Capítulo 2

Así pues, se marchó de Kinneret sin saber que ponía rumbo a algo diferente. Mucho Maas, enigmático, silbando Quiero besarte los pies, la nueva canción de Dick el Sucio y los Volkswagen (grupo británico que en aquel momento le gustaba, pero en el que no creía), permaneció con las manos en los bolsillos mientras ella le hablaba de pasar un tiempo en San Narciso para inspeccionar los libros y archivos de Pierce y parlamentar con Metzger, el otro albacea. Mucho se puso triste al verla partir, pero no más de la cuenta, así que, tras sugerirle que colgara si llamaba el doctor Hilarius y que cuidase del orégano del huerto, Edipa se marchó.

San Narciso estaba más al sur, cerca de Los Angeles. Al igual que muchos puntos renombrados de California, era menos una población con personalidad que una agrupación de funciones, oficinas de empadronamiento, áreas donde se emitían bonos y obligaciones de finalidad particular, centros comerciales, y todo ello surcado por carreteras de acceso a su propia autopista. Pero aquel había sido el domicilio de Pierce, y también su cuartel general: el punto desde donde había comenzado a especular con el suelo hacía diez años y donde había echado los cimientos económicos sobre los que todo había ido creciendo, aunque de manera irregular, o grotesca, hacia las alturas; y era esto, en su sentir, lo que lo volvía excepcional, lo que lo rodeaba de cierta aureola. Porque a simple vista no se apreciaba si había alguna diferencia fundamental entre aquella población y el resto de la Baja California. Llegó un domingo en un Impala alquilado. No ocurría nada especial. Desde lo alto de una cuesta, con los ojos entornados a causa del sol, contempló una vasta alfombra de edificaciones que habían crecido juntas, como las mieses bien cuidadas, de la tierra de color pardo apagado; y recordó la ocasión en que, al abrir un transistor para cambiarle las pilas, había visto por primera vez en su vida lo que era un circuito impreso. El ordenado laberinto de edificios y calles, contemplado desde una perspectiva elevada, se extendía ante ella con la misma claridad impensada y pasmosa que la placa del circuito. Aunque sabía menos de transistores que de californianos del sur, en la forma exterior de unos y otros había algo cifrado y de significado oculto, de orientación comunicativa. No parecía haber límites a lo que el circuito impreso habría podido decirle (si hubiera querido averiguarlo); por ello, nada más cruzar la entrada de San Narciso, una revelación cruzó también las puertas de su entendimiento. El smog coronaba el horizonte curvo por completo, el sol que bañaba los campos iluminados de beige resultaba angustiante; ella y el Chevy [Chevrolet] parecían estacionados en el núcleo de un momento singular, religioso. Como si se articulasen palabras en otra frecuencia o brotaran del eje de algún remolino que girase con excesiva lentitud para que su piel caldeada notase su frescura centrífuga. Tal recelaba ella. Pensó en Mucho, su marido, y sus esfuerzos por creer en su trabajo. ¿Se parecía aquello a lo que él experimentaba al mirar por el vidrio insonorizado a un colega, con los auriculares puestos y acompañando el siguiente disco con movimientos tan estilizados como para el sacerdote podría serlo la manipulación de los santos óleos, el incensario, el cáliz, y no obstante realmente sintonizado con la voz, voces, la música, su mensaje, envuelto en ella, comprendiéndola, al igual que todos los fieles a quienes se dirigía? ¿Observaba desde fuera el interior del Estudio A, sabiendo que aunque la oyese no podría creer en ella?

Lo dejó por el momento, como si una nube se hubiera acercado al sol o el smog se hubiese condensado e interrumpido de esta suerte el «momento religioso», fuera cual fuese la naturaleza del mismo; reanudó la marcha y condujo a unos ciento diez kilómetros por hora por el canturreante asfalto de una autopista que pensó iba a Los Angeles y por la que se adentró en un barrio no mucho más ancho que el magro terreno abarcado por la autopista, flanqueado por zonas de estacionamiento, oficinas de contratación de servicios, drive-ins, pequeñas construcciones con despachos y fábricas cuyo número domiciliario alcanzaba la séptima y la octava decena de millar. Nunca había visto números tan altos. No parecía normal. A la izquierda vio una sucesión de grandes edificios dispersos, de color rosa, rodeados por kilómetros de cerca coronada de alambre espinoso e interrumpida de tarde en tarde por torres de vigilancia: no tardó en rebasar con silbido vertiginoso una puerta flanqueada por dos cohetes de veinte metros, con la palabra YOYODYNE escrita sin ostentación en la punta cónica. Se trataba de la principal fuente de puestos de trabajo de San Narciso, la División Galactrónica de Yoyodyne, S.A., uno de los gigantes de la industria aeroespacial. Casualmente sabía que Pierce había sido propietario de un buen paquete de acciones, que en cierto modo había hecho gestiones para llegar a un acuerdo con la inspección provincial de Hacienda con objeto de que Yoyodyne se instalase allí desde el principio. Como Pierce le había explicado, era parte del papel de padre de la patria.

