Capítulo 5

Aunque el paso siguiente habría tenido que consistir en ponerse otra vez en contacto con Randolph Driblette, Edipa optó por dirigirse a Berkeley. Quería saber dónde había obtenido Richard Wharfinger la información sobre Trystero. Y quizá comprobar de paso cómo recogía el correo el inventor John Nefastis.

Al igual que Mucho cuando su mujer se marchó de Kinneret, tampoco Metzger pareció preocuparse por su partida. Mientras subía hacia el norte, Edipa no sabía qué hacer, si pasar por casa a la ida o a la vuelta. Dio la casualidad de que pasó de largo ante la salida que conducía a Kinneret y el error vino a solucionar el dilema. Recorrió la costa oriental de la bahía, ascendió por las montañas de Berkeley y a eso de medianoche llegó a un hotel enorme, de muchos pisos, construido según el barroco alemán, con alfombras de color verde intenso y que abundaba en pasillos curvos y arañas de adorno. En el vestíbulo había un rótulo que decía BIENVENIDA LA SECCIÓN CALIFORNIANA DE LA ASOCIACIÓN NORTEAMERICANA DE SORDOMUDOS. Todas las luces estaban encendidas y el hotel relucía de manera aparatosa aunque estaba sumido en un silencio tan sepulcral como tangible. El recepcionista, que había estado durmiendo, alzó la cabeza por detrás del mostrador y se puso a hablarle por señas. Edipa acarició la idea de enseñarle un dedo, a ver qué pasaba. Pero había hecho el viaje sin parar y el cansancio del mismo se le vino encima de pronto. El mozo la condujo a una habitación decorada con un cuadro de Remedios Varo después de recorrer pasillos que se curvaban igual que las calles de San Narciso y totalmente silenciosos. Se quedó dormida casi al instante, aunque despertó en medio de una pesadilla en relación con algo que había en el espejo que tenía enfrente de la cama. Nada concreto, sólo una posibilidad, nada que pudiese ver. Cuando volvió a coger el sueño, soñó que Mucho, su marido, hacía el amor con ella en una playa blanca y muelle que no estaba en ningún lugar de California que Edipa conociera. Cuando despertó por la mañana, se incorporó como un rayo y se quedó mirando la cara de cansancio que el espejo le devolvía.

Encontró Lectern Press en un pequeño edificio comercial de Shattuck Avenue. Allí no tenían un solo ejemplar de las Obras de Ford, Webster, Tourneur y Wharfinger, pero aceptaron un cheque por 12 dólares con 50 centavos, le dieron la dirección del almacén de Oakland y un recibo para que se lo enseñara a los encargados. Ya era por la tarde cuando por fin se hizo con el libro. Lo hojeó en busca del verso que la había conducido hasta allí. Y a la luz quebrada de los rayos del sol a través de las ramas de los árboles, se quedó de piedra.

«Ningún mechón de estrellas guarda ya», decían los dos últimos versos, «quien las pasiones de Angelo estorbara.»

—No —protestó Edipa en voz alta—, «quien lloró su tristeza con Trystero». —La nota a lápiz de la edición de bolsillo hacía referencia a una variante. Pero la edición de bolsillo era una reimpresión del libro que tenía ahora en las manos. Llena de desconcierto, advirtió que en la edición presente había una nota a pie de página:

«Sólo en la edición en cuarto (1687). En la edición en folio, que es anterior, hay una interlínea donde habría tenido que encontrarse el último verso. Según D’Amico, es posible que Wharfinger aludiera aquí calumniosamente a algún cortesano y que la “restitución” posterior fuera obra del impresor, Iñigo Barfstable. La discutible versión “Whitechapel” (c. 1670) dice “Con Dios irán el Trystero y Niccolò”, que no sólo introduce un feo e inadmisible dodecasílabo, sino que, a mayor abundamiento, carece de toda lógica gramatical, a no ser que admitamos la muy heterodoxa pero convincente argumentación de J. K. Sale, en el sentido de que se trata en realidad de un juego de palabras con: “El dies irae de Trystero…”. Subrayemos, no obstante esta lección, que el verso sigue igual de viciado, sobre todo a causa de la oscuridad de la palabra trystero, que podría ser una variante indocumentada de alguna palabra española, como trastero o tristura. La edición “Whitechapel”, aparte de ser fragmentaria, contiene muchos versos viciados y probablemente espurios, como ya hemos advertido en otro lugar, y no es digna de confianza».

Entonces, se preguntó Edipa, ¿de dónde ha salido el verso con la alusión a «Trystero» que figura en la edición de bolsillo que compré en la librería de Zapf? Al margen de la edición en cuarto, de la edición en folio y del fragmento «Whitechapel», ¿había otras ediciones? El prefacio del preparador de la edición en tapa dura, esta vez firmado, era de un tal Emory Bortz, profesor de literatura inglesa de la Universidad de California, y no mencionaba ninguna. Estuvo casi una hora repasando las notas a pie de página, pero sin mejores resultados.

—Jodeeer —exclamó, fue en busca del coche y se dirigió al campus de Berkeley para localizar al profesor Bortz.

Habría tenido que recordar la fecha en que había sido publicado el libro, 1957. Otro mundo. La joven que estaba en el Departamento de Literatura Inglesa le dijo que el profesor Bortz ya no estaba en la Facultad. Ahora daba clases en el Colegio Mayor de San Narciso, San Narciso, California.

Pues claro, se dijo Edipa con mala uva, ¿dónde, si no? Tomó nota de la dirección y salió mientras se esforzaba por recordar quién había publicado la edición de bolsillo. No lo consiguió.

Corría la primera hora de la tarde de un día laboral de verano; el momento menos propicio para que las universidades que conocía Edipa bulleran de actividad; y, sin embargo, aquélla bullía. Bajó la colina por Wheeler Hall, cruzó Sather Gate y accedió a una plaza llena de prendas de pana, tejanos, piernas desnudas, pelo rubio, monturas de concha, radios de bicicleta al sol, bolsas de libros, mesas de juego que cojeaban, largos papeles que recogían firmas y colgaban hasta el suelo, carteles firmados con siglas indescifrables, FSM, YAF, VDC, espuma de jabón flotando en la fuente, estudiantes enfrascados en conversaciones secretas. Se abrió paso con el grueso volumen por delante, fascinada, insegura, una extraña que quería hacerse la interesante aunque consciente del tiempo que le costaría emprender una búsqueda entre universos alternos. Porque había pasado por su propio período de formación en una época de nerviosismo, indiferencia y reclusión no sólo entre sus propios compañeros, sino también en buena parte de la estructura que les rodeaba y tenían ante sí, pues había sido una reacción nacional automática ante determinadas patologías de los puestos elevados que sólo la muerte había podido remediar, y aquel Berkeley no se parecía en absoluto a la soñolienta universidad provinciana de su época estudiantil, sino más bien a las del Lejano Oriente o Sudamérica que suelen mencionarse en los periódicos, esos instrumentos culturales independientes donde las tradiciones más arraigadas pueden ponerse en duda, convertirse en hervideros de protestas, suicidarse a base de compromisos; las típicas instituciones que derrocan gobiernos. Pero era inglés lo que Edipa oía al cruzar Bancroft Way entre niños rubios y Hondas y Suzukis murmurantes; inglés americano. ¿Dónde estaban los ministros James y Foster, y el senador Joseph, aquellos diosecillos subnormales que habían amamantado su tibia juventud? En otro mundo. Enganchados a otro tren, con otras responsabilidades, entrando y saliendo de otras estaciones, los guardaagujas sin rostro que les encauzaran, ahora están todos trasladados, fugados, entre rejas, huyendo de los buscadores de morosos, sin un tornillo, enganchados a la droga, alcoholizados, radicalizados, con nombre supuesto, difuntos, ilocalizables por siempre jamás. Entre todos se las habían arreglado para convertir a la joven Edipa en una criatura ciertamente extraña, puede que ajena a las manifestaciones y sentadas, pero una experta en buscar palabras raras en escritos de la época jacobita.

Aparcó el Impala en una gasolinera que había en una prolongación anodina de la Avenida de Telégrafos y buscó la dirección de John Nefastis en la guía telefónica. Llegó a una vivienda pseudomexicana, buscó el nombre entre los buzones de los vecinos norteamericanos, subió los peldaños exteriores y anduvo junto a una serie de ventanas con cortinas hasta que dio con la puerta. El inquilino llevaba el pelo cortado a cepillo y tenía la misma cara de adolescente que Koteks, aunque vestía una camisa con motivos polinesios, de la época del presidente Truman.

Al presentarse invocó el nombre de Stanley Koteks.

—Según él, usted podría decirme si yo soy «sensible» o no.

Nefastis había estado viendo en la tele a una panda de críos bailando el watusi.

—Me gusta observar a los jóvenes —le explicó—. Las niñas tienen algo inefable a esa edad.

—Le entiendo —dijo Edipa—. Mi marido piensa igual que usted.

John Nefastis le dedicó una sonrisa simpaticona y sacó la Máquina del taller que tenía al fondo. Tenía el mismo aspecto que en las fotocopias de la patente.

—¿Sabe usted cómo funciona?

—Stanley me lo explicó por encima.

Nefastis se puso a hablar entonces, de manera bastante oscura, de algo denominado entropía. El término le molestaba tanto como a Edipa el de «Trystero». Pero la perorata era demasiado técnica para ella. Coligió que había dos clases diferentes de entropía. Una tenía que ver con los motores térmicos, la otra con las comunicaciones. En los años treinta, la fórmula de la primera se parecía mucho a la fórmula de la segunda. Se trataba de una casualidad. No había ninguna relación entre los dos campos, salvo una cosa: el Duende de Maxwell. Cuando el Duende se ponía a dividir las moléculas en frías y calientes, se decía que el sistema perdía entropía. Pero en cierto modo la pérdida se compensaba con la información que obtenía el Duende sobre el lugar donde estaban las moléculas.

—La clave es la comunicación —exclamó Nefastis—. El Duende transmite los datos a los sensibles y los sensibles tienen que devolverle la pelota. En esa caja hay miles de millones de moléculas. El Duende recoge datos sobre todas y cada una de ellas. Y se hace entender a un nivel psíquico profundo. La persona sensible recibe toda esa apabullante cantidad de energía y devuelve más o menos la misma cantidad de información. Para mantener activo el ciclo. A nivel normal, lo único que vemos es un émbolo capaz de moverse, si todo marcha bien. Un pequeño movimiento, hacia toda esa montaña de información que se desmorona una y otra vez a cada pulsación energética.

—Socorro —dijo Edipa—, no entiendo nada.

—La entropía es una figura de dicción —dijo Nefastis con un suspiro—, una metáfora. Vincula el mundo de la termodinámica con el mundo del continuo informativo. La Máquina se sirve de ambos. El Duende hace que la metáfora sea no sólo verbalmente elegante, sino también objetivamente verdadera.

