3. Enaguas almidonadas

Lo absurdo era que mientras Toni me ponía como un trapo, yo podía haberle dicho algunas cosas. Unas pocas, al menos. Pero quizá produzca cierto placer saber que te han conceptuado equivocadamente.

¿Puede uno confesar sus virtudes? No lo sé, pero lo intentaré. Después de todo, el concepto de virtud hoy en día es bastante ambiguo. Sin embargo quizá «virtud» sea una palabra que suene demasiado fuerte; implica apreciaciones demasiado positivas. O quizá no. ¿Quién soy yo para negarle importancia a un cumplido? Si se puede cometer un crimen por no ser capaz de rescatar a un hombre que se ahoga en un estanque, entonces, ¿por qué no es virtuoso quien se resiste a la tentación?

Todo empezó con un encuentro casual en el tren de las 5:45 en Baker Street. Esperaba en el andén cuando un maletín me golpeó en las costillas. Me aparté apresuradamente para dejar paso al individuo gordo y torpe habitual en esta línea de metro, cuando oí:

—Lloyd. Te llamabas Lloyd, ¿no? —Me volví.

—Penny.

Sabía que se llamaba Tim y él sabía que yo me llamaba Chris, pero incluso durante el curso en que, con nuestros menguados huesos de chicos de doce años fuimos los extremos derecho e izquierdo del equipo de rugby de la clase, nunca nos aventuramos más allá de los apellidos. Más tarde, escogió matemáticas en sexto y se convirtió en monitor: su pertenencia a dos categorías que considerábamos despreciables fue razón suficiente para que su compañía fuera eludida. A partir de entonces, fue tan sólo una persona a quien se saludaba por los pasillos, mientras Toni y yo discutíamos, a voces, la ambigüedad dinámica de Hopkins.

Todavía tenía aspecto de monitor, fornido y con el pelo rizado. Su atuendo de ejecutivo apenas había cambiado su aspecto. Sabía que había conseguido una beca de la Shell para estudiar en Cambridge: setecientas libras al año a cambio de tres años de tu vida al terminar la carrera (la forma usual de chantaje de los poderosos, pensábamos Toni y yo). Mientras el tren atravesaba Finchley Road, me contó el resto: entre todas las circunstancias desagradables posibles, resulta que conoció a su mujer —profesora de geografía— en una fiesta a la que había que acudir en pijama. Trabajó en la Shell durante cinco años y luego en Unilever. Tres niños y dos coches. Ahora luchaba para que sus hijos pudieran acceder a la enseñanza privada; la típica historia de una prosperidad banal.

—¿Fotografías? —le pregunté, más que aburrido.

—¿Qué fotografías?

—De tu esposa e hijos. ¿No las llevas encima?

—Los veo todos los días y todo el fin de semana, ¿por qué voy a llevar fotos suyas a todas partes?

No me quedó más remedio que sonreír. Miré por la ventanilla hacia el nuevo hospital: era un edificio de muchos pisos construido detrás de un campo de deportes: desde arriba, las porterías de fútbol parecían del tamaño de las de hockey, las de hockey de las de waterpolo. Una neblina crepuscular flotaba aquí y allá a la altura de los tobillos. Comencé a comparar mi vida con la suya. Quizá fuera mi sentido de culpa por haberlo descalificado o quizá fuera la verdad, pero mi vida me pareció entonces muy similar a la suya, excepto en que el índice de fertilidad era más bajo.

Una vez superado mi instintivo rechazo, resultó que nos entendimos bastante bien. Le dije que pensaba escribir una historia social del metro de Londres.

—Me parece la mar de interesante —dijo, y no pude evitar sentirme halagado—. Siempre me ha gustado saber algo sobre este tipo de temas. Precisamente vi a Dicky Simmons el otro día, seguro que te acuerdas de él, y no sé por qué comenzamos a hablar de la cantidad de túneles en desuso que hay por debajo de Londres. Túneles ferroviarios, túneles de las oficinas de correos. Sabe mucho de eso. Ahora trabaja para el ayuntamiento. Podría serte útil.