El alambre espinoso volvió a dar paso al conocido desfile de nuevos mayoristas de maquinaria en oficinas prefabricadas de piedra artificial beige, fabricantes de colas y barnices, fábricas de bombonas de gas, fábricas de cierres metálicos, almacenes y demás. El domingo lo había reducido todo al silencio y la inmovilidad, excepción hecha de alguna que otra inmobiliaria o zona de carga y descarga de camiones. Edipa tenía intención de detenerse en el primer motel que viera, aunque fuese feo, pues la quietud y el estar entre cuatro paredes en cierto momento se le habían vuelto preferibles a aquel espejismo de velocidad, libertad, el cabello al viento y paisaje continuo que no eran tales. La carretera, pensó, era en el fondo una aguja hipodérmica clavada más adelante en una vena de la autopista principal, una vena que alimentaba el sistema circulatorio de Los Angeles para que se sintiera alegre, compacta, libre de dolor o lo que en el caso de una ciudad equivalga al dolor. Pero aunque Edipa hubiese sido un cristal disuelto de heroína urbana, Los Angeles, de todas todas, no estaría menos drogada por su ausencia.

A pesar de todo, al observar el motel siguiente titubeó un instante. Una ninfa construida con una lámina de metal pintado sostenía una flor blanca a cinco metros de altura; el rótulo, encendido a pesar del sol, decía JARDINES DE ECO. La cara de la ninfa Eco se parecía mucho a la de Edipa, detalle que no la sobresaltó tanto como el oculto chorro de aire que mantenía en agitación constante su quitón de seda, poniendo al descubierto, a cada sacudida de la prenda, unos pechos colosales de pezón bermejo y unos muslos largos de color de rosa. La ninfa esbozaba una sonrisa boquipintada y pública, no la de una puta exactamente, pero por otra parte muy lejos de la de una ninfa que se consumiera de amor. Edipa detuvo el coche en el aparcamiento, bajó y se detuvo durante un momento, a merced del sol tórrido y de la absoluta inmovilidad del aire, para contemplar en lo alto la ventolera artificial que elevaba la gasa unos dos metros. Acordándose del remolino lento que imaginara, de las palabras que no alcanzaba a oír.

Para el tiempo que pensaba estar allí, la habitación cumpliría bien su cometido. La puerta daba a un patio alargado con una piscina cuya superficie estaba aquel día en calma y llena de reflejos de la luz solar. Al otro extremo había una fuente con otra ninfa. Todo estaba inmóvil. Si había otras personas detrás de las puertas restantes o mirando por las ventanas, amordazadas todas por el rugiente acondicionador de aire, ella no las veía. El administrador, un adolescente de unos dieciséis años que había abandonado los estudios y que se llamaba Miles, llevaba el pelo cortado a lo Beatle y lucía una chaqueta de muaré, sin solapas ni puños y de un solo botón, le llevó los bultos mientras canturreaba para sí, tal vez para ella:

LA CANCION DE MILES

Yo estoy gordo y no puedo bailar

Es lo que me dices siempre sin parar

Cuando tú me quieres fastidiar

Yeah, beibi, ésa es la verdad

Pero yo a la moda estoy, uh, uh

Cierra la bocaza ya, sí, sí

Porque no puedo con el Frug

Pero me atrevo con el Swim.

—Es muy bonita —dijo Edipa—, pero ¿por qué cantas con acento británico si no hablas así?

—Es que estoy en un conjunto —le contó Miles—, los Paranoides. Estamos empezando. Nuestro agente dice que hay que cantar así. Vemos muchas películas británicas, para captar el acento.

—Mi marido es pinchadiscos —dijo Edipa tratando de ser útil—, no es más que una emisora de mil vatios, pero si tuvieras una cinta se la podría pasar para que la emitiera.

Una vez dentro, Miles cerró la puerta y le espetó con cara de astucia:

—¿Y qué pides a cambio? —interrogó acercándosele—. ¿Quieres acaso lo que yo creo que quieres? Soy Jimmy el Discreto, nena, eficacia garantizada. —Edipa se hizo con el arma que tenía más a mano, que dio la casualidad de que era la antena en forma de V de la tele del rincón—. Ah —continuó Miles, deteniéndose—. También tú me detestas. —Sus ojos relampagueaban detrás del flequillo.

—Eres un paranoide —dijo Edipa.

—Tengo un cuerpo joven y esbelto —dijo Miles—. Creía que era lo que buscabais las señoras otoñales. —Se fue tras sacarle unas monedas por haberle llevado los bultos.