—Pero ¿y si el Duende —dijo Edipa, sintiéndose como una hereje— existe sólo porque las dos fórmulas se parecen? ¿En virtud de la metáfora?

Nefastis sonrió; inexpugnable, sereno, un creyente.

—Existía para Clerk Maxwell, mucho antes de los días de la metáfora.

Pero ¿había sido así de crédulo Clerk Maxwell en relación con la realidad de su Duende? Edipa observó el dibujo que había en la parte exterior de la caja. Clerk Maxwell estaba de perfil y no podía mirarla a los ojos. Tenía la frente curva y despejada, y un curioso chichón en la nuca cubierta de pelo rizado. El único ojo que se le veía tenía un aire dulce y neutral, aunque Edipa se preguntó por las manías, las crisis, los terrores nocturnos que podrían deducirse de las impenetrables sutilezas de aquella boca oculta bajo la espesa barba.

—Observe el retrato —dijo Nefastis— y concéntrese en un cilindro. No se preocupe. Si es usted sensible, sabrá en cuál. Abra su mente para que pueda recibir el mensaje del Duende. Enseguida vuelvo. —Se instaló otra vez ante la televisión, donde ahora daban dibujos animados. Edipa se tragó dos del Oso Yogui, una de Magila el Gorila y otro de Pedro Pótamo, mientras contemplaba con fijeza el perfil enigmático de Clerk Maxwell, en espera de que el Duende se comunicara con ella.

«¿Estás ahí, buena pieza», preguntó Edipa al Duende, «o Nefastis está haciendo comedia?» Como no se moviera un émbolo, no tenía forma de averiguarlo. Las manos de Clerk Maxwell se prolongaban fuera de la foto. Puede que sostuviera un libro. Miraba hacia el exterior, hacia algún paisaje de la Inglaterra victoriana cuya luz había desaparecido para siempre. El nerviosismo de Edipa fue en aumento. Le dio la sensación de que por debajo de la barba, aunque de manera apenas perceptible, el individuo esbozaba una sonrisa. Desde luego, algo había cambiado en sus ojos.

Helo allí. En el margen superior de lo que no alcanzaba a ver: ¿no se había movido, un milímetro siquiera, el émbolo derecho? No podía mirarlo directamente, las instrucciones decían que no apartara los ojos de los de Clerk Maxwell. Transcurrieron los minutos, los émbolos siguieron inmóviles. Del televisor surgían voces cómicas y agudas. Sólo había visto un temblor de la retina, una célula nerviosa mal disparada. ¿Veían más los sensibles auténticos? Sintió en el colon el creciente temor de que no ocurriese nada. No hay que inquietarse, se dijo con preocupación; Nefastis es un chiflado, olvídate, un chiflado de pura cepa. El sensible auténtico es el que comparte sus alucinaciones, eso es todo.

Sería fabuloso compartirlas. Lo intentó durante otros quince minutos; repitiéndose: «Si estás ahí, quienquiera que seas, muéstrate ante mí, aparece, te necesito». Pero no pasó nada.

—Disculpe —dijo, oh sorpresa, a punto de llorar de rabia, con voz temblorosa—. Es inútil. —Nefastis se acercó a ella y le pasó un brazo por los hombros.

—Tranquila, no pasa nada —dijo—. No llore, por favor. Vamos al sofá. Van a dar el telediario enseguida. Lo practicaremos allí.

—¿Lo practicaremos? —preguntó Edipa—. ¿Qué practicaremos?

—El comercio carnal —contestó Nefastis—. Puede que esta noche digan algo sobre China. Me gusta joder mientras hablan de Vietnam, pero lo mejor de todo es cuando hablan de China. Me pongo a pensar en los montones de chinos que hay. Tan fértiles. Vida por doquier. Así es más erótico, ¿verdad?

—¡Au! —gritó Edipa y salió corriendo mientras Nefastis la perseguía chascando los dedos por las habitaciones en penumbra, en plan giliprogre, vale-nena-venga-ábrete, que sin duda también había aprendido en la tele.

—Saluda al bueno de Stanley —dijo mientras Edipa bajaba corriendo las escaleras que daban a la calle, echaba una pañoleta sobre su parachoques trasero y arrancaba entre chirridos de neumáticos. Condujo de manera más o menos automática hasta que un joven ultrarrápido que iba en un Mustang, acaso incapaz de contener la nueva sensación de virilidad que el automóvil le proporcionaba, estuvo a punto de matarla y Edipa se dio cuenta de que estaba en la autopista, rumbo incorregible a Bay Bridge. En plena hora punta. Se asustó al ver el espectáculo porque hasta entonces había pensado que un tráfico así sólo se daba en Los Angeles o lugares parecidos y, al bajar los ojos para contemplar San Francisco desde las alturas del puente, vio el smog. Niebla, se corrigió, eso es lo que es, niebla. ¿Cómo va a haber smog en San Francisco? Según la tradición popular, el smog sólo se levantaba mucho más al sur. Tenía que ser la inclinación de los rayos solares.

Entre el humo de los tubos de escape, el sudor, el deslumbre y el malhumor de una tarde estival en una autopista norteamericana, Edipa Maas reflexionó a propósito del problema Trystero. El silencio aplastante de San Narciso —la superficie tranquila de la piscina del motel, el trazado meditabundo de calles residenciales que discurrían como los surcos que deja un rastrillo en un jardín japonés— no la habría dejado pensar con tanta despreocupación como aquella autopista frenética.

Según John Nefastis (por recurrir a un caso reciente), había dos clases de entropía, la termodinámica y la informativa, que se parecían, digamos que por casualidad, cuando se traducían en fórmulas escritas. No obstante, Nefastis había dado una pátina de dignidad a la coincidencia, gracias al Duende de Maxwell.

Y allí estaba Edipa, ante una metáfora de Dios sabía cuántos miembros; más de dos, en cualquier caso. Rodeada de casualidades y coincidencias aquellos días, doquiera que mirase, para engarzar todos los miembros no tenía sin embargo más que un sonido, una palabra, Trystero.

Algo sabía al respecto: había obstaculizado el servicio postal europeo de los Thurn y Taxis; su símbolo era una trompa postal con sordina; había aparecido en América del Norte en algún momento anterior a 1853 y combatido a la Pony Express y a la Wells Fargo, bien como grupo de forajidos de negro, bien disfrazados de indios; y había sobrevivido hasta el presente, en California, como hilo conductor entre practicantes de una sexualidad heterodoxa, inventores que creían en la realidad del Duende de Maxwell, probablemente su propio marido, Mucho Maas (aunque ella había tirado la carta de Mucho muy lejos de allí y era imposible que Gengis Cohen hubiera visto el sello, o sea, que para saber más cosas tendría que preguntarle a Mucho directamente).

O Trystero existía por derecho propio o era una suposición, tal vez una fantasía de una Edipa obsesionada y metida en los entresijos de la herencia del muerto. Puede que allí, en San Francisco, lejos de los haberes tangibles de dicha herencia, hubiera alguna forma de desembarazarse de todo el asunto, de liquidarlo con discreción. Sólo tenía que conducir sin rumbo aquella noche, a la buena de Dios, y comprobar que no sucedía nada, para convencerse de que era puro nerviosismo, una de esas minucias que su comecocos solucionaba. Abandonó la autopista a la altura de North Beach, continuó unos minutos y por fin estacionó el vehículo en una empinada travesía, flanqueada de almacenes. Anduvo por Broadway y se mezcló con los primeros grupos de la noche.

No tardó más de una hora en ver una trompa postal con sordina. Paseaba tranquilamente por una calle atestada de jóvenes ya maduros que se vestían en Roos Atkins, cuando se dio de manos a boca con un grupo de turistas con guía en el momento en que bajaban armando jaleo de un autobús Volkswagen, listos para recorrer unos cuantos locales nocturnos de San Francisco.

—Quédate con esto —le susurró una voz al oído— porque yo me largo —y con gran habilidad le clavaron encima de una teta una insignia identificadora de color cereza, que rezaba: ¡HOLA! ¡SOY ARNOLD SNARB Y QUIERO PASÁRMELO BIEN! Miró a su alrededor, vio una cara angelical que se perdía con un guiño entre espaldas desnudas y camisas a rayas, y Arnold Snarb desapareció para pasárselo mejor.

Alguien tocó un pito de árbitro y Edipa fue conducida junto con el rebaño de ciudadanos con insignia, hacia un bar que se llamaba Al Estilo Griego. No, se dijo Edipa, un antro gay no; y durante un minuto se esforzó por salir de la marea humana; hasta que recordó que aquella noche había decidido dejarse llevar por la corriente.

—Aquí dentro —les aleccionó el guía, mientras regueros de sudor negro resbalaban bajo la solapa que ostentaba la chapa identificadora— podrán contemplar ustedes a los miembros del tercer sexo, la comunidad lila por la que es merecidamente famosa la Perla del Pacífico. Puede que a algunos la experiencia les parezca rarilla, pero recuerden que no deben comportarse como un hato de turistas. Si les hacen proposiciones, será en broma, ya que forma parte de la vida nocturna homosexual típica de aquí, de la famosa North Beach. Ya saben, dos copas, y cuando oigan el pito, a reagruparse aquí a la voz de ya. Si se portan bien, iremos al Finocchio, que está aquí al lado. —Tocó el silbato dos veces y los turistas, con un berrido colectivo, entraron en tropel, camino de la barra, arrastrando consigo a Edipa. Pasada la primera conmoción, se encontró junto a la puerta con un vaso de licor inidentificable en la mano y pegada a un hombre alto con chaqueta deportiva de ante. A cuya insignia identificadora echó un vistazo, una insignia elegantemente forjada con una aleación clara y brillante y que no era la insignia cereza de rigor, sino un alfiler que tenía la misma forma que la trompa postal de Trystero. Con sordina y todo.

Muy bien, se dijo. He perdido. He probado suerte por diversión, durante una hora entera. Habría tenido que marcharse en aquel punto para volver a Berkeley, al hotel. Pero no podía.

—¿Y si te dijera —se dirigió al que llevaba el alfiler— que fui agente de Thurn y Taxis?

—¿Y eso qué es? —respondió el otro—. ¿Una agencia de espectáculos? —Tenía las orejas grandes, el pelo cortado casi al cero, granos en la cara y unos ojos curiosamente inexpresivos que durante unos segundos se fijaron en los pechos de Edipa—. ¿Qué hiciste para que te pusieran Arnold Snarb?

—Te lo diré si me cuentas dónde te dieron el alfiler de la solapa —dijo Edipa.

—¿Perdón?

A Edipa le entraron ganas de pincharle.

—Si es un distintivo homosexual, a mí no me molesta.

Los ojos del hombre no manifestaron la menor emoción.

—No me van esas cosas —replicó—. Las tuyas tampoco. —Le dio la espalda y pidió una copa.

