¿Cuándo se acaban las teorías? ¿Y por qué? Dígase lo que se diga, para la mayoría de nosotros se terminan. ¿Las mata un único acontecimiento decisivo? Para algunos, quizá. Pero, normalmente, mueren por desgaste; lenta, circunstancialmente. Y después, te preguntas: ¿de todos modos, nos las tomábamos en serio?
Los domingos por la mañana salgo temprano de casa. Giro a la izquierda, ante unas casas prudentemente distanciadas entre sí: Ravenshoe, con su alfombra de flores de castaño de indias sobre el pavimento; Vue de Provence, con sus persianas verdes; East Coker, con su ridículo garaje. Todas tienen los nombres grabados con letras góticas sobre tableros clavados a los árboles.
Atravieso el campo de golf, contemplando una pelota mañanera que se empapa de rocío mientras rebota para detenerse, en seguida, brillando. Me gusta este sitio. Me gusta esta perspectiva húmeda, diferente. Desde lo alto del cuarto hoyo se puede seguir con la mirada las minúsculas figuras que arrastran sus carritos por el césped, deshaciéndose en múltiples rayas de color al contacto con la lluvia.
Desde aquí los gritos de advertencia casi para uno mismo de «¡Ahí vaaa!» parecen distantes y cómicos (sonrío al recordar el rugido con el que Toni replicaba «puuutaaa»). Más abajo, presuntuosos trenes plateados desfilan produciendo un sonido similar al de un telar. Las ventanas te deslumbran al reflejar el sol, como si unos niños jugasen con espejos. Las iglesias les recuerdan a otros que tienen que levantarse y rezar.
Es realmente irónico volver a estar en Metrolandia. De niño seguramente lo hubiese llamado: le syphilis de l’âme, o algo así. ¿Pero hacerse hombre no es ser capaz de cabalgar sobre la ironía sin que te descabalgue? Además, es un lugar práctico para vivir. Al lado de la tienda de discos hay una tienda en donde venden huevos tan frescos que aún están llenos de mierda y paja. A dos minutos de la peluquería donde va Marion, se pasean unos cerdos sobre capas de estiércol. A cinco minutos en coche ya estás en el campo, donde sólo los postes de electricidad recuerdan la vida en la ciudad. De niño, cuando pasábamos en coche ante estos postes, le daba un codazo a Nigel para que dejase su revista de ciencia ficción y le susurraba al oído: «Mira, chicas desnudas gigantes.» Hoy, cuando paso ante ellos, todavía recuerdo el poema de Auden, pero lo encuentro inexacto y demasiado emocionado.
¿Cuándo se acaban las teorías? De pronto recuerdo una vez, al principio de mi relación con Marion, una excursión que hicimos en coche una noche muy fría de diciembre. Acabamos deteniéndonos en el aparcamiento de un cine, dejamos la calefacción en marcha y nos pusimos a hablar.
Hablamos tanto tiempo dentro de su Morris Minor descapotable que todavía recuerdo de izquierda a derecha todos los controles del tablero.
—¿Y?
Era la forma en que Marion iniciaba siempre nuestras conversaciones. Era su primera palabra tras el ruidoso deslizarse del freno de mano.
—¿Y? Pues que aún te quiero.
—Ah… Bueno.
Un beso; otro; un demorarse por debajo de su mejilla.
—Tanto como ayer.
—Bien. ¿Y?
—Su barbilla era bien firme, me di cuenta. No era sólo que el jersey de cuello alto la resaltara.
—¿No es bastante?
—Probablemente, para mí sí. Pero no para ti.
—¿…?
—Y por consiguiente, al fin y al cabo para mí tampoco.
—Mierda. ¿Ya vuelves a lo de Le Petit Coq otra vez?
Ese fue el café de París donde por primera vez sentimos —y yo casi temí— nuestro mutuo interés.
—¿…?
—¿Qué quieres que diga?
Yo quería saberlo de verdad; o casi.
—Bueno, no quiero que digas algo sólo porque creas que lo quiero oír —(Era bastante razonable, ¿pero por qué no era todo más fácil? Creía que cuanto más se quiere a alguien más fáciles son las cosas. Había tantas trampas como siempre.)
—¿Es esa pregunta? —La pregunta que siempre surgía desde ángulos diversos.
—Necesito sentir que lo piensas.
—Lo pensaré. ¿Quieres casarte conmigo?
—Lo pensaré.
—Me gustaría creer que ya lo habías pensado.
Hablamos y nos besamos. La gente salió del cine y vació el aparcamiento. No pudimos poner el coche en marcha: la calefacción había agotado la batería. Al final llegó un mecánico, y al ver el vapor en las ventanas, comentó reprendiéndonos:
—Tan sólo un caso de recalentamiento, señores.
