Todavía no sé la importancia de todo lo que sigue.
París. 1968. Annick. Un precioso nombre bretón, ¿verdad? A propósito, se pronuncia con acento en la i, así que rima con pique[2], lo cual no es muy apropiado, al menos para empezar.
Fui a París en busca de documentación para la tesis que había comenzado, a fin de poder conseguir una beca e irme a París. Un orden de prioridades completamente normal entre los recién licenciados. Entonces, el afán de vagabundeo —con provecho o sin él— llevaba a mis amigos a la mayoría de las capitales europeas, tras haber manifestado un interés desorbitado por materias que sólo podían ser investigadas a fondo donde daba la casualidad que estaban los documentos pertinentes. En mi caso, se trataba de «La importancia e influencia de los estilos de representación británicos en el teatro de París desde 1789 a 1850». Siempre había que colar, al menos, una fecha importante (1789, 1848, 1914) en el título, porque así el tema parece más importante, y satisface la creencia general de que todo cambia con el estallido de una guerra. La verdad, como descubrí en seguida, es que las cosas cambian: por eso, inmediatamente después de 1789, los estilos teatrales británicos tuvieron muy poca importancia e influencia en los teatros parisinos, por la simple razón de que ningún profesional británico en su sano juicio hubiese arriesgado la piel para trabajar allí durante la Revolución. Supongo que hubiera debido imaginármelo. Pero a decir verdad, lo único que sabía sobre actores británicos en Francia cuando me inventé el tema de la tesis, se reducía a que Berlioz se enamoró de Harriet Smithson en 1827. Encima, según averigüé más tarde, ella era irlandesa. Pero yo sólo pedía dinero para vivir seis meses en París y los que manejaban el dinero no eran tan remilgados.
—Can-can, frou-frou, vin blanc, lencería francesa —fue el comentario de Toni cuando le dije que me iba a París.
Él se iba a Marruecos para «desanglificarse», y ya se estaba tragando sin parar metros y metros de cintas de torturantes silbidos y gruñidos aberrantes.
—Kif. Hachís. Lawrence de Arabia. Dátiles —le dije yo, no sin advertir que no había conseguido dar el matiz correcto.
En realidad la cosa no era así. Ya había estado muchas veces en París antes de 1968, y no iba con ninguna de las ingenuas expectativas que Toni tanto se complacía en adjudicarme. Había agotado ya su faceta Paree[3] antes de los veinte años: los libros de bolsillo de tapas verdes de la Olympia Press, las pérdidas de tiempo en las terrazas de los cafés de los bulevares, los empujones entre tangas de cuero y bolsas en una parodia de antro de Montparnasse. Cuando era estudiante había agotado la ciudad-como-parte-de-la-historia, husmeando celebridades en Père Lachaise para volver a casa exultante después de hacer un descubrimiento inesperado: las catacumbas de Denfer-Rocherau, donde la historia post-revolucionaria y la melancolía personal pueden combinarse armoniosamente mientras se divaga entre bóvedas y zarandeados esqueletos, clasificados por huesos y no por cuerpos: pulcras hileras de fémures y sólidos cubos de cráneos aparecían repentinamente bajo la luz temblequeante de la vela. Por aquella época ya había incluso dejado de despreciar a mis exhaustos compatriotas, apiñados en los cafés de los aledaños de la Gare du Nord, levantando los dedos para indicar el número de Pernods que querían.
Escogí París porque era un lugar familiar donde podía, si quería, vivir solo. Conocía la ciudad; hablaba el idioma. No me preocupaban ni la comida ni el clima. París era demasiado grande como para verme amenazado por la hospitalidad de una colonia de emigrados ingleses. Tendría pocos estorbos para concentrarme en mí mismo.
Por mediación del amigo de un amigo, me prestaron un piso en Buttes-Chaumont (la ruidosa línea de metro 7-bis: Bolívar, Buttes-Chaumont, Botzaris). Era un estudio espacioso pero un poco decrépito, con un suelo de madera que crujía a cada paso y, en un rincón una máquina tragaperras, que funcionaba con una provisión de francos antiguos amontonados encima de un estante. En la cocina había un anaquel lleno de botellas de calvados casero que podía beberme, siempre y cuando repusiera cada botella con una de whisky (perdí dinero con el trato pero gané en color local).
Me instalé con mis pocas posesiones, le hice un poco la pelota a la portera, Mme. Huet, metida en su cuchitril lleno de plantas, gatos diarreicos y números atrasados de France Dimanche (me mantenía informado sobre cada nouvelle intervention chirurgicale à Windsor), me hice socio de la Bibliothèque Nationale (que no estaba demasiado cerca) y comencé a considerarme, por fin, un ser autónomo. El colegio, la familia, la universidad, los amigos… Cada uno, a su manera, brindaban un consenso de valores, ambiciones, formas aceptadas de fracaso. Se aceptaban pequeñeces, se reaccionaba contra pequeñeces, se reaccionaba contra la reacción ante las pequeñeces, y ese movimiento constante y pendular del proceso daba la ilusión de avanzar. Por fin tendría la oportunidad de aclarar las cosas. Me tomaría un respiro y las aclararía de verdad.
Quizá no de golpe. Llegar, sentarse y empezar, metódicamente, a replantearse la vida: ¿no sería eso lo mismo que sucumbir a una forma de pensar programada y burocrática que con tanto atrevimiento había desdeñado heroicamente? Así pues, durante las primeras semanas vagabundeé, sin preocupaciones ni remordimientos. Me tragué todo el ciclo de Howard Hawks, que siempre se ofrece en algún cine de París. Me senté, adrede, en algunos de los jardines y plazas menos célebres. Redescubrí esa sonrisa que se escapa al viajar en el metro en primera clase con un billete de segunda. Miré distraídamente un puñado de reportajes sobre las representaciones del Cato de Addison, durante la época de la Revolución (la obra era una de las favoritas de Marat). Hojeé algunos folletos de cómo llevar una Vida Artística en París. Pasé largos ratos en la librería Shakespeare & Company. Leí las memorias póstumas de Hemingway en París, que se rumoreaba habían sido escritas por su mujer («No hay duda, están tan mal escritas que deben de ser auténticas», me aseguró Toni).