Edipa se quitó la insignia, la puso en un cenicero y dijo con calma, esforzándose por no parecer histérica:

—Tienes que ayudarme. Porque creo seriamente que estoy volviéndome loca.

—No estás con los tuyos, Arnold. Discútelo con tu confesor.

—Utilizo el monopolio estatal de correos porque nadie me dijo nunca que existiera otro servicio —dijo en tono de súplica—. Pero no soy vuestra enemiga. No quiero serlo.

—¿Y si fueras mi amiga? —preguntó girando en el taburete y dándole la cara otra vez—. ¿Te gustaría? ¿Qué dices a eso, Arnold?

—No lo sé —creyó oportuno contestar.

Se quedó mirándola sin expresión.

—¿Qué es lo que sabes en realidad?

Edipa se lo contó todo. ¿Y por qué no? Sin reservarse nada. Terminó en el momento en que sonaba el silbato de los turistas y cuando el hombre había hecho dos consumiciones y Edipa tres.

—He oído hablar de «Kirby» —dijo su interlocutor—, es un nombre en clave, no designa a ninguna persona real. Pero de lo demás, nada en absoluto, ni de la sinofilia allende la bahía ni de esa obra de teatro morbosa. Al principio pensé que todo era un engaño.

—Yo no puedo pensar en nada más —dijo Edipa con voz quejumbrosa.

—Y no tienes —dijo el otro, rascándose la rastrojera del cráneo— a nadie más a quien contárselo. Sólo a un desconocido que acabas de encontrar en un bar.

Edipa no se atrevía a mirarle.

—Más o menos.

—Ni marido ni psiquiatra.

—Tengo ambas cosas —comentó Edipa—, pero no saben nada.

—¿No puedes contárselo a ellos?

Edipa miró el vacío de los ojos masculinos, aunque sólo durante un segundo, y se encogió de hombros.

—En tal caso te diré lo que sé —dijo el hombre—. Llevo este alfiler porque pertenezco a los EA, los Enamorados Anónimos. Estar enamorado es la peor adicción que existe.

—¿Y ayudas a los que están a punto de enamorarse? —preguntó Edipa.

—Exactamente. Lo ideal es alcanzar un estado en que no se necesite. Yo tuve suerte. Lo superé muy joven. Pero hay sesentones, créeme, y mujeres mayores aún, que se despiertan gritando en plena noche.

—¿Y celebráis encuentros, como los AA?

—No, eso no. Tenemos un número telefónico, un servicio de consulta al que podemos llamar. Nadie conoce a nadie; sólo el número, por si se está muy mal y la cosa no puede solucionarse en solitario. Estamos aislados, Arnold. Los encuentros destruirían nuestro objetivo.

—¿Y las personas a quienes ayudas? Supón que te enamoras de alguna.

—Esas personas desaparecen —dijo el hombre—. Nunca vemos a nadie dos veces. El servicio de consulta atiende la llamada y cuida de que no haya repeticiones.

¿Y qué papel jugaba la trompa de correos? La trompa se remontaba a la época de la fundación de la entidad. A principios de los años sesenta, un ejecutivo de Yoyodyne que vivía en los alrededores de Los Angeles y que ocupaba en la casa matriz un puesto que estaba por encima del director gerente pero por debajo del vicepresidente se quedó sin trabajo a los treinta y nueve años por culpa de la automatización laboral. Como desde los siete años le habían inculcado una educación teleológica tendente a conquistar una presidencia y morir, y como se había acostumbrado a no hacer absolutamente nada, salvo estampar su nombre al pie de informes especializados de los que no entendía ni palabra y recibir broncas cuando perdía el control de los programas especializados que fracasaban por motivos especiales que tenían que explicarle pormenorizadamente, lo primero que le pasó por la cabeza, como es lógico, fue el suicidio. Pero la costumbre pudo más que él: no podía tomar una decisión sin escuchar antes las sugerencias de un comité. Puso un anuncio en Los Angeles Times para preguntar a quienquiera que se hubiese encontrado en el mismo brete si había encontrado algún motivo justificado para suicidarse. Suponía el muy pícaro que, como no contestaría ningún suicida, sólo recibiría respuestas disuasorias. Se equivocaba. Después de vigilar el buzón durante una semana de nerviosismo con unos prismáticos japoneses que su media naranja le había dado como regalo de despedida (ella lo había abandonado veinticuatro horas después de que el ejecutivo recogiera el finiquito), y de no recibir más que peticiones de donativos que llegaban a mediodía con el cartero, despertó bruscamente de una borrachera, durante la que había soñado en blanco y negro que se tiraba desde un rascacielos a la calle atestada de vehículos, al oír que llamaban a la puerta con golpes insistentes. Era un domingo por la tarde. Al abrir vio a un anciano vagabundo con un gorro de marinero en la cabeza y un garfio en vez de mano que le entregó un fajo de cartas y se fue dando zancadas y sin decir nada. Casi todas las cartas eran de suicidas frustrados, por torpeza o por cobardía en el último momento. Ninguna, sin embargo, le proporcionaba motivos convincentes para seguir vivo. A pesar de los pesares, el ejecutivo no acababa de decidirse y pasó otra semana rellenando papeles en que apuntaba, en sendas columnas tituladas «pros» y «contras», los motivos a favor y en contra del «salto sin paracaídas». Falto de incentivos, le fue imposible llegar a una decisión inequívoca. Hasta que cierto día que leía la primera plana del Times le llamó la atención un reportaje, ilustrado con una telefoto de la AP, sobre un monje budista de Vietnam que se había prendido fuego para protestar por la política del gobierno. «¡Qué bestial!», exclamó el ejecutivo. Fue al garaje, vació el depósito del Buick, se puso el traje verde de Zachary All, chaleco incluido, se metió todas las cartas de suicidas frustrados en un bolsillo de la chaqueta, fue a la cocina y se empapó de combustible. Estaba ya a punto de darse el chisquerazo fatal con su fiel Zippo, que le había acompañado por entre la maleza de Normandía, las Ardenas, Alemania y la Norteamérica posbélica, cuando oyó una llave en la cerradura y voces en la puerta. Eran su mujer y cierto sujeto a quien no tardó en reconocer, dado que era el experto en rendimiento de Yoyodyne por culpa del cual le habían sustituido por un IBM 7094. Intrigado por la ironía de la situación, se quedó en la cocina y permaneció a la escucha, dejando la corbata dentro de la gasolina, a modo de mecha. Por lo que pudo deducir, el experto en rendimiento quería tener comercio carnal con su mujer en la alfombra de tafilete del salón. A ella no le disgustaba la idea. El ejecutivo oyó risas lascivas, cremalleras, golpes sordos de zapatos, respiración agitada, gemidos. Sacó la corbata de la gasolina y se puso a reír con risa mal disimulada. Cerró el Zippo. «Oigo risas», dijo de pronto la mujer. «Huele a gasolina», dijo el experto en rendimiento. Entraron en la cocina cogidos de la mano y desnudos. «Estaba a punto de convertirme en bonzo», les explicó el ejecutivo. «Y ha tardado casi tres semanas en decidirse», dijo con asombro el experto en rendimiento. «¿Sabes cuánto tardaría el IBM 7094? Doce microsegundos. No me extraña que te sustituyeran.» El ejecutivo echó la cabeza atrás y rió a mandíbula batiente durante diez interminables minutos, a mitad de los cuales, la mujer y el amante, alarmados, se retiraron, se vistieron y fueron a avisar a la policía. El ejecutivo se desnudó, se duchó y tendió a secar el traje. Advirtió entonces algo extraño. Los sellos de algunas de las cartas que había metido en el bolsillo del traje se habían puesto casi blancos. Comprendió que la gasolina había disuelto la tinta de los matasellos. Por hacer algo, se puso a arrancar un sello y de repente vio la trompa postal con sordina, y debajo de la filigrana, transparentándose con claridad, la piel de su propia mano. «Una señal», murmuró, «eso es lo que es.» Si hubiera sido creyente se habría postrado de hinojos. Pero la verdad es que se limitó a decir, y con gran solemnidad: «El amor ha sido mi gran equivocación. Juro mantenerme alejado del amor de ahora en adelante: hétero, homo, bi, perro, gato, coche, todas las variantes que hubiere. Fundaré una sociedad de solitarios dedicada a esta misión, y este signo, revelado por la misma gasolina que ha estado a punto de aniquilarme, será su emblema». Y así fue.

Edipa, más bien borracha ya, preguntó:

—¿Dónde está ahora ese hombre?

—De incógnito —respondió el enamorado anónimo—. Escríbele por mediación de R.E.S.T.O.S. Pon «Sr. Fundador, EA».

—No sé cómo funciona R.E.S.T.O.S. —replicó Edipa.

—Piensa un poco —dijo el otro, también borracho—. Una mafia de suicidas frustrados. Todos se comunican mediante ese sistema secreto de reparto. ¿Qué crees que se dicen? —Cabeceó sonriendo, se cayó del taburete, se alejó para echar una meada y se perdió entre la prieta muchedumbre. No volvió.

Edipa se sentó, sintiéndose más sola que nunca al ver que era la única mujer en aquel antro lleno de borrachos homosexuales. Así es la historia de mi vida, se dijo, Mucho no me habla, Hilarius no me escucha, Clerk Maxwell ni siquiera me mira y en cuanto a este grupo, sólo Dios lo sabe. La desesperación se apoderó de ella, como suele suceder cuando la gente que nos rodea no nos afecta sexualmente. El espectro emocional del antro, según observó, iba desde el odio violento (un individuo con pinta de indio que aún no tendría veinte años, con una engominada melena hasta los hombros y recogida detrás de las orejas, y calzado con botas puntiagudas de vaquero) hasta la especulación pura (un sujeto con aire de SS y gafas de montura de concha que le miraba las piernas para averiguar si era un hombre disfrazado), nada de lo cual le despertaba el menor interés. Se levantó al cabo de un rato, abandonó Al Estilo Griego y regresó a la ciudad, la ciudad infecta.

Y durante el resto de la noche no hizo más que ver trompas postales de Trystero. En Chinatown le pareció ver una en un rótulo lleno de pictogramas que había en el escaparate apagado de una herboristería. Además, en la calle apenas había luz. Luego vio dos en una acera, dibujadas con tiza, a seis metros una de otra. Entre ambas, una confusa sucesión de recuadros, los unos con letras, los otros con números. ¿Algún juego infantil? ¿Lugares identificables en algún mapa, fechas de alguna historia secreta? Copió en la agenda el dibujo entero. Al alzar los ojos vio que desde un portal situado a media manzana la observaba un hombre, o lo que parecía un hombre, vestido de negro. Le dio la sensación de que llevaba subido el cuello de la chaqueta, pero no quiso arriesgarse; volvió por donde había llegado con el corazón dando tumbos. Un autobús se detuvo en la esquina y corrió para cogerlo.