Toni no vino a la boda. Recibí una carta en la que explicaba que por una cuestión de principios era incapaz de asistir. Eso era lo que decía la primera línea, en todo caso. No me tomé la molestia de continuar leyendo y la tiré. Dos días más tarde me llamó por teléfono.
—¿Bien?
—¿Bien, qué?
—¿Te gustó la carta?
—No la leí.
—Joder, ¿por qué no? Quiero decir, si no te interesa ahora leer un cuidadoso argumento en contra del matrimonio, ¿cuándo te va a interesar?
—Bueno, lo curioso del caso es que ahora me interesa menos que en otras ocasiones. ¿Querías un épat o qué?
—Coño, claro que no. Ya superamos eso, ¿no? Pensé que apreciarías una cierta mirada histórica sobre lo que pretendes llevar a cabo.
—Qué detalle.
—No me malinterpretes. Me gusta mucho Marion, lo sabes. Aunque no es mi tipo, por supuesto…
—Bueno, ya es un alivio… aunque supongo que algunas circunstancias históricas impedirían que me la arrebataras.
—No te entiendo.
—Pues vete a la mierda, Toni.
—La verdad no sé por qué te estás cabreando.
—Bueno, entonces uno de nosotros dos es estúpido.
—De todas formas, es interesante, ¿sabes? El otro día busqué el significado de mariage en un diccionario gabacho. ¿Sabías que todas las expresiones que se citaban tenían connotaciones negativas?: mariage de convenace, d’intérêt, blanc, de raison, à la mode…, etcétera.
—¿Mariage d’inclination?
—Te equivocas.
—No. —Y colgué.
Y luego, recuerdo una mañana encapotada hace seis años. A las 11:30. De pie en la acera ante el juzgado de Kennington, con un pequeño y agudo dolor en la espalda y uno enorme e inconfundible en el estómago. Marion y yo estábamos uno al lado del otro intentando mantener unas sonrisas plausibles y mirando ansiosamente de soslayo para ver si alguien había traído arroz ignorando nuestra prohibición. Algunos amigos con cámaras intentaban hacernos reír para fotografiarnos en poses ridículas. Marion posó como si estuviese embarazada, poniendo los pies para dentro, tirándose hacia atrás y pretendiendo sentir náuseas. Alguien (creo que Dave) trajo una pistola de anticuario, e intentamos persuadir a los transeúntes con edad adecuada para que posaran apuntándome. El problema era que nadie que pareciese lo suficientemente respetable como para ser el padre de Marion se atrevía a cometer el sacrilegio que se le pedía. Al final, una especie de vagabundo que arrastraba sus pertenencias en un carrito de la compra pasó por allí, y conseguimos que se pusiera de espaldas al objetivo, apuntándome. Después tuvimos que pelearnos con él para que nos devolviera la pistola, pues pareció considerarla como propina.
Cuando volvimos al piso de Marion a cambiarnos para la fiesta (el pacto con nuestros padres fue una fiesta «como debe ser» a cambio de una ceremonia como la que queríamos nosotros), descubrí la razón del dolor en mi espalda: un alfiler que me pasó desapercibido al desempaquetar mi nueva camisa blanca. En cuanto al otro dolor, el errante e indómito que afectaba mi estómago, me preguntaba, mirando el rostro amable, dulce, fuerte, feliz y adorable de Marion, si era miedo.
Marion me consiguió mi primer empleo de verdad. Por entonces, era profesor suplente en Wandsworth: veinticinco libras a la semana por el privilegio de que distintos niños de diferentes cursos me pincharan las ruedas de la bicicleta cada semana, y el de que quinceañeros musculosos me preguntaran si era marica. Ni siquiera el apoyo de Toni (le encantaba que la gente tuviera trabajos que odiaba: lo llamaba «levadura social») pudo aliviar mi furioso aburrimiento. Afortunadamente, Marion venía a verme a mi aséptica habitación alquilada; y yo me tumbaba mirando a través del velo de su cabello las manchas de humedad del techo.
Un día que ella estaba husmeando entre las notas de un tablero de anuncios de trabajo leyó: «Ewart Porter necesita aprendiz de escritor publicitario: 1.650 libras al año, posibilidad de aumento de sueldo cada seis meses. Simpático, capaz de amoldarse…» y todas las típicas perogrulladas.
—No es exactamente lo que tenía pensado.
—¿Acaso lo de ahora sí?
