragedia del correo. Yo no pude verla hasta el sesenta y uno, de lo contrario la habría comentado en una nota a pie de página en mi edición anterior.

—Lo que yo vi en el Teatro del Depósito no era pornográfico.

—¿El montaje de Randy Driblette? Sí, a mí también me pareció típicamente pacata. —Contempló con ojos tristes el fragmento de cielo que se extendía detrás de Edipa—. Tenía unas ideas morales muy suyas. En el fondo apenas sentía respeto por la literalidad, pero en todo momento reprodujo con una fidelidad sorprendente el aura invisible que envuelve la obra, su espíritu. Si había alguien capaz de evocar al Wharfinger histórico que tanto te interesa, ése era Randy. Nadie, que yo sepa, se acercó tanto al autor, al microcosmos de la obra, tal como obsesionó en vida el intelecto de Wharfinger.

—Habla usted en pasado —dijo Edipa con el corazón al galope y acordándose de la anciana con la que había hablado por teléfono.

—¿No te has enterado? —Todos se quedaron mirándola. La muerte pasó en vuelo rasante, sin arrojar sombra, por los espacios sin hierba del césped.

—Randy fue a la playa hace un par de noches y echó a andar aguas adentro —le contó la estudiante, cuyos ojos habían estado enrojecidos todo el rato—. Vestido de Gennaro. Ahora está muerto y lo que ves aquí es su velatorio.

—Lo llamé esta misma mañana —dijo Edipa, incapaz de pensar en nada más.

—Fue inmediatamente después de desmontar los decorados de La tragedia del correo —dijo Bortz.

Un mes antes, Edipa se habría apresurado a preguntar por qué, pero guardó silencio, como si esperase una aclaración.

«Me los están arrebatando, uno detrás de otro», dijo para sí —y sintiéndose como una cortina revoloteante en una ventana situada a gran altura, que se agita, se eleva y flamea sobre el abismo exterior—, «me están dejando sin hombres. Mi analista, acosado por los israelíes, se ha vuelto loco; mi marido, adicto al ácido, se adentra a ciegas como un niño en los incontables aposentos de la compleja casa de caramelo de sí mismo, mientras se aleja definitivamente de lo que yo creía que era y esperaba que fuese un amor eterno; el único amante que he tenido se ha fugado con una quinceañera viciosa; y el mejor guía con que contaba para seguirle la pista al Trystero se ha suicidado. ¿Dónde estoy?»

—Lo lamento —había añadido Bortz mientras la observaba.

Edipa no quiso cambiar de tema.

—¿Se basó únicamente en esta edición —preguntó señalando el libro de bolsillo— para confeccionar el libreto?

—No —le contestó con el ceño fruncido—. Se sirvió de la edición en tapa dura, la que yo preparé.

—Pero la noche que vio usted la obra —demasiado sol se reflejaba en las botellas silenciosas que les rodeaban—. ¿Cómo terminaba el acto cuarto? ¿Qué versos recitaba Driblette, Gennaro, cuando están todos junto al lago, después del milagro?

—«El que de Thurn y Taxis conocimos —recitó Bortz—, / su Turno aguarda ante ningún señor/ para mudar la impura Parataxis / del áureo cuerno antaño uncido en nudo.»

—Exactamente —corearon los estudiantes—, muy bien.

—¿Nada más? ¿Y lo que falta? ¿Y los dos versos restantes?

—En la edición con la que trabajé —dijo Bortz— faltaba el último de los dos versos a que te refieres. La que hay en la Biblioteca Vaticana no es más que una parodia obscena. El verso que dice «Quien las pasiones de Angelo estorbara» lo añadió el impresor de la edición en cuarto de 1687. La edición «Whitechapel» está viciada. Randy optó por la mejor de las soluciones: eliminar lo que resultaba dudoso.

—Pero la noche que fui a ver la obra —dijo Edipa—, Driblette reprodujo los versos de la Vaticana, la palabra Trystero era inconfundible.

Bortz adoptó una expresión neutral.

—Lo haría por iniciativa propia. Era actor y director a la vez, ¿no?

—Pero ¿cree usted que lo haría sólo —preguntó trazando circunferencias con las manos— por capricho? ¿Añadir dos versos así como así, sin avisar a los demás?

—Randy —murmuró con aire rememorativo el tercer universitario, un joven corpulento y con gafas de montura de concha—; solía expulsar de un modo u otro, en escena, lo que le bullía por dentro. Puede que consultara muchas versiones para empaparse, no del texto escrito necesariamente, sino del espíritu de la obra; quizá fue así como dio con tu edición de bolsillo, con la variante de marras.

—En tal caso —dictaminó Edipa— es posible que le ocurriera algo en el plano personal, algo que le hiciese cambiar radicalmente aquella noche y le moviera a incluir los dos versos.

—Puede que sí —dijo Bortz— y puede que no. ¿Crees que el cerebro humano es una mesa de billar?

—Espero que no.

—Ven conmigo y te enseñaré unos grabados sicalípticos —dijo Bortz, abandonando la hamaca de costado. Los estudiantes se quedaron en el jardín, bebiendo cerveza—. Son unas fotos que saqué sin autorización, allá en el sesenta y uno, de las ilustraciones de la edición que hay en la Vaticana. Me dieron una beca y me fui allí con Grace.

Entraron en una mezcla de taller y estudio. En algún punto lejano de la casa gritaban los niños, gemía una aspiradora. Bortz echó las persianas, rebuscó en una caja de diapositivas, seleccionó unas cuantas, encendió un proyector y lo enfocó hacia la pared.

Las ilustraciones eran grabados en madera, hechos con esa tosca premura por ver el resultado final que caracteriza al aficionado. La verdadera pornografía nos la proporcionan profesionales que saben sentarse en el banco de la paciencia.

—No se conoce el nombre del grabador —dijo Bortz—, como tampoco el del poetastro que reescribió la obra. Mira, ése es Pasquale, uno de los malvados, ¿te acuerdas?; aquí se casa de verdad con su madre; hay una escena entera dedicada a la noche de bodas. —Puso otra diapositiva—. Ya sabes por dónde va todo. Fíjate con qué frecuencia acecha la Muerte al fondo. Todo este afán moralizante es retrógrado, cosa de la Edad Media. Ningún puritano habría exagerado tanto. Salvo, tal vez. los escorbuthamitas. D’Amico cree que esta edición se hizo por encargo de los escorbuthamitas.

—¿Quiénes eran los escorbuthamitas?

Durante el reinado de Carlos I, Robert Escorbutham había fundado una secta puritana de lo más intransigente. Tenían una idea fija, relacionada con la predestinación. Esta era de dos clases. Para los escorbuthamitas no existía nada casual en el universo, la Creación era una máquina complicadísima y sin límites. Una facción de la misma, la facción escorbuthamita, cumplía los designios de Dios, el motor primero. El resto obedecía un principio antagónico, ciego y exánime; un automatismo animal que conducía a la muerte eterna. La misión principal de los escorbuthamitas era ganar conversos para su resuelta y piadosa cofradía. Pero los chillones engranajes de la facción condenada, sin saber cómo, acabaron por fascinar al puñado de bienaventurados escorbuthamitas, que los contempló con horror enfermizo y resultados catastróficos. La deliciosa perspectiva de ser aniquilados terminó por seducirles y uno tras otro dejaron la secta hasta que no quedó nadie, ni siquiera Robert Escorbutham, que, al igual que el capitán de un barco, fue el último en abandonarla.

—¿Y qué tenía que ver Richard Wharfinger con ellos? —preguntó Edipa—. ¿Por qué los escorbuthamitas redactaron una versión inmoral de su obra?

—Para que sirviera de ejemplo moral. No les gustaba el teatro. Y se deshicieron íntegramente de la obra, enviándola al infierno. La mejor forma de condenarla para siempre era alterar el texto. Recuerda que los puritanos, al igual que los críticos literarios, eran unos fanáticos de la Palabra.

