—Desarraigado.
—Sans racines.
—¿Sans Racine?
¿El camino abierto? ¿El vagabundo espiritual?
¿El manojo de ideas envuelto en un pañuelo de lunares rojos?
—L’adieu suprême d’un mouchoir?
Toni y yo nos enorgullecíamos de no tener raíces. Aspirábamos también a una condición futura de desarraigo, y no veíamos contradicción alguna entre los dos estados mentales; ni en el hecho de que ambos viviéramos con nuestros padres, que eran, precisamente, dueños absolutos de nuestros hogares respectivos.
Toni me llevaba ventaja en el asunto este del desarraigo. Sus padres eran judíos polacos y, aunque no lo sabíamos con seguridad, dábamos por sentado que habían escapado del guetto de Varsovia en el último momento. Esto le había dado a Toni el deslumbrante apellido extranjero de Barbarowski, dos idiomas, tres culturas y (me había asegurado) un sentido atávico de la angustia: mucha clase, en resumen. Físicamente, además, parecía un exiliado: moreno, nariz bulbosa, labios gruesos, encantadoramente bajo, enérgico y peludo; hasta tenía que afeitarse todos los días.
A pesar de la desventaja de ser inglés y no judío, yo intentaba explotar al máximo mi origen provinciano. Nuestra familia era escasa, pero lo bastante desapegada como para una justificada diáspora. Los Lloyds (bueno, los Lloyds de los que descendía mi padre al menos) provenían de Basingstoke y la familia de mi madre de Lincoln. Algunos de nuestros parientes permanecían incomunicados en distintas provincias, ocultándose durante las navidades y apareciendo, con mohína regularidad, en los funerales y, si se los presionaba, en las bodas. Aparte del tío Arthur, que vivía a una distancia que podía cubrirse perfectamente los domingos por la tarde, todos los demás eran inaccesibles. Cosa que me venía de perilla, pues podía dejar suponer que todos ellos eran rústicos pintorescos, artesanos gruñones o excéntricos homicidas. Todo su cometido se resumía en aparecer durante las navidades y desembolsar algo de dinero o, al menos, algo que fuese convertible en él.
Yo era moreno como Toni, pero algunos centímetros más alto. No faltaría quien dijera que estaba demasiado delgado, pero prefería pensar que tenía la fuerza restallante de un joven brote. Yo esperaba que mi nariz aún creciera un poco más. No tenía manchas en las mejillas, aunque, de vez en cuando, una indiferente avanzadilla de acné me invadía la frente. Lo mejor que tenía, creía yo, eran mis ojos: profundos, lóbregos, llenos de secretos aprendidos y por aprender (al menos, así era como yo los veía).
Era un rostro inglés muy poco llamativo, que encajaba bien con ese ligero aire de expatriación común a todos los que vivían en Eastwick. Todos los de esa barriada de unos dos mil habitantes parecían venir de otra parte; atraídos, quizá, por la solidez de sus casas, la seguridad del servicio ferroviario y la buena calidad del terreno para la jardinería. Me parecía tranquilizador el acogedor y confortable desarraigo del lugar; aunque solía quejarme a Toni diciendo que prefería algo…
—… más radical. Me gustaría, cómo decirlo, algo más rústico, más despojado.
—Querrás decir algo más rústico y viciado.
Bueno, sí, eso también, supongo. Al menos es lo que creo.
—Où habites-tu? —nos preguntaban año tras año en las prácticas de francés oral. Y yo siempre respondía satisfecho:
—J’habite Metrolandia.
Sonaba mejor que Eastwick, más extraño que Middle-sex; era, sobre todo, un concepto mental más que un lugar donde se pudiera ir de compras. En efecto, cuando el ferrocarril metropolitano se extendió hacia el oeste en la década de 1880, quedó abierta una estrecha franja de tierra sin ninguna unidad geográfica ni ideológica: se vivía allí porque era un área de la que era fácil salir. El nombre de Metrolandia —adoptado durante la Primera Guerra Mundial tanto por los agentes de la propiedad como por la misma empresa del ferrocarril— dio a ese cordón de barrios suburbanos una falsa integridad.
