La alheña de los setos recién cortada huele todavía a manzanas ácidas, como cuando yo tenía dieciséis años, pero esto es una excepción rara y perdurable. A esa edad, todo parecía más abierto a la analogía o a la metáfora de lo que parece ahora. Había más significados, más interpretaciones, una mayor variedad de verdades asequibles. Había más simbolismos. Las cosas tenían más contenido.
Pongamos como ejemplo el abrigo de mi madre. Se lo había hecho ella misma, utilizando el maniquí de un sastre que vivía bajo la escalera, y que lo decía todo y nada acerca del cuerpo de las mujeres (¿se entiende lo que quiero decir?). El abrigo era reversible, rojo brillante por un lado y a grandes cuadros blancos y negros por el otro. Las solapas, hechas del mismo material que en el interior, proporcionaban lo que el patrón llamaba «una nota de color y contraste en el cuello», y hacían conjunto con los grandes bolsillos cuadrados, cosidos como parches. Ahora me doy cuenta de que era un verdadero alarde de alta costura; eso me confirmaba que mi madre era una chaquetera.
La evidencia de su duplicidad se corroboró el año en que toda la familia nos fuimos de vacaciones a las Islas del Canal, El tamaño de los bolsillos del abrigo, trascendió entonces, era exactamente el mismo que el de un cartón de tabaco. Mi madre atravesó la aduana llevando ochocientos cigarrillos Senior Service de contrabando. Yo me sentí, por asociación, culpable y nervioso, pero también sentí en el fondo, el íntimo convencimiento de tener razón.
Además, se podían deducir otras cosas de aquel simple abrigo. Tanto el color como la hechura tenían sus secretos. Una tarde, yendo con mi madre a casa desde la estación, miré el abrigo, que ella llevaba puesto por el lado rojo, y me di cuenta de que se había vuelto marrón. Miré los labios de mí madre y también eran marrones. Si se hubiese quitado los guantes blancos (ahora algo oscuros), sus uñas, estaba seguro, serían también marrones. Un acontecimiento trivial hoy, pero durante los primeros meses de funcionamiento del sistema de iluminación a base de sodio naranja, era maravillosamente turbador. Naranja sobre rojo da marrón oscuro. Sólo en las afueras de Londres, pensé, podía suceder esto.
Al día siguiente, en el colegio, se lo conté a Toni antes de entrar en clase. Era el confidente con quien compartía todos mis odios y la mayoría de mis entusiasmos.
—Incluso están jodiendo el espectro —le dije, harto ya de tantos atropellos.
—¿Qué coño quieres decir?
No había ambigüedad alguna en el uso de la tercera persona del plural. Cuando yo la utilizaba, me refería a los no identificables legisladores, moralistas, lumbreras sociales y padres que vivían en los barrios residenciales. Cuando Toni la utilizaba, se refería a su contrapartida en el centro de Londres. Ese tipo de gente era, no nos cabía la menor duda, exactamente el mismo.
—Los colores. Las farolas. Te joden los colores en cuanto oscurece. Todo se vuelve marrón o naranja. Hacen que parezcamos marcianos.
Entonces éramos muy sensibles a los colores. Todo había empezado durante unas vacaciones de verano, cuando me llevé a Baudelaire para leerlo en la playa. Si se mira el cielo a través de una pajita, decía él, parece de un azul mucho más rico que si se mira directamente. En una postal le comuniqué a Toni mi descubrimiento. Después de eso, empezamos a preocuparnos por los colores. Estos eran —no podía negarse— verdades esenciales y fundamentales de valor extraordinario para los impíos. No queríamos que los burócratas comenzasen a jodérnoslos. Ya se habían encargado de:
«… el lenguaje…»
«… la ética…»
«… el sentido de las prioridades…»
Pero, en última instancia, todo esto se podía ignorar. Uno podía seguir llevando su vida de fanfarrón. ¿Pero qué pasaría si acababan controlando los colores? Ni siquiera podríamos contar con ser nosotros mismos. Los rasgos morenos y centroeuropeos de Toni, como por ejemplo sus labios gruesos, aparecerían completamente negros bajo la luz del sodio. Mí rostro chato e inequívocamente inglés (todavía esperando con ansiedad su gran salto hacia la madurez) no corría peligro inmediato, pero «ellos», sin duda, acabarían por idear alguna estratagema satírica contra él.