—Pero el verso donde se menciona lo de Trystero no es inmoral.

Bortz se rascó la cabeza.

—Yo creo que concuerda con lo que te he dicho. El «mechón de estrellas» es la voluntad de Dios. Pero ni siquiera esto puede guardar u obedecer ya quien va a consolarse con Trystero. O sea, mira, si el problema, por ejemplo, consistiera sólo en obstaculizar las pasiones de Angelo, diablos, habría un sinfín de maneras de escurrir el bulto. Salir del país. Angelo no es más que un hombre. Pero lo Otro, la Alteridad mecánica, lo que hacía que el universo no escorbuthamita funcionara maquinalmente, eso era harina de otro costal. Está claro que Trystero era para ellos el símbolo de lo Otro.

Edipa ya no sabía de qué modo posponerlo. Dominada otra vez por la ingrávida y vertiginosa sensación de tremolar sobre un abismo, preguntó lo que había ido a preguntar allí.

—¿Qué era Trystero?

—Esa es una de las incógnitas —dijo Bortz— que surgieron después de mi edición del cincuenta y siete. Desde entonces ha aparecido mucho material original, y muy interesante. La edición actualizada que acabo de preparar se publicará el año que viene, según me han dicho. Mientras tanto. —Se dirigió a una vitrina llena de libros antiguos—. Este es —dijo cogiendo uno encuadernado en raída piel de becerro de color marrón oscuro—. Tengo bajo llave mis Wharfingeriana para que los críos no les echen el guante. Charles me haría un sinfín de preguntas y todavía soy demasiado joven para respondérselas todas. —El libro se titulaba Relación de las muy curiosas peregrinaciones del Dr. Diocleciano Blobb entre los itálicos, comentada con sucesos ejemplares tomados de la verdadera historia de aquella extraña y fabulosa raza—. Por suerte —explicó Bortz—, Wharfinger, al igual que Milton, tenía un cuaderno donde copiaba pasajes o hacía comentarios de los libros que leía. Gracias a dicho cuaderno tenemos noticia de las Peregrinaciones de Blobb.

El libro estaba lleno de ces con cedilla, eses que parecían efes, sustantivos que empezaban con mayúscula, íes griegas donde tenía que haber íes latinas.

—Esto no hay quien lo lea —dijo Edipa.

—Inténtalo —animó Bortz—. Yo tengo que ir a despedirme de los chicos. Creo que está en el séptimo capítulo. —Desapareció y dejó a Edipa sola ante el tabernáculo. En realidad era el capítulo octavo el que le interesaba, la historia del encuentro del autor con los bandoleros de Trystero. Diocleciano Blobb había querido atravesar una zona desierta y montañosa en un coche correo del servicio «Torre y Tassis», que Edipa supuso era la forma italiana de Thurn y Taxis. Sin previo aviso, junto a la orilla de lo que Blobb denominaba «Lago de la Piedad», fueron asaltados por unos veinte jinetes vestidos de negro con los que entablaron una lucha feroz y silenciosa entre los helados vientos lacustres. Los bandoleros empuñaban garrotes, arcabuces, espadas, puñales y también velos de seda para rematar a los que aún respiraban. Todos, salvo el doctor Blobb y su criado, que se habían mantenido al margen de la pelea desde el comienzo, proclamaron a grandes voces que eran súbditos ingleses e incluso «osaron cantar algunos de los más edificantes himnos de nuestra Iglesia». Que consiguieran escapar asombró a Edipa, habida cuenta del celo con que Trystero velaba por su seguridad.

—¿Tendría intención Trystero de instalarse en Inglaterra? —insinuó Bortz días más tarde.

Edipa lo ignoraba.

—Pero ¿por qué dejó con vida a un torpe inaguantable como Diocleciano Blobb?

—A un charlatán como él se le ve venir a un kilómetro de distancia —dijo Bortz—. Incluso en medio del frío, incluso con la sangre encendida de lujuria. Si yo quisiera que la noticia se propalase por Inglaterra para facilitarme la entrada, en mi opinión sería el hombre indicado. Trystero se aprovechó de la contrarrevolución de aquellos días. Piensa en Inglaterra, el rey estaba a punto de morir decapitado. Era la oportunidad ideal.

El jefe de los bandoleros, después de hacerse con las sacas de la correspondencia, había hecho salir a Blobb del coche y le había dicho en un inglés correctísimo: «Vuesa merced ha sido testigo de la cólera de Trystero. Pero sepa que no desconocemos la piedad. Sírvase decir vuesa merced a su Rey y al Parlamento lo que ha visto. Diga a todos que la victoria final será nuestra. Que ni la tempestad ni la guerra, ni las fieras salvajes ni la soledad del desierto, ni siquiera los que han usurpado por la fuerza nuestro gobierno legítimo harán desistir a nuestros correos». Y sin arrebatarles ni la bolsa ni la vida, los salteadores de caminos, desplegando las capas negras que parecían velas, se perdieron en los cerros bañados por la luz del ocaso.

Blobb quiso recabar datos sobre la organización Trystero, pero allí adonde se dirigía no encontraba más que bocas cerradas a cal y canto. Pese a todo, consiguió reunir alguna información. Al igual que Edipa al día siguiente. Por oscuras publicaciones filatélicas que le prestó Gengis Cohen, por una equívoca nota que había al pie de una página de La formación del Estado holandés de Motley, por un folleto de hacía ochenta años sobre las raíces del anarquismo moderno, por un libro de sermones escrito por Agustín, hermano de Blobb, y que se encontraba asimismo entre los Wharfingeriana de Bortz, junto con las noticias originales del mismo Blobb, Edipa, tras reunir todos los datos, pudo elaborar la historia de los orígenes de Trystero:

En 1577, las provincias septentrionales de los Países Bajos, capitaneadas por el noble protestante Guillermo de Orange, llevaban ya nueve años luchando por independizarse de la católica España y del emperador del Sacro Imperio Romano. A fines de diciembre, Orange, que ya era estatúder de los Países Bajos, entró victorioso en Bruselas a petición de la Asamblea de los Dieciocho. Dicha asamblea estaba formada por fanáticos calvinistas que pensaban que los Estados generales, controlados por las clases privilegiadas, no representaban ya a los artesanos y habían perdido totalmente el contacto con el pueblo. La Asamblea fundó entonces una especie de cantón bruselense. Controlaba la policía, dictaba todas las decisiones de los Estados generales y desterró a muchos nobles de Bruselas. Entre éstos se encontraba Leonardo, primer barón de Taxis, gentilhombre de cámara del emperador y barón de Buysinghen, heredero del cargo de correo mayor de los Países Bajos y otorgante del monopolio Thurn y Taxis. Fue sustituido por un tal Jan Hinckart, Lord de Ohain, un leal partidario de Orange. En este punto entra en escena el personaje fundador: Hernando Joaquín de Tristero y Calavera, loco o rebelde convencido, aunque según algunos sólo un artista de la estafa. Afirmaba que era primo de Jan Hinckart, de la legítima rama española de la familia, y auténtico Lord de Ohain, es decir, heredero legítimo de todo lo que a la sazón poseía Jan Hinckart, incluido el cargo, recientemente obtenido por éste, de correo mayor.

Desde 1578 hasta que Alejandro Farnesio reconquistó Bruselas para el emperador en marzo de 1585, Tristero sostuvo contra su primo, en el caso de que Hinckart fuera su primo, lo que acabó convirtiéndose en una guerra de guerrillas. Como era español, apenas le apoyaban. No hacía más que ir de un lugar a otro y su vida casi siempre estaba en peligro. Pese a ello, trató de matar a la estafeta de Orange en cuatro ocasiones, pero sin éxito.