La verdad es que sí. Simmons fue un chico raro en el colegio: solitario, impredecible, lleno de caspa, tímido. Tampoco su aspecto físico era normal, y el reglamentario corte de pelo no hacía más que enfatizar la falta de armonía de sus rasgos. Se pasaba la hora de comer escondido en un rincón del patio ocupado por los de sexto, con su nariz huesuda, que se tocaba continuamente, metida en algún oscuro tratado sexológico, mientras que con su mano libre intentaba patéticamente pegarse a la cabeza una oreja que sobresalía en un ángulo de noventa grados. El pobre Simmons era un caso desesperado.

—Aunque te parezca sorprendente —dijo Tim—, Dicky y yo vamos a la cena anual de antiguos alumnos el mes que viene. Ven y habla con él.

Tristemente prometí tenerlo en cuenta. Mientras tanto, nos invitó a Marion y a mí a una «cena ligera a base de vino y quesos» el sábado siguiente. Le dije que iríamos siempre y cuando no tuviéramos que ir en pijama.

Cuando llegó la fecha no encontramos quien se quedara con los niños, así que fui solo. La historia es muy tópica: marido solo en una fiesta por primera vez en años —no ha parado de beber—, chica con vestido y lápiz de labios años cincuenta (efecto nostálgico y fetichista en el marido); se habla de esto, de aquello y de lo otro también, mientras ambos intercambian esas risitas de cuando se está un poco bebido, algún coqueteo, alguna indirecta. Y de pronto, todo empieza a ir mal. Mal, es decir, de acuerdo con mi recatada fantasía.

—¿Nos lo montamos, entonces? —dijo ella de repente.

—¿Montar qué? —contesté.

Me miró durante unos segundos, y luego dijo con voz sobria y amenazante:

—Pues que si vamos y nos echamos un polvo. —(¿Qué edad tendría ella, por Dios? ¿Veinte, veintiuno?)

—Bueno, no sé —respondí, enrojeciendo repentinamente como a los quince años, casi estirándome la enagua almidonada.

—¿Por qué no? ¿Te asusta meter la polla donde tienes puesta la boca? —Se inclinó hacia mí rápidamente y me besó en los labios.

Hacía años que no sentía semejante pánico. Pensé: «Seguro que su pintalabios es de ese nuevo tipo indeleble.» Miré a mi alrededor para ver si alguien se había dado cuenta. Parecía que nadie lo había notado. Volví a mirar a mi alrededor otra vez, intentando encontrarme con la mirada de alguien, de quien fuera. No pude. Lo que hice fue bajar la voz y decir con firmeza:

—Estoy casado.

—No tengo prejuicios.

Lo curioso era que no me parecía en absoluto estar metido en un brete por razones de conciencia (quizá sólo la había deseado a medias), tan sólo en una situación social difícil, de la cual no era fácil salir bien parado. Recuperé un poco de mi aplomo.

—Me alegro. Pero verás, «estoy casado» era taquigrafía.

—Suele serlo. ¿Qué quiere decir en esta ocasión? ¿Te follaré pero no quiero meterme en líos; o te follaré y me gustas, pero creo que deberíamos hablar claro antes; o mi esposa no me entiende y no sé si follarte, pero quizá podríamos ir a un sitio y limitarnos a charlar; o es, lisa y llanamente, no te voy a follar?

—Si esas son todas las categorías posibles, escojo la última.

—En ese caso —se inclinó hacia mí al tiempo que yo me apartaba hacia un lado—, no deberías hacerle cosquillas al primer coño que ves.

Dios. Su displicente desfachatez se tornaba agresiva. ¿Es así como hablan todas hoy en día? De pronto, diez años me parecieron muchísimo tiempo. Pensé: «Reflexiona un poco, soy yo el que se supone que está en su mejor momento, soy yo el que tiene experiencia aunque sea una experiencia predecible, soy una persona con principios pero flexible. Ese soy yo.»