Aquella noche se presentó el abogado Metzger. Era tan apuesto que lo primero que pensó Edipa fue que le querían tomar el pelo. Tenía que ser una estrella de cine. Metzger se quedó en la puerta, la piscina rectangular que había a sus espaldas tiritaba en silencio mientras dispersaba con dulzura la luz del cielo nocturno, y dijo:

—Señora Maas —sonó como un reproche. Sus ojos grandes y dulces, de pestañas exageradas, le sonrieron con malicia; Edipa miró a su alrededor en busca de focos, micrófonos, los cables de las cámaras, pero allí sólo estaba él, él y una desenvuelta botella de vino del Beaujolais que había introducido de matute en California el año anterior, según dijo aquel forajido jovial, delante mismo de los aduaneros—. ¿No cree —murmuró— que después de haberme pasado el día entero buscándola por todos los moteles merezco que me deje entrar?

Edipa había planeado para aquella noche algo tan exento de complicaciones como ver Bonanza en la tele. Se había puesto unos pantalones ceñidos de algodón y un jersey negro y holgado, y el pelo le caía suelto por los hombros. Era consciente de su buen aspecto.

—Pase —dijo—, pero sólo tengo un vaso.

—Yo —le hizo saber el gallardo Metzger— beberé directamente de la botella. —Entró y tomó asiento en el suelo, con traje y todo. Descorchó la botella, sirvió a Edipa y se pusieron a charlar. No había ido muy desencaminada Edipa al pensar que era actor de cine. Hacía veintitantos años Metzger había sido uno de aquellos niños prodigio que salían por entonces en el cine, donde había actuado con el nombre artístico de El Pequeño Igor—. Mi madre —le contó con resentimiento— en el fondo solamente quería explotarme, sí, como una pierna de cordero puesta a secar, quería chuparme hasta la última gota. En ocasiones me pregunto —dijo echándose atrás el pelo con la mano— si lo consiguió. La idea me asusta. Ya sabe usted en qué convierten a sus hijos varones ese tipo de madres.

«Pues usted no parece…», fue a decir Edipa, pero cambió de idea.

Metzger le sonrió poniendo al descubierto una dentadura grande y desigual.

—Las apariencias ya no significan nada —dijo—. Yo vivo dentro de mi envoltura exterior y no estoy seguro. La posibilidad me obsesiona.

—¿Y con qué frecuencia —preguntó Edipa, convencida ya de que todo era palabrería— te ha dado resultado esa táctica de abordaje, Pequeño Igor?

—Voy a decirte algo —dijo Metzger—, Inverarity sólo te mencionó en una ocasión.

—¿Erais íntimos?

—No. Es que redacté el testamento. ¿No quieres saber lo que me dijo?

—No —contestó Edipa y encendió el televisor. En la pantalla apareció una criatura de sexo indeterminado, con las piernas desnudas apretadas con torpeza, los rizos que le llegaban hasta el hombro confundiéndose con el pelaje corto de un San Bernardo que, según observó Edipa, se puso a lamer las sonrosadas mejillas de la criatura con su larga lengua, obligando a la criatura a arrugar la nariz con mucha gracia y a decirle: «Vamos, Murray, por favor, me estás empapando».

—¡Soy yo, soy yo! —exclamó Metzger—, alabado sea Dios.

—¿Cuál?

—Esa película se llama —chascó los dedos— Rechazado.

—Y era sobre ti y tu madre.

—Sobre ese niño y su padre, al que han expulsado del ejército británico por cobardía, aunque en realidad lo ha hecho para encubrir a un amigo, ¿comprendes?, y para redimirse va con el niño detrás de su antiguo regimiento y lo siguen hasta Galípoli, donde el padre construye un submarino de bolsillo y todas las semanas cruzan el estrecho de Dardanelos, entran en el mar de Mármara y torpedean a los barcos mercantes turcos, el padre, el hijo y el San Bernardo. El perro se instala ante el periscopio y ladra cada vez que ve algo.

Edipa se sirvió otro vaso.

—No hablas en serio.

—Escucha, escucha, ahora canto yo. —Y era verdad, porque el niño, el perro y un anciano y alegre pescador griego que había salido de la nada con una cítara, estaban ahora ante una transparencia que mostraba una falsa playa crepuscular del Dodecaneso, y el niño se ponía a cantar:

LA CANCION DEL PEQUEÑO IGOR

Frente al huno y el turco no retrocedimos jamás

yo, mi perro y mi papá.

Los años de peligro nos unieron bien

igual que los Mosqueteros los tres.

Pronto avistará nuestro periscopio Estambul

cuando surquemos de nuevo el mar azul.

Para salvar a los soldados nos haremos a la mar

sólo yo, mi perro y mi papá.