Farnesio destituyó a Jan Hinckart y el barón Leonardo, correo mayor de Thurn y Taxis, recuperó el empleo. Pero había transcurrido un período de gran inestabilidad para el monopolio. Receloso de las acusadas tendencias protestantes de la rama bohemia de la familia, el emperador Rodolfo II le había retirado temporalmente su protección. La empresa postal sufrió un déficit alarmante.

Es posible que Tristero fundara su propio servicio basándose en las posibilidades de la poderosa organización continental, a la sazón sin fuerzas y a punto de irse a pique, que Hinckart habría podido dirigir. Parece que fue un hombre muy inconstante, más bien dado a presentarse sin más ni más en cualquier acto público para soltar un discurso. Su eterno tema, la desheredación. El monopolio postal pertenecía a Ohain por derecho de conquista y Ohain pertenecía a Tristero por derecho de sangre. Se hacía llamar El Desheredado e ideó un uniforme negro para sus seguidores, negro para que simbolizase lo único que realmente les pertenecería en el destierro: la noche. No tardó en añadir a esta iconografía la trompa postal con sordina y un tejón muerto con las cuatro patas en alto (quieren algunos que el nombre Taxis proceda del italiano tasso, que significa tejón, por los gorros de piel de este animal que llevaban los primitivos cursores bergamascos). Y dio comienzo a una campaña clandestina de boicoteo, terror y castigo a lo largo de las rutas postales de Thurn y Taxis.

Los días que siguieron los pasó Edipa entrando y saliendo de las bibliotecas y manteniendo conversaciones muy serias con Emory Bortz y Gengis Cohen. Temía un poco por la seguridad de ambos, habida cuenta de lo que venía sucediéndoles a todos los otros que ella había conocido. Veinticuatro horas después de haber leído las Peregrinaciones de Blobb asistió al entierro de Randolph Driblette en compañía de Bortz, Grace y los universitarios de segundo ciclo, escuchó el conmovedor y desconsolado epicedio que pronunció un hermano menor del difunto, vio llorar a la madre, una figura irreal en medio del smog vespertino, y volvió por la noche para sentarse en la tumba y saborear el moscatel de Napa Valley, del que Driblette había almacenado en su momento algunas barricas. No había luna, el smog ocultaba las estrellas y todo estaba tan negro como un jinete de Tristero. Sentada en la tierra y enfilándosele el trasero, Edipa se preguntó si, tal como había sugerido Driblette aquella noche mientras se duchaba, no se habría ido con él alguna versión de ella misma. Puede que su cerebro siguiera flexionando músculos psíquicos que ya no existían; que fuera víctima de la burlona deslealtad de un yo fantasmagórico como la persona amputada lo es de la de un miembro imaginario. Algún día repondría lo perdido mediante un artificio protésico, un vestido de cierto color, una expresión en una carta, otro amante. Se esforzó por llegar hasta cualquier codificada obstinación proteínica que contra todo pronóstico palpitara aún a dos metros bajo tierra, negándose a descomponerse; hasta cualquier recalcitrante reposo que acaso estuviera reservándose para una postrera explosión, para una última escapada autoexhumatoria; titilando, reteniendo con aquel esfuerzo último una forma tránsfuga y alígera, pues era necesario que arraigase en el acto en aquella cálida envoltura o que se disolviese para siempre en las tinieblas. «Si acudes a mí», oró Edipa, «trae los recuerdos de tu última noche. Pero si el lastre te lo impide, puede que tenga bastante con los últimos cinco minutos. Pues sabré entonces si te adentraste en las aguas pensando de algún modo en Tristero. Tal vez te hayan eliminado por el mismo motivo por el que se desembarazaron de Hilarius, de Mucho y de Metzger, tal vez porque creían que ya no me hacías falta. Se equivocaban. Te necesitaba. Tráeme ese recuerdo nada más y vivirás conmigo durante el tiempo que me quede.» Se acordó de la cabeza del difunto flotando en la ducha, diciéndole: «Podrías enamorarte de mí». Pero ¿habría podido salvarle? Observó a la joven que le había notificado su muerte. ¿Habían estado enamorados? ¿Sabía por qué Driblette había incluido los dos versos de más aquella noche? Pero ¿acaso lo había sabido él? Nadie podía rastrear ya la motivación profunda. Cien obsesiones, modificadas, mezcladas: sexualidad, dinero, enfermedades, desesperación ante la historia de su época y su país, cualquier cosa. La razón por la que había alterado el libreto no era más transparente que la que le había llevado a suicidarse. Las dos eran igual de extravagantes. Cabía la posibilidad —durante un segundo se sintió traspasada, como si el ser alígero y radiante se hubiera abierto paso material hasta su corazón—, cabía la posibilidad de que, a partir de aquel enrevesado laberinto, la adición de los dos versos, de un modo que jamás hallaría explicación, hubiera sido como un ensayo del paseo nocturno hacia la inconmensurable cisterna de la sangre primordial, el Pacífico. Esperó a que la luminosidad alígera le anunciase que había llegado sana y salva. Pero no escuchó más que silencio. Driblette, invocó. La señal acústica resonó a lo largo de los alambicados kilómetros del tendido cerebral. ¡Driblette!

Pero sucedió lo mismo que con el Duende de Maxwell. O ella no era capaz de comunicarse o aquél no existía.

Aparte de sus orígenes, nada más pudieron aclararle las bibliotecas a propósito de Tristero. Por lo que constaba en ellas, no había sobrevivido a la lucha independentista de los Países Bajos. Para averiguar lo demás tuvo que situarse en la perspectiva de los Thurn y Taxis. Ello comportaba dos riesgos. Para Emory Bortz pareció convertirse en una forma de juego para diletantes. Era partidario, por ejemplo, de una teoría especular que afirmaba que los períodos de inestabilidad de los Thurn y Taxis tenían su correspondiente reflejo en el Estado subterráneo de Tristero. La aplicaba a la misteriosa circunstancia de que el temido nombre no hubiera aparecido impreso hasta mediados del siglo XVII. ¿Cómo habría vencido su repugnancia el autor del juego de palabras sobre «el dies irae de Trystero»? ¿Cómo había llegado hasta la edición en folio la incompleta versión vaticana, que había suprimido el verso que mencionaba el nombre en cuestión? ¿De dónde había salido la audacia de insinuar siquiera que había existido un rival de los Thurn y Taxis? Bortz sostenía que en el seno de Tristero había tenido que declararse una crisis tan aguda que había vuelto inútil toda represalia. Puede que la misma que había salvado la vida al doctor Blobb.

Pero ¿debería deshojar Bortz las simples palabras con tanta fruición, poniendo al desnudo unas rosas antinaturales en cuyos pistilos y perfumados rubores dormitaba invisible la historia de los fenómenos subterráneos? Al morir Leonardo Francisco, segundo conde de Thurn y Taxis, en 1628, su viuda Alejandra de Rye le sucedió nominalmente en el cargo postal, aunque de un modo que no se tuvo por oficial en ningún momento. Lo abandonó en 1645. La sede del poder efectivo del monopolio permaneció en la incertidumbre hasta que el siguiente heredero varón, Lamoral Claudio Francisco, llamado Lamoral II, se hizo cargo del servicio en 1650. En Bruselas y en Amberes, mientras tanto, había algo más que indicios de que la organización estaba en decadencia. Los servicios privados locales se habían aprovechado hasta tal punto de los permisos imperiales que las oficinas que los Thurn y Taxis tenían en ambas ciudades tuvieron que cerrar.

¿Cómo habría reaccionado Tristero?, preguntó Bortz. Pues fomentando la creación de un partido que proclamase que por fin había llegado la ocasión esperada. Exigiendo la toma del poder por la fuerza en un momento en que el enemigo estaba con la guardia baja. Pero la facción conservadora se pronunciaría por continuar en la oposición, tal como el Tristero había hecho durante los últimos setenta años. Puestos a especular, puede que también hubiera unos cuantos visionarios: hombres por encima de las servidumbres de la época y capaces de pensar históricamente. Seguro que había alguno con ideas suficientemente modernas para prever el fin de la guerra de los treinta años, la paz de Westfalia, la desmembración del imperio, la futura inmersión en el localismo.