Cambió varias veces de autobús, bajando sólo de tarde en tarde para pasear y mantenerse despejada. Le sobrevenían sueños fragmentarios, relacionados con la trompa postal. Más tarde, sin duda, le costaría distinguir entre la noche real y lo soñado.

En un compás indeterminado de la resonante partitura de la noche se le ocurrió también que estaba segura, que algo la protegía, aunque tal vez fuese sólo la borrachera que se le despejaba linealmente. La ciudad, maquillada y acicalada con las palabras e imágenes de costumbre (cosmopolita, cultura, tranvías), era suya como nunca hasta entonces lo había sido; aquella noche tenía libre acceso a los ramales más lejanos de su sistema circulatorio, tanto a los capilares demasiado pequeños para ser observados, como a los vasos apelotonados y aplastados de los impúdicos granos municipales, a flor de piel para que todos salvo los turistas los vieran. Nada de la noche podía conmoverla, nada la conmovió. La reiteración de los símbolos bastaría, puede que además sin conmociones, para minimizar la noche, incluso para desgajársela de la memoria. Estaba condenada a recordar. Encaró la posibilidad como habría podido encarar la calle en miniatura desde un balcón muy alto, un viaje en la montaña rusa, la hora de la comida de los animales del zoológico; un deseo de muerte que puede satisfacerse con el mínimo ademán. Rozó el borde del área voluptuosa de dicho deseo, consciente de que sucumbir a él sin más superaría todo lo imaginable; de que la atracción gravitatoria, las leyes de la balística y la voracidad salvaje no le prometían más dulzuras. Hizo la prueba, con un escalofrío: estoy condenada a recordar. Cada indicio que se presenta tiene que poseer su propia diafanidad, sus inequívocas posibilidades de permanencia. Pero como es lógico se preguntó si estos «indicios» diamantinos no serían más que formas de compensación. Para reparar la pérdida de la Palabra directa y epiléptica, el grito que podía anular la noche.

En Golden Gate Park vio un corro de niños en pijama que le dijeron que aquel conciliábulo era un sueño. Pero que en el fondo el sueño no se diferenciaba de la vigilia porque al levantarse por la mañana se sentían cansados, como si hubieran estado en pie casi toda la noche. Cuando sus madres creían que estaban jugando en la calle, en realidad estaban agazapados en las alacenas de los vecinos, en tablados en la copa de los árboles, en agujeros abiertos secretamente en el interior de los setos, durmiendo, recuperando aquellas horas. Para ellos la noche estaba exenta de terrores, habían encendido en el interior del corro una hoguera imaginaria y nada necesitaban, salvo su invicto sentimiento comunitario. Conocían la trompa de correos, pero no el juego de la tiza que Edipa había visto en la acera. Una niña le explicó que sólo se hacía un dibujo y que era como saltar a la comba: y se entraba en el lazo, luego se pasaba al pabellón y luego a la sordina, mientras la compañera cantaba:

Tris tras, tris tras, ya en la calle estás,

torna el taxi, me las pagarás…

¿Has dicho Thurn y Taxis?

Nunca lo habían oído decir de este modo. Siguieron calentándose las manos en la hoguera imaginaria. Edipa, para vengarse, dejó de creer en ellos.

En una freiduría mexicana de mala muerte, que tenía abierto toda la noche, sita en una travesía de la Calle Veinticuatro, encontró un retal de su pasado bajo la forma de un sujeto que se llamaba Jesús Arrabal, que estaba sentado en un rincón, debajo de la tele, dando vueltas a un tazón de sopa opaca con una pata de pollo.

—Oiga —dijo a Edipa a modo de saludo—, usted es la de Mazatlán. —Y la invitó a sentarse con una seña.

—Usted se acuerda de todo, Jesús —dijo Edipa—; hasta de los turistas. ¿Qué tal la CIA? —preguntó refiriéndose, no a la dirección general de información en que se piensa inmediatamente, sino a una organización clandestina mexicana que recibía el nombre de Conjura de los Insurgentes Anarquistas, que se remontaba a la época de los hermanos Flores Magón y que en fecha posterior había mantenido algún contacto con Zapata.

—Ya ve, en el exilio —dijo abarcando el local con un movimiento del brazo. Era el propietario del establecimiento, junto con un yucateco que aún creía en la «revolución». Su revolución—. ¿Y usted? ¿Sigue con aquel gringo que gastaba demasiado dinero en usted? ¿El oligarca, el milagro?

—Ha muerto.

—Ay, pobre. —Habían conocido a Jesús Arrabal en la playa, donde éste había convocado una manifestación contra el gobierno. No había acudido nadie. En vista de lo cual se puso a hablar con Inverarity, el enemigo al que, para ser fiel a sus convicciones, debía aleccionar. Pierce, que se mantenía a distancia cuando se enfrentaba a elementos hostiles, no le dijo ni palabra; representaba tan a la perfección el papel de gringo rico y detestable que Edipa había visto erizarse el vello de los antebrazos del anarquista y no precisamente a causa de la brisa del Pacífico. En cuanto Pierce se fue a hacer surfing, Arrabal le preguntó si era un hombre real, o un espía, o es que se burlaba de él. Edipa no comprendió.

—Usted sabe lo que es un milagro. No lo que decía Bakunin, sino la invasión de este mundo por otro. Coexistimos en paz la mayor parte del tiempo, pero en cuanto entramos en contacto, hay un cataclismo. Al igual que la detestable Iglesia, los anarquistas creemos también en otro mundo. Donde las revoluciones estallan de manera espontánea y sin jefes, y donde la capacidad consensual del alma hace que las masas cooperen sin problemas, de manera tan automática como el cuerpo. Pero si alguna vez sucediera de la forma tan perfecta que le digo, señora, también yo gritaría ¡milagro, milagro! Milagro anarquista. Como su amigo. No le sobra nada, es justa y exactamente lo que combatimos. En México, al privilegiado, hasta cierto punto, se le permite redimirse; es uno del pueblo. No tiene nada de portentoso. Pero su amigo, a menos que esté de broma, me da tanto miedo como a un indio la Virgen si se le apareciera.

Durante aquellos años, Edipa se había acordado de Jesús porque había sido capaz de ver a Pierce como ella no podía verlo. Como si fuese, asexualmente hablando, un rival. No obstante, mientras tomaba el café tibio y espeso de la vasija de barro que estaba sobre el quemador trasero de la cocina del yucateco y escuchaba las parrafadas subversivas de Jesús, se preguntó si, de no haber existido el milagro de Pierce para convencerle, no habría acabado de todos modos por abandonar la CIA para pasarse, como todos, al mayoritario PRI y evitado así la expatriación.

El muerto, como el Duende de Maxwell, era detalle vinculante de una casualidad. Sin él, ni ella ni Jesús estarían en aquel punto concreto en aquel momento determinado. Era suficiente, un aviso cifrado. No existía el azar aquella noche. Por eso posó la mirada en un antiguo ejemplar enrollado de Regeneración, el periódico anarcosindicalista. Era de 1904 y habían matado el sello sin que hubiera sello, sólo una trompa de correos dibujada a mano.

—Siguen llegando —dijo Arrabal—. ¿Han permanecido en correos todo este tiempo? ¿Cambiaron mi nombre por el de algún miembro ya fallecido? ¿De verdad ha tardado éste sesenta años? ¿Es una reimpresión? Vanas preguntas, yo soy de los de a pie. Las altas esferas tienen sus propios motivos. —Edipa se llevó consigo este pensamiento cuando volvió a la noche exterior.

Mucho después de que las pizzerías y los establecimientos recreativos de la playa hubieran cerrado, paseó sin que la molestase nadie por entre una nebulosa irreal y movediza de golfos con la cazadora de pandillero que tenía una trompa de correos bordada con un hilo que parecía de plata al claro de luna. Todos habían estado fumando, esnifando o inyectándose, y es posible que ni la vieran.

Mientras iba en un renqueante autobús cargado de negros que trabajaban de noche por toda la ciudad, vio grabadas en el respaldo de un asiento, para que ella las viese con claridad en el iluminado vehículo lleno de humo, la trompa de correos y la palabra MUERTE. Pero a diferencia de lo que ocurría con el término R.E.S.T.O.S., se habían tomado la molestia de añadir a lápiz: «Mira Unánime lo Escrito y Respeta la Trompa Eternamente».

En los alrededores de Fillmore vio el símbolo clavado con una chincheta en el tablón de anuncios de una lavandería automática, entre notas escritas por planchadoras y canguros que ofrecían sus servicios por un módico precio. «Si sabes lo que significa esto», decía el papel, «sabrás dónde averiguar más cosas.» El tufo a lejía se elevaba hacia las alturas, igual que el incienso. Las máquinas traqueteaban y chapoteaban con violencia. El establecimiento estaba totalmente vacío y daba la sensación de que los tubos fluorescentes vomitaban una blancura a la que estuviera consagrada todo lo que tocaba la luz. Era un barrio negro. ¿Estaba igualmente consagrada la Trompa? ¿Dejaría de Respetar la Trompa si preguntaba? Pero ¿a quién podía preguntar?

Durante toda la noche, en los transistores que llevaban algunos usuarios de los autobuses, estuvo oyendo canciones que ocupaban los puestos más bajos de los 200 Principales, canciones que nunca serían célebres y cuya música y letra se extinguirían como si nunca hubieran sido cantadas. Una joven mexicana que se esforzaba por oír una entre el chisporroteo de la electricidad estática procedente del motor del autobús, la tarareaba como si hubiera de recordarla siempre mientras dibujaba con la uña trompas de correos y corazones en la ventana que empañaba con su vaho.

En el aeropuerto se creyó invisible y no perdió ripio de lo que se decía durante una partida de póquer en la que no había más que un perdedor que, al término de cada mano, anotaba la pérdida correspondiente con diligencia y claridad en un pequeño libro de caja, adornado por dentro con garabatos que reproducían la forma de una trompa postal.

—Llevo una media de manos ganadas que asciende al noventa y nueve coma trescientos setenta y cinco por cien, chicos —le oyó decir Edipa. Los demás, que eran forasteros, se quedaron mirándole, unos sin expresión, otros con fastidio—. Me refiero a la media de los últimos veintitrés años. No la rebasaré nunca. Debería darme por vencido. —Nadie hizo el menor comentario.

En uno de los retretes vio una oferta firmada por la palabra AMBI, es decir, Amigos de la Muerte de la Bahía Interior, seguida de un apartado de correos y una trompa postal. Una vez al mes seleccionaban a una víctima entre los inocentes, los virtuosos, los integrados socialmente y los bien instalados, tenían comercio carnal con ella y luego la sacrificaban. Edipa no tomó nota del apartado.

Un joven inquieto que planeaba colarse de noche en los acuarios para entablar negociaciones con los delfines, dado que éstos sustituirían al hombre, se disponía a subir a un avión de la TWA con destino a Miami. Se despidió de su madre con un beso de pasión, metiéndole la lengua.