Hice unos cuantos dibujos, bastante buenos, de acuerdo a lo que llamaba Principio Fortuito. La teoría era que todo es intrínsecamente interesante, que el arte no debería concentrarse únicamente en los temas más elevados (sé que antes algunas personas ya habían tomado ese camino). Así que se lleva encima la libreta de bocetos a todos lados, deteniéndose no por el interés oficial y heredado de lo que se ve, sino según un factor aleatorio que se decide ese mismo día, como recibir un empujón en la calle, ver dos bicicletas circulando a la misma altura u oler a café. Entonces, se queda uno clavado, mirando en dirección a donde se dirigía, y examina la primera cosa que aparece ante los ojos. Tenía ciertos resabios de la vieja teoría que Toni y yo llamamos el Callejeo Provechoso.
También pergeñé algún escrito. Afición por la que sentía un entusiasmo moderado. Ejercicios de memoria. Por ejemplo, describir al carnicero que vendía carne de caballo y de quien yo era cliente semanal (siempre —reconozco que a propósito— los viernes), pero a quien no miré nunca, de verdad, hasta que intenté describirlo y me di cuenta de cuántas cosas era incapaz de recordar. Otro ejercicio consistía en sentarme junto a la ventana y escribir simplemente lo que veía. Al día siguiente, comprobaba la selectividad de mi visión. Luego, unos cuantos ejercicios estilísticos, inspirados en Queneau, para aflojar la mano. Y montones de cartas, algunas (a mis padres) contando lo que no hacía, y las más largas, con frases más tajantes a Toni, contando lo que hacía.
Era una existencia muy agradable. Naturalmente, Toni (que sólo había aguantado tres semanas en África y ahora empezaba a trabajar dando clases a mayores de veinticinco años) me escribía para reprenderme por la irrealidad económica de esta existencia. Yo argumentaba en mis respuestas que la felicidad dependía necesariamente de la irrealidad de un aspecto de tu vida: que en un campo concreto (emocional, financiero, profesional) uno debía vivir más allá de sus posibilidades. ¿Acaso Toni y yo no lo habíamos dejado asentado así cuando íbamos al colegio?
El caballo apropiado
tu banca habrá reformado,
si no hay dinero contado
acabarás divorciado.
Y entonces, cuando ya llevaba un mes en París, conocí a Annick. ¿No habría tenido esto que añadir mayor irrealidad, una vida más allá de todas las posibilidades, más felicidad? ¿Pero fue así? ¿Cómo era esa vieja regla matemática que aprendimos en el colegio? ¿Más y más da menos?
La conocí, siempre sonrío al recordarlo, como resultado de una de mis escasas visitas a la Bibliothèque Nationale. Llevaba casi una hora allí, hojeando unas cartas tempranas de Víctor Hugo para averiguar si tenía algo que decir sobre actores ingleses que estuvieran actuando cuando él trabajaba en el Cromwell (si alguien le interesa saberlo, decía y no decía… apenas un par de frases casuales). Agotado por el espectáculo de la masa de eruditos en acción, me largué pronto en pos de un vin blanc cassis que servían en un bar de la Rue de Richelieu y que, de ordinario, se disputaba mi asiduidad con la biblioteca. No era inapropiado: la atmósfera me recordaba muchísimo a la de la Bib. Nat. La misma atención, soporífera y sistemática para lo que se tenía delante; el apacible crujido de las hojas de periódico en vez del de las páginas del libro: los filosóficos asentimientos de cabeza; los dormilones profesionales. Sólo la cafetera mecánica, rugiendo como una máquina de vapor, insistía en recordarte dónde estabas.
Recorrí con la mirada los reconfortantes estereotipos visuales del lugar: en un marco, la ley contra la embriaguez pública; la barra de acero inoxidable; la carta que ofrecía la austera elección entre sandwich y croque; la pared de los espejos deformantes; el árbol asesinado convertido en sombrerero oculto detrás de la puerta; las polvorientas flores de plástico encima de una repisa alta. Esta vez, empero, mi vista tropezó de pronto con:
—¡Mountolive!
Allí estaba, sobre la silla de mimbre de plástico de la mesa de al lado. La edición de Livre de Poche, con el punto lo bastante adelantado como para indicar, por lo menos, tenacidad y, probablemente, entusiasmo.
Ella se volvió al oírme. Yo pensé inmediatamente: «Dios, esto no lo hago con frecuencia», y mis ojos se desenfocaron, como si se disociaran por sí solos de mi voz. Tenía que decir algo.
—¿Estás leyendo Mountolive? —logré exclamar en el patois local, y, el esfuerzo de esta modesta actividad mental, persuadió a mi vista para que volviera a su estado normal. Ella era…
—Como puedes ver.
(Rápido, rápido, piensa algo.)
—¿Has leído los otros?
Era más bien morena y…
—He leído los dos primeros. Naturalmente aún no he leído Clea.
Claro que no, qué pregunta más estúpida. Su piel era algo amarillenta, pero sin tacha; por supuesto esto es normal, sólo las pieles muy pálidas…
—Oh, naturalmente. ¿Te gusta?
¿Por qué seguía preguntando estupideces tan obvias? Claro que le gustaba. Si no, no se hubiera leído dos libros y medio. Por qué no le explicaba que yo lo había leído, que adoraba El Cuarteto de Alejandría, que leía todo lo de Durrell que caía en mis manos, que incluso conocía a alguien que escribía poemas al estilo de Pursewarden.
—Sí, mucho, aunque no entiendo por qué el estilo de este es mucho más simple y convencional que el de los otros dos.
Iba vestida de gris y negro, aunque eso no la desfavorecía en absoluto, no, era elegante, los colores no se destacaban tanto como el conjunto…
—Estoy de acuerdo. Quiero decir que yo tampoco lo sé. Si quieres otro café, me llamo Christopher Lloyd.