—Es clavado a Kirk Douglas —exclamó Bortz—, empuña una espada y tiene un nombre altisonante, Konrad o algo así. Se reúnen al fondo de una taberna, mozas ataviadas con blusa de campesina sirven jarras de cerveza, todo el mundo va empinando el codo, todo el mundo grita y de súbito se encarama Konrad a una mesa. «La salvación de Europa», dice, «depende de las comunicaciones, ¿no es cierto? Actualmente vivimos en la anarquía, cientos de príncipes alemanes conspiran y luchan entre sí, y el Imperio se desangra por culpa de sus inútiles rencillas. El príncipe que controlara las rutas de comunicación dominaría a los demás. Sería una red que llegaría a unificar el continente en el futuro. Propongo por tanto que nos aliemos con nuestro antiguo enemigo Thurn y Taxis…» Gritos de no, nunca, fuera el traidor; incluso una camarera, una doncella prostituta que habría hecho carrera en Hollywood y que está enamorada de Konrad, le manifiesta su disconformidad golpeándole en la cabeza con una jarra. «Nuestros dos servicios unidos», prosigue Konrad, «jamás serían vencidos. Sólo aceptaríamos las operaciones que se hicieran en beneficio del Imperio. Nadie movilizaría tropas, productos agrícolas, nada, sin nosotros. Si un príncipe quisiera implantar un servicio propio, lo aplastaríamos. ¡Nosotros, que hemos sido los desheredados durante tantísimo tiempo, llegaríamos a ser los herederos de Europa!» Larga y calurosa ovación.

—Pero no pudieron evitar la desmembración del Imperio —observó Edipa.

—Entonces —dijo Bortz, siguiendo con su tema— los conservadores y los partidarios de la acción se pelean hasta que ya no pueden dar un paso, Konrad y su facción de visionarios, que son unos tipos cojonudos, tratan de mediar en la trifulca, y cuando por fin hacen las paces, todo el mundo ya está harto, el Imperio ha perdido su última oportunidad y Thurn y Taxis dice que no hay trato.

Y con el fin del Sacro Imperio Romano, la base de la legitimidad de Thurn y Taxis se desintegra para siempre con los restantes delirios de grandeza. Las simientes de la paranoia germinan por doquier. Si Tristero ha sabido mantenerse en una clandestinidad relativa, si Thurn y Taxis no sabe ni por asomo quién es su contrincante ni hasta dónde llega su influencia, es lógico y natural que muchos acaben creyendo en algo muy parecido al Antidiós mecánico e irracional de los escorbuthamitas. Sea lo que fuere, el caso es que tiene poder para liquidar a sus postillones, provocar rugientes corrimientos de tierra en sus caminos habituales, y, por extensión, fundar nuevas casas que les hacen la competencia a nivel local, y, por último, incluso monopolios a nivel estatal, o sea, hacer añicos su imperio. Es el espíritu de la época que anda suelto para dar la puntilla a Thurn y Taxis.

Pero al cabo de ciento cincuenta años remite la paranoia porque por fin se ha descubierto la existencia del inmortal Tristero. La omnipotencia, la omnisciencia, la maldad sin límites, atributos de lo que se tomaba por espíritu de una época, por un Zeitgeist, se trasvasan a un enemigo que ahora es humano. Tanto que hacia 1795 llega a sugerirse que Tristero ha movido todos los hilos de la Revolución francesa, lo que a su vez no ha sido más que un pretexto para emitir el Decreto de 9 de Frimario del Año III, que ratifica el fin del monopolio postal de los Thurn y Taxis en Francia y los Países Bajos.

—Pero ¿quién lo sugirió? —preguntó Edipa—. ¿Consta en algún libro?

—Supongo que alguien lo plantearía, ¿no? —dijo Bortz—. Igual no.

Edipa no quiso insistir. Empezaba a sentirse reacia a proseguir nada. Por ejemplo, no había tenido ganas de preguntarle a Gengis Cohen si su comisión de expertos le había informado pertinentemente sobre los sellos que aquél le había remitido. Sabía que si volvía al Hogar Vespertino con intención de charlar otra vez con el señor Thoth a propósito de su abuelo, le dirían que también él había fallecido. Sabía que tenía que escribir a K. da Chingado, el que había publicado la misteriosa edición de bolsillo de La tragedia del correo, pero ni lo hizo ni preguntó en ningún momento a Bortz si lo había hecho él. Lo peor de todo era que se había puesto a dar mil rodeos absurdos para no abordar el tema de Randolph Driblette. Cada vez que aparecía la chica, la que estuviera en el velatorio, Edipa murmuraba una disculpa y abandonaba la reunión. En su sentir, estaba traicionando a Driblette y se estaba traicionando a sí misma. Pero lo dejaba correr, deseosa como estaba de que no se divulgase más allá de ciertos límites lo que se le había revelado. Sin duda para que no se volviera más grande que ella y la engullese. Cuando Bortz le preguntó una noche si podía ir a visitarla en compañía de D’Amico, que estaba en la Universidad de Nueva York, Edipa le respondió que no, con precipitación, con nerviosismo. Bortz no volvió a sacarlo a relucir y ella, por supuesto, tampoco.

Sin embargo se dejó caer una vez más por El Radio de Acción, cierta noche de inquietud, sola, sospechando lo que allí vería. Divisó a Mike Falopio, con una barba de dos semanas, una camisa verde oliva de cuello abotonado, un arrugado pantalón militar de faena sin pretinas ni elástico al final de la pernera, cazadora militar de faena y la cabeza descubierta. Estaba rodeado de mozas, tomando cócteles de champaña y berreando canciones vulgares. Al ver a Edipa sonrió de oreja a oreja y le indicó por señas que se acercara.

—¡Qué pinta, guau! —exclamó Edipa—. Como si estuvieras en plena actividad. Adiestrando a rebeldes en las montañas. —Las miradas ariscas de las jóvenes formaron una barrera delante de los flancos accesibles de Falopio.

—¡Secreto revolucionario! —dijo éste riendo, alzando los brazos y quitándose de encima a un par de fans—. Venga, largaos de aquí todas, que quiero hablar con ésta. —Cuando la costa estuvo libre de moros, dirigió a Edipa una mirada de cordialidad, fastidio y puede que también cargada de intención erótica—. ¿Qué tal te va la investigación?

Edipa le informó brevemente de la situación. Falopio guardó silencio mientras la escuchaba y se le transformaba la cara de un modo que Edipa no acertó a descifrar. El detalle la molestó. Para pincharle, dijo:

—Es sorprendente que vosotros no utilicéis también el servicio.

—¿Es que somos clandestinos? —replicó Falopio con amabilidad relativa—. ¿Unos pringados?

—Yo no quería…

—Puede que no hayamos tenido todavía ningún encuentro con esa gente —dijo Falopio—. Puede que sean ellos quienes no nos hayan abordado. O puede que nos sirvamos de R.E.S.T.O.S., pero que sea un secreto. —A continuación, mientras la música electrónica empezaba a sonar en el reservado, dijo—: El asunto puede enfocarse también desde otro punto de vista. —Edipa intuyó lo que iba a decir Falopio y las muelas le rechinaron mientras movía las mandíbulas en actitud meditabunda. Una costumbre que había adquirido durante los últimos días por culpa de los nervios—. ¿Se te ha ocurrido pensar en algún momento que todo esto puede ser una burla? ¿Un bromazo, un camelo urdido por Inverarity antes de morir?

Sí se le había ocurrido. Pero al igual que a propósito de la idea de que algún día tenía que morirse, se había negado de plano a encarar la posibilidad mencionada directamente o desde una perspectiva que entrañase un mínimo de lucidez.