Como puede verse, en aquella época nos preocupaban los grandes temas. ¿Y por qué no? ¿Cuándo, si no, puede uno preocuparse por ellos? No nos habrían sorprendido atribulados por nuestras futuras carreras, porque sabíamos que cuando fuéramos mayores el Estado pagaría a la gente como nosotros por el mero hecho de existir, de pasearnos por el mundo como hombres anuncio proclamando la buena vida. Pero asuntos como el de la pureza del lenguaje, la perfección del ser, la función del arte, más un puñado de intangibles con mayúscula como el Amor, la Verdad, la Autenticidad… bueno, eso ya era otra cosa.
Nuestro rutilante idealismo se expresaba, de forma natural, mediante una constante exhibición pública del más provocativo cinismo. Sólo nuestro afán de purificación podía explicar porqué Toni y yo nos mofábamos de los demás tan intempestiva e implacablemente. Los lemas que juzgábamos apropiados para nuestra causa eran écraser l’infâme y épater la bourgeoisie. Admirábamos el gilet rouge de Gautier y la langosta de Nerval. Nuestra guerra civil española era La bataille d’Hernani. Cantábamos a dúo:
Le Belge est très civilisé;
Il est voleur, il est rusé;
Il est parfois syphilisé;
Il est donc très civilisé.
La rima final nos encantaba, y solíamos colar la equívoca homofonía en toda ocasión durante nuestras circunspectas clases de conversación en francés. Primero chapurreábamos cualquier comentario desdeñoso e irritante en lenguaje normal. El chapurreo se iba deslizando a trompicones:
—Je ne suis pas, hum… d’accord avec ce qui… ce que? —(aquí le dirigíamos una mirada ceñuda al profesor)—, Barbarowski a, hum… juste dit…
Y entonces, uno de nuestros cómplices en la intriga irrumpía en la conversación, antes de que el profesor pudiera recuperarse del disgusto provocado por nuestro torpe chapurreo:
—Carrément, M’sieur, je crois pas que Phillips soit assez syphilisé pour bien comprendre ce que Barbarowski vient de proposer…
Y siempre colaba.
Como puede adivinarse, estudiábamos más que nada francés. Nos gustaba el idioma porque sus sonidos eran rotundos y precisos, y nos gustaba la literatura francesa, sobre todo por su combatividad. Los escritores franceses estaban luchando siempre uno contra otro, defendiendo y purificando el lenguaje, desdeñando el argot, escribiendo diccionarios preceptivos, haciéndose arrestar, siendo perseguidos por obscenidad, mostrándose agresivamente parnasianos, luchando por un asiento en la Academia, intrigando para ganar premios literarios, exiliándose. La idea de la dureza sofisticada nos atraía enormemente. Montherlant y Camus nos parecían dos guardametas. Una foto, publicada en el Paris-Match, de Henri de dirigiéndose a un baile de gala, que yo había pegado con celo en el interior de mi pupitre, era tan venerada en la clase como el retrato con autógrafo de June Ritchie, en A Kind of Loving, que tenía Geoff Glass.
No había ninguna dureza sofisticada en el programa de nuestro curso de literatura inglesa. Y desde luego, ningún guardameta. Johnson era fustigante pero no tanto como nosotros exigíamos. Después de todo, no había cruzado siquiera el Canal de la Mancha hasta poco antes de morir. Y tipos como Yeats, por otro lado, eran todo lo contrario, fustigantes, pero siempre dando el coñazo con hadas y cosas así. ¿Cómo reaccionarían los escritores ingleses si lo rojo se volviera marrón? Apenas se notaría lo ocurrido; a los franceses, en cambio, el trauma los enceguecería.