Las cosas y los actos son como son, y sus
consecuencias serán las que tengan que ser;
¿por qué entonces deseamos ser defraudados?
OBISPO BUTLER
Supongo que ya soy mayor. ¿O la palabra «adulto» sería mejor, más… adulta? Si vinieran a hacerme una encuesta, irían poniendo las cruces en todas las casillas convenientes. Me sorprende lo bien camuflado que estoy. Edad: treinta / Casado: Sí / Hijos: Uno / Trabajo: Sí / Casa: Sí / Con préstamo: Sí / (Hasta aquí sólido como una roca) Coche: Discutible / ¿Miembro de un jurado alguna vez?: Una vez, en la que se declaró al acusado inocente tras una larga discusión sobre «dudas razonables» / Animales domésticos: No, porque lo ensucian todo / Vacaciones en el extranjero: Sí / Perspectivas: Mejorar el nivel económico / Felicidad: Oh, sí; ahora o nunca.
Compongo semejantes testimonios en mi cabeza durante las escasas noches en que el sueño me falla y el pánico campa por sus respetos en mi mente. Aunque, a veces las categorías pueden ser diferentes: más torvas y dinámicas, elegidas para ahuyentar los tornadizos miedos de la noche. Saludable, raza blanca, británico, acabo de hacer el amor, no soy pobre, no tengo defectos físicos, no estoy acosado por la religión, no soy paranoico por exceso de nervios o emociones. Es curioso cómo la lista iba corriendo el velo ante los rechazos; pero los rechazos proporcionan el consuelo adecuado si ya estás en la cama al lado de tu mujer, mientras abajo, con un ruido sordo y tranquilizador, la nevera cambia de marcha. Me siento aliviado de nuevo, satisfecho de estar en mi piel.
Adulto, sí, eso es un consuelo que también lo abarca todo. Al menos, concluyo que debe serlo. Hace pocos años era una preocupación que me agobiaba. ¿Por qué no había descubierto ninguna luz verde o alguna señal desde los boxes, algún saludo celestial (no demasiado público) que me informara de que ya he llegado? Este sentimiento, sin embargo, comenzó a desaparecer; en gran parte porque nadie me desafiaba. Nadie aparecía diciéndome: Tú has eludido ese problema, ergo no eres un hombre, regresa y empieza otra vez con un nuevo sistema de principios, ventajas y desventajas. Solía pensar que estaba a punto de suceder y que la sentencia se me vendría encima sin equívoco posible, pero la gente es indulgente. A veces, sospecho que el concepto de la madurez se mantiene gracias a una conspiración de indulgencias.
Y hay otras formas de calmar los miedos nocturnos. De vez en cuando, despierto en la cama mientras afuera, en la oscuridad, una nueva fecha aparece en el calendario, me vuelvo hacia Marion, que está durmiendo despatarrada y con la cabeza casi colgando de la cama. Trastornado, torpe como un pato maniobro cautelosamente hacia su camisón, que se le enreda en las piernas mientras se acurruca para acabar durmiéndose otra vez. El ardid (¿está Marion consintiendo calladamente?) tiene por finalidad poseerla, y despertarla poco a poco con algo más fuerte que un beso. Esta vez se agita con más renuencia de lo habitual.
—¿Qué pasa?
—Adivina —digo entre risas.
—Hmm.
—MMMMMMM.
—¿Qué día es, Chris?
—Domingo.
—Estoy muy cansada.
—Bueno, no quería decir domingo/lunes, querida. Es, hum, sábado/domingo. Las doce pasadas. Las cero treinta, exactamente.
Este pedantesco jugueteo inicial nos provoca risitas tontas y dulces.
—Hmm.
Separa suavemente los muslos, extiende su mano libre entre ellos y me atrae hacia sí. La conversación cesa. Nos dejamos ir entre gemidos.
Después, (esa palabra que todavía se caracteriza por su elasticidad) nos separamos, somnolientos, sintiendo que lo compartimos todo. Pienso que estos momentos son los más felices de mi vida. La gente dice que la felicidad es aburrida; para mí, no. También dicen que toda la gente feliz es feliz de la misma forma. Qué importa; en cualquier caso, en momentos como este no me interesan las discusiones bizantinas.