—No —dijo—, sería absurdo.

Falopio se quedó mirándola, poco menos que con lástima.

—Piénsalo, Edipa —recomendó con serenidad—, piénsalo bien. Pon en una lista lo que está fuera de toda duda. Tu inteligencia insobornable. Y luego pon en otra lo que sólo haya sido fruto de especulaciones y suposiciones. Y compara los resultados. Haz eso por lo menos.

—Continúa —dijo Edipa con frialdad—, haz eso por lo menos. ¿Qué más me falta por oír?

Falopio sonrió, tal vez tratando en ese momento de salvar lo que se perdía ya de manera irremediable con una reticulada batahola de crujidos en cadena que se extendió sin prisas entre ambos.

—No te enfades, por favor.

—Supongo que me tocará comprobar mis fuentes de información, ¿no? —dijo Edipa con placidez.

Falopio no hizo el menor comentario.

Edipa se puso en pie mientras se preguntaba si se habría despeinado, si tendría pinta de histérica o de contrariada, si habrían llamado la atención.

—Sabía que tú eras distinto, Mike —dijo—, porque todas las personas que conozco han cambiado de actitud hacia mí. Pero ninguna había llegado al extremo de detestarme.

—Detestarte. —El joven cabeceó y se echó a reír.

—Si necesitas brazaletes o más armas, busca a Winthrop Tremaine, junto a la autopista. Esvásticas Tremaine. Dile que vas de mi parte.

—Gracias, pero ya nos conocemos. —Edipa dejó a Falopio con su uniforme cubano retocado, mirando al suelo y esperando a que volvieran las mozas.

Bueno, ¿qué pasaba con sus fuentes de información? Edipa evitaba ciertamente la pregunta. Un día la llamó Gengis Cohen y le dijo con voz nerviosa que fuera a su casa porque quería enseñarle algo que había recibido por correo, por el correo oficial. Se trataba de un antiguo sello estadounidense con la trompa postal con sordina, el tejón boca arriba y un lema que decía: REINE EL SILENCIOSO TRISTERO OTRO SIGLO.

—De modo que era eso lo que significaba —dijo Edipa—. ¿Quién le ha enviado el sello?

—Un amigo —contestó Cohen mientras hojeaba un manoseado catálogo Scott—, de San Francisco. —Como de costumbre, Edipa no quiso preguntar el nombre ni la dirección—, Qué raro. Me dijo que no había encontrado el sello en ningún catálogo. Pero en éste sí figura. Es una adición de última hora, fíjese. —Al principio del catálogo se había pegado una tira de papel donde se reproducía el sello, identificado con el número 163L1, bajo el epígrafe «Tristero Rapid Post, San Francisco, California», y por lo visto tenía que haber sido clasificado entre el epígrafe 139 del listado de sellos de circulación local (Third Avenue Post Office, de Nueva York) y el 140 (Union Post, también de Nueva York). Llevada por un impulso intuitivo, Edipa miró las guardas del final del catálogo y vio la etiqueta de la librería de lance de Zapf.

—Claro, claro —se excusó Cohen—, Mientras usted estaba en el norte, me cité allí un día con el señor Metzger. Este es el Scott de sellos de Estados Unidos, fíjese, un catálogo que no suelo consultar porque mi especialidad son los europeos y los de la época colonial. Pero se me despertó la curiosidad y…

—Claro, claro —dijo Edipa. Cualquiera podía pegar un papel con addenda et corrigenda. Volvió a San Narciso para consultar otra vez la lista de los bienes de Inverarity. Tal como se temía, Inverarity había sido el propietario de todo el centro comercial donde se encontraban la librería de lance de Zapf y la tienda de objetos subastados de Tremaine. Y no sólo de dicho centro, sino también del Teatro del Depósito.

En fin, se dijo Edipa mientras paseaba por la habitación con aire ofendido, con sensación de vacío en las tripas y en espera de que sucediera algo realmente gordo. En fin, ¿qué le vamos a hacer? Todos los caminos que conducían a Tristero partían del libro mayor de Inverarity. Incluso Emory Bortz, con su ejemplar de las Peregrinaciones de Blobb (comprado, como sin duda le confesaría si se lo preguntara, en la librería de Zapf), un Emory Bortz que daba clases ahora en el Colegio Mayor de San Narciso, generosamente financiado por el difunto.

¿Y qué significaba todo aquello? ¿Que Bortz, Metzger, Cohen, Driblette, Koteks, el marinero tatuado de San Francisco y los carteros de R.E.S.T.O.S. que había visto eran agentes de Pierce Inverarity? ¿Agentes contratados? ¿O incondicionales suyos que gratis y por divertirse habían secundado un bromazo urdido por él, para ponerla en ridículo, para asustarla, para darle una lección moral?

Ya puedes empezar a llamarte Miles, Dean, Serge y/o Leonard, querida, recomendó al reflejo que le devolvía el espejo del tocador en la penumbra de la tarde. De todos modos van a llamarte paranoide. Ellos. O te has dado de narices, sin necesidad de tomar LSD ni otros alcaloides del indol, con un delirio condensado y pletórico de detalles; con una red que una cantidad indeterminada de norteamericanos utiliza para comunicarse en serio mientras guarda sus mentiras, sus monsergas cotidianas y su patente pobreza de espíritu para el correo oficial; puede que incluso con una auténtica alternativa a la falta de salidas, a esa vida carente de sorpresas que tortura a todos los norteamericanos que conoces, incluida tú, querida. O se trata de una alucinación. O de una intriga contra ti, una intriga complicadísima, que no ha reparado en gastos y que ha supuesto actividades como falsificar sellos y libros antiguos, vigilar continuamente tus movimientos, llenar San Francisco de trompas con sordina, sobornar a libreros, contratar a actores profesionales y un sinfín de detalles secundarios que sólo Dios y Pierce Inverarity conocían, y todo ello sufragado con el dinero de la herencia de un modo o demasiado secreto o demasiado enrevesado para que se entere tu cabecita que nada sabe de asuntos jurídicos, aunque seas coalbacea, una intriga tan tortuosa que por fuerza tiene que ser algo más que una broma pesada. O te has imaginado que existe tal intriga, en cuyo caso estás chiflada, Edipa, te falta un tornillo.

Mirándolo bien, tales eran las únicas alternativas posibles. El cuarteto equivalente. Ninguna de ellas le hacía gracia, pero prefería estar mentalmente enferma y que a esto se redujera todo. Aquella noche estuvo horas, demasiado embotada incluso para emborracharse, aprendiendo a respirar en el vacío. ¡Porque aquello era el vacío, rediós! Y nadie podía ayudarla. Nadie en el mundo. Todos estaban metidos en algo, o estaban locos, o eran presuntos enemigos, o estaban muertos.

Los antiguos empastes de los dientes empezaron a molestarla. Pasaba noches enteras contemplando el techo iluminado por los reflejos del resplandor rosáceo del cielo de San Narciso. A veces se tiraba dieciocho horas durmiendo gracias a los somníferos y despertaba sin fuerzas, incapaz de levantarse. Cuando se reunía con el anciano perspicaz y convincente que desde hacía poco se encargaba de la herencia, la atención que Edipa le prestaba podía medirse en segundos y más que responderle con palabras lo hacía con risas nerviosas. En el momento más inesperado y sin razón alguna le entraban unas ganas de vomitar que duraban entre cinco y diez minutos, Edipa se sentía profundamente desdichada y las ganas de vomitar desaparecían sin dejar el menor rastro. Tenía jaquecas, pesadillas, dolores menstruales. Un día cogió el coche, se dirigió a Los Angeles, consultó la guía telefónica, eligió una ginecóloga al azar, fue a verla y le dijo que creía estar embarazada. Quedaron en hacer los análisis pertinentes. Edipa dijo que se llamaba Grace Bortz y aunque la ginecóloga la citó para otro día, no se presentó.