Hubo un intervalo musical protagonizado por el pescador y su instrumento, tras el que el pequeño Metzger volvía a comenzar mientras su maduro doble, a pesar de las objeciones de Edipa, le acompañaba sin desafinar una sola nota.

«O Metzger lo ha trucado todo», pensó Edipa de repente, «o ha sobornado al técnico de la emisora local para que emitan esta película, todo es parte de un plan, un complicado plan de seducción. Ay, Metzger.»

—No has cantado —observó Metzger.

—No conocía la canción —dijo Edipa sonriendo. Vino entonces un ruidoso anuncio de Lagunas de Fangoso, una urbanización reciente al oeste de allí.

—Una de las inversiones de Inverarity —apuntó Metzger. La adornarían canales que dispondrían de embarcaderos privados para motoras, un club social flotante en el centro de un lago artificial, en cuyo fondo habría galeones restaurados e importados de las Bahamas; fragmentos de columnas atlánteas y frisos de Canarias; esqueletos humanos de verdad procedentes de Italia; conchas de almeja gigante de Indonesia: y todo para diversión de los amigos del buceo. En la pantalla apareció un plano del lugar, Edipa boqueó con ruido, Metzger se volvió a mirarla por si lo había hecho por él. Pero lo había hecho porque había recordado el momento en que, a mediodía, se había puesto a otear el paisaje en lo alto de una cuesta. Volvía a presentir la inmediación, una hierofanía en potencia: el circuito impreso, las calles de flexible curvatura, el acceso privado al agua, el Libro de los Muertos…

La vuelta de Rechazado la cogió por sorpresa. El submarino de bolsillo, bautizado Justine por el nombre de la madre muerta, estaba en el muelle recogiendo todas las jarcias. Se había reunido un pequeño grupo para despedirle y en él podía verse al viejo pescador y su hija, una nínfula pernilarga y de pelo rizado que, si tenía que haber un final feliz, se quedaría con Metzger al acabar; y una enfermera británica agregada a las misiones, con un cuerpo morrocotudo, que al final se quedaría con el padre de Metzger; incluso una perra mastina que no le quitaba ojo a Murray, el San Bernardo.

—Mira, mira —dijo Metzger—, ahora es cuando tenemos problemas en el estrecho. Una putada por culpa de los campos de minas de Kephez, pero Jerry acaba de echar una red enorme, hecha con cable de seis centímetros de grosor.

Edipa volvió a llenarse el vaso.

Ya estaban tumbados, mirando la pantalla y rozándose ligeramente con la cadera. En el televisor se oyó una explosión terrible.

—¡Minas! —exclamó Metzger, tapándose la cabeza y dando vueltas en el suelo, alejándose de Edipa.

«Papá», balbució el Metzger de la película, «tengo miedo.» En el interior del submarino de bolsillo reinaba el caos, el perro corría de un lado para otro escupiendo baba que se mezclaba con el agua que brotaba a chorro por una grieta del casco que el padre trataba de tapar con su camisa. «Hay una solución», dijo el padre, «bajar al fondo y pasar por debajo de la red.»

—Absurdo —dijo Metzger—. Se había practicado una abertura para que los submarinos alemanes la cruzaran para atacar a la flota británica. Todos nuestros submarinos de clase E utilizaban esa abertura.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Acaso no estuve allí?

—Pero… —fue a decir Edipa cuando de pronto advirtió que se les había acabado el vino.

—Ajá —dijo Metzger mientras de un bolsillo interior de la chaqueta sacaba una botella de tequila.

—¿Sin limón? —preguntó Edipa con animación peliculera—. ¿Sin sal?

—Eso es para los turistas. ¿Utilizó limones Inverarity cuando estuvisteis allí?

—¿Cómo sabes que estuvimos allí? —Le vio llenar el vaso y a medida que ascendía el nivel del licor aumentaba su antimetzgerismo.

—Lo dedujo en calidad de gastos profesionales. Fui yo quien le hizo la declaración de Hacienda.

—Una relación económica —masculló Edipa—, tú y Perry Mason sois tal para cual, es de lo único que sabéis los picapleitos.

—Pero nuestra belleza —dijo Metzger— estriba en esta dilatada capacidad para las circunvoluciones. Un abogado, en una sala de autos, delante de un jurado, se convierte en actor, ¿verdad? Raymond Burr es un actor que interpreta el papel de un abogado que, delante de un jurado, se vuelve actor. En cuanto a mí, soy un antiguo actor que se ha hecho abogado. Acaba de rodarse el episodio piloto de una teleserie basada libremente en mi historia profesional y protagonizada por mi amigo Manny Di Presso, un antiguo abogado que abandonó el bufete para ser actor. El cual, a su vez, en este episodio piloto me interpreta a mí, un actor convertido en abogado que de vez en cuando vuelve a ser actor. La película está en un estudio de Hollywood, en una cámara acorazada con aire acondicionado, la luz no la afecta y puede proyectarse interminablemente.