A principios de los años sesenta, ya en este siglo, la línea Metropolitana (término, naturalmente, adjudicado por los puristas, a las ramificaciones de Watford, Chesham y Amersham) todavía mantenía parte de sus características originales. El material rodante, pintado de un típico color marrón, había continuado siendo el mismo durante sesenta años. Algunas de estas antiguallas, según mi libro sobre locomotoras de Ian Allen, llevaban funcionando desde 1890. Los vagones eran altos y cuadrados, con anchos paneles corredizos de madera. Los compartimientos eran lujosos y amplios comparados con los actuales, y la separación entre los asientos le hacía maravillarse a uno del desarrollo del fémur durante el reinado de Eduardo. Los respaldos de los asientos estaban inclinados en un determinado ángulo, lo cual significaba que, antiguamente, los trenes pasaban más tiempo en las estaciones.
Sobre los asientos había fotografías color sepia de los lugares más bonitos recorridos por la línea: el campo de golf de Sandy Lodge, Pinner Hill, Moor Park, Chorleywood. La mayor parte de los accesorios originales seguían allí: amplias rejillas para poner el equipaje dispuestas irregularmente; para los abrigos, colgadores tan gastados que ya estaban torcidos; anchas correas de cuero para abrir y cerrar las ventanas e impedir portazos; un número dorado y grandote en las puertas, el 1 o el 3; y en cada una de ellas, un tirador de cobre sobre un disco del mismo metal; grabada en el disco, en tono de orden o seductora invitación, la leyenda «Viva en Metrolandia».
Con los años fui conociendo los trenes. Desde el andén podía distinguir, de un solo vistazo, un compartimiento ancho de uno extraancho. Me sabía todos los anuncios de memoria, y las distintas decoraciones de sus techos abovedados como un barril. También conocía hasta dónde llegaba la imaginación de la gente que retocaba los NO FUMAR de los adhesivos de las ventanas con nuevas consignas: NO RONCAR era la variante más popular de todas, NO FOLLAR una incógnita durante años, NO ENGATUSAR la idea más caprichosa. Una tarde oscura me colé en un vagón de primera clase, y me senté, bien erguido, sobre uno de los mullidos asientos, demasiado asustado para mirar a mi alrededor. Otra vez, llegué a introducirme por error en el compartimiento especial y único que iba a la cabeza de cada tren y que estaba protegido por un letrero verde: SOLO DAMAS. Había cogido el tren por los pelos, después de cruzar corriendo los pasillos y sentía cómo mi respiración se hacía omnipresente por encima de la silenciosa desaprobación de tres señoras vestidas de tweed, aunque mi miedo se aplacó no tanto por su silencio como por mi desilusión al comprobar que el compartimiento no tenía ningún accesorio especial indicativo, aunque sólo fuera indirecto, de lo que hacía diferentes a las mujeres.
Cierta tarde en que ya había terminado los deberes y tenía la mente en blanco, volvía a casa desde Baker Street en el tren de las 4:13, mirando las líneas color rojo subido del mapa del metro, que ocupaba la parte central bajo la rejilla de los equipajes. Iba leyendo los nombres de las estaciones como si fuesen las cuentas de un rosario, cuando una voz a mi derecha anunció:
—Verney Junction.
Será un viejo maricón, pensé: un burgués degenerado. Los arabescos que los reflejos del sol bordaban en sus escarpines eran lo más próximo al vigor y a la vida que él podría conocer, pensé. Seguro que estaba syphilisé. Qué pena que no fuese belga. Aunque quizá lo fuera, después de todo. ¿Qué me había dicho?
—Verney Junction —repitió—, Quainton Road. Winslow Road. Grandborough Road. Waddesdon. Nunca has oído hablar de ellas —dijo, seguro de sí mismo.