Gengis Cohen, que hasta entonces se había mostrado cauto y reservado, parecía tener novedades casi todos los días: una ficha en un catálogo Zumstein desfasado, un amigo que pertenecía a la Real Sociedad de Filatelistas que recordaba vagamente haber entrevisto una trompa postal con sordina en el catálogo de una subasta anunciada en Dresde en 1923; o un texto escrito a máquina que le había mandado otro amigo de Nueva York y que le enseñó un día. Se trataba al parecer de la traducción de un artículo publicado en el número de 1865 de la célebre Bibliothèque des Timbrephiles de Jean-Baptiste Moens. Como si fuera una de las tragedias de época en que Bortz estaba especializado, daba cuenta de la escisión radical acaecida en la base de Tristero durante la Revolución francesa. Según los diarios del conde Raoul Antoine de Vouziers, Marquis de Tour et Tassis, que habían sido descubiertos y descifrados hacía muy poco, un sector de la empresa Tristero no había querido aceptar la desaparición del Sacro Imperio Romano y consideraba la Revolución una locura pasajera. Los componentes de dicho sector, como buenos aristócratas que eran, se sintieron obligados a contribuir a la solución de los problemas de Thurn y Taxis e hicieron indagaciones para saber si esta última empresa quería recibir ayuda económica. Aquel paso dividió a la casa Tristero en dos facciones irreconciliables. En el curso de una convención celebrada en Milán y que duró una semana, se discutió acaloradamente, nacieron enemistades de por vida, hubo divisiones familiares y corrió la sangre. Muchos conservadores se lo tomaron como una condena milenarista y abandonaron la empresa para siempre. «Así», concluía el artículo con no poca condescendencia, «se sumergió la empresa en las sombras del eclipse histórico. Desde la batalla de Austerlitz hasta los disturbios de 1848, la casa Tristero, privada de casi toda la ayuda económica con que la sostuviera la nobleza, anduvo a la deriva; no tuvo más remedio que trabajar con correspondencia anarquista; pero sin comprometerse más que de un modo periférico y secundario, en Alemania con la malhadada Asamblea Nacional de Francfort, en Buda y Pest entre las barricadas, y tal vez entre los relojeros del Jura, preparándoles para el advenimiento de M. Bakunin. La inmensa mayoría, sin embargo, huyó a América en 1849-1850, donde sin duda se encuentra ahora, trabajando para los que quieren apagar la hoguera de la Revolución.»

Con menos emoción de la que habría sentido una semana antes, Edipa le enseñó el artículo a Emory Bortz.

—Todos los miembros de Tristero que han huido de la reacción de 1849 desembarcan en Norteamérica —hipotetizó Bortz—, llenos de nobles esperanzas. Pero ¿con qué se encuentran? —No era una pregunta en realidad, sólo parte de su juego—. Con problemas. —Hacia 1845, la Administración había llevado a cabo una profunda reforma postal que redundó en la reducción de las tarifas y en la clausura de casi todas las rutas postales independientes. Entre 1870 y 1890, cualquier correo independiente que tratara de competir con la Administración central era detenido en el acto. El bienio 1849-1850 no era el más indicado para incitar a la inmigración tristeriana a reanudar lo interrumpido en Europa.

—Por lo tanto, se limitaron a quedarse —continuó Bortz— y a vivir en una atmósfera de conspiración e intriga. Otros vinieron huyendo de la tiranía, en busca de libertad y con deseos de integrarse en nuestro crisol cultural. Estalla la guerra de secesión y como casi todos ellos son liberales, se alistan para luchar en defensa de la Unión. Pero es evidente que el Tristero no lo hace. Sus miembros, antaño en la oposición, cambian de oposición pero no de bando. Hacia 1861, lejos de estar al borde de la desaparición, ocupan una posición sólida. Mientras la Pony Express se enfrenta al desierto, a los salvajes y a las serpientes de cascabel, la casa Tristero imparte a sus hombres cursillos acelerados para que aprendan los dialectos sioux y atapasco. Disfrazados de indios, sus mensajeros se trasladan al Oeste. Llegan a la costa del Pacífico siempre que quieren, su porcentaje de bajas era cero y no sufrían un solo rasguño. Se hace especial hincapié en la discreción, la suplantación, la subversión disfrazada de legalidad.

—¿Y el sello de Cohen? Reine El Silencioso Tristero Otro Siglo.

—En aquella primera época eran menos discretos. Luego, cuando la Unión tomó medidas serias, se dedicaron a emitir sellos que casi parecían auténticos, pero que no lo eran del todo.

Edipa se los sabía de memoria. En el verde oscuro de quince centavos de la Edición Exposición Colombina de 1893 («Colón anuncia el descubrimiento»), la cara de los tres cortesanos que oyen la noticia a la derecha del sello se había alterado ligeramente para que expresara un miedo incontenible. En el de tres centavos de la Edición Madres de América, emitida el día de la Madre de 1934, las flores que hay en la parte inferior izquierda de la madre de Whistler habían sido sustituidas por dioneas, belladonas, zumaques del Japón y otras flores que Edipa no había visto en su vida. En la Edición Centenario del Timbre Postal de 1947, que conmemoraba la decisiva reforma que había representado el comienzo del fin de los correos privados, la cabeza del jinete de la Pony Express que hay en el ángulo inferior izquierdo estaba inclinada de un modo tan inquietante como desconocido entre los vivos. En el violeta intenso de tres centavos de la emisión normal de 1954, la estatua de la Libertad sonreía de un modo sutilmente amenazador. En la Edición Exposición de Bruselas de 1958, que reproducía una vista aérea del pabellón estadounidense, se había introducido, un tanto apartado de los diminutos visitantes, el perfil inconfundible de un jinete a caballo. Estaba además el sello de la Pony Express que Cohen le había enseñado durante su primera visita, el Lincoln de cuatro centavos que decía «Carreos USA», el siniestro sello aéreo de ocho centavos que Edipa había visto en la carta del marinero tatuado de San Francisco.

—Sí, parece interesante —dijo—, si el artículo es auténtico.

—No creo que sea difícil comprobarlo. —Bortz la miró con fijeza a los ojos—. ¿Por qué no lo haces tú misma?

Empeoraron los dolores de muelas, soñó con voces inmateriales cuya maldad no conocía la misericordia, con espejos en penumbra de los que un ser estaba a punto de salir y con habitaciones vacías que la esperaban. El embarazo de Edipa estaba más allá de los análisis ginecológicos.

Un día la llamó Cohen para contarle que habían finalizado los preparativos para subastar la colección filatélica de Inverarity. Las falsificaciones «Tristero» se venderían en un solo paquete, el lote 49.

—Y además hay algo más bien inquietante, señora Maas. Ha aparecido en escena un postor de cita del que ni yo ni las entidades de la zona sabemos nada en absoluto. No suele ocurrir.

—¿Y qué?

Cohen le explicó que había dos clases de licitadores, los postores llanos [floor bidders], que asistían a la subasta personalmente, y los postores de cita [book bidders], que pujaban por correo. La casa subastadora anotaba las posturas de estos últimos en un libro especial, de aquí su nombre. Según exigía la costumbre, no se revelaba la identidad de las personas por las que pujaba el «libro de citas».

—¿Cómo sabe entonces que es un desconocido?

—Rumores. Lo ha preparado todo con el más absoluto secreto por mediación de un corredor, C. Morris Schrift, un hombre hábil que goza de excelente reputación. Morris se comunicó ayer con la casa subastadora para informar que su cliente quería ver por anticipado nuestras falsificaciones, el lote 49. No suele haber pegas si la casa conoce al licitador, y si éste accede a correr con los gastos de envío y del seguro y lo devuelve todo en menos de veinticuatro horas. Pero Morris rodeó de gran misterio toda la operación y no quiso decir el nombre de su cliente ni dar información alguna sobre él. Salvo que era un profano, por lo que Morris sabía. Lógicamente, como se trata de una casa chapada a la antigua, ésta dijo que lo sentía mucho pero que no podía ser.

