Existían unos cuantos temas privados que yo no le comentaba a Toni. Bueno, realmente, sólo uno: el de la muerte. Siempre nos reíamos de ella, excepto en las raras ocasiones en que conocíamos a la persona involucrada. A Lucas, por ejemplo, el que se ponía siempre detrás de la melé en el equipo de rugby de tercero, lo encontró su madre una mañana muerto por asfixia en la cocina. Pero aun así, nos interesaban más los rumores que el hecho mismo de la muerte. ¿Una novia? ¿Embarazada? ¿Incapaz de enfrentarse a sus padres?
Hubo, supongo, una conexión causal entre el origen de mi miedo a la Gran M y la partida de Dios. Pero si fue así, se produjo como un vago intercambio sin que interviniera un proceso formal de razonamiento. Dios, que se mezcló en mi vida sin pruebas ni discusiones una década antes, fue despedido por una larga serie de razones, ninguna de las cuales, sospecho, parecerá del todo suficiente: el aburrimiento de los domingos, los pelotas que se lo tomaban todo en serio en el colegio, Baudelaire y Rimbaud, el placer de blasfemar (arriesgada razón, esta), tener que cantar himnos religiosos, la música de órgano y el lenguaje de los rezos, la imposibilidad de creer por más tiempo que hacerse pajas es pecado y, como remache, un rechazo absoluto a la idea de que los parientes muertos observaban lo que yo hacía.
Así pues, había que deshacerse de todo eso, aunque su pérdida no disminuyera en absoluto el aburrimiento dominical ni la culpabilidad derivada de hacerse pajas. Al cabo de unas semanas, sin embargo, como si fuera un castigo, el poco frecuente pero paralizante horror a la Gran M invadió mi vida. No pretendo que la originalidad caracterice el momento ni el lugar en que se materializaban mis ataques de miedo (cuando estaba en la cama, sin poder dormir), pero sí cierta peculiaridad. Siempre sentía el miedo a la muerte tumbado sobre mi costado derecho, mirando por la ventana a la lejana vía ferroviaria. Nunca ocurría cuando estaba tumbado sobre el costado izquierdo, de cara a la librería y al resto de la habitación. Una vez que empezaba, el miedo no disminuía con el mero hecho de darme vuelta: había que soportarlo hasta el final. Todavía hoy conservo la preferencia de dormir sobre el lado izquierdo.
¿Cómo era ese miedo? ¿Les sucede lo mismo a los demás? No lo sé. Un repentino terror in crescendo que te pilla desprevenido; una imperiosa necesidad de gritar, prohibido en las reglas de la casa (siempre lo hacen), que te hace quedar tumbado ahí, con la boca abierta, temblando de pánico; una debilidad total, que tarda una hora por lo menos en desaparecer; y todo esto como telón de fondo y como síntoma de una imagen central —parte visual, parte intelectual— de la no-existencia. La imagen de unas estrellas en constante retirada, tomada, espero —con la torpe trivialidad del inconsciente—, de los títulos de crédito de una película de la Universal. Una sensación de soledad total dentro del temblequeante cuerpo envuelto en el pijama. Un darse cuenta de cómo el Tiempo (siempre en mayúscula) se perpetúa sin ti por los siglos de los siglos. Y una sensación paranoica de estar atrapado en la situación presente por mediación de una persona o personas desconocidas.
El miedo a morir no significaba, por supuesto, el miedo a morir sino el miedo a estar muerto. Pocas falacias me deprimen tanto como esta: «No me molesta estar muerto. Es exactamente igual que estar dormido. Es el acto de la muerte lo que no puedo enfrentar.» Nada me parecía tan claro, en mis temores nocturnos, como que la muerte no se parecía en absoluto al sueño. A mí no me molestaría en absoluto Morirme, pensaba, siempre y cuando no siguiera Muerto después.
Así como Toni y yo no hablábamos nunca sobre miedos básicos, el concepto de inmortalidad aparecían siempre, con naturalidad, en nuestras discusiones. Como cobayas con sentido de la dignidad, buscábamos salidas. Existía un tipo de supervivencia parcial digna de consideración —una penosa parte de esencia que, como una nube tormentosa, nos rodeaba con viscosidad huxleyana— pero que no nos atraía en exceso. Existía la inmortalidad a través de los hijos, pero observando cómo representábamos nosotros a nuestros padres no podíamos ser demasiado optimistas sobre nuestras posibilidades de supervivencia por sustitución cuando nos llegara el turno. En nuestros furtivos y quejumbrosos sueños sobre la inmortalidad, nos concentrábamos principalmente en el arte.
Tout passe. L’art robuste.
Seul a l’éternité.
En ese último verso de Emaux et Carnées todo estaba perfectamente claro para nosotros. Gautier era un héroe, en cierta forma, reconfortante. No se andaba por las ramas. Además, nos parecía un tipo duro, como un jugador de rugby bregado. Tuvo también muchísimas mujeres. Y decía las cosas de forma que las entendíamos sin recurrir a las notas a pie de página.
Les dieux eux-mêmes meurent.
Mais les vers souverains
Demeurent
Plus forts que les airains.
La fe en el arte fue inicialmente una medicina efectiva contra el arraigado dolor de la Gran M. Pero, entonces, alguien me informó del concepto de muerte planetaria. Te podías acostumbrar a la idea de la extinción personal si pensabas que el mundo continuaría para siempre, con generaciones de niños pasmados con la espalda apoyada en los respaldos de sus sillas, murmurando un ahogado bravo mientras tu obra ocupaba la pantalla de una computadora. Pero, entonces, alguien de sexto curso de ciencias me explicó a la hora de comer, que la tierra flotaba inexorablemente dirigiéndose a su estallido final. Esto me hizo cambiar de opinión sobre la solidez del arte. Elepés derritiéndose, las obras completas de Dickens quemándose a 451 grados Fahrenheit, Donatellos reblandeciéndose como los relojes de Dalí. A ver cómo se huye de esa guerra.