Puto maricón. La verdad es que era demasiado viejo para odiarlo. Llevaba el uniforme de los que viajan con abono: paraguas con una anilla de oro al final de la empuñadura, maletín, zapatos brillantes como espejos. El maletín contenía probablemente un equipo portátil nazi de rayos X.
—No.
—Antes era una línea magnífica. Tenía… ambición. ¿Has oído hablar alguna vez de la Línea Brill?
¿Qué era lo que buscaba? ¿Violarme, secuestrarme? Lo mejor era seguirle la corriente, no fuera que dentro de seis meses me viese en Turquía gordo y sin cojones.
—No.
—La Línea Brill que venía de Quainton Road. Todas las dobleuves. Waddesdon Road. Wescott. Wotton. Wood Siding. Brill. La hizo construir el duque de Buckingham. Imagínate. La había construido para su propia finca. Desde hace ya treinta años todo esto ha pasado a formar parte de la Línea Metropolitana. Sabes, yo fui en el último tren. En mil novecientos treinta y cinco o treinta y seis, algo así. El último tren de Brill a Verney Junction. Suena como el título de una película, ¿verdad?
Ninguna que yo hubiese visto. Y menos si él me lo preguntaba. Tenía que ser un violador. Cualquiera que hablase con niños en los trenes obviamente lo era, ex hypothesi. Pero este era un viejo raquítico hijo de puta, y yo estaba más cerca de la puerta. Además, tenía el paraguas. Mejor que se lo hiciese notar mientras le hablaba. A veces, esta gente se pone violenta si no les diriges la palabra.
—¿Y qué tal la primera clase? —¿Debería decirle «señor»?
—Era una línea magnífica. La llamaban «Línea de la Prolongación» —(¿estaba empezando ya a decir guarradas?)—. Iba de Baker Street a Verney Junction. Estuvo funcionando con un vagón Pullman —(¿acaso intentaba evadir mi pregunta?)— hasta el comienzo de la guerra contra Hitler. En realidad, dos vagones Pullman. Imagínate. Imagínate un vagón Pullman en la Línea Bakerloo.
Se rio desdeñosamente, yo con adulación.
—Pues había dos. A uno lo llamaban el Mayflower. ¿Te imaginas? No puedo acordarme de cómo se llamaba el otro.
Se dio una palmada en el muslo; pero no le sirvió de mucho. ¿Iba a comenzar otra vez con las guarradas?
—No, pero uno de ellos seguro que se llamaba Mayflower. Los primeros vagones Pullman de Europa arrastrados por electricidad.
—¿En serio? ¿Los primeros de Europa? —Estaba casi tan interesado como aparentaba.
—Sí, señor. Esta línea tiene mucha historia. ¿Conoces a John Stuart Mill?
—Sí —(por supuesto que no).
—¿Sabes acerca de qué trató su último discurso en el Parlamento?
Creo que debo de haber dejado traslucir que no lo sabía.
—Su último discurso en la Cámara de los Comunes fue sobre el metro. ¿Te imaginas? La Ley de Regulación Ferroviaria de 1868. Se aprobó una enmienda a la ley que hacía obligatorio un vagón de fumadores en todos los trenes. Mill fue quien lo logró. Pronunció un gran discurso. Se metió a la audiencia en el bolsillo.
Estupendo. Era estupendo.
—Pero adivina qué pasó: una línea, sólo una línea, quedaba exenta. Precisamente la Metropolitana.
Se diría que había estado votando allí, personalmente, en mil ochocientos no sé cuántos.
—¿Por qué?
—Oh. Debido al humo en los túneles. Siempre ha sido un poco especial.
Quizá no fuese tan mala persona. En todo caso, sólo quedaban cuatro paradas más. Quizá fuera una persona interesante.