¿Qué dirá? ¿Lleva anillo de compromiso? ¿Importa si dice que no? ¿Merci quiere decir sí gracias o no gracias? Mierda, no me acuerdo.
—Sí.
Ah. Un respiro, por fin. Un minuto o dos en la barra. No, no corras, Gaspard, o como te llames, sirve antes a todos los demás. Eh, seguro que hay un montón de gente en la terraza que necesita ser atendida antes que yo. No, la verdad, pensándolo bien, es mejor que me sirvas ahora, ella podría creer que soy de esas personas tan educadas que nunca consiguen una copa en los intermedios del teatro. Pero qué tomar, mejor que no pida lo mismo, son sólo las cinco y media. No puedo pasarme a licores más fuertes o va a pensar que soy un clochard en potencia, qué tal una cerveza, la verdad no me apetece, oh, bien, espero no parecer demasiado servil:
—Deux express, s’il vous plaît.
Mientras volvía con los cafés, me concentré en tratar de no derramarlos. A la vez, me concentré en no parecer concentrado. De acuerdo, ella estaba de espaldas a la barra, pero podía haber un espejo disimulado a su alcance; y, en cualquier caso, hay que tener estilo desde el principio: distante sin ser burgués, despreocupado pero sin pasarse. Uno de los cafés se derramó. Rápido, qué hago: ¿se lo doy a ella en nombre de la igualdad de sexos y veo cómo se lo toma, o me lo quedo yo en nombre de la caballerosidad y me arriesgo a que todo se venga abajo? Inmerso en estos malabarismos mentales me las arreglé para derramar el otro café.
—Perdón, estaban demasiado llenos.
—Es igual.
—¿Azúcar?
—No, gracias. ¿No tomas lo mismo que antes?
—Hum, no. No quería que pensaras que soy un clo-clo.
Ella sonrió. Hasta yo sonreí. No hay nada como el argot para limar asperezas iniciales. Demuestra: (a) sentido del humor, (b) vivo interés por la adecuada jerga extranjera, (c) conocimiento de que una intimidad verbal amistosa puede lograrse con un inglés y que no va a ser necesario hablar con palabras altisonantes el resto del tiempo, sobre las Características Nacionales y le chapeau melon.
Charlamos, sonreímos, nos bebimos el café, lo pasamos medianamente bien juntos e hicimos algunos tanteos. Sugerí lo interesante que sería echarle una mirada a la traducción del Cuarteto para demostrar mi sutileza. Me preguntó cuánto tiempo me llevaría mi investigación en París y yo pensé «todavía no estamos casados, querida». Preguntas que no significan nada o significan mucho más de lo que parece. Estaba demasiado nervioso para saber si me gustaba de verdad o no; el aplomo y el nerviosismo se sucedían alternativamente, sin seguir un esquema racional. Por ejemplo, fue una chapucería preguntarle cómo se llamaba: la pregunta salió disparada, como si escupiese un trozo de comida, en un momento de la conversación que exigía una pregunta sobre la reputación de Graham Greene en Francia. En cambio el cuándo-podemos-volver-a-vernos me salió bastante bien, para decirlo con honestidad, evité tanto ser hauteur como, lo más probable y peligroso, rebajarme a mí mismo.
Conocí a Annick un martes, y quedamos en vernos en el mismo bar el viernes siguiente. Si ella no estaba allí (había algún problema que tenía que ver con un primo o una prima suyos; ¿por qué siempre tienen primos los franceses? Los ingleses no tienen tantos), yo le telefonearía al número que me había dado. Consideré no presentarme a la cita pero decidí finalmente que hablara el corazón, y me presenté como si tal cosa. Después de todo me había pasado tres días preguntándome cómo sería eso de estar casado con ella.
Lo cierto es que había pensado tanto en Annick que no podía recordar su rostro. Fue como ir poniendo capa tras capa de papier maché sobre un objeto y ver, gradualmente, cómo desaparece la forma original. Sólo faltaba que no fuera capaz de reconocer a la mujer con quien llevaba tres días casado. Un estudiante amigo mío, que compartía fantasías y nervios similares, ideó una vez un buen truco para superar esta dificultad: tenía unas gafas expresamente rotas para jugar con ellas, con mucha ostentación, mientras esperaba a la chica. Siempre funcionaba, decía él; y además, cuando más tarde confesaba la estratagema, lograba indefectiblemente una afectuosa reacción por parte de la chica. No hay que admitirlo demasiado pronto, por supuesto. Uno no debe comportarse, me dijo, con debilidad e incompetencia, siempre hay momentos mucho más seguros después, cuando necesitas mostrar dicha debilidad como una característica muy humana.
Sin embargo, como tenía la vista perfecta, no me era demasiado fácil utilizar este truco. Tenía que llegar allí temprano y recurrir a la pretensión de estar-absolutamente-absorto-en-el-libro. El día de nuestra cita, por la tarde, temblaba, dos de mis mejores uñas estaban hechas polvo y mi vejiga se había estado llenando todo el día con la misma velocidad que la cisterna de un wáter. Mi pelo estaba bien; tras muchas deliberaciones, decidí lo que me iba a poner; me cambié los calzoncillos (otra vez) después de una reinspección de última hora, y escogí el libro con el cual quería que me descubriera: los Contes Cruels de Villiers de l’Isle-Adam. Ya lo había leído, de modo que estaría bien preparado en caso de que resultara que ella también.
Todo esto puede sonar cínico y calculador, pero no me haría justicia. Se debía, como me gustaba pensar (quizá todavía lo pienso), al normal deseo de agradar. Era más una cuestión de cómo imaginaba que a ella le gustaría que yo apareciese, que de cómo me gustaría a mí aparecer ante ella.
—¡Salut!
Di un respingo y aparté a Villiers. La sacudida y la emoción hicieron que mis ojos perdieran el enfoque. Eso solucionó el problema de reconocerla o no.
—¡Oh, hum, salut!