—¿Y qué opina usted? —dijo Edipa, al tanto ya de casi todo.

—Que cabe la posibilidad de que el misterioso licitador sea de Tristero —dijo Cohen—. Vio la descripción del lote en el catálogo de la subasta. Y quiere impedir que esa prueba de la existencia de Tristero caiga en manos no facultativas. Me pregunto qué o cuánto ofrecerá.

Edipa volvió a Los Jardines de Eco y bebió whisky hasta que se puso el sol y la noche se hizo oscura y cerrada. Salió entonces y condujo un rato por la autopista con las luces apagadas, para ver qué ocurría. Pero su ángel de la guarda estaba vigilándola. Poco después de medianoche encontró una cabina telefónica en un barrio de San Narciso, vacío, desconocido y mal iluminado. Puso una conferencia con Al Estilo Griego de San Francisco, dio a la melódica voz que se puso al habla la descripción del granujiento y despeinado Enamorado Anónimo con el que había estado hablando y esperó mientras los ojos se le llenaban de lágrimas incomprensibles que pugnaban por desbordarse. Medio minuto de tintineo de vasos, carcajadas, ruidos de la máquina de discos. El buscado apareció.

—Soy Arnold Snarb —dijo Edipa con voz ahogada.

—Estaba en el lavabo de los adolescentes —dijo el individuo—. El de adultos estaba lleno.

Edipa le contó en menos de un minuto lo que había averiguado sobre el Tristero y lo que les había sucedido a Hilarius, Mucho, Metzger, Driblette y Falopio.

—Eres el único que me queda —añadió—. No sé cómo te llamas ni quiero saberlo. Pero dime si también a ti te dieron instrucciones. Para que me conocieras por casualidad y me contaras tu versión sobre la trompa de correos. Porque es posible que para ti sea una broma, pero desde hace unas horas ha dejado de serlo para mí. Cogí una cogorza y me puse al volante. Puede que la próxima vez no improvise tanto. Por el amor de Dios, en nombre de la vida humana, por aquello que respetes. Ayúdame, por favor.

—Arnold —dijo el otro. Hubo una larga pausa que se llenó con los ruidos propios del local.

—Ya está bien —dijo Edipa—, no puedo más. De ahora en adelante no les haré caso. Eres libre. Estás exonerado. Cuéntamelo todo.

—Demasiado tarde —sentenció.

—¿Para mí?

—Para mí. —Y colgó antes de que Edipa le preguntara qué había querido decir. No tenía más monedas. Cuando encontrara un sitio donde le dieran cambio, el otro ya se habría ido. Permaneció entre la cabina y el coche alquilado, en mitad de la noche, totalmente sola, y trató de ponerse de cara al mar. Pero estaba desorientada. Giró sobre un tacón, pero tampoco pudo distinguir las montañas. Como si hubieran desaparecido las barreras que la separaban del resto del continente. San Narciso, extraviado en aquella coyuntura (un extravío puro, instantáneo, esférico, el sonido de una inmaculada campanilla orquestal que suena con delicadeza suspendida entre los astros), renunció en nombre de Edipa a su último destello de unicidad; volvió a ser un nombre, a quedar engullida por la americana comunidad de sial y sima. Pierce Inverarity estaba muerto y bien muerto.

Recorrió andando un tramo de vía férrea que discurría junto a la autopista. La vía se bifurcaba aquí y allá en ramales que se adentraban en los patios de las fábricas. Puede que Pierce también hubiera sido dueño de aquellas fábricas. Pero ¿importaba ya, aunque hubiera sido dueño de todo San Narciso? San Narciso era un nombre; un accidente entre el registro climatológico de nuestros sueños y lo que los sueños son en medio de la concentrada luz diurna, el frente de perturbaciones de un instante, el beso terrestre del tornado en medio de las más elevadas y continentales solemnidades: sistemas tormentosos de necesidades y sufrimientos colectivos, vientos dominantes de riqueza. He aquí el verdadero sentido de la continuidad, San Narciso carecía de fronteras. Nadie había aprendido todavía a trazarlas. Ella misma, hacía unas semanas, se había consagrado a poner en orden lo que Inverarity había legado al mundo, sin sospechar en ningún momento que la herencia era Norteamérica.

¿Sería Edipa Maas pese a todo la heredera, constaría algo así en el testamento, de manera cifrada, acaso sin que el mismo Pierce se hubiera dado cuenta, demasiado ocupado a la sazón con alguna disposición racional y comprensible? Aunque ya no pudiera evocar nunca más una imagen del difunto, para engalanarla, fotografiarla, hablar con ella, obligarla a responder, tampoco se desprendería Edipa de la recién adquirida simpatía hacia el callejón sin salida del que Inverarity había tratado de escapar, hacia el enigma creado por sus esfuerzos.

Aunque nunca había hablado con ella de asuntos prácticos, Edipa sabía que habían representado una fracción de Inverarity, un quebrado imposible de cuadrar y que la conduciría hasta el infinito por más decimales que añadiera; su amor había sido desproporcionado frente a la necesidad inveraritiana de poseer, de modificar la tierra, de crear horizontes nuevos, nuevos antagonismos individuales, nuevos índices de producción. «Mantenerse en movimiento», le había dicho Inverarity en cierta ocasión, «he aquí el secreto de todo, mantenerse en movimiento.» Inverarity tenía que haberse dado cuenta, mientras redactaba el testamento y se enfrentaba con la horrible aparición, de que el movimiento se detendría. Puede que redactara el testamento sólo para mortificar a una antigua amante, tan cínicamente convencido de que desaparecería por completo que podía descartar toda esperanza de que hubiese algo más. También cabía la posibilidad de que estuviera resentido en lo más profundo. Edipa no lo sabía. Inverarity podía haber descubierto el Tristero, podía haber codificado dicho descubrimiento en su última voluntad tras haber invertido económicamente en la organización la cantidad estrictamente necesaria para que Edipa cayese en la cuenta. Por otra parte, puede que hubiera querido sobrevivir a la muerte; bajo la forma de paranoia; bajo la forma de intriga total contra una persona a la que amaba. ¿Habría acabado una perversidad de aquel jaez por intensificarse demasiado para que la muerte la neutralizase, habría acabado por urdirse una intriga demasiado compleja para que el Ángel tenebroso la abarcara de un solo manotazo? ¿En su sosa cabeza de vicepresidente, entre todas las posibilidades que cabían? ¿Había aparecido algo en virtud de lo cual había conseguido Inverarity derrotar a la muerte?

