1. Karezza

A los veintiuno, solía decir que creía en la postergación del placer. En general, no me entendían. La palabra era postergación y no rechazo, represión, abandono ni ninguno de los otros términos en que aquello se traducía automáticamente. Ahora ya no estoy tan seguro, aunque sí creo en la equilibrada y delicada entrada del individuo en la experiencia. No es preceptivo, pero sí de sentido común. ¿Cuántos chicos de veintiún años, se consumen hoy conscientemente o, lo que es peor, les parece «chic» el hecho de creérselo? ¿Acaso toda la estructura de la experiencia no está construida a base de contrastes?

Lo que quiero decir es que cuando llegué a París, con casi dos décadas de educación a mis espaldas, más una embelesada lectura de los clásicos de la pasión —Racine, Marivaux, Lacios eran guías absolutamente fiables para mí—, yo era todavía virgen. Por favor, no hay que deducir inmediatamente todas esas conclusiones (puritanismo que acecha tras una apariencia de sabiduría mundana; miedo al sexo disfrazado de austeridad; celos camuflados de los chicos de hoy) porque ya las conozco. El hecho de que los actuales adolescentes vayan por ahí follando antes de que les hayan descendido por completo los testículos, no me preocupa en absoluto. De verdad que no. Por lo menos, no demasiado.

—Quizá no te gusta el sexo —me diría Toni, después de que lo que llamábamos el Objetivo Común lo llevara a unirse a la Gran Tradición—. Ya es hora de que lo reconsideres, muchacho.

—Sé que me gusta. Por eso puedo privarme de él.

Me gustaba este argumento.

—No puedes decir que sabes que te gusta. Quieres decir que crees que te gustaría.

—De acuerdo —si él quería decirlo así—. En todo caso, De Rougemont dice que la pasión florece con los obstáculos.

—Eso no quiere decir que tengas que ponértelos tú mismo. Un artista del Hazlo Tú Mismo. ¿Por qué no quieres meterte y echar raíces? La polla en la olla. No sé, yo quiero echar raíces con todas.

Toni soltó unos cuantos gruñidos nasales y retumbantes como los de un cerdo.

—No puedo pensar en una mujer con quien no quiera follar. Piensa en todos esos conejitos por ahí sueltos, Chris. Todos esos recovecos húmedos. Tú no eres precisamente un mariquita. Aunque también es verdad que no pareces tener la tremenda urgencia que a mí me domina. —(Tengo que admitir que Toni parecía mayor que yo y estaba más ávido)—. Pero creo que la mayoría de las mujeres, si les das la oportunidad, se lanzarían sobre ti como un enjambre. Bueno, descuenta a las que tienen más de setenta, no, de cincuenta, y a las de menos de quince; a las monjas; a las que tienen prejuicios religiosos; a la mayoría de las recién casadas, aunque no todas; a unos cuantos millones que padecen mala nutrición, a quienes probablemente no querrías ni rozar; a tu madre, tu hermana, no, pensándolo mejor, la dejamos en un nunca se sabe; a tu abuela, más a June Ritchie y cualquiera que esté saliendo conmigo en ese momento… ¿y qué es lo que te queda? Cientos de millones de mujeres, de las cuales no todas van a negarse a descapullarte de una vez por todas. ¿Francesas, italianas, suecas —(ladeó la ceja)—, americanas, persas…? —(torció la cabeza)—. ¿Japonesas: el inescrutable yoni? ¿Malayas? ¿Criollas? ¿Esquimales? ¿Birmanas? —impaciente encogimiento de hombros—. ¿Pielrrojas? ¿Letonas? ¿Irlandesas? —luego, ya de mal humor—, ¿zulúes?

Se detuvo, como un tendero que ha desplegado ante ti sus mejores mercancías y sabe que con un poco de dedicación, encontrarás lo que buscas.

—No me imaginaba que te hicieras pajas sobre un mapamundi.

—Licenciado por el National Geographic.

—Bueno, ¿quién no?

—Pero tú también podrías serlo ya. —(Toni, como un eficiente controlador aéreo, estaba siempre al tanto de lo que llamaba mis «casi perdidas»[1])—. ¿Te acuerdas de la enfermera que te dijo que si eras bueno la próxima vez te daría bombones?

—Sí.

—¿Y de aquella chica que no era ni judía ni católica y había visto películas X?

—Sí.

—¿Y qué pasó con aquella mujer? Cuando trabajaste en correos unas navidades

—Podría haber perdido la prima.

—De eso se trata, tío, de no hacer el primo. Y Oxidada, joder con Oxidada…

Oxidada se llamaba en realidad Janet, pero Toni le puso un apodo más intencionado debido, creo, a su tendencia a americanizar el sexo; aunque oficialmente decía que si yo no me decidía a abalanzarme sobre ella (como él, y no yo, hubiera hecho), acabaría oxidándose.