—Tienes problemas —dijo Edipa con los ojos puestos en la pantalla y notando la calidez del muslo masculino a través de los pantalones de ambos.

—Los turcos están arriba con reflectores —le explicó Metzger poco después, sirviéndose tequila y contemplando la inundación del submarino de bolsillo—, lanchas patrulleras y ametralladoras. ¿No te apetece apostar a ver qué pasa?

—Claro que no —dijo Edipa—. La película ya está hecha. —Metzger se limitó a sonreír—. Una de tus proyecciones interminables.

—Pero tú no sabes aún cómo termina —dijo Metzger—. No la has visto.

En la pausa de los anuncios irrumpió uno ensordecedor de Cigarrillos Beaconsfield, cuya ventaja consistía en que tenían carbón de huesos en el filtro, lo mejor de lo mejor.

—¿Huesos de qué? —preguntó Edipa.

—Inverarity lo sabía. Era dueño del cincuenta y uno por cien de la empresa que fabrica el filtro.

—Explícamelo.

—Otro día. Ahora tienes ocasión de apostar. ¿Saldrán de ésta o no?

Edipa se sentía borracha. Se le ocurrió pensar, sin un motivo concreto, que aquel valeroso trío, a fin de cuentas, podía perecer en el empeño. No sabía cuánto faltaba para el final. Consultó el reloj, pero se le había parado.

—Es ridículo —repuso—, claro que se salvarán.

—¿Cómo lo sabes?

—Todas estas películas terminaban bien.

—¿Todas?

—Casi todas.

—Eso reduce las probabilidades —dijo Metzger con superioridad.

Edipa lo miró de reojo a través del vidrio del vaso.

—Dame una pista.

—Lo sabrías enseguida.

—Bien —dijo ella con un chillido, algo confusa quizás—. Apuesto una botella de lo que sea. Tequila, por ejemplo. A que no te salvas. —Sintiéndose como si le hubieran sonsacado estas palabras.

—Que no me salvo. —Se puso a reflexionar—. Si te bebieras otra botella esta noche, te quedarías frita —dijo—. No.

—¿Qué quieres apostar entonces? —Edipa lo sabía. Se miraron a los ojos con insistencia durante lo que pareció un intervalo de cinco minutos. Edipa oía los anuncios seguidos, uno tras otro, entrando y saliendo por el altavoz del aparato. Estaba cada vez más furiosa, tal vez sobreexcitada, tal vez sólo impaciente porque se reanudara la película.

—De acuerdo —concedió al fin, ensayando un tono de voz intransigente—, apostemos. Lo que quieras. A que no te salvaste. A que los tres os convertisteis en carroña para los peces en el fondo de los Dardanelos, tú, tu perro y tu papá.

—Trato hecho —dijo Metzger arrastrando las palabras, cogiéndole la mano como para sellar el pacto; pero en vez de chocársela le besó la palma y durante unos segundos pasó la punta seca de la lengua por entre las rayas del destino, las inmutables paralelas saladas de la identidad de Edipa. Entonces ella se preguntó si en el fondo estaría ocurriendo lo mismo, por ejemplo, que cuando se acostó por primera vez con Pierce, el difunto. Pero en aquel instante se reanudó la película.

El padre estaba acurrucado en el agujero abierto por una bomba en los acantilados cortados a pico de la cabeza de playa de Anzac, mientras la metralla turca barría la zona. Por ninguna parte se veía al Pequeño Igor ni a Murray, el perro.

—Pero ¿qué demonios pasa? —preguntó Edipa.

—¡Ay, Dios! —dijo Metzger—, por lo visto han cambiado el orden de las bobinas.

—¿Esto es antes o después? —preguntó Edipa y alargó la mano para coger la botella de tequila, movimiento con el que acercó el pecho a la nariz de Metzger. Metzger, el cómico incontenible, bizqueó antes de contestar.

—Si te lo digo, te daría una pista.

—Venga. —Le rozó la nariz con una de las cúspides acolchadas del sostén y se sirvió alcohol—. O rompemos la apuesta.

—Ni hablar —dijo Metzger.

—Dime por lo menos si están allí los de su antiguo regimiento.

—Tú sigue —dijo Metzger—, sigue haciendo preguntas. Pero por cada contestación tendrás que quitarte una prenda. Lo llamaremos Strip Botticelli.

Edipa tuvo una idea genial:

—De acuerdo —accedió—, pero antes quiero ir al lavabo. Cierra los ojos, vuélvete y no mires.

En la pantalla, el River Clyde, un barco carbonero que transportaba dos mil hombres, llegó a la playa de Sedd-el-Bahr en medio de un silencio sobrenatural. «Ya hemos llegado, chicos», dijo entre susurros una voz con falso acento británico. De pronto abrió fuego desde la costa un tropel de fusiles turcos y empezó la carnicería.

