Fui a París con la intención se sumergirme en la cultura, el idioma, la vida en la calle y —habría añadido, sin duda, con una vacilante despreocupación— las mujeres. Al principio, rehuí deliberadamente todo periódico, persona o libro inglés. Mis labios evitaban tanto los anglicismos como el whisky o la Coca-Cola. Comencé a gesticular: así como la lengua y los labios tienen que esforzarse para situar con más precisión las vocales francesas, se supone igualmente que las manos tienen que moverse de otra manera. Me acariciaba la mandíbula con la punta de los dedos para indicar aburrimiento. Aprendí a encoger los hombros al tiempo que curvaba la boca para abajo. Unía las manos sobre el estómago, con las palmas hacia adentro y separando ambos pulgares, mientras mis labios producían un sonido apagado. Este último gesto, que significaba algo así como «Regístrame», hubiese encantado en el colegio. Yo lo hacía muy bien.
A pesar de todo, cuanto mejor hablaba y gesticulaba, y más me sumergía en la cultura, mayor era mi resistencia interna a la totalidad del proceso. Años después, leí un artículo sobre un experimento llevado a cabo en California con mujeres japonesas casadas con americanos destinados al Extremo Oriente y que se habían ido a vivir a Norteamérica. Había muchas mujeres en esas condiciones, que todavía hablaban japonés con la misma frecuencia que inglés: japonés en las numerosas tiendas de productos orientales y entre ellas; inglés en casa. Les hacían dos entrevistas sobre su vida en general, la primera en japonés y la segunda en inglés. El resultado demostraba que en japonés eran sumisas, solidarias, conscientes del valor de una fuerte cohesión social; en inglés eran independientes, francas y mucho más expansivas.
No estoy diciendo que una dicotomía semejante se hubiera producido en mí. Pero al cabo de un tiempo advertí con toda claridad que, si bien no decía cosas en las cuales no creyera, al menos decía cosas que no creía haber considerado previamente. Me descubrí más proclive a la generalización y a la etiquetación, a los rótulos y los marbetes, a seccionar y a explicar, a la lucidez… Dios, sí, a la lucidez. Sentía una especie de agitación interior. No era ni soledad (tenía a Annick) ni que echase de menos mi país, era algo que tenía que ver con ser inglés. Parecía como si una parte de mí fuese ligeramente infiel a la otra.
Una tarde, en la época en que era quejumbrosamente consciente de esta resentida metamorfosis, fui a visitar el Museo Gustave Moreau. Es un lugar poco acogedor cerca de la Gare Saint-Lazare que tiene la picardía de cerrar un día más de lo normal a la semana (además de todo el mes de agosto), razón por la cual tiene aún menos visitantes de los que sería de esperar. Uno suele oír hablar de él la tercera vez que visita París y acaba yendo allí la cuarta. Cubierto hasta el techo con cuadros y dibujos. Moreau a su muerte lo donó al Estado, y, desde entonces, se ha conservado a duras penas. Era uno de mis lugares favoritos.
Le enseñé al gardien del uniforme azul mi carné de estudiante, tal y como había hecho ya otras veces durante esa primavera. Nunca me reconocía, así que tenía que repetir el mismo ritual cada vez. Se sentaba con un cigarrillo en la mano derecha, que ocultaba debajo de su mesa, mientras con la izquierda sujetaba una novela de la Série Noire. Tales son las transgresiones de la jerarquía burocrática. Levantaba la cabeza, veía a un cliente, abría el cajón de arriba con los dos últimos dedos de la mano derecha, depositaba el cigarrillo medio desmenuzado, ovalado y húmedo en el cenicero, cerraba el cajón, apoyaba la Série Noire sobre su estómago, aplanando el libro, si cabe, más todavía; buscaba el rollo de las entradas, murmuraba: «No hay descuento», arrancaba una entrada, me la acercaba de mala gana, cogía mis tres francos, empujaba los cincuenta céntimos de cambio, se apoderaba de mi billete otra vez, lo partía por la mitad, arrojaba una mitad en la papelera y me devolvía la otra. Cuando yo tenía un pie sobre la escalera, el humo ya ascendía por los aires otra vez y había vuelto a poner la novela sobre la mesa.
Al final de las escaleras había una especie de granero enorme de techo altísimo, cuya escasa calefacción consistía en una estufa negra y amplia en el centro que, sin duda, era insuficiente desde los tiempos de Moreau. De las paredes colgaban cuadros ya acabados y otros a medio terminar, muchos de ellos enormes y todos muy complejos, ilustrando esa extraña mezcla de simbolismo público y personal que por entonces encontraba tan seductora. Grandes muebles de madera con cajones muy delgados, como los que albergarían una inmensa colección de mariposas, contenían una gran cantidad de dibujos preliminares. Era posible abrir los cajones y mirar, a través de tu propio reflejo en el cristal protector, una suerte de garabatos y borrones muy tenues y hechos a lápiz, adornados aquí y allá con detalles que más tarde se transformarían en platas y oros: tocados resplandecientes, fajas y petos enjoyados, espadas con empuñaduras incrustadas, y todo ello se convertía en una nueva y bruñida versión de lo antiguo o lo bíblico: adornada con toques eróticos, teñida con la violencia necesaria, coloreada con paleta de un exceso controlado.