Comencé a levantarme cuando ella empezaba a sentarse. Ambos nos quedamos inmovilizados, nos reímos y acabamos por sentarnos. De manera que ella era así. Sí, un poco más delgada de lo que recordaba y (cuando se quitó el impermeable) hum, sí, em, muy bien, no eran enormes pero eran… bueno, ¿reales? Sólo quedaban Alma y Cuitas. Tenía el pelo castaño oscuro, con raya al centro y le llegaba liso hasta los hombros, donde se curvaba hacia arriba. Los ojos eran bonitos, marrones y, supongo, de tamaño y forma normales, pero muy vivos. La nariz funcional. Gesticulaba muchísimo mientras hablábamos. Creo que lo que más me gustaba de ella eran las partes que se movían, sus manos, sus ojos. Cuando hablaba la mirabas tanto como la escuchabas.
Charlamos de las cosas más obvias: mi tesis, su trabajo en un archivo fotográfico, Durrell, cine, París. Es lo que se hace normalmente, a pesar de esas fantasías sobre lazos instantáneos de las mentes, el descubrimiento gozoso de asunciones compartidas. Estábamos de acuerdo en la mayoría de las cosas; teníamos que estarlo, dada mi ansia cobarde de quedar bien. No quiero decir que asintiera a todo lo que Annick decía; por ejemplo, no dejé de demostrar cierto desacuerdo con el sentido de humor de Bergman (sosteniendo gallardamente que carecía de él). Pero había decoro natural en nuestras investigaciones; lo único importante que asumíamos ambos es que no íbamos a disgustarnos el uno al otro. Después de un par de copas, se nos ocurrió ir al cine. En última instancia no se puede estar hablando eternamente y lo mejor es ofrecer, lo antes posible, una pequeña experiencia compartida. Nos decidimos pronto por la última de Bresson, Au Hasard, Balthazar. Con Bresson sabe uno dónde está (o al menos dónde se supone que está). Ásperas, con una mentalidad independiente y rodadas en un blanco y negro intelectual; eso era lo que se decía de sus películas.
El cine estaba cerca, era de los que hacían descuento a los estudiantes incluso en la sesión de noche y había bastante gente con aspecto enrollado mirando los fotogramas que había afuera. Pasaron la habitual tanda de nefastos y grotescos comerciales, representando animales de especies imposibles de identificar. Durante mi anuncio favorito, el de la matrona que exige con voz estridente Demandez Nuts, me vi obligado a ahogar mi acostumbrada, despectiva, afectada y anglosajona risita. Ponderé la posibilidad de comparar los anuncios franceses con los ingleses, pero no di con una frase redonda, de modo que no me molesté en esperarla. Esa era otra de las ventajas que suponía ir al cine.
Al salir, dejé pasar el minuto de costumbre para superar la primera reacción de demasiado-impresionados-para-hablar, y luego:
—¿Qué te ha parecido? —(Es lo primero que se dice).
—Muy triste. Y muy auténtica. La mar de…
—¿Integra?
—Sí, eso es, íntegra. Honesta. Pero también con una gran dosis de humor. Un humor triste.
La integridad no puede fallar. Es una cosa digna de admiración. Bresson era tan íntegro que en una ocasión, cuando intentaba filmar el silencio de cierto bosque lúgubre, mandó por delante hombres armados con escopetas para matar a los pájaros, cuyo regocijo desentonaba en ese escenario. Le conté la anécdota a Annick y estuvimos de acuerdo en no saber cómo juzgarla. ¿Lo hizo porque pensó que era imposible simular un bosque sin pájaros con una cinta virgen por banda sonora? ¿O por un profundo y puritano sentido de la honestidad?
—Quizá no le gustan los pájaros —dije en plan de chiste, después de repetirme la frase mentalmente para poder soltarla como si tal cosa.
En este punto de una relación, cada risa vale el doble, cada sonrisa es una razón para felicitarse uno mismo.
Flaneamos (en el más amplio sentido del término) hasta un bar, nos tomamos un par de copas rápidas y la acompañé a la parada del autobús. Charlamos bastante rato y, durante los permitidos instantes de silencio, estuve dándole vueltas a cuestiones de etiqueta. Conseguimos traspasar la barrera del voustu casi sin notarlo, aunque era más una asunción de las convenciones entre estudiantes que otra cosa. Pero —me preguntaba— ¿y el primer beso? Y en todo caso, ¿podía llegar tan pronto? No tenía ni idea de las costumbres francesas, aunque sabía que no debía hacer preguntas: baiser, después de todo, también significa follar. Estaba totalmente despistado respecto a lo permitido o esperado. Toni y yo solíamos recitar:
Un beso a la vez primera,
puede ser tu perdición.
Un beso a la segunda,
no hay miedo de que no te cunda.
¡Pero un beso a la tercera…
sólo un subnormal espera!
Pero esto lo escribimos con la suficiencia que da la inexperiencia y, de todos modos, no debía tener validez más allá de nuestro país. Más tarde, me atuve, como es natural, a las costumbres locales. Aprovechar la asiduidad del apretón de manos. Dale tu manaza, aprieta la de ella más tiempo del necesario y entonces, con lentitud pero con una fuerza sensual irresistible, atráela gradualmente hacia ti, mirándola a los ojos como si te acabasen de regalar la primera edición secuestrada de Madame Bovary. Buena idea.
Llegó su autobús y adelanté una mano indecisa. Ella la asió con rapidez, me rozó la mejilla con los labios antes de que pudiese reaccionar, se liberó de mi flojo apretón, sacó el pase del autobús, gritó A bientôt y desapareció.
¡La había besado! ¡Eh, había besado a una francesa! ¡Yo le gustaba! Y, por si fuera poco, ni siquiera había tenido que pasarme semanas rondándola antes de saber algo de ella.
