2. Dos niños pequeños

Toni y yo deambulábamos a menudo por Oxford Street tratando de parecer flâneurs. No era tan fácil como parece. Para empezar suele necesitarse un quai o, por lo menos, un boulevard, y, además, por mucho que lográsemos imitar la carencia de propósito de la flânerie misma al final de cada vagabundeo, nos quedaba siempre la sensación de no haber estado a la altura de las circunstancias. En París, habríamos dejado atrás un sofá destartalado en una chambre particulière. Aquí, lo que dejábamos atrás era la parada de metro de Tottenham Court Road, para dirigirnos a la de Bond Street.

—¿Qué tal si «ecrasamos» a alguien? —sugerí yo, dándole vueltas al paraguas.

—La verdad, no me apetece mucho. Ayer «ecrasé» a Dewhurst.

Dewhurst, que estaba a punto de ordenarse sacerdote, era uno de nuestros tutores. Toni, ambos estábamos de acuerdo, lo había demolido completamente en el curso de una discusión metafísica mantenida con mala fe.

—Pero no me desagradaría un épat.

—¿Seis peniques?

—De acuerdo.

Seguimos andando mientras Toni consideraba posibles víctimas. ¿Un vendedor de helados? Una presa pequeña y no lo suficientemente burguesa. ¿Aquel policía? Demasiado peligroso. Los policías formaban categoría aparte con las mujeres embarazadas y las monjas. De pronto, Toni me hizo un gesto con la cabeza y comenzó a quitarse la corbata del colegio. Hice lo mismo, la enrollé y me la metí en el bolsillo. Ahora, tan sólo éramos dos niños no identificables que llevaban camisa blanca, pantalón gris y americana negra ligeramente cubierta de caspa. Crucé la calle tras él hacia una boutique nueva (cómo desaprobábamos esas importaciones lingüísticas). Grandes letras amarillas anunciaban HOMBRES. Era, sospechábamos, uno de esos nuevos lugares peligrosos en los que te seguían hasta los probadores, introduciéndose en ellos con la intención de violarte, antes de que pudieses quitarte los pantalones. Toni miró a los dependientes uno a uno y se decidió por el de aspecto más respetable: un hombre mayor, con el pelo blanco, traje impecable, e incluso alfiler de corbata y gemelos. Sin duda un vestigio heredado de los anteriores propietarios.

—¿Puedo ayudarle en algo, señor?

Toni miraba por encima de él los estantes de madera repletos de calcetines Banlon.

—Sí, quisiera un hombre y dos niños pequeños, por favor.

—¿Perdón? —dijo el vestigio antediluviano.

—Un hombre y dos niños pequeños, por favor —repitió Toni con voz de cliente obstinado. Las reglas del épat prohibían tanto ceder terreno como dejar escapar la risa—. No importa la talla.

—Perdone, señor, pero no le entiendo.

La forma en que dijo «señor», pensé yo, era de lo más fría dadas las circunstancias. Quiero decir que el tipo ya tenía que estar a punto de estallar, ¿no?

—Por el amor de Dios —dijo Toni con un tono bastante grosero—, y tienen la poca vergüenza de poner un letrero que dice HOMBRES. Ya veo que tendré que ir a otro sitio.

—Le sugiero que lo haga, señor. ¿Y puede decirme de qué escuela son?

Pusimos pies en polvorosa.

—Menudo pájaro —me lamenté mientras flaneábamos a toda velocidad.

—Sí. ¿Crees que lo he epatado?

—No está mal, no está mal. —Lo que más me había impresionado es que Toni hubiera estado tan acertado en la elección del dependiente en vez de dirigirse al que estaba más cerca de la puerta.

—De todos modos, te daré los seis peniques.

—No es «eso» lo que me preocupa. Sólo quiero saber si lo he epatado.

—Por supuesto, por supuesto. Si no, no habría preguntado por el colegio. Y oye, ¿te has dado cuenta de cómo te ha llamado señor?

Toni me miró de soslayo y sonrió, torciendo los labios como si éstos se moviesen obedeciendo a los ojos.

