3. Conejos, seres humanos

—Perdiciiiiición…

Era el grito de guerra del colegio. Lo lanzábamos modulándolo tal y como imaginábamos los aullidos de las hienas. Gilchrist producía la versión más chirriante y aterradora; Leigh, una especie de sollozo desgarrador durante la parte vocálica del alarido; pero todos éramos capaces de hacerlo, al menos, aceptablemente. El grito voceaba, aunque fuera en broma, el obsesivo miedo de la persona virgen a la castración. Lo soltábamos en toda ocasión adecuada: cuando se caía una silla, cuando se le pisaba un pie a alguien, cuando se perdía un estuche de lápices. Llegó a formar parte, incluso, de un paródico inicio de nuestras peleas: los combatientes avanzaban apretándose la ingle para protegerla con la mano izquierda y alargaban el brazo derecho, con la palma de la mano hacia arriba, moviendo los dedos como si fuesen garras. Los espectadores, mientras, dejaban escapar vicarios chillidos en pequeña escala de «perdiciiiiión».

Pero la parodia no excluía el escalofrío. Todos habíamos leído algo sobre las castraciones que los nazis realizaron con rayos X, y nos mofábamos unos de otros con la posibilidad de que eso sucediera. Porque de ocurrir, todo habría terminado: la literatura demostraba que uno engordaba y acababa con un papel de figurante en la vida, cuya única opción era hacer que los demás lo pasaran bien. A no ser que las circunstancias económicas lo forzaran a uno a convertirse en un cantante de ópera en Italia. No estábamos del todo seguros de cómo comenzaba este terrible proceso, pero tenía algo que ver con vestuarios, lavabos públicos y viajes en metro a altas horas de la noche.

Si por casualidad —una casualidad más bien imposible— uno sobrevivía intacto, estaba claro que algo agradable sucedía, si no la información no sería tan difícil de conseguir. Pero ¿qué era exactamente? ¿Y cómo averiguarlo?

Como era obvio, no se podía contar con los padres: eran agentes dobles que ya habíamos desenmascarado cuando, deliberadamente, habían intentado desinformarnos. A los míos les había lanzado una pregunta bastante fácil —cuya contestación, naturalmente, yo ya sabía— y sólo me habían dado una respuesta chapucera. Una noche estaba leyendo la Biblia para hacer los deberes e hice que mi madre levantara la cabeza de la página de pasatiempos de la revista She preguntándole:

—Mamá, ¿qué es un «eunuco»?

—Oh, no estoy segura, querido —respondió en voz baja (hasta aquí era posible que ella no lo supiese)—. Preguntémosle a tu padre. Jack, Christopher quiere saber qué es un eunuco…

(Buena jugada esta, corrigiendo la pronunciación pero ocultando el saber.) Mi padre miró por encima de su revista de contabilidad (¿es que no tenía suficiente material en el trabajo?), vaciló, se pasó la mano sobre la calva, vaciló, se quitó las gafas y vaciló. Durante todo ese tiempo estuvo mirando a mi madre (¿habría llegado el Gran Momento?); mientras, yo hacía como que estaba absorto en la Biblia, como si un examen minucioso del contexto fuera a responder a mi pregunta. Mi padre empezaba a abrir la boca cuando mi madre exclamó, con la voz que ponía cuando iba de compras:

—… es un tipo de criado abisinio, creo, ¿no, querido?

Me di cuenta de la tensión que había en sus miradas.

Una vez confirmada la sospecha, me escabullí lo más deprisa posible:

—Ah, sí, eso cuadra con el contexto…, gracias.

Otro callejón sin salida. El colegio, donde en teoría uno aprende cosas, no servía de mucho. El coronel Lowson, asustadizo profesor de biología a quien despreciábamos por haberse disculpado después de pegarle a un niño, tenía en cualquier caso la cara roja; pero estábamos seguros de que se le habrían subido los colores, si es que era posible, cuando dos veces a la semana durante un trimestre entero respondíamos a su automático «¿Alguna pregunta?» al terminar la clase con:

—¿Cuándo daremos la reproducción humana, profesor? Está en el programa.

Sabíamos que por ahí lo teníamos cogido. Gilchrist, uno de los más gamberros de la clase, se había hecho con el programa de las materias que entraban en el examen y descubierto la innegable verdad. El final del curso de ciencias naturales (biología) era: reproducción: plantas, conejos, seres humanos. Seguimos, paso a paso, el progreso pedestre de Lowson durante el curso, como exploradores indios contemplando el predecible suicidio de una tropa del Séptimo de caballería. Al final, de todo el programa, sólo quedaban dos puntos sin tratar —CONEJOS, SERES HUMANOS— y dos días de clase. Lowson se había adentrado en un desfiladero sin salida.

—La semana que viene —comenzó Lowson la primera de las dos clases finales—, empezaremos el repaso…

—Perdición —dejó escapar Gilchrist con suavidad, y un murmullo de desaprobación se extendió por toda la clase.

—… pero hoy voy a explicar la reproducción de los mamíferos.

Silencio total. Ante esa perspectiva a uno o dos de nosotros se nos puso tiesa. Lowson sabía que no tendría ningún problema ese día; y, al tiempo que tomábamos más apuntes que nunca, nos explicó la reproducción de los conejos, casi todo en latín. La cosa, para ser sincero, no parecía un Gran Asunto. Era obvio que no podía ser lo mismo exactamente. Seguro que cuando… Pero entonces nos dimos cuenta de que Lowson se estaba yendo por las tangentes. La clase estaba casi a punto de concluir. Nuestro creciente descontento era evidente. Al final, cuando quedaba sólo un minuto:

—Bueno, ¿alguna pregunta?