Y sin embargo, Edipa sabía, mientras avanzaba con la cabeza gacha y dando traspiés por el ceniciento cauce jalonado de traviesas gastadas, que aún quedaba otra posibilidad. La de que todo fuera cierto. La de que Inverarity se hubiera limitado a fallecer; y punto. Por Dios, supongamos que existía realmente Tristero y que Edipa había tropezado con él por casualidad. Si San Narciso y la herencia no se diferenciaban en el fondo de cualquier otra ciudad, de cualquier otra herencia, entonces, en virtud de esta continuidad, Edipa, sólo con que se hubiera fijado, habría podido dar con el Tristero en cualquier punto de su República gracias a un centenar de portillos ocultos a medias, a un centenar de enajenaciones. Se detuvo durante un minuto entre los raíles de acero, con la cabeza en alto como para olisquear el aire. Consciente de la firme y tensa personalidad en que se afianzaba: sabiendo, como si en los cielos se hubieran proyectado planos y mapas para que ella los viese, que aquellos raíles tenían continuación en otros, y en otros, sabiendo que encorsetaban, condensaban, autentificaban la vasta noche que la envolvía. Sólo con que se hubiera fijado. Se acordó entonces de los antiguos coches cama, abandonados donde se había acabado el dinero o desaparecido los clientes, en mitad de las fértiles tierras de alguna granja, en la que podía verse ropa tendida y salir humo de chimeneas modulares. ¿Se comunicaban los intrusos con otros personajes por mediación de Tristero; contribuían a sacar adelante los trescientos años de desheredación de la empresa? Sin duda habían olvidado ya lo que el Tristero tenía que haber heredado; como Edipa acabaría por olvidarlo tal vez algún día. ¿Qué quedaba de la herencia? La Norteamérica codificada en el testamento de Inverarity ¿de quién era? Edipa pensó en aquellos otros vagones abandonados, vagones de mercancías en cuyo suelo de tablas se sentaban los niños y se ponían a repetir, más contentos que unas pascuas, las canciones que se oían en el transistor de la madre; en aquellos otros intrusos que extendían una lona a modo de colgadizo en la parte trasera de los grandes y sonrientes anuncios que flanqueaban todas las carreteras, o que dormían en cementerios de coches, en la cáscara vacía de algún Playmouth destrozado, que incluso, con no poca osadía, pasaban la noche en lo alto de algún poste, bajo el toldo de algún celador de línea, semejantes a orugas, columpiándose entre una telaraña de cables telefónicos, viviendo en el mismísimo aparejo cúprico, en el mismísimo milagro secular de la comunicación, indiferentes al mudo voltaje que vibraba a lo largo del tendido, la noche entera, a instancias de millares de mensajes inaudibles. Se acordaba de ciertos vagabundos a los que había prestado atención, norteamericanos que hablaban su idioma con corrección y puntillosidad, como si vivieran en el destierro, expulsados de algún lugar por lo demás invisible pero que coincidía punto por punto con la ensalzada patria en que ella vivía; y de los andariegos que recorrían las carreteras de noche, que entraban y salían del haz cónico de los faros del coche sin levantar la vista, demasiado alejados de cualquier población para dirigirse a una en concreto. Y las voces, anteriores y posteriores a las del difunto, que habían llamado al azar durante las horas más oscuras y aburridas después de haber buscado sin cesar entre los diez millones de posibilidades del dial telefónico a ese Otro mágico que se revelaría desde el crepitar de los relés, monótonas cantinelas de insolencia, obscenidad, fantasía, amor, cuya repetición animal alumbraría algún día el detonante del acto innombrable, el reconocimiento, La Palabra.

¿Cuántos compartían el secreto de Tristero, así como su expatriación? ¿Qué tendría que decir el juez adverador a propósito de repartir una especie de legado entre todos ellos, todos aquellos individuos anónimos, a modo de primera entrega, por ejemplo? Oh, cielos. Se le echaría encima en un microsegundo, revocaría su testamentaría, la cubrirían de insultos, la llamarían colectivista e izquierdosa en todo el condado de Orange, y al anciano de Warpe, Wistfull, Kubitschek y McMingus lo nombrarían administrador de bonis non [de los bienes no administrados], y a las codificaciones, a las constelaciones y los legatarios invisibles les pasaría tres cuartos de lo mismo, eh. ¿Quién sabe? Puede que a fuerza de acosarla acabara algún día por integrarse en Tristero, si es que existía, en su reino crepuscular, en su indiferencia, en su espera. La espera sobre todo; si no de otra serie de posibilidades con que sustituir a la que había obligado a la nación a encajar un San Narciso cualquiera en su más tierna carnosidad, sí al menos, en cualquier caso, la de la alteración y torcedura de la identidad de las opciones. Edipa había oído decir de todo acerca de la mayoría marginada; era basura, había que evitarla; ¿cómo había acabado por suceder algo semejante en un país que antaño había contado con excelentes posibilidades de diversificación? Pues ahora era como caminar por el mapa de la memoria de un ordenador gigantesco, los ceros y los unos hermanados en lo alto, colgando como esculturas móviles en equilibrio por la derecha y por la izquierda, tupidos por delante, infinitos tal vez. Detrás de las crípticas callejuelas habría o un significado trascendente o sólo la tierra. En las canciones que cantaban Miles, Dean, Serge y Leonard había o una fracción de la divina belleza de la verdad (como Mucho creía ahora) o sólo una gama energética. El indulto que libró del genocidio a Tremaine el vendedor de esvásticas fue o una injusticia o la incomparecencia de un viento; los huesos de los soldados norteamericanos que había en el fondo de Lago Inverarity estaban allí o bien por un motivo que afectaba al mundo o en beneficio de los buceadores y consumidores de cigarrillos. Unos y ceros. Así se organizaban las parejas. En el Hogar Vespertino, o un acuerdo digno con el Ángel de la Muerte, o sólo la muerte y los tediosos y cotidianos preparativos para la misma. Un significado de otro orden detrás del evidente o ninguno. O Edipa en el éxtasis circunvalatorio de una paranoia auténtica o un Tristero real. Porque o había un Tristero tras la fachada de la herencia americana o sólo existía América y si existía América nada más, la única forma que por lo visto le quedaba a Edipa para continuar y engancharse a ella como pudiese consistía en recorrer el ciclo foráneo, insurcado, asimilado y completo de alguna paranoia.

Al día siguiente, con el valor que atesoramos cuando no tenemos nada más que perder, fue a ver a C. Morris Schrift y le preguntó a propósito de su misterioso cliente.

—Ha decidido asistir en persona a la subasta —le dijo Schrift por toda explicación—. Podría usted ir y conocerle.

—Podría.

La subasta se celebró puntualmente un domingo por la tarde en el que tal vez era el edificio más antiguo de San Narciso y que databa de antes de la segunda guerra mundial. Edipa llegó con unos minutos de antelación, sola, y sobre las relucientes tablas de secoya californiana de un frío vestíbulo que olía a papel encerado coincidió con Gengis Cohen, que parecía realmente confuso.

—Por favor, no lo llame conflicto de intereses —dijo con toda formalidad, arrastrando las palabras—. Había unos sellos triangulares de Mozambique, preciosos por demás, a los que no he podido resistirme. ¿Me permite preguntarle si ha venido a pujar, señora Maas?

—No —dijo Edipa—. Solamente a meterme donde no me llaman.

—Estamos de suerte. Loren Pardillo, el mejor subastador de la costa occidental, se encargará hoy del voceo.

—¿Que hará qué?

—Que voceará o pregonará los lotes —dijo Cohen.

—Tiene usted la bragueta abierta —le susurró Edipa. No estaba segura de lo que haría cuando el licitador se diese a conocer. Tenía la vaga intención de provocar una escena lo bastante violenta para que acudiera la policía y averiguase de ese modo quién era realmente aquel hombre. Se quedó al sol, entre brillantes motas de polvo que subían y bajaban, para entrar un poco en calor y mientras se preguntaba si terminaría lo comenzado.

—Va a empezar —le dijo Gengis Cohen, ofreciéndole el brazo. Los hombres que había ya en la sala de subastas vestían sendos trajes de moaré negro, tenían la tez pálida y una expresión cruel. La observaron cuando entró esforzándose por ocultar lo que pensaban. Loren Pardillo, instalado en su tribuna, parecía suspendido en el aire como un titiritero, con los ojos brillantes, la sonrisa avezada e implacable. La miró con fijeza, sonriendo, como diciéndole: Me sorprende que hayas venido de verdad. Edipa se sentó sola, hacia la parte trasera, y se puso a mirar la nuca de los presentes, tratando de adivinar cuál era su blanco, su enemigo, tal vez su prueba. Un ujier cerró la puerta maciza que comunicaba con las ventanas del pasillo y con el sol. Oyó el pestillo al cerrarse; el ruido resonó durante un momento. Pardillo abrió los brazos en un ademán más bien propio de un sacerdote de alguna cultura antigua; o de un ángel que bajara a la tierra. El subastador carraspeó. Edipa se acomodó en la silla y se puso a esperar la subasta del lote 49.