—Te escribiré, mami —repetía.

—Escribe a través de R.E.S.T.O.S. —dijo ella—, no lo olvides. Si utilizas el otro correo, la administración abrirá las cartas. Los delfines se volverán rabiosos.

—Te amo, mami —dijo él.

—Ama a los delfines —le aconsejó ella—. Escribe a través de R.E.S.T.O.S.

Etcétera. Edipa hacía de mirona y de escucha. Entre las restantes personas que vio había un soldador de cara deforme que adoraba su fealdad; un niño errante que añoraba la muerte antes del nacimiento como algunos proscritos la nada tranquilizadora de la comunidad; una negra con una jaspeada cicatriz en la papada que repetía el proceso abortivo por razones siempre distintas y con la misma minuciosidad con que otras podrían repetir el proceso de dar a luz, entregada a una especie de solución de continuidad, no a la continuidad; un vigilante nocturno ya mayor que mordisqueaba una pastilla de Jabón Ivory y que había acostumbrado a su virtuoso estómago a digerir también lociones, ambientadores, tela, tabaco y cera, en un intento inútil de asimilarlo todo, todas las expectativas, toda la producción, todas las delaciones, todas las úlceras, antes de que fuera demasiado tarde; incluso una mirona como ella, colgada del alféizar de una de las ventanas de la ciudad que seguían iluminadas, en busca de no se sabe qué imagen concreta. Adornando todos los extrañamientos, todas las clases de renuncia, como si fuese un gemelo de camisa, una calcomanía, un garabato sin objeto, estaba la trompa postal. Se acostumbró a esperarla hasta tal punto que es posible que no la viera tantas veces como más tarde creería. En el fondo, dos, tres veces habrían sido suficientes. O demasiado.

Al rayar el alba paseó en autobús y a pie, mientras cedía a un fatalismo infrecuente en ella. ¿Dónde estaba la Edipa que tan valerosamente se había desplazado desde San Narciso? Aquella joven entusiasta había acabado por parecerse a los detectives de los seriales radiofónicos de antaño, que creían que para resolver un gran misterio bastaba con tener carácter, recursos y ninguna de las estrictas normas de los polis.

Pero al detective, tarde o temprano, le dan una paliza. La abundancia de trompas de correos que había visto aquella noche, aquella repetición perversa e intencionada, era su forma de golpear. Ellos conocían sus puntos flacos, y las glándulas de su entusiasmo, y con golpes bajos y certeros, uno tras otro, la estaban reduciendo.

Puede que durante aquella noche se preguntara qué organizaciones, aparte de las dos que ya conocía, se comunicaban mediante R.E.S.T.O.S. Al amanecer podía preguntarse, con todo derecho, qué organizaciones no lo hacían. Si los milagros eran, como antaño había especulado Jesús Arrabal en la playa de Mazatlán, invasiones de este mundo por otro, el beso de dos bolas de billar cósmico, cada una de las trompas postales de la noche anterior tenía que ser un milagro. Pues eran infinitos los ciudadanos que optaban por no comunicarse mediante el servicio estatal de correos. No era una traición y sin duda ni siquiera un desafío. Pero sí una forma premeditada de retraerse de la vida de la república, de su maquinaria. Al margen de que se les negaran otras cosas, por odio, por indiferencia ante su capacidad electoral, por ignorancia pura y simple, o para desentenderse, era su rechazo, privado y personal. Como no habían podido retirarse al vacío (¿o sí?), era necesario que existiese aquel mundo marginal, silencioso e insospechado.

Poco antes de que comenzara el ajetreo matutino, bajó de un microbús conducido por un vejete que siempre terminaba la jornada debiendo dinero, y por la céntrica Howard Street echó a andar hacia el embarcadero. Tenía un aspecto espantoso y lo sabía: los nudillos negros de rímel y sombra de ojos, y la boca con regusto a alcohol y café. En un portal abierto, en las escaleras que conducían a la penumbra impregnada de desinfectante de una pensión, vio a un anciano acurrucado, sacudido por lamentos que no alcanzó a descifrar. Se cubría la cara con ambas manos, que eran de un color blanco ahumado. En el dorso de la mano izquierda distinguió la trompa de correos, tatuada hacía mucho tiempo con una tinta que ya empezaba a difuminarse y extenderse. Se adentró fascinada en las sombras y subió los crujientes peldaños, deteniéndose indecisa en cada uno. Cuando estaba ya a tres escalones del individuo, se apartaron las manos y Edipa quedó petrificada al ver los estragos de aquel rostro y el terror de unos ojos aureolados de venas hinchadas.

—¿Le ocurre algo? —Edipa temblaba, estaba cansada.

—Mi mujer está en Fresno —dijo el hombre. Llevaba un traje viejo de chaqueta cruzada, una camisa gris deshilachada, corbata ancha, sombrero no—. La abandoné. Hace tanto tiempo que ya se me ha olvidado. Esto es para ella. —Alargó a Edipa una carta que por lo visto había llevado encima durante años—. Échela en —le enseñó el tatuaje y la miró a los ojos—, ya sabe. Yo no llegaría. Está demasiado lejos y he pasado una mala noche.

—Entiendo —dijo ella—. Pero soy nueva en la ciudad. No sé dónde se encuentra.

—Bajo la autopista. —Señaló en la dirección que Edipa venía siguiendo—. Siempre hay uno. Ya lo verá. —Los ojos se cerraron. Escarificado todas las noches en aquel surco de protección que el volumen del desperezo urbano volvía a roturar con virtuosismo al despuntar el día, ¿qué suelos fértiles habría removido, qué planetas concéntricos descubierto? ¿Qué voces entreoído, qué retazos de dioses esplendorosos sorprendido entre el manchado follaje del papel de la pared, qué cabos de vela encendido para que bailotearan sobre él en el aire, presagiando, el cigarrillo entre los labios, con que él o un amigo se quedarían dormidos algún día para sucumbir entre sales ardientes y secretas, guardadas durante años por la borra insaciable de un colchón que conservaría restos de sudor de todas y cada una de las pesadillas, de una vejiga incontinente y desbordada, de poluciones nocturnas derramadas con depravación y los ojos anegados en lágrimas, semejante al disco duro de un ordenador de los derrotados? La asaltó de pronto la necesidad de tocarlo, como si fuera incapaz de creer en él, o de recordarlo, sin aquel gesto. Agotada, sin saber muy bien lo que hacía, subió los tres últimos peldaños, tomó asiento, rodeó al hombre con los brazos, lo abrazó en realidad, mientras con los ojos tiznados contemplaba la parte inferior de la escalera, nuevamente la mañana. Notó cierta humedad en los pechos y advirtió que el hombre se había echado a llorar otra vez. Apenas respiraba, pero el llanto fluía de sus ojos como si se tratara de un manantial.

—No puedo hacer nada —murmuró Edipa—, no puedo hacer nada. —En aquellos momentos se le antojaban excesivos los kilómetros que había hasta Fresno.

—¿Es él? —dijo una voz detrás de Edipa—. ¿El marinero?

—Tiene la mano tatuada.

—Es él. ¿Cree que puede llevarlo arriba sin ayuda? —Edipa se dio la vuelta y vio a un hombre más anciano aún, más bajo, tocado con sombrero de fieltro, y que esbozaba una sonrisa—. Yo le echaría una mano, pero estoy algo artrítico.

—¿Tiene que subir? —preguntó Edipa—. ¿Arriba?

—¿Adónde si no, señora?

Edipa lo ignoraba. Soltó al hombre por el momento, un tanto a desgana, como si se tratase de su hijo, y el hombre alzó los ojos para mirarla.

—Vamos —dijo. Alargó la mano tatuada, ella se la cogió y de este modo subieron aquel tramo de escalera, y acto seguido los otros dos: cogidos de la mano, muy despacio, hacia el hombre que tenía artritis.

—Desapareció anoche —le contó éste—. Dijo que se iba a buscar a su señora. Lo hace de vez en cuando. —Entraron en un laberinto de habitaciones y pasillos iluminados por bombillas de 10 vatios y separados por tabiques de chapa. El anciano les siguió muy tieso—. Aquí es —dijo por último.

En el pequeño cuarto vio otro traje, un par de folletos religiosos, una alfombra, una silla. Un cuadro en que podía verse a un santo en el momento de convertir el agua de un pozo en aceite para los candiles de la Pascua de Jerusalén. Otra bombilla, apagada. La cama. El colchón, que aguardaba. En aquel punto imaginó una escena representable. Buscaría al casero, presentaría una querella judicial contra él y al marinero le compraría otro traje en Roos/Atkins, y una camisa, y zapatos, e incluso le pagaría el billete del autobús a Fresno. Pero el hombre, dando un suspiro, se había soltado de la mano de Edipa sin que ésta, perdida en sus fantasías, lo advirtiese; como si hubiera sabido cuál era el mejor momento para zafarse.

—Eche la carta —dijo—, ya está puesto el sello. —Edipa miró el conocido sello aéreo de 8 centavos y color carmín en que un avión de propulsión a chorro pasaba volando junto a la cúpula del Capitolio. En lo alto de la cúpula, sin embargo, vio una figurilla diminuta de color negro intenso, con los brazos abiertos. No sabía con exactitud qué había en lo alto del Capitolio, pero estaba segura de que no era aquello.

—Por favor —pidió el marino—. Váyase ya. No creo que quiera quedarse aquí. —Edipa miró en el bolso, vio un billete de diez dólares y otro de un dólar y le dio el de diez—. Me lo voy a gastar en vino —dijo el hombre.

—Acuérdate de los amigos —dijo el artrítico sin apartar los ojos del billete.

—Mierda —dijo el marino—. Quédese hasta que se haya ido.

Edipa le vio moverse en busca de una postura más cómoda en el colchón. El atiborrado disco duro del ordenador. Archivo A…

—Dame un cigarrillo, Ramírez —dijo el marinero—. Sé que tienes tabaco.

¿Iba a ser aquel día?

—Ramírez —exclamó Edipa. El artrítico, con el cuello oxidado, se giró como pudo—. Se va a morir —añadió Edipa.

—¿Quién no? —replicó Ramírez.