—Profesor, ¿cuándomosadar reprodción humana profesor? Stanprograma.

—Ah —contestó (¿y no detectamos ahí una sonrisa de satisfacción?)—. Es muy simple. Es el mismo principio para todos los mamíferos.

Y luego salió del aula.

En otras partes del colegio, la información era igualmente difícil de obtener, al menos a través de los canales oficiales. El artículo sobre planificación familiar del volumen «Hogar» de la enciclopedia había sido arrancado del ejemplar de la biblioteca del colegio. La otra única fuente de conocimiento posible era demasiado arriesgada: las clases de confirmación que daba el director. Estas incluían un breve curso sobre el matrimonio, «cosa que no vais a necesitar por ahora, pero que no os hará daño saber». Desde luego no nos iba a hacer ningún daño: la frase más excitante que utilizaba el severo y receloso regente de nuestras vidas era «consuelo y compañerismo mutuos». Al final del curso señaló un montón de impresos que había en un rincón de su mesa.

—El que desee saber más que tome prestado uno de estos cuando salga.

También podría haber dicho: «Manos arriba todos los que abusen de su cuerpo más de seis veces al día.» Nunca vi que nadie cogiera un impreso. Nunca supe de nadie que lo hubiese cogido. Nunca supe de nadie que supiese de alguien que lo hubiese cogido. Con toda probabilidad, el mero hecho de aminorar el paso cuando uno se acercaba a la mesa del director era una ofensa punible con azotes.

Nos abandonaban, como decía Toni frecuentemente, a nuestros resabios; y lo que descubríamos era bastante incoherente. Tampoco se podía contar con preguntar a los demás chicos —por ejemplo, a John Pepper, quien presumía de haberse tirado a una mujer casada, ni a Fuzz Woolley, cuya agenda estaba llena de cruces rojas que supuestamente representaban las fechas de los periodos de sus novias—. No se podía preguntar porque todos los chistes y conversaciones sobre el tema implicaban un conocimiento mutuo e idéntico: admitir ignorancia al respecto hubiera traído imprecisas pero terribles consecuencias —parecidas a las de la interrupción de una de esas cartas que circulan en cadena.

Teníamos una ligera idea del acontecimiento principal —incluso el insuficiente resumen de Lowson nos había dejado en la cabeza el concepto de penetración—; pero la logística concreta del asunto seguía siendo confusa. Cómo era, en realidad, el cuerpo de la mujer era nuestra preocupación más básica e inmediata. Nos fiábamos mucho del National Geographic, lectura imprescindible para todos los intelectuales del colegio: aunque a veces era difícil inferir algo de una pigmea con taparrabos, recubierta de tatuajes y pinturas rituales. Los anuncios de sostenes y corsés, los posters de las películas X y la Historia del Arte de Sir William Orpen eran bastante insatisfactorios. Cuando Brian Stiles nos mostró su ejemplar de Span —una revista nudista de bolsillo (de la misma calaña que Spick)— las cosas se aclararon un poco más. O sea que así es, pensamos, contemplando el bajo vientre de una volatinera expuesto al viento.

Aunque incansablemente carnales, también éramos profundamente idealistas. Parecía una buena mezcla. No podíamos soportar a Racine porque, aunque la intensidad de los sentimientos que experimentaban sus personajes era, calculábamos nosotros, probablemente los mismos que alguna vez sentiríamos, el encadenamiento de emociones con que se desarrollaban sus argumentos nos hastiaba. Nuestro hombre era Corneille. O mejor dicho, sus mujeres eran nuestras mujeres. Apasionadas pero obedientes, fieles y virginales. Toni y yo discutíamos muchísimo sobre mujeres; aunque siempre dentro de una eventual perspectiva familiar.

—Así que tenemos que casarnos con vírgenes. —(No importaba quién iniciara el tema).

—Bueno, no es obligatorio, pero si te casas con una que no es virgen, a lo mejor resulta ninfómana.

—Pero si te casas con una virgen puede salirte frígida.

—Bueno, si es frígida, siempre te puedes divorciar y empezar de nuevo.

—Pero si…

—Pero si es ninfómana, no puedes ir al juez y decirle que no te deja en paz. Tienes que cargar con ella. Estás…

—… Perdiciiiiión. Sin duda.

Pensábamos en Shakespeare, Moliere y otras autoridades. Todos ellos estaban de acuerdo en que no había que reírse de un marido burlado.

—Entonces, tendrá que ser virgen.

—Exacto.

Y nos dábamos la mano en señal de acuerdo.

Sin embargo, nuestro acercamiento práctico a las chicas era más lento que nuestras declaraciones de principios. ¿Cómo podía descubrirse si una era ninfómana? ¿Cómo saber cuál era virgen? ¿Cómo hacer —y esto era lo más difícil— para escoger esposa? ¿Buscar una con pinta de ninfómana pero que fuese virgen?

Muchas tardes, de regreso a casa, Toni y yo nos encontrábamos con un par de chiquillas del colegio femenino que esperaban el mismo tren que nosotros en la parada de Temple. Vestían uniformes de color magenta, las dos eran morenas y llevaban medias de verdad. Su colegio estaba justo enfrente del nuestro, pero no estaba bien visto que se relacionaran con nosotros. Incluso salían quince minutos antes, para librarlas de… ¿qué? ¿Y de qué pensaban las chicas que se libraban? Ergo, todas las chicas que viajaban en el mismo tren que nosotros se habían quedado, obviamente, esperando a fin de poder viajar en el mismo tren. Ergo, querían que les dijésemos algo. Ergo, eran ninfómanas en potencia. Ergo, Toni y yo nos negábamos a devolverles sus tímidas sonrisas.