Para mi asombro me contrataron. Y para mayor un asombro, me gustó el trabajo. El desdén de Toni fue neutralizado por la aprobación de Marion. Además nunca me pareció un trabajo. Era como si te pagasen por hacer deporte, o crucigramas, y uno se volvía alegremente competitivo durante las grandes campañas. Recuerdo que colaboré en el lanzamiento de una nueva margarina llamada Lift[7], que, como era de suponer, justificó ampliamente nuestra broma de oficina, cuando decíamos que las ventas no despegarían del suelo. Queríamos superar todos los eslóganes de las margarinas rivales: «Se extiende como una caricia» era el lema que adoptamos como prototipo de lo memorable. Trabajamos en cosas como: «Dele vuelo a su cocina» (un astronauta con pastelitos esponjosos), «¿Sube? Venga conmigo» (un botones ante su ascensor con pastelitos esponjosos), e incluso —para una oferta especial— «A caballo volador no le mires el diente» (potro saltando vallas con pastelitos esponjosos). Era ridículo pero divertido. Además, nunca me pareció una profesión peligrosa. Decían que había poetas y novelistas en el mundo de la publicidad; aunque nunca podía recordar sus nombres cuando me preguntaban. Sabía que Eliot trabajó en un banco.
Tres años después, a través de Dave, conseguí un trabajo en la firma Harlow Tewson. Era una empresa que acababa de fundarse, pero sus regalos, cuyo diseño ya había demostrado tener gancho, no faltaban en ninguna cocina con suelo de corcho, en ningún cuarto de baño con paneles de pino ni en ningún llamativo Renault 4. He preparado las ediciones de estos libros durante cinco años sin arrepentirme. Tampoco me ha hecho sentir despreciable: no estamos en contra de ganar dinero, pero contratamos buenos profesionales y editamos buenos libros. En estos momentos, por ejemplo, trabajo en un libro sobre la pintura renacentista italiana: se publicará coincidiendo con la emisión de una serie televisiva de documentales dramáticos basados en Vasari. Toni —que se opone a la idea de que los artistas tengan una vida además de una obra— ya ha pensado por nosotros los títulos de los capítulos: Buonarotti descarga un mazazo, Leonardo consigue Fortuna, Sandro folla, Masaccio…, etcétera. Siempre hay etcéteras con Toni.
—¿Qué haces cuando te vas a pasear, Chris?
(En otro tiempo habría contestado, no sin honestidad, pero un poco escurriendo el bulto: «Para tu deleite, tonificar los músculos», o algo así. Pero ya he abandonado —creo— las verdades a medias, como he abandonado mi interés por la metacomunicación: maravillosa en teoría, pero no demasiado fiable en la práctica.)
—Supongo que meditar un poco.
—¿Sobre qué?
Ella parecía ligeramente preocupada, como si pensara que tendría que hacer lo mismo pero le faltara tiempo. —Oh, sobre todo en profundas trivialidades.
—En todo. El pasado, el futuro; en todo. Como una especie de confesión laica. Rezo, amo y recuerdo.
Otra vez, una sonrisa preocupada. Se acercó a mí y me besó. Me pareció que quería metacomunicarme el hecho de que quería besarme (y por una vez dejé que me observara).
—Te quiero —dijo, suspirando sobre mi hombro.
—También yo te quiero, así de frente.
—Magnífico.
—Y de espaldas.
Marion dejó escapar una risita. En el matrimonio, se dice, todos los chistes malos son buenos.
Otra de las reconfortantes listas que elaboro es la lista de razones por las que me casé con Marion.
Porque la quería, por supuesto.
¿Por qué la quería, entonces?
Porque era (es) sensata, inteligente, guapa.
Porque no usaba el amor para descubrir el mundo: no miraba a la otra persona (supongo que me refiero a mí) como herramienta para obtener información.
Porque tardó en acostarse conmigo, pero no se resistió con principios remanidos; y después no demostró arrepentimiento alguno.
Porque en el fondo, pienso, a veces, me inspira cierto temor.
Porque una vez le pregunté: «¿Me querrás pase lo que pase?», y ella contestó: «Tú te has vuelto loco.»
Porque era la hija única de una familia bastante rica. «El dinero no es el combustible del amor —dijo Auden—, pero proporciona excelente leña.»
Porque tolera que haga sin descanso listas como esta.
Porque me quiere.
Porque si es verdad, como observó Maugham, que la tragedia de la vida no es que mueran los hombres sino que dejen de amar, entonces Marion es una persona de quien uno podría incluso dejar de estar enamorado; tendría sus compensaciones.
Porque dije que la quería, y no hay posibilidad de volverse atrás. No pretendo ser cínico. Según la ortodoxia, si un matrimonio se funda sobre algo que no sea la verdad absoluta, ésta siempre acabará por salir a la luz. Yo no me lo creo. El matrimonio te aleja de la verdad, no te aproxima a ella. Tampoco aquí quiero ser cínico.