—No seas ridícula.

—No me negarás que estabas… ¿cómo decirlo?… intentando engatusarme.

—Hum, no más que tú a mí. —(Cualquiera decía un piropo a una chica hoy día; te juzgaban por incumplimiento de promesa.)

—Pero yo intentaba largarme contigo, ¿no?

—Admito que estaba… coqueteando.

—Bueno, entonces eres un calientacoños. —Y repitió, en el tono breve y condescendiente que se adopta para adoctrinar a un niño—: No calientes coños.

Lo extraño era que aún la encontraba atractiva (aunque por asociación sus rasgos parecían haberse vuelto más afilados). Hasta cierto punto, todavía quería cautivarla.

—Pero ¿por qué todo tiene que ser tan legal e indivisible? ¿No te pasa a veces que sólo quieres oír una canción de todo un disco? Si tú… no sé… abres un paquete de dátiles, ¿te los zampas todos?

—Gracias por las comparaciones. No es una cuestión de grado, tan sólo de honestidad en la intención. Has sido poco honesto. Eres…

—De acuerdo, de acuerdo. —(No quería que me pusiera otra vez el pie en el cuello para volverme a restregar la palabra por las narices)—. Admito haberte decepcionado ligeramente. Pero no más que si te hubiese preguntado en qué trabajas, y después de contestarme te hubiera dicho «qué interesante», aunque diera la casualidad de que me pareciera el trabajo más aburrido del mundo. Es tan sólo una cuestión de protocolo social.

Me miró con una expresión medio escéptica medio despectiva, y luego se fue. ¿Por qué se me acusaba de engaño?, me decía yo dolido en mi lealtad hacia mí mismo. ¿Y por qué se daban tantos malentendidos sobre el sexo?

Más tarde, en el tren de vuelta a casa, recordé la Teoría del Sexo en las Afueras, que Toni elaboró cuando ambos teníamos dieciséis años y estábamos a punto de entrar en tierra sin señalizar.

El poder y la industria y el dinero y la cultura y todo lo valioso, importante y ventajoso se centraban en Londres, explicaba él. Por consiguiente, ex hypothesi, también el sexo. Para empezar mira el número de prostitutas con cadenas de oro; y mira cualquier vagón de metro, lleno de chiquillas con vestidos ajustados, apretujadas contra caricaturas de Grosz. La proximidad, el sudor, la urgencia de la ciudad, todo era estrepitoso Sexo para cualquier observador con sensibilidad. Pero esa energía sexual, me aseguraba, se disipaba gradualmente al ir saliendo de la metrópoli. Cuando se llegaba a Hitchin y Wendover y Haywards Heath, la gente tenía que consultar en los libros para averiguar en qué sitio se metía cada cosa. Así se explicaba el extendido abuso sexual de animales en el campo. Simple ignorancia. No se abusa de los animales en la ciudad.

Pero en las zonas residenciales, continuaba Toni (ayudándome, probablemente, a entender a mis padres), uno se encuentra en un área extraña e intermedia de crepúsculo sexual. Se podía creer que en las afueras —por ejemplo, en Metrolandia—, el erotismo era soporífero. No obstante, el más apremiante deseo dominaba a la gente que uno menos esperaba. Nunca sabías a qué atenerte: una chica podía dejarte plantado; la mujer de un jugador de golf podía arrancarte el uniforme del colegio sin pedirte permiso y hacerte cosas perversas y extravagantes; los empleados de las tiendas de ropa podían actuar de maneras insospechadas. El Papa había prohibido formalmente a las monjas que vivieran en las afueras de las grandes ciudades. Toni estaba bastante seguro de eso. Era en esos suburbios, mantenía, donde ocurría lo verdaderamente interesante del sexo.

Aquella noche pensé que, después de todo, algo de verdad había en esa Teoría.