—Esta parte me la conozco —dijo Metzger con los ojos cerrados con fuerza y alejando la cabeza del aparato—. La sangre enrojecía las aguas hasta cincuenta metros de la orilla. Pero eso no se ve.

Edipa se introdujo en el cuarto de baño, que mira por dónde tenía un ropero adjunto, se desnudó a la velocidad del rayo y empezó a ponerse toda la ropa que había llevado consigo: seis bragas de colores surtidos, una faja, tres pares de medias de nailon, tres sostenes, dos pantalones ceñidos, cuatro enaguas, un vestido negro y ceñido, dos vestidos estivales, media docena de faldas de tubo, tres jerseys, dos blusas, una bata guateada, un guardapolvo de motas azules y un vestido veraniego estampado de tejido inarrugable. A continuación pulseras, broches, pendientes, un collar. Le pareció que tardaba horas en ponerse todo aquello y apenas podía dar un paso cuando terminó. Cometió el error de mirarse en el espejo de cuerpo entero, contempló un balón playero con patas y se echó a reír con tanta fuerza que se cayó al suelo, arrastrando consigo un aerosol de laca que había en la pila del lavabo. El aerosol dio en el suelo, se le rompió no sé qué, el líquido empezó a salir a chorro y el frasco se alejó serpeando a toda velocidad. Metzger llegó corriendo y vio a Edipa esforzándose por ponerse de pie en medio de un lago pegajoso de laca perfumada.

—Oh, Dios mío —dijo Metzger con la voz del Pequeño Igor. El frasco, silbando con malicia, rebotó en la taza del retrete y pasó rozando la oreja derecha de Metzger: no le dio por cosa de medio centímetro. Metzger se dejó caer al suelo y se encogió junto a Edipa mientras el frasco continuaba haciendo carambolas a una velocidad de vértigo; de la habitación contigua llegaba el creciente estrépito del bombardeo naval, el fuego de las ametralladoras, los morteros, armas de menor cuantía, los gritos y oraciones entrecortadas de los soldados agonizantes. Edipa alzó los ojos, clavó la mirada en la ineludible bombilla del techo, mientras el frasco, cuyo gas a presión no parecía acabarse nunca, cruzaba zigzagueando por su campo visual. Estaba asustada pero más borracha que una cuba. El frasco, pensó, era consciente de su trayectoria, a no ser que un mecanismo ultrarrápido, Dios o un ordenador digital, le hubiera programado de antemano su enrevesado camino; pero ella no era ningún mecanismo ultrarrápido y era consciente de que el frasco podía darles un testarazo en cualquier momento, en cualquiera de sus fintas, a doscientos por hora.

—Metzger —dijo en son quejumbroso al mismo tiempo que le clavaba los dientes en el brazo, atravesando la alpaca.

Todo apestaba a laca de pelo. El frasco se estrelló contra un espejo, rebotó y dejó tras de sí una estriada margarita de plata vítrea que permaneció en suspenso un segundo antes de precipitarse tintineando en la pila del lavabo; corrió derecho hacia la ducha empotrada, penetró en tromba e hizo añicos un panel de vidrio esmerilado; de aquí salió hacia las tres paredes embaldosadas, subió al techo, pasó rozando la bombilla, los dos cuerpos acurrucados, todo ello entre los silbidos que lanzaba y el ruidoso barullo de la tele. Mientras Edipa se decía que aquello no iba a terminar nunca, el frasco frenó en seco en el aire y cayó al suelo, a treinta centímetros de su nariz. Edipa se quedó mirándolo.

—Halaaa —puntualizó alguien—. Qué barbaridad. —Edipa despegó los dientes de Metzger, miró a su alrededor y vio a Miles en el umbral, el del flequillo y el traje de muaré, multiplicado por cuatro. Por lo visto se trataba del conjunto del que Miles había hablado antes, los Paranoides. Edipa fue incapaz de diferenciarlos, tres llevaban guitarras eléctricas, los cuatro estaban boquiabiertos. Además apareció un muestrario de rostros femeninos que miraban por entre las axilas y las piernas.

—Qué bestial —exclamó una de ellas.

—¿Sois de Londres? —preguntó un paranoide—. ¿Es una especialidad londinense lo que estáis haciendo? —La laca pulverizada llenaba el cuarto de baño como si se hubiera levantado la niebla y todo el suelo estaba alfombrado de vidrio parpadeante.

—Menudo follón —sintetizó uno que llevaba una llave maestra, y Edipa adivinó que se trataba de Miles. Con actitud condescendiente se puso a describir, para entretener a los reunidos, una juerga surfista en la que había estado la semana anterior y en la que se habían dado cita una lata de veinte litros de sebo, un pequeño automóvil con ventanilla en el techo y una foca amaestrada.