Al terminar el colegio, pasé un par de meses tonteando con Oxidada. Era la hija de un vecino abogado y cumplía todos nuestros requisitos A.C.T. (Aunque en su caso era más bien T.C.A. Tenía unas tetas enormes y era infeliz. Toni deducía, con lógica irrefutable, que era desdichada porque, tan pronto como sus tetas fueron más grandes que las de su madre, sus padres se lo habían hecho pasar muy mal. Así pues, había tenido sus Cuitas y, si se han tenido Cuitas, es imposible no tener Alma.) Janet y yo solíamos tirarnos por ahí al sol. Casi diría que para mí era un placer (aunque en el fondo sospechara que era un placer que siempre me resultaría ajeno. Mi alma, aterida, necesita interiores; lo mismo que un tallo de rubiarbo crece mejor en la caperuza invertida de una chimenea). Salíamos de paseo y nos reíamos de los jugadores de golf; intentábamos aprender a fumar; pensábamos en el Futuro con mayúscula. Le expliqué que yo pertenecía a la Generación de los Jóvenes Airados, y ella me preguntó si eso significaba que yo no pensaba buscar empleo. Le contesté que no lo sabía con certeza; no se podía predecir por dónde iba a estallar la Ira. Ella dijo que lo entendía.

Janet/Oxidada fue la primera chica con la que intercambié besos de una duración respetable. Es decir, la primera, con la que me di cuenta de que se podía respirar sólo por la nariz. Inicialmente, era como estar en el dentista: te pasabas el rato esperando que tu único y operativo conducto de aire no se atascase antes de levantarte de la butaca. Con todo, gradualmente, fui cogiendo confianza en mí mismo. Después se pareció más a bucear con tubo y gafas submarinas.

Yo buceaba muchísimo con Janet. Fue casi el amor de parte de mi vida.

—Fue casi el amor de parte de mi vida.

—Eso dijiste.

—¿Suena bien todavía?

—Sí, está bien. Irónico, aunque algo frío; pero supongo que estaba más o menos bien. Entonces, ¿por qué no le metiste un buen gol a la pobre Oxidada?

—¿Por qué todas tus metáforas son deportivas? Meter un gol, hacer diana, canasta, dejar K.O. ¿Por qué haces que suene tan competitivo?

—Porque lo es, lo es. Y si no vas con cuidado te vas a quedar atrás. Oxidada, lo digo en serio, Oxidada…

Puso una cara como de morirse de ganas de hacerlo y movió las manos en círculos como un cantante negro de los años veinte.

—¿Te gustaba?

—¿Gustarme? Si no hubiese sido por ti… le habría metido cinco golazos, tres jaques mate, dos estocadas, ocho fuera de juegos y batido el récord de maratón mientras tú seguías dándole vueltas al asunto.

—Salto de pértiga.

—Lanzamiento de jabalina.

—Tiro al hoyo.

Simuló hacer malabarismos con dos tetas gigantescas en sus palmas extendidas.

—Triple salto.

—¿Y por qué no, Chris?

—Porque puedas no quiere decir que tengas que hacerlo.

—Si puedes, y quieres, entonces debes.

—Si lo haces tan sólo porque debes, entonces, realmente, no quieres.

—Si puedes y quieres y no lo haces, eres maricón.

—Era el hombre que había en Oxidada lo que yo amaba.

Oxidada/Janet y yo pasamos bastante tiempo sin desvestirnos el uno al otro. En parte por falta de oportunidades, aunque —como yo me decía a mí mismo constantemente— los ingeniosos y los desesperados siempre encuentran alguna mata con césped, algún asiento reclinable o algún portal poco seguro iluminado por los coches al pasar. Pero entonces, supongo, no estábamos desesperados, y nuestra mayor ingeniosidad consistía en hacer creer a nuestros padres que en realidad no nos importaba si nos dejaban solos o no. De esa forma, nos dejaban solos más a menudo.

A veces, sin embargo, nos abandonábamos a una traviesa, parcial, a medias gozosa búsqueda mutua. Poníamos al desnudo una pequeña parte del cuerpo del otro: la curva de un pecho, una franja de estómago, un hombro, un muslo. Después de las pocas veces en que nos desvestimos totalmente, nos quedaba siempre cierta sensación de decepción. Pero tal como comprendí más adelante, no se trataba del sentimiento de frustración por no haber hecho el amor. Era un sentimiento más vago: el de la insatisfacción del logro más que la del fracaso. Me preguntaba si el placer de luchar por algo no excedía el placer del logro, de la victoria, del orgasmo. Quizá el colmo de la satisfacción sexual era, entonces, la técnica hindú del karezza. Es, solía decirle a Toni desde el santuario de mi virginidad, sólo nuestra competitiva y desafiante sociedad la que nos dirige escandalosamente a alcanzar la meta.