—El arte de hacerse pajas, ¿no?
Una voz inglesa, descaradamente alta, que llegaba cruzando los maderos desnudos del suelo del otro lado del estudio. Yo continué examinando un boceto a lápiz y tinta de Los novios. Luego otro, color sepia, realzado con unos toques blancos.
—Es raro. Es realmente surrealista. Qué gusto por las mujeres. Amazonas.
Esta era una voz distinta, también masculina pero más grave, más pausada, más dispuesta a la admiración. Seguí mirando otros cajones de mariposas, pero sin dedicar exclusivamente mi atención a los dibujos. Oía cómo esos palurdos —sus bolsillos todavía repletos de lo que habían comprado en el duty-free shop— hacían crujir el suelo mientras caminaban lentamente hacia el otro lado del estudio.
—Pero es una empanada mental —(la primera voz otra vez)—. Puro juego de muñeca.
—Bueno, no sé —(segunda voz)—. La verdad, tiene muchas cosas que decir. Ese brazo está muy bien.
—No empieces a soltarnos uno de tus rollos estéticos, Dave.
—Es algo autocomplaciente —(tercera voz, de chica, tranquila pero muy aguda)—. Pero juzgamos un poco por la apariencia, ¿no? Deberíamos conocer mejor el contexto, me parece. ¿Será ésta Salomé?
—No sé —(segunda voz)—. ¿Por qué lleva la cabeza sobre una cítara? Creía que se paseaba con ella en una bandeja.
—Licencia poética —(la chica).
—Puede ser —(segunda voz, «Dave», otra vez)—, aunque el fondo no parece Egipto. ¿Y quiénes son esos pastores amariconados?
Ya está bien. Me volví hacia ellos y estallé, en francés, por supuesto. Con tanto nombre abstracto me salió bastante ampuloso y profesional. Hasta donde yo sé, paja es masturbation, y la palabra tiene una riqueza malsonante, siempre útil cuando se pretende cargarla de desprecio. Los volví a llevar ante la supuesta Salomé que, en realidad, es una mujer tracia con la cabeza de Orfeo. Saqué a relucir a Mallarmé, Chassériau —de quien Moreau fue ayudante— y Redon, cuyos insulsos y deslavazados devaneos algunos llaman simbolistas, aunque están tan lejos de Moreau como Burne-Jones de Holman Hunt.
Se produjo un silencio. Los tres, que no eran mayores que yo, se quedaron atónitos. La primera voz, una especie de enano machote con una cazadora de cuero marrón y tejanos gastados, se volvió hacia el segundo, más alto pero de aspecto más débil, vestido a la inglesa (chaqueta de tweed, jersey con cuello en pico, corbata), y le dijo:
—¿Has entendido algo, Dave?
—Me suena a chino.
Luego, contradiciendo su aparente apacibilidad, me miró, dijo «Verdún» casi a gritos, y se pasó el dedo índice de lado a lado del cuello.
—¿Entiendes algo, Marion?
Ella era de la misma estatura que el de la chaqueta de cuero, tenía uno de esos rostros ingleses rosados, pecosos y con algo de vello; su actitud, aunque tranquila, parecía más directa.
—Algo —dijo—. Pero me parece que todo es una comedia.
—¿Sí?
—Creo que este es inglés.
Hice como que no entendía nada. El de la chaqueta de cuero y Dave se acercaron a mí como pigmeos a un reportero de la televisión. Noté cómo me examinaban la ropa, luego mi corte de pelo, luego el libro que llevaba en la mano. Era Colline de Jean Giono, así que me tranquilicé. Cuando vieron que yo me había fijado en que lo miraban, se lo enseñé. El de la chaqueta de cuero lo examinó.
Con un acento francés que no podía ser peor empezó la frase «Perdón, Mesié, ¿es usted actuellement un inglés?»
Le puse el libro delante de la cara por miedo a reírme. Por aquel entonces, yo era exageradamente riguroso con respecto a la ropa. Cualquier desviación de un estilo aseado y convencional, según veía yo, era en cuanto a mí concierne, lo mismo que desviarse de la razón, la lucidez, la integridad y la estabilidad emocional. Rara vez me detenía a cuestionar mis prejuicios. A pesar de todo, ahí había un hombre con tejanos viejos y descoloridos casi a punto de hacerme reír. Qué trío más extraño: el tipo ese, una chica que no llevaba maquillaje, por lo que yo pude ver, y «Dave», que parecía, bueno, que casi podría ser un amigo mío.
—Je suis prácticamente seguro que c’est un Brit. —Dave, esta vez. El de la chaqueta de cuero tocó con el dedo la solapa de mi chaqueta.
—Pouvez vous… —Y Dave se aferró a él y lo hizo girar como si bailaran un torpe vals campestre. La chica me miró de una forma verdaderamente encantadora. No, no llevaba maquillaje; pero, además, estaba muy bien sin él. Qué raro.
—¿Qué haces aquí en París? —preguntó.