—Sí.

Era ese momento de la vida en que ser «señoreado» es de inestimable importancia, un símbolo codiciado muy por encima de su valor real. Mejor que conseguir autorización para utilizar la escalera principal del colegio; mejor que no tener que llevar la gorra puesta; mejor que estar sentado con los mayores durante el recreo; mejor, incluso, que llevar paraguas. Que ya es decir. Un verano estuve llevando y trayendo el paraguas de casa al colegio durante un trimestre completo, todos los días, sin que lloviera una sola vez. La categoría, y no la función, era lo que contaba. Dentro del colegio, uno podía lucirlo practicando esgrima con sus iguales o clavando su afilada punta en los pies de los niños más pequeños; pero fuera, hacía de uno un hombre. Aunque apenas se midiera metro y medio y la cara fuera un campo de batalla contra el acné ensombrecido por un poco de pelusa adolescente; aunque se caminara dando bandazos, cargado con una pesada bolsa de deporte en estado deplorable, repleta de camisetas de rugby casi podridas y unas botas apestosas; mientras se llevara paraguas, siempre cabía la remota posibilidad de lograr que alguien te llamase «señor», algo que significaba una verdadera borrachera de placer.

Todos los lunes por la mañana, Toni y yo nos preguntábamos lo mismo.

—¿Algún ecras?

—Me temo que no.

—¿Epat?

—No exactamente…

—¿Elevado a la categoría de señor?

Una sonrisa burlona de asentimiento significaba que el fin de semana había valido la pena.

Contábamos el número de veces que nos llamaban señor. Recordábamos las mejores anécdotas y nos las contábamos, el uno al otro, con el tono que dos viejos roués emplearían para rememorar sus conquistas amorosas. Por supuesto, nunca habíamos olvidado la primera vez.

Mi primera vez, con la cual todavía me regodeo de felicidad, fue el día en que me tomaron medidas para mis primeros pantalones largos. Fue en Harrow, en una tiendecita alargada, como un pasillo, cuyas paredes estaban ocultas por montones enormes de cajas de ropa. Hileras de cazadoras de camuflaje y pantalones de pana, tan rígidos como el cartón, la convertían en una pista para carreras de obstáculos. Fuese cual fuese el color de la ropa que uno llevara antes de entrar en la tienda, siempre salía de gris o de verde botella. También vendían prendas marrones, pero nadie, me aseguró mi madre, usaba el marrón antes de jubilarse. En aquella ocasión, yo iba a salir de gris.

Mi madre, aunque tímida en la vida social y familiar, era siempre muy autoritaria y precisa en las tiendas. Algún instinto profundamente arraigado le decía que allí existía una jerarquía inamovible.

—Por favor, Mr. Forster, un par de pantalones —ordenó con inusitada resolución—. Grises y largos.

—En seguida, señora —dijo con amabilidad excesiva Mr. Forster. Y luego, mirándome a mí—: Largos. En seguida, señor.

Podía haberme desmayado; podía, por lo menos, haber sonreído. En cambio me quedé quieto, indefenso de pura felicidad, mientras Mr. Forster, para mayor honor, se arrodillaba a mis pies.

—Será un momento, señor. Mire hacia adelante. Póngase derecho. Por favor, separe las piernas, señor. Eso es.

Tiró de una cinta métrica que llevaba colgada al cuello, ciento ochenta centímetros que terminaban en una plaquita de latón. La sujetó por el ciento cincuenta, más o menos (presumiblemente para no quedarse corto) y me aguijoneó con ella tres veces en la entrepierna.

—No se mueva, señor —dijo con una zalamería dedicada sobre todo a mi madre, no fuera ella a preguntarse por qué tardaba tanto. Pero era imposible que me moviera. El miedo que se puede sentir por los genitales, el miedo, incluso, a ser arrastrado al interior del probador para ser brutalmente violado, no es nada comparado con el hecho de ser reconocido como un hombre. Era tal ese placer desconcertante, que ni siquiera se me ocurrió susurrar, a modo de alarmante alivio, el grito del colegio: ¡Perdición!