—Seguro que no tiene ni punto de comparación —dijo Edipa, que había conseguido darse la vuelta—, o sea que, bueno, ya sabéis, ¿por qué no os vais afuera? Y poneos a cantar. Estas cosas no funcionan sin una música apropiada. Dadnos una serenata.

—Luego —dijo uno de los Paranoides con timidez—, si queréis, os podéis reunir con nosotros en la piscina.

—Depende de hasta qué punto nos acaloremos —dijo Edipa guiñándole el ojo con jovialidad. Los muchachos salieron en hilera después de enchufar prolongadores en todos los enchufes de la casa y de sacarlos por una ventana hechos un ovillo.

Metzger la ayudó a incorporarse.

—¿Se apunta alguien al Strip Botticelli?

En la habitación contigua, la tele vociferaba un anuncio sobre unos baños turcos situados en el centro de San Narciso, estuviera donde estuviese dicho centro, llamados El Serrallo de Hogan.

—También pertenecían a Inverarity —dijo Metzger—. ¿Lo sabías?

—Sádico —chilló Edipa—, vuelve a decirlo y te pongo la tele por sombrero.

—En el fondo estás totalmente loca —dijo él con una sonrisa.

En el fondo no estaba rematadamente loca.

—¿Se puede saber qué coño no le pertenecía? —preguntó Edipa.

Metzger arqueó una ceja sin dejar de mirarla.

—Dímelo tú.

Si de veras fue a decírselo, no tuvo ocasión de hacerlo porque los Paranoides se pusieron a cantar en medio de un chorro escalofriante de densos acordes de guitarra. El batería se había instalado en el trampolín, en posición más bien inestable, pero a los demás no se los veía. Metzger se puso detrás de Edipa con la inconcreta intención de cogerle los pechos con las manos abiertas, pero al principio no pudo dar con ellos a causa de la ropa que los cubría. Se quedaron junto a la ventana, oyendo cantar a los Paranoides.

SERENATA

Solo en la playa contemplo la luna

que extiende las olas solitarias del mar

como un edredón que me acuna

en medio de la soledad,

la luna sola y callada,

la luna de cara breve,

inunda esta noche la playa

de sombras grises, hilos de nieve;

y esta noche estás sola,

tan sola como yo estoy,

chica sola en su casa de caracola,

seca esas lágrimas por hoy.

¿Cómo llegar hasta ti, apagar la luna, contener esta ola?

La noche se ha vuelto negra, me pierdo, no veo ni bola.

Voy a quedarme aquí

hasta que vengan por mí

y acabe este calvario,

hasta que se lleven el cielo, la luna y el mar solitario

y el mar solitario… [la voz se desvanece poco a poco]

—Y ahora ¿qué? —interrogó Edipa con un repentino escalofrío.

—Primera pregunta —le recordó Metzger. El San Bernardo de la tele se había puesto a ladrar. Edipa miró la pantalla y vio al Pequeño Igor disfrazado de mendigo turco y merodeando con el perro por un paraje que a ella se le antojó Constantinopla.

—Otra vez se han confundido de bobina —dijo con la esperanza de que fuera así.

—Esas preguntas no valen —dijo Metzger.

Los Paranoides habían dejado en el umbral una petaca de Jack Daniel’s como quien enciende una vela a san Antonio.

—Guau —dijo Edipa y se sirvió un trago—, ¿ha llegado el Pequeño Igor a Constantinopla en el estupendo submarino Justine?

—No —contestó Metzger, y Edipa se quitó un pendiente.

—¿Lo ha hecho entonces en un submarino de esos que dijiste antes, de clase E?

—No —dijo Metzger, y Edipa se quitó otro pendiente.

—¿Ha llegado por tierra, por ejemplo, cruzando Asia Menor?

—Por ejemplo —contestó Metzger, y Edipa se quitó otro pendiente.

—¿Otro pendiente? —preguntó Metzger.

—¿Te quitarás tú una prenda si te respondo?

—No hace falta que me respondas —graznó Metzger, desprendiéndose de la chaqueta. Edipa volvió a llenarse el vaso, Metzger tomó otro sorbo de la botella. Edipa estuvo cinco minutos con los ojos fijos en la pantalla sin acordarse de que tenía que hacer más preguntas. Metzger se quitó los pantalones con gran seriedad. El padre, por lo visto, comparecía a la sazón ante un consejo de guerra.

—Era una bobina anterior, en efecto —dijo Edipa—. Ahora es cuando lo expulsan, ja, ja, ja.