—Oh, de todo un poco. Un poco de investigación, un poco de literatura, un poco de cambio y no hacer nada para no tener que hacer nada. ¿Y tú?
—De vacaciones unas semanas.
—¿Y ellos?
—Dave trabaja aquí en un banco. Mickey está becado en el Instituto Courtauld; por eso estamos aquí.
—¿Ah, sí? —(Dios mío)—. ¿Y sobre qué está trabajando?
—Pues sobre Moreau —sonrió.
—Cielos. Y supongo que habla francés muy bien…
—Su madre era francesa.
Bueno, a veces se pierde, como decíamos en el colegio. Dave y Mickey retrocedieron mecánicamente tarareando «El Danubio Azul».
—Bueno, Marion, ¿y él?
—Pues es francés —contestó ella, sonriendo otra vez—, pero su inglés es excelente.
—Ip, ip, uga —gritó Dave, y continuó parodiando el acento francés—: Tott-en’am, Ot-spure, Mi-chel Ja-zy. Bob-ee Moiré. Pegmítame que lo bese.
Afortunadamente no lo hizo. El gardien acababa de subir las escaleras, todavía con su Série Noire en la mano izquierda. Nos echó.
Fuimos a un bar a tomar algo. Poco a poco descubrimos quién era inglés y quién francés, a pesar del curioso sistema de conversación de Dave, que consistía principalmente en nombres propios pronunciados con un fuerte acento francés (o fransé, como él decía) acompañado de una gesticulación semihistérica. Marion no tenía amaneramiento alguno digno de destacar. Se hablara de lo que se hablara, permanecía serena. Era franca, abierta y brillante. Mickey, en cambio, era más difícil de calar. Una mezcla de voluntad, encanto, competitividad y cierta astucia, que le hacía aparentar saber menos de lo que, en realidad, sabía hasta que tenía una idea aproximada de lo que sabían los demás. El tipo de persona que me hace reaccionar adoptando un tono académico, apocado, hasta cierto punto retorcido, aunque en el fondo ecuánime.
—Sé que estás trabajando sobre Moreau —fue mi primer intento vacilante de conciliación.
—Sería más exacto decir que él me está trabajando a mí. Una llave contra el suelo, y cuando tienes encima semejante peso te rindes.
Dave parecía estar a punto de intervenir, pero, por lo visto, no se le ocurrió qué postura de lucha invocar.
—¿Pero por qué no te gusta?
—Creo haber dicho antes que no es más que un puñetero academicista. ¿No es así? Quiero decir que la idea de un simbolismo académico me parece una jodida ridiculez.
—Es un menguado gigante.
—Admito lo primero. No tiene chispa. Es inteligente, sabe pintar y es original, de acuerdo en todo eso. Pero es muy frío, como sus colores, que parecen brillantes y perturbadores pero que si los miras con atención, son colores desvaídos.
—No como los de…
—Redon, exacto.
—Redon —empezó Dave.
—Redon. Oxfor. Bahnbri. Burmeeng’am. Bugmingam. Changez, changez —dijo imitando los ruidos y los silbidos de un tren. Era la lista de las paradas entre Londres y Birmingham.
—Entonces ¿por qué haces un trabajo sobre él?
—Por la beca, hombre, la beca. Me ha tocado justo aquí… ¡Ay![4]
Gimió mientras se apretaba la mano sobre el corazón, como si estuviera herido de muerte. Dave se inclinó sobre él, poniéndole la oreja sobre el pecho.
—Tiene que decirme la verdad, doctor —dejó escapar Mickey con un hilo de voz—. Tiene que decírmela, doctor. ¿Es muy grave lo que tengo?
Dave le estiró un párpado para verle el ojo, le dio un par de palmaditas en la cara y se puso a consultarle el corazón otra vez. Marion contemplaba la escena impasible. Dave se puso serio.
—Usted es un hombre inteligente. Creo que podrá enfrentarse con la verdad. Es grave, sin duda, pero probablemente no será mortal. Tiene la cartera dislocada y su cuenta corriente está en rojo. Se está deshidratando, pero creo que podré remediarlo.
—Gracias, doctor, usted sí que es un buen amigo. No lo habría aguantado si me lo hubiera dicho algún otro.
Se callaron y me miraron. No dije nada, preguntándome qué estaba pasando.
—¿Se da usted cuenta, por supuesto —continuó Dave—, de que padece una insuficiencia alcohólica aguda?
—Oh, no, doctor, quiere decir que podría…
—Me temo que sí. Es uno de los casos más graves que he visto en muchos años. Fíjese en esto.
Levantó el vaso vacío de Mickey.
—No, no, no, no quiero verlo, no puedo —sollozó Mickey, ocultando la cabeza entre los brazos.
—Tiene que mirar —dijo Dave con firmeza—. Tiene que enfrentarse con estas cosas.
Poco a poco, le fue apartando los brazos de la cabeza. Sostuvo el vaso ante los del paciente. Mickey simuló desmayarse.
Caí de las nubes. Habría caído antes si no hubiese estado absorto en la escena. Esa ronda la pagaba yo.