—¿Y las demás estaciones? Quinton no sé qué…
—Quainton Road. Todas estaban mucho más allá de Aylesbury. Waddesdon, Quainton Road, y luego, Grandborough, Winslow Road, Verney Junction. —(Si continúa me pongo a gritar.)— Noventa kilómetros desde Verney Junction a Baker Street; vaya línea. ¿Te lo imaginas? Incluso tenían previsto enlazarla con Northampton y Birmingham. Nuevos enlaces ferroviarios con Yorkshire y Lancashire, pasando por Quainton Road, atravesando Londres, enlazando con la vieja línea del Sudeste y, luego, unirla a Europa haciendo un túnel bajo el Canal. ¡Menuda línea!
Aquí se detuvo. Pasamos junto al patio vacío de un colegio; un tiovivo adornado con la colada puesta a secar; el reflejo de un parabrisas.
—Pero no llegaron ni a construir los enlaces para las afueras.
No cabía duda, era un cabrón elegiaco. Me habló de los salarios de los obreros y de las instalaciones eléctricas; de Lord’s Station, estación que se cerró al comenzar la guerra, de alguien llamado Sir Edward Watkin y un complicado plan suyo; algún mierda ambicioso que, sin duda, no hubiera sabido distinguir un Tissot de un Tiziano.
—No era sólo ambición. También fe. Fe «en» la ambición… Hoy en día…
Advirtió el gesto involuntario de desprecio que me cruzaba el rostro cada vez que pronunciaba las últimas palabras.
—No te mofes de los Victorianos, chico —dijo severamente. De pronto, me pareció que se estaba poniendo otra vez desagradable. Quizá fuese un violador. Quizá notara que era más listo que él—. Mira lo que se ha hecho después.
¿Cómo? ¿Mofarme yo de los Victorianos? ¡No tenía otra cosa que hacer! Cuando ya me había mofado de los imbéciles, los directores de colegio, los profesores, los padres, mi hermana y mi hermano, la tercera división regional de fútbol, Moliere, Dios, la burguesía y la gente corriente, no me quedaban fuerzas más que para esbozar una triste mueca dedicada a la historia. Miré al desgraciado maricón intentando poner cara de profunda indignación moral; pero no era esa mi expresión más lograda.
—Verás, no se trata tan sólo de la gente que hizo construir y dirigió el ferrocarril. Eran también todos los demás. Quizá no te interese —(Dios, era capaz de seguir enrollándose)—, pero cuando se inauguró el primer tren de Baker Street a Farringdon Street, los pasajeros devoraron, en diez minutos exactos, todo lo que había en el buffet del restaurante de Farringdon Street. —(Quizá tuvieran hambre porque estaban asustados.)— Diez minutos exactos. Como una plaga de langostas.
Ahora parecía hablar consigo mismo, pero pensé que era más seguro colarle otra pregunta, sólo para seguir a salvo.
—¿Fue entonces cuando se le dio el nombre de Metrolandia? —pregunté, sin estar seguro de a cuándo me refería, pero esforzándome por ocultar mi desprecio.
—¿Metrolandia? Qué disparate. —Me dedicó su atención otra vez—. Eso fue el principio del fin. No, eso fue mucho más tarde, durante la Primera Gran Guerra. Todo fue para contentar a las inmobiliarias. Para que sonara más acogedora. Casas acogedoras para héroes acogedores. A veinticinco minutos de Baker Street y una pensión al final de la línea —dijo inesperadamente—. Hizo que se convirtiese en lo que es ahora, una ciudad dormitorio para burgueses.
Fue como si alguien arrojase una bolsa repleta de cubertería dentro de mi cabeza. Eh. Dios mío. Tú no puedes decir esto. No está permitido. Mírate a ti mismo. Yo puedo llamarte burgués a ti; bueno, eso creo, al menos. Tú no puedes. No es… ¡vaya!… Quiero decir que va contra todas las reglas conocidas. Es como un profesor que admite conocer su propio mote. Era… bueno, supongo que sólo podía contestarle con una respuesta no convencional.
—Entonces, ¿usted no es un burgués?
Repasé mentalmente sus ropas, su manera de hablar, su maletín.
—Ja. Claro que lo soy —dijo con ligereza, casi amablemente.
Su tono me devolvió la seguridad; pero sus palabras continuaban siendo un rompecabezas.