—A lo mejor es un flashback —comentó Metzger—. O a lo mejor es que lo expulsan dos veces. —Edipa se quitó una pulsera. Y el resto continuó del mismo modo: más escenas de película en la tele, Edipa que se quitaba más prendas sin estar más desnuda por ello, el alcohol, la inagotable cencerrada de voces y guitarras que llegaba de la piscina. De vez en cuando ponían anuncios y Metzger repetía sin descanso: «De Inverarity», o: «Un buen paquete de acciones», y después asentía con la cabeza y sonreía. Edipa replicaba arrugando el entrecejo, cada vez más convencida, mientras notaba en las órbitas un asomo de jaqueca, de que la maldita casualidad que les podía convertir en amantes se las arreglaba para que el tiempo discurriera con la mayor lentitud posible. Las cosas eran cada vez más confusas. En cierto momento fue al cuarto de baño, quiso encontrar su imagen en el espejo, pero no pudo. Durante un instante fue presa de un terror pánico. Entonces recordó que el espejo se había roto y desplomado en la pila.

—Siete años de mala suerte —dijo en voz alta—. Hasta que cumpla los treinta y cinco.

Cerró la puerta tras de sí y aprovechó la circunstancia para ponerse, medio abstraída, otras bragas y otra falda, una faja hasta medio muslo y unos calcetines hasta la rodilla. Pensó de pronto que si el sol salía alguna vez, Metzger desaparecería. Ignoraba si le interesaba o no que ocurriera. Al volver vio a Metzger ataviado únicamente con un calzón de boxeador, durmiendo a pierna suelta, con el pene enhiesto y la cabeza debajo del sofá. Se percató asimismo de la abultada barriga que el traje había ocultado. Los neozelandeses y turcos de la película se empalaban bayoneta en ristre. Edipa dio un grito, corrió hacia Metzger, se lanzó sobre él y se puso a darle besos para despertarlo. Los luminosos ojos masculinos se entreabrieron, traspasaron a Edipa, como si ésta pudiese percibir su agudeza en algún punto situado entre los pechos. Se dejó caer junto al hombre mientras lanzaba un ruidoso suspiro que la liberó de toda la tensión como si se tratase de un fluido imaginario; estaba tan cansada que no le pudo ayudar a desnudarla; dándole vueltas y poniéndola en una postura u otra, Metzger invirtió veinte minutos en la operación, como si fuese una cría llena de costras, se dijo Edipa, de pelo corto y cara muy seria, que jugaba con una Barbie. Puede que se durmiera un par de veces. Cuando por fin se despertó, vio que estaba tendida en el suelo; y en plena marcha sexual, como una película que empezara en mitad de la acción y con la cámara en movimiento. En el exterior había dado comienzo una fuga para guitarras y se puso a contar los instrumentos electrónicos a medida que intervenían, hasta que al llegar al sexto o el séptimo recordó que sólo había tres guitarras en los Paranoides; o sea, que habían llegado refuerzos.

Así sucedió, efectivamente. Cuando Metzger y ella llegaron al orgasmo, el instante coincidió con todos los cambios lumínicos del lugar, entre ellos el del televisor, que de pronto enmudeció, se volvió negro, se apagó. Fue una experiencia singular. Los Paranoides habían fundido los plomos. Cuando volvió la luz y ella y Metzger se vieron abrazados en medio de un revoltijo de ropa amontonada y whisky derramado, en la tele el padre, el perro y el Pequeño Igor estaban atrapados y a oscuras en el Justine, mientras el nivel del agua subía de manera incontenible. El perro fue el primero en ahogarse, con muchas burbujas. La cámara tomó un primer plano del Pequeño Igor llorando y con la mano en el tablero de mandos. Hubo un cortocircuito en algún punto y el Pequeño Igor empezó a gritar y a retorcerse, y quedó electrocutado. Gracias a una de las típicas inverosimilitudes de Hollywood, el padre no se electrocutó y pudo pronunciar un discurso de despedida en el que se disculpaba ante el Pequeño Igor y el perro por haberlos metido en aquel lío y en el que lamentaba no poder reunirse con ellos en el cielo: «Tus tiernos ojos no volverán a ver a papá. Tú te salvarás, pero yo voy a ir de cabeza al infierno». Al final, sus ojos angustiados llenaban la pantalla, el ruido del agua que se filtraba se hacía ensordecedor, subía el volumen de aquella extraña música peliculera de los años treinta, con muchos saxofones, y aparecía el rótulo: THE END.

Edipa se había incorporado de un salto, se dirigió corriendo a la pared de enfrente, se volvió y se quedó mirando a Metzger con fijeza.

—¡No se salvaban! —chilló—. Cabrón, he ganado yo.

—Me has ganado —dijo Metzger con una sonrisa.

—¿Qué te dijo Inverarity de mí? —preguntó Edipa.

—Que no eras una mujer fácil.

Edipa se echó a llorar.

—Vamos —dijo Metzger—, ven aquí.

—Ya voy —dijo Edipa al cabo de un rato. Y fue.