Se acordó de John Nefastis, de cuando hablaba a propósito de su Máquina y de las cantidades de información que se perdían. Lo mismo sucedería durante el entierro vikingo del marinero, cuando el colchón ardiera a su alrededor y con él, codificados y archivados, los años de inutilidad, la muerte prematura, la autodestrucción, el implacable derrumbamiento de toda esperanza, la impronta de todos cuantos habían dormido en él, hubiera sido su vida como hubiese sido; todo dejaría de existir para siempre cuando el colchón ardiera. Se quedó pasmada mirándolo. Como si acabara de descubrir aquel proceso irreversible. Le resultaba asombroso que todo aquello pudiera desaparecer, que pudieran desaparecer incluso las alucinaciones que pertenecían en exclusiva al marinero y de las que ya no quedaría el menor rastro en el mundo. Sabía, porque lo había tenido en brazos, que padecía ataques de DT. Por debajo de las iniciales palpitaba la metáfora, el delirium tremens, la trémula insurcación de la reja del arado mental. Todos, el santo del agua capaz de encender candiles, el clarividente cuya amnesia es el aliento de Dios, el verdadero paranoico para quien todo está organizado en alegres o amenazadoras esferas trazadas alrededor del pálpito axial de sí mismo, el soñador cuyas palabras equívocas sondean los pozos y vericuetos de la verdad, antiguos y hediondos, todos se conducen con la misma pertinencia especial respecto de la palabra o respecto de aquello para protegernos de lo cual aparece, amortiguadora, la palabra. La elaboración de una metáfora era entonces un impulso hacia la verdad y una mentira, según donde se estuviera: dentro y a salvo o fuera y perdido. Edipa no sabía dónde estaba ella. Trémula, insurcada, se deslizó de costado, retrocedió con chirriante aguja por los surcos discográficos de antaño y volvió a oír la voz seria y aguda de su segundo o tercer novio estudiantil, Ray Glozing, que se quejaba entre «ufs» y el sincopado toqueteo de una caries con la punta de la lengua, a propósito del álgebra de primer curso; «dt», y que Dios se apiadara del viejo tatuado, significaba igualmente diferencial de tiempo, un instante mínimo y fungible en que la probabilidad se analizaba por lo que era de una vez por todas y donde ya no podía disfrazarse de algo tan inofensivo como una media aritmética; donde la velocidad moraba en el proyectil aunque éste quedara congelado en plena trayectoria, donde la muerte moraba en la célula aunque la célula se observase en su momento más vital. Edipa sabía que el marinero había visto universos que no había visto nadie más aunque sólo fuera por aquella magia superior que había en los juegos de palabras vulgares, porque los DT permitían acceder a los dt de espectros allende el sol cuya clave se conoce, música compuesta únicamente de pánico y soledad antártica. Pero que ella supiera no había nada capaz de conservarlos, ni a él tampoco. Se despidió del hombre, bajó las escaleras y echó a andar en la dirección que éste le indicara. Durante una hora anduvo por entre los umbríos puntales de hormigón de la autopista, cruzándose con borrachos, vagabundos, pedantes, pederastas, putas, psicópata ambulante, ningún buzón secreto. Hasta que por fin, entre las sombras, dio con un cubo de tapa corrediza y forma trapezoidal, de los que sirven para tirar la basura: viejo, de color verde, de poco más de un metro de altura. En la sección corrediza podían verse las iniciales R.E.S.T.O.S. escritas a mano. Tuvo que acercarse para ver los puntos que separaban las letras.

Se apostó a la sombra de un pilar. Puede que diera una cabezada. Al despertar vio que un muchacho tiraba un fajo de cartas al cubo. Se acercó y echó la carta del marinero; volvió a esconderse y esperó. Más o menos al mediodía apareció un joven espigado y morapiento con una saca; abrió con llave una ventanilla que había a un lado del buzón y sacó toda las cartas. Edipa le dio media manzana de ventaja y le siguió. Mientras se felicitaba porque por lo menos se le había ocurrido ponerse zapatos planos. El cartero cruzó Market y tomó la dirección del Ayuntamiento. En una calle, tan cerca de la monótona y pétrea espaciosidad del Centro Cívico que se le contagiaba su color gris, el joven se encontró con otro cartero e intercambiaron las sacas. Edipa optó por continuar con aquel a quien había seguido hasta entonces. Y tras él recorrió en sentido inverso la sucia, escurridiza y ruidosa longitud de Market y fue por la Calle Primera hasta la terminal del autobús que llevaba al otro lado de la bahía, donde compró un billete para Oakland. Edipa hizo lo mismo.

Cruzaron el puente y entraron en la tarde de Oakland, de claridad vacua y deslumbrante. El paisaje dejó de ser heterogéneo. El cartero bajó en un barrio que Edipa no supo identificar. Lo siguió por calles cuyo nombre no había visto en su vida, por travesías que a pesar del sopor de la tarde casi acabaron con ella, por barrios pobres, por cuestas interminables y prietamente alfombradas de viviendas de dos o tres dormitorios y cuyas ventanas no reflejaban más que sol. La saca del joven, carta tras carta, acabó por vaciarse. Al final cogió un autobús que iba a Berkeley. Edipa le imitó. El cartero bajó hacia la mitad de Telégrafos y Edipa lo siguió avenida abajo hasta un edificio pseudomexicano. El joven no había girado la cabeza una sola vez. Allí vivía John Nefastis. Edipa había vuelto al punto de partida y no podía creer que hubieran transcurrido veinticuatro horas. ¿Era mucho o poco?

Al volver al hotel comprobó que el vestíbulo estaba lleno de representantes de la sordomudez, tocados con sendos gorros festivos que imitaban en papel de seda los gorros de piel de los comunistas chinos que se habían popularizado durante el contencioso de Corea. Todos sin excepción estaban borrachos y unos cuantos le pusieron la mano encima con intención de invitarla a la fiesta del gran salón de baile. Edipa forcejeó para liberarse de aquel enjambre silencioso y gesticulante, pero estaba demasiado débil. Las piernas le dolían y la boca le sabía a rayos. La arrastraron al salón de baile, donde la cogió por la cintura un joven apuesto que llevaba una gruesa chaqueta de mezclilla y donde dio vueltas y más vueltas al ritmo del vals debajo de una araña enorme y apagada y en medio de un silencio que sólo rompían el roce de los pies y el frufrú de la ropa. Las parejas que ocupaban la pista bailaban lo primero que se le antojaba al hombre: tango, pasapié, bossa-nova, slop. «¿Durará mucho esto», se preguntó Edipa, «sin que los golpes y los choques se conviertan en un estorbo serio?» Era inevitable que hubiera choques. La única alternativa era una situación musical inimaginable, múltiples ritmos, todas las tonalidades a la vez, una coreografía en que todas las parejas se combinaran y encadenasen con soltura, predestinadas. Una música que todos ellos oyeran en virtud de un sexto sentido atrofiado en Edipa. Ella, peso muerto en el abrazo del joven mudo, seguía la iniciativa de su pareja esperando a que comenzaran los choques. Pero no se produjo ninguno. Se dejó llevar durante media hora hasta que, por misterioso acuerdo, todos hicieron un alto, y sin haber notado el menor roce salvo el contacto con su pareja. Jesús Arrabal lo habría calificado de milagro anarquista. Edipa, que no sabía qué calificación ponerle, sólo estaba exhausta. Hizo una semigenuflexión y se fue.

Al día siguiente, después de dormir doce horas sin haber tenido ningún sueño que contar, pagó la cuenta del hotel y bajó por la península en dirección a Kinneret. Mientras conducía, con tiempo de sobra para reflexionar en los sucesos de la víspera, había tomado la decisión de ver a su psicoanalista, el doctor Hilarius, para contárselo todo. Cabía la posibilidad de que estuviera entre los dedos comestibles, fríos y desudados de una psicosis. Había visto con sus propios ojos el funcionamiento de un circuito de R.E.S.T.O.S., a dos carteros de R.E.S.T.O.S., un buzón de R.E.S.T.O.S., sellos de R.E.S.T.O.S., matasellos de R.E.S.T.O.S. Y la imagen de la trompa con sordina inundaba prácticamente toda la bahía. Deseaba, sin embargo, que todo fuera fruto de la fantasía, consecuencia inequívoca de sus diversas heridas, necesidades, anfractuosidades ocultas. Deseaba que Hilarius le dijera que estaba chiflada, que necesitaba reposo, que no existía ningún Trystero. Deseaba saber por qué la posibilidad de que fuese real hacía que se sintiera amenazada de aquel modo.

Aparcó en el camino de entrada de la clínica de Hilarius poco después del ocaso. La luz de su despacho no parecía encendida. Las ramas de los eucaliptos silbaban a merced de la fuerte corriente de aire que fluía cuesta abajo, succionada por el mar del anochecer. A mitad del sendero empedrado la sobresaltó un insecto que le pasó rozando la oreja con un zumbido al que siguió al instante el ruido de un disparo. No es un insecto, se dijo Edipa, momento en que oyó otra detonación y ató cabos. Era un blanco perfecto a la luz del día moribundo; y sólo podía huir hacia la clínica. Se precipitó hacia las puertas de vidrio, vio que estaban cerradas y el vestíbulo a oscuras. Cogió una piedra de un macizo de flores y la arrojó sobre una de las puertas. Rebotó. Buscaba otra piedra cuando en el interior de la casa apareció una forma blanquecina, caracoleó hacia la puerta y la abrió. Era Helga Blamm, la antigua ayudante de Hilarius.

—Rápido —susurró mientras Edipa se colaba en la casa. La mujer estaba al borde de la histeria.

—¿Qué ocurre? —dijo Edipa.

—Se ha vuelto loco. Quise llamar a la policía, pero destrozó la centralita a silletazos.

—¿El doctor Hilarius?

—Está convencido de que le persiguen. —Riachuelos de lágrimas corrían formando meandros por los pómulos y mejillas de la enfermera—. Se ha encerrado en el despacho con un fusil. —Edipa recordó el Gewehr 43, de la guerra, que Hilarius guardaba como recuerdo.

—Me ha disparado. ¿Cree usted que alguien dará aviso?

—Bueno, ha disparado contra una docena de personas —contestó la enfermera Blamm, mientras la conducía a su propio despacho por el pasillo—. Sería conveniente que alguien diera parte. —Edipa advirtió que podía huirse fácilmente por la ventana.

—No ha escapado usted —dijo.

Blamm se acercó a una pila, abrió el grifo del agua caliente, llenó un par de tazas y mientras removía el café soluble la miró con perplejidad.

—Tal vez necesite ayuda.

—¿Quiénes dice que le persiguen?

—Tres hombres armados con subfusil ametrallador. Terroristas, extremistas, eso me pareció entender. Empezó por romper el interfono. —Miró a Edipa con cara de pocos amigos—. La culpa la tienen todos los pendones chiflados que vienen por aquí. En Kinneret no hay otra cosa. El pobre no daba abasto.

—He estado fuera unos días —dijo Edipa—. Tal vez yo pueda averiguar qué pasa. A lo mejor piensa que no represento para él ningún peligro.

Blamm se quemó la boca con el café.

—Usted póngase a contarle sus historias y verá qué pronto le da gusto al gatillo.

Apoyada ora en un pie ora en el otro, Edipa estuvo un rato cuestionándose su propia salud mental delante de la puerta del despacho de Hilarius, que no recordaba haber visto cerrada nunca. ¿Por qué no se había largado por la ventana de Blamm y leído el resto en la prensa?

