Javier Aldao dejó Ribanova la mañana del día de Nochebuena de 1944. Lía se despidió de él en el vestíbulo del Hotel Almirante y, tal y como cabía esperar de su carácter de hierro, ni siquiera cambió el gesto en el momento de decirle adiós, ni tampoco cuando Javier Aldao le propuso que le visitase en Madrid en compañía de Juan Sebastián Arroyo. «Ya veremos», dijo, y luego le dio la mano sin ninguna efusión especial.

Juan Sebastián Arroyo acompañó a la estación a Javier Aldao. Hicieron el camino en un coche de alquiler, aprovechando que no había nevado durante la noche y la calzada estaba limpia de hielo. Ninguno de los dos habló durante el trayecto. Al llegar al andén, Aldao tendió la mano a Juan Sebastián Arroyo, que después de estrecharla le dio un abrazo.

—Muchas gracias por todo, Arroyo.

—A usted por venir. Lamento que tenga que marcharse.

Empezaba a nevar otra vez, muy despacio, y los copos se posaban en el sombrero de Juan Sebastián Arroyo. El tren silbó para anunciar su marcha.

—Voy a volver muy pronto —dijo Aldao.

—Eso espero. Y además, le tomo la palabra en cuanto a su invitación de pasar unos días en Madrid.

Él sonrió y le puso la mano en el hombro.

—Prométame que vendrá con Lía.

El tren inició la marcha. Javier Aldao permaneció asomado a la ventanilla hasta que la máquina se perdió en la distancia. Juan Sebastián Arroyo volvió al coche que se había quedado esperando. Se quitó el sombrero lleno de nieve antes de acomodarse en el asiento, y el chófer tuvo la impresión de que Juan Sebastián Arroyo se había echado encima unos cuantos años en solo unos minutos.

—Usted dirá, señor Arroyo.

—Déjeme en el hotel. Y luego, si no le importa, va a llevar usted un recado a casa de don Germán Aldao. Le dice que su hijo Javier ha regresado a Madrid, que dentro de unos meses volverá a Ribanova… y que ya ha dejado reservada una habitación en el Hotel Almirante.

FIN