O de esta otra. Suponiendo, sólo suponiendo, que alguien descubra una cura contra la muerte. No tendría por qué ser, necesariamente, más improbable que la desintegración del átomo o el descubrimiento de las ondas de la radio. Pero sería un proceso muy largo, como el de la cura contra el cáncer. Y, por el momento, no es eso precisamente lo que los apremia. De modo que se puede estar absolutamente seguro de que si se averigua la forma de retrasar la muerte, será demasiado tarde para nosotros…
O de esta otra. Supongamos que tras nuestra muerte descubren la forma de reconstituirnos. ¿Qué pasaría si una vez desenterrados nos encontraran en un ya excesivo estado de putrefacción…? ¿O si nos hubiesen quemado en un horno crematorio y no encontrasen todas las cenizas…? ¿O si el Comité Estatal de Revivificación decide que no somos suficientemente importantes para ello…? ¿O si durante el proceso de resurrección sucede que una enfermera idiota, vencida por la trascendencia de su tarea, deja caer el frasco de contenido vital y las esperanzas se desvanecen para siempre…? ¿Qué pasaría si…?
Una vez, imbécil de mí, le pregunté a mi hermano si le asustaba la muerte.
—Es un poco pronto, me parece.
Él era práctico, lógico, miope. Además tenía dieciocho años y estaba a punto de ir a la Universidad de Leeds para estudiar económicas.
—Pero ¿acaso no te ha preocupado nunca intentar averiguar lo que pasará después?
—Es bastante obvio lo que pasará. Kaput, finito, telón, «the end». —Se pasó la mano rápida y horizontalmente por delante de la garganta—. En todo caso, en estos momentos me interesa más el estudio de la petite mort.
Hizo una mueca, a sabiendas de que no le entendería, aunque se suponía que yo era el lingüista de la familia. No le entendí.
Debí de sobresaltarme, sin embargo, ante su gesto, porque luego me sonsacó, demostrando compasión, todos mis miedos cósmicos personales. Extrañamente no tenían ningún sentido para él, pese a que sólo leía ciencia-ficción y, por tanto, absorbía diariamente historias sobre vidas de larga duración, reencarnaciones, transustanciaciones y cosas por el estilo. Mi propia imaginación, atribulada y exquisita, no podía competir con semejantes fruslerías. Ni con la prosa ni con las ideas. O Nigel tenía una imaginación menos sensible, o entendía el final de su existencia de forma más firme y menos angustiada. Parecía que la vida fuese para él una transacción o un negocio. Era, aseguraba, un viaje en taxi muy divertido pero que, eventualmente, había que pagar. Un juego que no tendría sentido sin un silbato que indicara el final; una fruta que una vez madura ha cumplido su función y debe, necesariamente, caer del árbol. Metáforas muy fáciles y engañosas, me parecía a mí, si las comparaba con una visión de oscuridad total retrocediendo infinitamente.
El descubrimiento de mis miedos le proporcionó a Nigel un enorme placer. De vez en cuando levantaba la vista del número de la revista de ciencia-ficción que estuviera leyendo y, con una expresión de absoluta seriedad, me daba ánimos.
—Aguanta, chico. Si sobrevives hasta el año dos mil cincuenta y siete podrás experimentar la Renovación Corporal.
O algo como Transfusión de Tiempo, Estabilización Molecular, Almacén de Cerebros, entre una docena de cosas que, sospechaba yo, inventaba para meterse conmigo. Nunca se me ocurrió comprobar lo que me decía leyendo las revistas. Después de todo, podría haber un pequeño porcentaje de verdad en todo aquello; o si no, algo distinto que alimentara mi imaginación y mis temores.
A menudo pensaba en Nigel y me preguntaba por qué él parecía tenerlo todo mucho más claro. ¿Se debía a una mayor o menor inteligencia; mayor o menor imaginación; o simplemente a una personalidad más estable? ¿Era, quizá, meramente una cuestión de tiempo y energía: que cuanto más industrioso se es (y él siempre estaba haciendo algo, aunque sólo fuera leer revistillas) se vuelve uno menos melancólico?
Cuando me acosaban las dudas, al menos podía contar con Mary para sentirme mejor. Ella era siempre como un reconfortante tazón de caldo. El recuerdo favorito de mi hermana es el de verla arrodillada en el suelo llorando a moco tendido con una de sus trenzas perfectamente peinada y la otra deshecha: se le había roto la goma y no había ninguna otra en la casa. Se había visto forzada a escoger entre la horrorosa posibilidad de ponerse un lazo, cosa que odiaba porque le parecía cursi, o utilizar la goma que le quedaba para peinarse con una sola trenza por detrás.
Sus arrebatos de llanto eran una de las constantes de mi infancia. El perro tenía una astilla en la pata, ella no entendía el subjuntivo, una amiga suya del colegio conocía a alguien cuya tía había resultado ligeramente herida en un accidente de circulación, el índice de precios subía… cualquier cosa la hacía estallar. A pesar de todo levantaba el ánimo verla desgañitarse llorando, era una manera ruidosa de sentirse mejor. Una vez, cometí el error de preguntarle qué creía que sucedía después de la muerte. Me miró con esa mirada de ayúdame, suplicante y lloriqueante, que ponía a veces. No le di tiempo a abandonar la habitación. Yo mismo salí corriendo.