—¿Quién anda ahí? —gritó Hilarius, que sin duda la había oído respirar.

—La señora Maas.

—Que Speer[4] y su ministerio de subnormales se pudran eternamente en los infiernos. ¿Sabe que casi ninguna de estas balas funciona?

—¿Puedo entrar? ¿Quiere que hablemos?

—Sí, eso es lo que queréis todos —dijo Hilarius.

—Estoy desarmada. Cachéeme si quiere.

—Y, mientras, usted me da un golpe de kárate en el espinazo; no, gracias.

—¿Por qué se opone a todo lo que le digo?

—Oiga —dijo Hilarius momentos más tarde—, ¿cree usted que soy un buen freudiano ortodoxo? ¿Me he apartado excesivamente de las normas en alguna ocasión?

—A veces hacía visajes —dijo Edipa—, pero no tiene importancia.

La réplica de Hilarius consistió en una prolongada carcajada de resentimiento. Edipa aguardó.

—Me he esforzado —dijo el comecocos desde el otro lado de la puerta— por someterme a ese individuo, al fantasma de ese judío cascarrabias. Me he esforzado porque mi fe arraigase en la verdad literal de todo cuanto escribió, incluidas las necedades y contradicciones. Es lo mínimo que podía hacer, nicht wahr? Una forma de expiación.

»Es probable que una parte de mí quisiera creer realmente, como un niño, rodeado de seguridad, que escucha un cuento de miedo, que el inconsciente venía a ser como una estancia más cuando se dejaba entrar la luz. Que las sombras desconocidas acababan por transformarse en caballos de juguete y muebles Biedermeier. Que la terapia lo ponía en orden en última instancia, lo devolvía a la sociedad sin temor de que el proceso diera marcha atrás en el futuro. Quería creer a pesar de todo lo que había hecho. ¿Se lo imagina?

La verdad es que no, porque ignoraba de todo punto qué había hecho Hilarius antes de presentarse en Kinneret. Entonces oyó sirenas a lo lejos, de las electrónicas que utilizaba la policía local y que sonaban igual que silbatos con varas de trombón a través de un sistema de megafonía. El ruido aumentó con pertinacia directamente proporcional.

—Les oigo, les oigo —dijo Hilarius—. ¿Cree que alguien me protegerá de esos extremistas? Pueden atravesar las paredes. Y se duplican: huyo de ellos, doblo una esquina y vuelvo a encontrármelos, y otra vez se lanzan en mi persecución.

—¿Me haría usted un favor? —preguntó Edipa—. No dispare a los polis, están de su parte.

—Los israelíes tienen acceso a todos los uniformes del mundo —dijo Hilarius—. No le respondo de la seguridad de esos «policías». Tampoco usted podría responderme acerca del lugar adonde me llevarían si me entregase, ¿verdad?

Edipa le oyó moverse por el despacho. Los ululatos sobrenaturales convergieron en ellos desde todos los puntos de la noche.

—Hay un visaje —dijo Hilarius— que usted no ha visto nunca; ni usted ni nadie de este país. Sólo lo he hecho una vez en la vida y es posible que el joven que lo vio aún se encuentre en Centroeuropa, aunque convertido ya en una desdichada legumbre. Ahora tendrá más o menos la edad de usted. Loco de atar. Se llamaba Zvi. ¿Querrá decirles a los «policías», o como quiera que se llamen esta noche, que puedo repetir el visaje? ¿Que tiene un radio de acción de unos cien metros y que todo el que tiene la desgracia de verlo acaba encerrado para siempre en la mazmorra más lóbrega, rodeado de fantasmas horribles, y con el cerrojo echado irrevocablemente sobre su cabeza? Muchas gracias.

Las sirenas habían llegado a la fachada de la clínica. Edipa oyó puertas de coche que se cerraban de golpe, policías que gritaban y de súbito un estrépito infernal cuando entraron. La puerta del despacho se abrió en aquel momento. Hilarius sujetó a Edipa por la muñeca, la arrastró al interior y volvió a echar la llave.

—Soy un rehén ahora, ¿no? —preguntó Edipa.

—Entonces, ¿con quién pensaba…?

—¿… que discutía mi caso? Con otra persona. Por una parte estoy yo, por la otra los demás. Ya sabe, con el LSD, según hemos comprobado, la diferencia se diluye. Los límites del yo pierden solidez. Aunque yo jamás he tomado esa droga, prefiero quedarme con una paranoia relativa, así por lo menos sé quién soy yo y quiénes son los demás. ¿No será por esto por lo que también usted se negaba a participar, señora Maas? —Se colgó el fusil del hombro y sonrió de oreja a oreja—. Bueno, bueno. Supongo que ha venido a entregarme un mensaje. De ellos. Diga lo que tenga que decir.

Edipa se encogió de hombros.

—Afronte sus responsabilidades sociales —le sugirió—. Acepte el principio de realidad. Son más que usted y están mejor armados.

—Oh, son más que usted. También allá eran más que nosotros. —La miró con falsa timidez.

—¿Dónde?

—Donde hice el visaje. Donde pasé el período de prácticas.

Edipa comprendió por encima a qué se refería Hilarius, pero para que concretase preguntó otra vez:

—¿Dónde?

—En Buchenwald —contestó Hilarius. Los polis se pusieron a aporrear la puerta del despacho.

—Tiene un fúsil —gritó Edipa— y yo estoy dentro.

—¿Y quién es usted, señora? —Edipa le contestó—. ¿Cómo se escribe su nombre de pila? Deletréelo, por favor. —El agente también tomó nota de su dirección, edad, teléfono, pariente más cercano, ocupación del marido, para decírselo a los medios de información. Hilarius registró su mesa en el ínterin en busca de más cartuchos—. ¿Podría usted tratar de convencerle de que deponga su actitud? —preguntó el agente—. A los muchachos de la tele les gustaría filmar por la ventana. ¿Podría entretenerle mientras?

—Ya veremos —dijo Edipa—, espérenme sentados por si acaso.

—Menudo lío han organizado entre todos —comentó Hilarius, asintiendo con la cabeza.

—Entonces ¿piensa usted —dijo Edipa— que quieren llevarle a Israel para juzgarle, como hicieron con Eichmann? —El comecocos siguió asintiendo—. Pero ¿por qué? ¿Qué hizo usted en Buchenwald?

—Trabajaba —respondió Hilarius— provocando enfermedades mentales de manera experimental. Un judío catatónico valía tanto como un judío muerto. Los círculos liberales de las SS pensaban que era más humano. —Y había acosado a los pacientes sirviéndose de metrónomos, culebras, estampas brechtianas de medianoche, extirpación quirúrgica de ciertas glándulas, alucinaciones de linterna mágica, fármacos de nuevo cuño, amenazas enumeradas por altavoces ocultos, hipnotismo, relojes que iban hacia atrás y visajes. Hilarius había sido el encargado de los visajes—. Los aliados —continuó recordando— llegaron, por desgracia, antes de que hubiéramos acumulado suficiente información. Al margen de éxitos espectaculares como con Zvi, era poco lo que podíamos presentar estadísticamente. —Sonrió al ver la cara que ponía Edipa—. Sé que usted me detesta. Pero ¿no me he esforzado acaso por reparar lo que hice? Si hubiera sido un nazi de verdad habría preferido a Jung, nicht wahr? Pero elegí a Freud el judío. En la concepción freudiana del mundo no existía Buchenwald. Buchenwald, según Freud, al hacerse la luz, se transformaba en un campo de fútbol, en niños regordetes y coloradotes que aprendían artes florales y solfeo en las cámaras de exterminio. Los hornos crematorios de Auschwitz se convertían en pastas de té y tartas nupciales, y las V-2 en pensiones para enanos. Traté de creérmelo todo. Dormía tres horas diarias procurando no soñar y las veintiuna restantes las pasaba obligándome a comulgar con ruedas de molino. Pero no ha bastado con esta penitencia. A pesar de todo lo que he hecho, ahora vienen ésos para llevárseme, igual que ángeles exterminadores.

—¿Qué tal va la cosa? —preguntó el poli.

—Tirando —dijo Edipa—. Le avisaré si se pone difícil. —Vio entonces que Hilarius había dejado el Gewehr encima del escritorio y que se encontraba al otro extremo del despacho, evidentemente para abrir un archivador. Se apoderó del arma, le apuntó con ella y afirmó—: Debería acabar con usted. —Sabía que Hilarius se había desprendido del fusil para que ella lo cogiese.

—¿No la han enviado acaso para eso? —Bizqueó sin dejar de mirarla y sacó la lengua, a ver qué ocurría.

—Vine —dijo ella— con la esperanza de que me desapareciese una fantasía hablando con usted.

—¡No lo haga y trátela con amor! —Exclamó Hilarius vehementemente— ¿Qué otra cosa le queda? Sujétela bien por su minúsculo tentáculo, no permita que los freudianos se la arrebaten con zalamerías ni que los farmacéuticos se la eliminen a fuerza de pócimas. Sea cual fuere, cuídela con cariño, porque si la perdiese, por ese pequeño detalle sería usted como los demás. Y empezaría a dejar de existir.

—¡Entren! —gritó Edipa.

Los ojos de Hilarius se anegaron en lágrimas.

—¿No va a disparar?

El agente trasteó con el tirador de la puerta.

—Oiga, que está cerrada —dijo.

—Échenla abajo —rugió Edipa—, que Hitler Hilarius pagará la factura.

Ya en el exterior, mientras los patrulleros rodeaban a Hilarius con nerviosismo y esgrimiendo porras y camisas de fuerza que no iban a necesitar, y mientras tres ambulancias de sendas empresas rivales reculaban desgañotándose hacia el césped y hacían auténticas proezas para situarse, obligando a la sollozante Helga Blamm a insultar a los conductores, Edipa, entre los focos y la multitud de mirones, vio una unidad móvil de Radio REDOJ y, dentro de ella, a su consorte Mucho, ganándose a los radioyentes micrófono en mano. Edipa se abrió paso entre los flashes de las cámaras fotográficas y metió la cabeza por la ventanilla.

—Hola.

Mucho apretó el interruptor que se aprovecha para toser, pero se limitó a sonreír. Fue un ademán extraño. ¿Cómo iban a oír una sonrisa los radioyentes? Edipa se metió en la furgoneta procurando no hacer ruido. Mucho le puso el micro en la boca y murmuró:

—Estás en antena, compórtate con naturalidad. —Acto seguido, con su voz seria de locutor—: ¿Qué piensa usted de este suceso realmente dramático?

—Ha sido realmente dramático —respondió Edipa.

—Fabuloso —exclamó Mucho. La obligó a contar a los radioyentes un resumen de lo ocurrido en el despacho—. Muchas gracias, señora Edna Mosh —dijo para terminar— por el testimonio directo que nos ha dado usted del asedio a la Clínica Psiquiátrica Hilarius. Aquí la Segunda Unidad Móvil de Radio REDOJ, devolvemos la conexión a nuestros estudios, adelante «Conejo» Warren. —Apagó la emisora. Algo no andaba del todo bien.

