13. Relaciones entre objetos

Las cosas.

¿De qué forma se rememora más vívidamente la adolescencia? ¿Qué es lo primero que se recuerda? Cómo eran los padres; una chica; el primer estremecimiento sexual; el éxito o el fracaso escolar; alguna humillación todavía inconfesada; felicidad; infelicidad; o, quizá, una acción trivial que, por primera vez, revela en qué se convertirá uno más adelante. Yo recuerdo cosas.

Cuando miro hacia atrás siempre me veo sentado sobre la cama al final del día, demasiado somnoliento para ponerme a leer, pero demasiado despierto para apagar la luz y enfrentarme a los tentaculares temores de la noche.

Las paredes de mi cuarto son de color gris ceniza, un color apropiado al Weltanschauung local. A la izquierda, la estantería con mis libros de bolsillo, todos ellos (Rimbaud y Baudelaire al alcance de la mano) forrados amorosamente con plástico transparente. Mi nombre está escrito en el extremo superior de la parte interior de todas las portadas, para que el forro, doblado varios centímetros, cubra las decisivas mayúsculas de CHRISTOPHER LLOYD.

Esta estratagema evita que se borre el nombre y, en teoría, el robo.

A continuación, mi mesa. Una alfombrilla de lana tejida; dos cepillos tan repletos de pelos que los tuve que abandonar en favor de un peine; calcetines limpios y una camisa blanca para el día siguiente; un caballero medieval de plástico azul, construido con un juego de piezas que me regaló Nigel unas navidades, dejado a medio pintar; y por último, una cajita de música que hago sonar continuamente, aunque no me guste su espantosa melodía suiza; sólo la pongo en marcha por la forma, fatigosa y difícil, con que suena cuando se termina la cuerda y las barritas percutoras se tensan para golpear el metal.

Una pared gris, con un póster de la versión más gris de la Catedral de Rouen de Monet que siempre se enrolla. Mi tocadiscos Dansette, con unos cuantos discos para los experimentos, a su lado.

A la derecha un armario, que se puede cerrar pero que nunca cierro. En el fondo, se amontonan a propósito papeles, sombreros para las vacaciones, pelotas de playa desinfladas, vaqueros antiguos que ya no me pongo y ficheros de segunda mano, todo amontonado para ocultar un par de cosas de gran valor (un ejemplar de Reveille —un semanario con fotos de mujeres semidesnudas— y una o dos cartas de Toni) que espero no sean descubiertas. También en el armario, las dos americanas del colegio, mis pantalones grises favoritos, mis segundos pantalones grises favoritos, mis terceros pantalones grises favoritos y mis pantalones de jugar al cricket. Cuando cierro la puerta, media docena de perchas metálicas campanillean, recordándome las distintas prendas que no tengo.

A continuación, una silla cubierta por un montón formado con la ropa que me he puesto ese día. Apoyada en la silla, una maleta sobre la cual, de vez en cuando, pego adhesivos mentalmente. Las pegatinas indican distintas generaciones de viajes, las hay mugrientas y hechas jirones. Todas implican l’adieu suprême des mouchoirs. Puedo irme. Me iré. Mientras la maleta no tenga etiquetas todo está por llegar. Un día, yo mismo pegaré las etiquetas de verdad. Todo llegará.

Por último, mi mesita de noche, sobre la cual está el único objeto que procede del extranjero: la lamparilla. Un grueso frasco de vino forrado de mimbre de plástico que un primo andariego nos trajo desde algún lugar de la costa portuguesa, y que me ha tocado a mí pues a mi hermana no le gustaba. Mi reloj de pulsera, que no me gusta porque no tiene segundero. Un libro forrado de plástico.

Objetos con el aroma de todo lo que sentía y esperaba. Y aun así, objetos que sólo a medias había deseado o planeado poseer a medias. Algunos los escogí yo, otros los escogieron por mí, otros recibieron mi aprobación. ¿Es eso tan extraño? ¿Qué otra cosa se es, a esa edad, sino una criatura que en parte desea, en parte consiente y para la que en parte se elige?