Me quedé mirando el autobús hasta que se marchó. Si hubiese sido uno de los antiguos, Annick se habría quedado de pie sobre la plataforma abierta, con una mano agarrada a la barandilla y la otra levantada, pálidamente iluminada por una farola solitaria haciendo un leve ademán de despedida. Podría haber sido una emigrante desbordada por las lágrimas en la popa de un barco a punto de zarpar. En realidad, las puertas neumáticas se cerraron tras ella con el ruido sordo de las gomas, y dejé de verla mientras el autobús rezongaba y se sacudía alejándose.
Anduve hasta el Palais Royal impresionado conmigo mismo. Me senté en un banco del patio y aspiré el aire cálido de la noche. Sentía que, de repente, todas las cosas encajaban. El pasado había quedado atrás. Yo era el presente, el arte estaba aquí, y la historia, y ahora la promesa de algo muy parecido al amor o al sexo. Cerca de aquí, en esa esquina, trabajó Moliere, al otro lado Cocteau, más allá Colette. Allí Blücher perdió seis millones jugando a la ruleta y se pasó el resto de su vida montando en cólera cada vez que oía la palabra París. Allí se abrió el primer café mécanique y allí, un poco más lejos, en una pequeña ferretería de la Galerie de Valois, Charlotte Corday compró el cuchillo con el que asesinó a Marat. Y aunándolo todo, digiriéndolo, haciéndolo mío, estaba yo, fundiendo todo el arte y la historia con lo que pronto, con suerte, llamaría la vida. La frase de Gautier que Toni y yo citábamos en el colegio me rondaba por la cabeza: Tout passe me susurraba. Quizá, me contestaba, pero no hasta dentro de una buena temporada. No, si yo puedo evitarlo.
Tenía que escribir a Toni.
Lo hice, pero este ocultó toda demostración de regocijo fraternal que pudiese haber sentido.
Querido Chris:
C’est magnifique, mais ce n’est pas la chair. Hasta que no llegues al otro par de labios no creo que despiertes mi interés. ¿Qué has leído? ¿Qué has visto? ¿Y sobre qué, no sobre quién, has estado trabajando? Te darás cuenta, espero, de que la primavera todavía no ha terminado oficialmente, de que estás en París y de que si me entero de que no eres capaz de cumplimentar el cliché podrás contar con mi desprecio infinito. ¿Qué pasa con las huelgas?
TONI
Supongo que tenía razón. En cualquier caso, la enfermiza efusividad de mi propia carta puede ser rápidamente inferida por el tono de su respuesta. Pero cuando llegó ya no tenía sentido.
Perdí la virginidad el veinticinco de mayo de mil novecientos sesenta y ocho. (¿Es raro recordar la fecha? La mayoría de las mujeres la recuerdan.) Querrán oír detalles, maldita sea, a mí tampoco me molestaría oír la historia otra vez. No salgo tan mal parado.
Era apenas la tercera noche que salíamos juntos.
Creo que eso merece un párrafo aparte. A la sazón, se trataba de una cuestión de típico orgullo, como si en realidad yo lo hubiera planeado todo. Cosa que, por supuesto, no hice.
Los tanteos previos fueron casi del todo mudos. Aunque, probablemente, por distintas razones para uno y otro. Habíamos ido otra vez al cine: a ver un clásico, Les Liasons Dangereuses, la versión actualizada de Vadim con Jeanne Moreau y, (para nuestro común deleite), Boris Vian acechando sarcásticamente en las sombras.
Cuando salimos mencioné, como por casualidad, la provisión de calvados que tenía en mi estudio. Su proximidad ya era conocida.
El piso estaba tal y como lo había dejado, es decir ordenado a medias. Razonable pero no obsesivamente arreglado. Unos cuantos libros abiertos como si se estuvieran leyendo (en algún caso era cierto… las mejores mentiras tienen una pizca de verdad). Iluminación escasa y distribuida por los rincones (por razones obvias, pero también para evitar que alguna bombilla traicionera se encendiera intempestivamente en medio de la película). Los vasos estaban limpios pero los volví a lavar, sin secarlos, para que el calvados no tuviese que deslizarse entre la pelusa que dejan los paños de cocina.
Al entrar, dejé caer mi chaqueta sobre la butaca, a fin de que al invitar a Annick a sentarse eligiera el sofá (no era fácil que escogiera la cama, a pesar de su disfraz diurno, oculta bajo una colcha india y un montón de cojines). Si al llegar a cierto punto, yo iniciaba una arremetida amorosa, no quería golpearme en el estómago con el brazo de una silla. Estos pensamientos no eran tan brutales como puede parecer. Iban ganando espacio en mi cabeza de forma provisional y vacilante, y su tenacidad me hacía sentir ligeramente culpable. Pensaba en futuro condicional y no en futuro simple. Es el tiempo verbal lo que minimiza la responsabilidad.
Así que allí estábamos, yo en la butaca, ella en el sofá. Sentados dando sorbitos y mirando. No había tocadiscos en el piso y «¿quieres jugar a la máquina tragaperras?» parecía poco apropiado. Así que mirábamos. Seguía sin saber qué decir. Me pregunté, durante un minuto o dos, si l’amour libre era la traducción correcta de amor libre. Me alegra no haber encontrado nunca la respuesta.
¿Se piensa siempre, en situaciones como esta, que la otra persona está mucho más tranquila que uno? En este caso, mientras estuve concentrado pensando en Annick, asumí que si quería decir algo, como era ella quien mejor dominaba el idioma local, hablaría. Ella no lo hizo ni yo tampoco. Y lo que se fue plasmando era algo cualitativamente distinto a una mera pausa larga en la conversación. Era un silencio cómplice, a la vez que una total concentración en la otra persona. El resultado era más erótico de lo que yo creía posible. La fuerza de este silencio se debía a su espontaneidad. Más tarde, cada vez que he intentado recrear el efecto, me ha fallado siempre.