—¿Edna Mosh? —dijo Edipa.

—Tranquila, quedará estupendamente —dijo Mucho—. He distorsionado la emisión con este aparatejo y quedará igual cuando la graben en los estudios.

—¿Adónde se lo llevan?

—Al clínico, supongo —conjeturó Mucho—, para tenerlo en observación. Aunque no sé qué diantres podrán observar.

—Israelíes —dijo Edipa— entrando por la ventana. Si no hay ninguno, entonces es que está loco. —Se acercaron algunos agentes y estuvieron un rato charlando. Le dijeron que no saliera de Kinneret por si el caso pasaba a los tribunales. Cuando hubo terminado todo, Edipa regresó al coche alquilado y siguió a Mucho hasta los estudios. Aquella noche tenía el turno de una a seis de la mañana.

En el pasillo que desembocaba en la rechinante y ruidosa sala de teletipos, mientras Mucho escribía a máquina el reportaje en las oficinas del piso superior, Edipa se encontró casualmente con el director de programas, César Funch.

—Me alegro de que hayas vuelto —le dijo éste a modo de saludo, y estaba claro que no se acordaba de su nombre de pila.

—¿De veras? —dijo Edipa—. ¿Por qué?

—Hablando con franqueza —le confió Funch—, desde que te fuiste, Wendell no es el mismo.

—¿Quién es entonces? —preguntó Edipa, notando que se le subía el cabreo porque Funch tenía razón—. ¿Ringo Starr? —Funch se batió en retirada—. ¿Chubby Checker —fue tras él hacia el vestíbulo—, los Puretas Brothers? ¿Y por qué me lo cuenta a mí?

—Todos los susodichos, señora Maas —dijo Funch, que ya no sabía dónde meterse.

—Llámeme Edna, por favor. ¿Qué ha querido decir?

—A sus espaldas —dijo Funch con voz quejumbrosa— le llaman N Brothers. Está perdiendo su identidad, Edna, no sé de qué otro modo puedo decirlo. Cada día que pasa es menos él mismo y más general. Entra en una reunión de la plantilla y la sala se llena de gente. Es una colectividad con patas.

—Imaginaciones suyas —dijo Edipa—. Seguro que ha vuelto usted a dar unas caladas a un cigarrillo sin marca.

—No te burles. Compruébalo tú misma. Tenemos que estar unidos. Nadie más se preocupa por él.

Cuando estuvo sola, tomó asiento en un banco que había junto a la puerta del Estudio A, mientras oía poner discos a «Conejo» Warren, el colega de Mucho. Mucho bajó con el texto mecanografiado, respirando una serenidad desconocida en él. Antes andaba encorvado y parpadeaba a velocidad de vértigo; los dos defectos habían desaparecido.

—Espérame —le dijo con una sonrisa, pasó de largo y se fue reduciendo de tamaño a medida que se alejaba por el pasillo. Edipa le observó por detrás, por si veía alas o halos.

Estuvieron juntos hasta que Mucho tuvo que entrar a trabajar. Fueron a un bar-pizzería del centro y se contemplaron a través del catalejo dorado de una jarra de cerveza.

—¿Cómo te va con Metzger? —preguntó él.

—No hay nada —dijo ella.

—Ya no, por lo menos —dijo Mucho—. Lo adiviné en cuanto te oí hablar por el micro.

—Muy amable —dijo Edipa. No podía descifrar la expresión de Mucho.

—Es fantástico —dijo éste—, todo ha consistido…, un momento. Escucha, escucha. —Edipa no oía nada que se saliera de lo corriente—. Hay diecisiete violines en esa pieza —continuó Mucho— y uno…, maldita sea, no sabría decir qué posición ocupaba porque la retransmiten en mono. —Edipa se dio cuenta entonces de que Mucho se refería a la música ambiental. Desde que habían entrado en el establecimiento, la música, a base de cuerdas, madera y metal con sordina, se les había infiltrado de manera subrepticia, inidentificable e inconsciente.

—¿Qué le pasa? —dijo Edipa con algo de nerviosismo.

—Es la cuerda de mi —contestó Mucho—, está desafinada unos ciclos. No es un músico de estudio. ¿Crees que con una cuerda así podría interpretarse el fragmento de los huesos de dinosaurio? ¿Sólo con las notas de ese pasaje? Imagínate cómo tendrá el oído, la oreja, los músculos de las manos y los brazos, imagínate al hombre entero. ¿Verdad que es maravilloso?

—¿Y por qué te interesa tanto?

—Era un músico de carne y hueso. No era música sintética. Si quisieran, podrían prescindir de los músicos de carne y hueso. Mezclas los armónicos que te interesan a la potencia que quieres y te saldrá música de violín. Pasa igual que conmigo… —titubeó y acto seguido esbozó una sonrisa espléndida—. Pensarás que estoy loco, Ed, pero yo sé hacer lo mismo al revés. Escucho una melodía y la descompongo. Análisis espectrométrico, aquí, en el coco. Sé descomponer acordes, timbres, y también palabras, en todas sus frecuencias y armónicos, con la diferente fuerza e intensidad con que se emiten, y oírlos como sonidos puros, pero todos a la vez.

—¿Y cómo lo haces?

—Es que para cada uno tengo un microcanal —explicó Mucho con entusiasmo—, y cuando me hacen falta más, los amplío. Añado los que necesito. No sé cómo funciona, pero últimamente sé hacerlo también con las personas cuando hablan. Di: «rico, achocolatado, bondad».

—Rico, achocolatado, bondad —repitió Edipa.

—Sí —dijo Mucho y guardó silencio.

—¿Qué más? —preguntó Edipa al cabo de unos minutos, con un deje de crispación en la voz.

—Me di cuenta anoche, mientras oía recitar un anuncio a Conejo. Quién hable carece de importancia porque los distintos espectros de intensidad son los mismos, con un pequeño porcentaje de más o de menos. Conejo y tú tenéis algo en común ahora. Más que eso. Todos los que dicen las mismas palabras son la misma persona cuando el espectro coincide, sólo que en un tiempo distinto, ¿lo captas? Pero el tiempo es contingente. Se escoge el punto cero donde se quiere, así puede eludirse la andadura cronológica del prójimo hasta que se da la coincidencia. Podrías reunir un coro de doscientos millones de individuos que dijeran a la vez «rico, achocolatado, bondad»: la voz sería la misma.

—Mucho —dijo Edipa, impaciente pero también dándole vueltas a una sospecha traída por los pelos—, ¿a eso se refiere Funch cuando dice que cada vez te pareces más a una sala llena de gente?

—Eso es lo que soy —dijo Mucho—, es cierto. Todo el mundo lo es. —Se quedó mirándola, acaso por haber concebido su imagen de la armonía colectiva como otros tienen orgasmos, con la cara despejada, cordial, en paz. Ya no conocía a su marido. El miedo empezó a salirle de alguna zona oscura de la cabeza—. Cada vez que me pongo los auriculares —prosiguió Mucho—, entiendo de veras lo que encuentro allí. Cuando esos chicos cantan lo de She loves you, es eso, she loves, ella ama, y ella es cualquiera y mucha gente, de cualquier parte del mundo, de cualquier época pasada, de cualquier color, tamaño, edad, forma, cerca o lejos de la tumba, pero el caso es que ama. Y el you, a ti, se refiere a todo el mundo. Y a ella misma también. Edipa, la voz humana es un milagro pasmoso. —Finalizó, con ojos radiantes que reflejaban el color de la cerveza.

—Cariño —le dijo Edipa, impotente, sin saber qué hacer ante tamaña situación y temerosa por él.

Mucho puso en el centro de la mesa un frasco de plástico transparente. Edipa se quedó mirando las pastillas que había dentro y comprendió.

—¿Es ácido? —preguntó. Mucho le sonrió—. ¿Dónde lo has conseguido? —Aunque lo sabía.

—Hilarius. Amplió el programa e incluyó a los maridos.

—Respóndeme —dijo Edipa haciéndose la mujer práctica—, ¿cuánto tiempo hace que estás en esto?

La verdad es que Mucho no se acordaba.

—Pero cabe la posibilidad de que no te hayas vuelto adicto aún.

—Ed —dijo mirándola con desconcierto—, esto no produce adicción. No te da el síndrome de abstinencia. Se toma porque gusta. Porque se oyen y ven cosas, incluso se huelen y se saborean de un modo irrepetible. Eres una antena y transmites tu rollo a un millón de vidas cada noche, y esas vidas son tuyas también. —Mucho había adoptado una actitud paciente y maternal. A Edipa le entraron ganas de atizarle en la boca—. No es sólo que las canciones digan algo, es que son algo, sonido puro. Algo distinto. Y mis sueños han cambiado.

—Perfecto. —Dijo Edipa, sacudiéndose el pelo un par de veces, furiosa—. ¿Se han acabado las pesadillas? Genial. O sea que tu última amiguita, quienquiera que sea, lo ha conseguido. A esa edad, ya se sabe, se duerme todo lo que se puede.

—No hay ninguna amiguita, Ed. Deja que te lo explique. La pesadilla que tenía continuamente, la de los lotes de coches, ¿te acuerdas? No podía hablarte de ella. Pero ahora sí. Ya no me molesta. Se trataba de un cartel que había allí, eso era lo que me asustaba. En el sueño yo iba a tener un día de trabajo normal, pero de repente, sin previo aviso, veía el cartel. Yo era miembro de la NADA, la National Automobile Dealer’s Association [Asociación Nacional de Vendedores de Automóviles]. Y sólo era aquel rótulo rechinante de metal que decía NADA, NADA, sobre el azul del cielo. Me despertaba gritando.

Edipa se acordaba. Mucho ya no volvería a tener miedo, por lo menos mientras tuviera las pastillas. No acababa de hacerse a la idea de que no había vuelto a verlo desde el día en que lo abandonara para poner rumbo a San Narciso. Mucho se había vuelto tan borroso como el tiempo transcurrido.

—Ed, escucha, escucha —le decía—, coge la onda. —Pero Edipa no podía ya ni identificar la melodía.

Cuando se le hizo la hora de volver a la emisora, Mucho señaló las pastillas con la cabeza.

—Quédatelas.

Edipa dijo que no con la cabeza.

—¿Vuelves a San Narciso?

—Sí, esta misma noche.

—Pero la poli…

—Seré una fugitiva. —No podría recordar después si había añadido algo. En la emisora se dieron un beso de despedida, todos. Mucho se alejó silbando algo enrevesado, dodecafónico. Edipa apoyó la frente en el volante y se acordó de que no le había preguntado por el matasellos Trystero que había visto en la carta de Mucho. Pero ya era demasiado tarde para que tuviera importancia.