Estábamos a unos dos metros uno del otro y completamente vestidos, pero la sutileza y la fuerza de aquel intercambio erótico eran mucho mayores que las del mundo violento y apremiante del cuerpo a cuerpo que llegué a conocer más tarde. No era una de esas miradas sugestivas que suele colar como el juego previo que aparece en las películas. Comenzamos, es verdad, mirándonos a los ojos y a la cara, para apartar la vista pronto, para luego volver a empezar. Cada correría visual por una nueva parte del cuerpo, producía un nuevo estremecimiento de excitación. Cada contracción muscular, cada temblor de las comisuras de los labios, cada movimiento de los dedos sobre la cara tenía una significación particular, tierna y, parecía entonces, sin ambigüedades.
Nos quedamos así por lo menos una hora y, después, nos fuimos a la cama. Fue una sorpresa. No diría una desilusión, porque era demasiado interesante para eso, pero fue una sorpresa. Los momentos que había esperado con tanta ansiedad fueron casi una decepción. Las cosas que yo no sabía fueron divertidas. Respecto al placer relacionado con el pene no hubo grandes novedades, y los rasgos dominantes de nuestra breve pugna fueron la curiosidad y la torpeza. Pero las otras cosas… las que nunca te cuentan… la mezcla de poder, ternura y absoluto engreimiento rebosante del júbilo que te inunda ante el ofrecimiento total del cuerpo de una mujer… ¿Cómo es posible que antes no hubiera leído nada sobre eso? ¿Y por qué no se decía nada sobre ese hincha de fútbol que se te clava en la nuca, el hombre de la carraca y la bufanda que no para de gritar «¡Muy buena!», dando patadas contra el suelo? Y luego, además, esa curiosa sensación de haberse librado de una carga social, como si por fin se entrara a formar parte de la comunidad de la raza humana, como si, después de todo, no se fuera a morir totalmente ignorante.
Después (esta era una palabra que significaba tanto cuando niño, una palabra que llamando de repente la atención en medio de una página podía producirte una rápida erección, una palabra sobre la cual, por encima de todas las demás, habría querido escribir yo mismo); después, cuando el fanático clavado en la nuca abandonó la carraca, enrolló la bufanda y se sentó callado sobre las gradas; después, me venció el sueño mientras murmuraba para mis adentros: «Después… después…»
La carta que le escribí a Toni a la mañana siguiente se perdió (según él). Quizá sea su forma misericordiosa de no recordarme el profuso júbilo de mi prosa. En todo caso, todavía conservo su respuesta.
Querido Chris:
He planchado e izado banderas y estandartes, lanzado cohetes sobre el Támesis, bebido excesivamente a tu salud. Así que por fin te has estrenado. Para tomar prestada, o mejor dicho robar (ya que estoy seguro de que no la quiere), la frase de una carta de una novia mía, que yo iba a echar por ella en el buzón y descubrí que estaba abierta, te has «desembarazado del peso de tu virginidad». Qué carcajada. Ahora ya puedes leer Les Fleurs du Mal en la versión para adultos y te puedo escribir un juego de palabras que se me ocurrió el otro día: Elle m’a dit des maux d’amour. ¿Es correcta la frase gramaticalmente? Ya no me acuerdo.
Dicho esto, o mejor cela dit, debo señalar en nombre de nuestra amistad (por no decir, para ser fiel a la verdad) que si bien el contenido de tu carta me proporcionó gran alivio, cosa que te agradezco, el tono dejaba mucho que desear. Me gustaron los pasajes descriptivos pero, bueno, para decirlo claro, no hace falta que te enamores. La verdad: una cosa no lleva necesariamente a la otra. Que te hayas desbordado por un lado no quiere decir que tengas que desbordarte por otro. Cuento con que no quieras oír nada de esto y estoy seguro de estar perdiendo el tiempo diciéndotelo: o no necesitas que te lo diga o no me vas a hacer caso. Pero aunque no me hagas caso, recuerda el viejo proverbio franchute (que traduzco para tu cerebro enamorado): «En el amor hay siempre uno que besa y otro que ofrece la mejilla.» A propósito, ¿quieres que te envíe algunos condones?
Pórtate mal y mete uno a mi salud.
Un abrazo,
TONI
Era el tipo de carta que sólo lees a medias, te hace sonreír y la dejas por ahí. Tiene sentido, en parte, aconsejar a los que carecen totalmente de experiencia, pero dar consejos a aquellos para quienes la vida se ha vuelto muy amarga o desmesuradamente dulce, es malgastar sellos. Además, Toni y yo comenzábamos a distanciarnos. Los enemigos que nos proporcionaron una causa común ya no existían. Nuestros entusiasmos adultos iban a ser menos afines que nuestros odios adolescentes.
Así pues, el único consejo que aceptaba entonces era:
—No, así no.
—Perdón, ¿así?
—Casi…
—Será un milagro acertar…
—Así está mejor.
—Ah, ya veo…
—Mmmm.
Y al cabo de un rato, era yo quien soltaba los mmmms y aaahhhhs. La práctica, como empecé a descubrir, era realmente distinta de la teoría. En el colegio, por supuesto, habíamos leído todo lo necesario. Estudiábamos El amante de Lady Chatterley durante horas y soñábamos con dos tetas colgando sobre nuestras cabezas mientras oíamos campanas celestiales bajo un arco iris. Devoramos los grandes clásicos de la literatura hindú (y, como resultado, nos tomamos más en serio durante unos meses la Educación Física, con una jadeante sensación de expectativa). Nos hacíamos preguntas, medio asustados, sobre ungüentos.
No puedo decir que los textos que estudiamos nos hicieran daño alguno. Todo lo que les reprocho son sus implicaciones equívocas sobre el funcionamiento y distribución de músculos y tendones. La primera vez que intenté con Annick algo remotamente exploratorio (no es que lo deseara con particular anhelo, pero pensé que si no lo hacía, ella iba a creer que yo carecía de un ritmo natural propio), me llevé un gran susto. Habíamos empezado de la forma que yo habría llamado, desdeñosamente, la postura del misionero (hoy considero que los misioneros se la sabían larga) y decidí colocarme, como si nada y espontáneamente, a horcajadas sobre ella y de rodillas. Levanté la pierna derecha sobre la pierna izquierda de Annick, y la doblé al tiempo que le sonreía. Luego intenté mover la pierna izquierda. Ya la tenía encima de su pierna derecha, cuando el movimiento me propulsó hacia adelante y mi cabeza aterrizó de lleno sobre su oreja derecha. Annick se retorció para escapar a mi involuntario cabezazo. Sentí como si la ingle se me desgarrara en el lado izquierdo y la polla me quedó atrapada y como a punto de partirse en dos. La pierna derecha se me quedó inmovilizada en una posición insostenible, mis ojos, nariz y boca, fuera de juego hundidos en la almohada, y mis brazos sólo eran capaces de empujar en direcciones inútiles.
—Perdona, ¿te he hecho daño? —musité al girar la cabeza (ay, otra vez) y conseguir un poco de aire.
—Casi me rompes la nariz.
—Perdón.
—¿Qué querías hacer?
—Intentaba esto… aaaahhhh.
Me encallé de nuevo, aunque esta vez mi desalentada polla se escurrió hacia afuera, y yo me desplomé hacia un lado con lentitud.
—Ah, ya veo.
Me colocó en posición, se dobló y levantó el cuerpo ligeramente, mientras yo movía las piernas, primero una y luego la otra, y, de repente, lo hicimos. ¡Lo hicimos! ¡Una postura! A horcajadas, ¡funcionaba! El hincha de la carraca estaba encantado. Alirón, alirón.
—¿Por qué querías hacerlo? —preguntó Annick con una sonrisa cuando me senté sobre ella sonriendo burlonamente. (Oh Dios, quizá no se debía hacer así, ni siquiera con católicas que ya hubieran dado el mal paso.)
Pero no, su sonrisa era de una confusa tolerancia.
—Pensé que podría ser agradable —respondí. Luego añadí con más sinceridad—: Lo había visto en un libro.
Sonrió.
—¿Y lo fue? —preguntó quitándose el pelo de la cara.
(Bueno, no dolía, pero por otro lado supongo que no había sido para tanto. Las piernas estaban demasiado tensas. Uno se sentía como un culturista en pose, cada centímetro cúbico en tensión a la espera del gesto aprobatorio de los jueces. Y, encima, de pronto caí en la cuenta, era imposible moverse ni un milímetro. Todo el trabajo lo tenía que hacer tu pareja).
—No estoy seguro.
—¿Decía el libro que era agradable?
—No me acuerdo. Sólo decía que era una de las cosas que se podían hacer. No lo diría si no fuese agradable.
Consideré casi para mí mismo si sería esa una de las posturas que mejoraban con el uso de lubricantes. Entonces, la solemnidad de mi voz fue ya demasiado para Annick. Se echó a reír, yo me eché a reír, mi polla se salió atacada por esos espasmos musculares desconocidos y acabamos fundiéndonos en un abrazo.
Cuando más tarde medité sobre aquel diálogo, comprendí que fue esa cómica sinceridad la que me condujo a reflexiones más graves, esas reflexiones que se muerden la cola. Las noches en que dormía solo me interrogaba a mí mismo, hurgaba en busca de señales o indicios. Me quedaba despierto cavilando sobre el amor y, de mi propia vigilia, deducía el amor.
Con ella era diferente, fácil. Su sinceridad era también contagiosa, aunque sospecho que en mi caso era tanto una función del ánimo como del intelecto. Annick fue la primera persona con quién me relajé de verdad. Previamente —incluso con Toni—, no había sido sincero más que con el propósito de una candorosa rivalidad. Ahora, aunque para el observador externo la impresión fuera la misma en el fondo era distinta.
Descubrí que era sorprendentemente fácil acostumbrarse a esa nueva modalidad, aunque se necesitaba un empujoncito. La tercera noche que pasamos juntos, mientras nos desnudábamos, Annick preguntó:
—¿Qué hiciste a la mañana siguiente de acostarte conmigo?
Oculté de momento mi confusión por el hecho de estar quitándome los pantalones. Pero como vacilé, ella continuó:
—¿Y qué sentiste?
Todavía peor si cabe. No podía admitir francamente que sentí una mezcla de gratitud y de presunción, pensé.
—Quería que te fueras para escribir ocurrido —dije cautelosamente.
—¿Puedo leerlo?
—No, por Dios. Bueno, todavía no. Quizá más adelante.
—De acuerdo. ¿Y qué sentiste?
—Presunción y gratitud. No, alterando el orden. ¿Y tú?
—Me pareció una experiencia divertida acostarme con un inglés, cómoda porque hablabas francés, culpable pensando en lo que diría mi madre, estaba ansiosa por contarles a mis amigas lo que había pasado e… interesada.
Entonces hice algunos comentarios desatinados y torpes, alabando su sinceridad y le pregunté cómo se había entrenado para actuar de ese modo.
—¿Qué quieres decir con «entrenado»? Eso no se aprende. Dices lo que quieres decir o no. Ya está.
Al principio me pareció que aquello sonaba a más vale algo que nada, pero con el tiempo lo comprendí. La clave de la franqueza de Annick era la inexistencia de una clave. Como la bomba atómica: el secreto es que no hay secreto.
Hasta que conocí a Annick, siempre había tenido la certeza de que el cinismo y el descreimiento en los que yo me movía, más la sumisa confianza en la palabra de cualquier escritor imaginativo, eran las únicas herramientas posibles para la dolorosa extracción de verdades, arrancadas del entorno hipócrita y falaz que nos rodea. La búsqueda de la verdad parecía hasta entonces una postura combativa. Ahora, si no de repente sí al cabo de pocas semanas, me preguntaba si no se trataba de algo más sublime —por encima del supuesto conflicto— y más simple, que se lograba no con esfuerzo sino con una sencilla mirada al fondo de uno mismo.
Annick me enseñó qué era la sinceridad (al menos el principio) y me ayudó a aprender lo que era el sexo. A cambio yo le enseñé… bueno, ciertamente nada que pueda englobarse en un nombre abstracto. Al cabo de cierto tiempo, esto fue una especie de chiste privado entre los dos, una confirmación de la personalidad nacional: los franceses se ocupan de las cosas abstractas, de lo teórico, de lo general; los ingleses de los detalles, el acabado, la conclusión, las excepciones, lo particular. No creíamos que fuera más que una verdad a medias, en escala mayor, pero en nuestro caso concreto parecía encajar.
—¿Qué piensas de Rousseau? —le preguntaba; o del existencialismo, la función del cine en la sociedad, la teoría del humor, el proceso de descolonización, la mitificación de De Gaulle, los deberes del ciudadano en tiempos de guerra, los principios del arte neoclásico o de Hegel.
Al principio, ella me parecía descorazonadoramente bien educada a la francesa, manejando teorías con la misma facilidad con que comía espaguetis, utilizando citas para apoyar sus opiniones, moviéndose con soltura de una disciplina a otra.
Me costó semanas poder derribar sus defensas de una forma sustancial y, para entonces, mi creencia en un sistema británico de intuición personal fortuita —en gros el Callejeo Provechoso— se había venido abajo. Hablábamos de Rimbaud cuando, de repente, me di cuenta de que todas las citas que ella utilizaba para defender su idea de que Rimbaud era un romántico autodestructivo (en contra de mi punto de vista, según el cual era el segundo poeta moderno después de Baudelaire), provenían de los mismos poemas: Le Bateau Ivre, Voyelles y Ophélie. ¿Había leído Les Illuminations?
—No.
¿Había leído sus cartas?
—No.
¿Había leído el resto de sus poemas?
—No.
Mejor que mejor. Seguí presionando por donde llevaba ventaja. No había leído Ce qu’on dit au poète a propos des fleurs; no había leído Les Déserts de l’Amour; no había siquiera leído Une Saison en Enfer. No cabía duda, no entendía el significado de JE est un autre. Cuando terminé, Annick preguntó:
¿Qué, te encuentras mejor?
¡Qué alivio! Creía que lo sabías todo.
—No. Sólo que yo digo lo que sé, ni más ni menos.
—Mientras que yo…
—Tú sabes cosas que no dices.
—¿Y hablo de cosas que no sé?
—Por supuesto, eso no hace falta decirlo.
Segunda lección. Después de la sinceridad de su reacción, la sinceridad de su forma de expresarse. ¿Pero cómo llegó la conversación hasta ahí? Pensaba que mo estaba recuperando y, de pronto, otra vez contra las cuerdas, mientras un pulgar de uña esmaltada arrancaba el gelatinoso globo ocular.
—¿Por qué sales ganando siempre?
—Eso no es verdad. Tan sólo aprendo en silencio. Tú lo haces de forma melodramática, por instrucción y no por observación. Y te gusta que te digan que estás aprendiendo.
—¿Por qué estás tan insoportablemente segura de ti misma?
—Porque tú crees que lo estoy.
—¿Y por qué creo que lo estás?
—Porque nunca hago preguntas. «En la vida sólo hay dos tipos de personas, los que preguntan y los que responden.»
—¿De quién es la frase?
—Ya empezamos. Adivínalo.
—No.
—Bueno. ¿Oscar Wilde (en traducción francesa, por supuesto), Víctor Hugo, D’Alembert?
—La verdad es que no me importa.
—Sí que te importa. A todo el mundo le importa.
—En todo caso, es una cita bastante ramplona. Seguro que te la has inventado tú.
—Claro que sí.
—Lo sabía.
Nos miramos el uno al otro, un poco excitados tras nuestra primera pelea. Annick se retiró el pelo que le cubría la mejilla derecha, abrió la boca y, parodiando la sensualidad peliculera, se pasó la punta de la lengua por el labio superior. Dijo con dulzura:
—Vauvenargues.
—¡Vauvenargues! Vaya, no he leído nada de él. Sólo lo he visto citado.
Annick se lamió también el labio inferior.
—¡Eres una cabrona! Estoy seguro de que es la única frase de Vauvenargues que te sabes. Seguro que la has sacado de Bédier-Hazard.
—Il faut tout attendre et tout craindre du temps et des hommes.
—Et des femmes.
—Il vaut mieux…
—De acuerdo, de acuerdo, me rindo. No quiero oír más. Eres un genio. Eres la Bibliothèque Nationale.
Hubo un tiempo en que la derrota me hacía llorar. Ahora me ponía agresivo y de mal humor. La miré y pensé que me sería fácil odiarla.
El cabello le caía otra vez sobre la cara. Se lo retiró y separó levemente los labios. Podía seguir siendo una parodia, pero si lo era podía muy bien tomarse en serio. Me lo tomé en serio.
Cuando terminamos de hacer el amor, ella se apartó de mí rodando y se quedó sobre el lado izquierdo. Miré de soslayo su cuerpo pequeño y, echándome de espaldas, me pareció haber envejecido varias semanas. ¡Qué extraño que el Tiempo diese estos repentinos saltos de conejo! A este paso, pronto maduraría hasta alcanzar mi verdadera edad. Miré un grupo de pecas que subían y bajaban al compás de su respiración, y recordé las desesperadas y rebuscadas fantasías que Toni y yo elaborábamos. La posibilidad de castración por los rayos X de los nazis me parecía extraordinariamente remota, la teoría A.C.T. árida y académica. El sexo prematrimonial —un triple épat y un écras doble en el colegio— dejaba de tener que ver, de pronto, con la burguesía. Y en cuanto a la estructura de las décadas, de ser verdad, sólo me quedaba un año de Sexo antes del comienzo de mis treinta años de alternancia entre Guerra y Austeridad. Esto no parecía muy probable.
Annick estaba soñando a mi lado y se le escapó un misterioso quejido. Así son las cosas, pensé: una disputa sobre Rimbaud (que gané… bueno, más o menos), sexo «al mediodía», una chica durmiendo, y aquí estoy yo, despierto, alerta, observando. Salí de la cama deslizándome, cogí un bloc e hice un esmerado dibujo de Annick. Luego, firmé el dibujo y lo feché.