VII

A partir de la conversación mantenida en el bar del hotel, para Javier Aldao la vida en Ribanova empezó a verse marcada por un orden nuevo que nada tenía que ver con el que había dominado sus primeros días en la ciudad. Juan Sebastián Arroyo se propuso que el recién llegado rescatase de la desmemoria todos los sitios que se había resignado a no recordar, y quiso ayudarle a hacer suyos de nuevo los escenarios de la niñez arrebatados por los años y por la erosión de la distancia. No había nadie como Arroyo para servir de guía en el regreso a los paraísos perdidos. Para él no existían las puertas cerradas, los lugares clausurados o los pasos prohibidos, porque siempre había alguien dispuesto a franquearle el camino y abrir todas las barreras. Con él visitó Javier Aldao los entresijos de la catedral, desde el altar mayor a los pasadizos secretos que comunicaban la basílica con el palacio del obispo, el museo provincial con su espléndida colección de torques celtas, el interior del edificio barroco del Ayuntamiento. Juntos pasearon por el Parque con nombre de poetisa donde los cisnes se morían de frío en el estanque helado y los árboles se plegaban con el peso de la nieve. Juan Sebastián Arroyo se empeñó incluso en que diesen una vuelta completa a los más de dos kilómetros de muralla romana. Fue una caminata extraña que se inició a media mañana, justo cuando empezaba a nevar. Al principio Javier Aldao pensó que el empeoramiento del tiempo iba a arredrar al anciano, pero éste se anudó bien la bufanda y abrió un paraguas enorme para empezar el paseo. Allí, desde el adarve, a muchos metros de altura de la ciudad, se obtenía una singular perspectiva de las calles y las plazas, y Juan Sebastián Arroyo iba señalándolas, llamando a cada una por el nombre, hilvanando a partir de los edificios y las piedras la historia bimilenaria de la villa, las leyendas apócrifas o no, las biografías de los hombres grandes y pequeños que en ella vivieron y que convirtieron a Ribanova en el lugar que era.

En el transcurso de aquellos paseos y como nunca hasta entonces, Javier Aldao tuvo la sensación de estar visitando Ribanova por primera vez. Al principio, el descubrimiento de todos aquellos lugares desconocidos o simplemente olvidados hizo que se sintiese como una suerte de turista ocasional en su ciudad de origen, pero la sensación se fue desvaneciendo enseguida porque se dio cuenta de que había algo extrañamente familiar en las calles que pisaba y en los rincones que Juan Sebastián Arroyo le iba mostrando. Notó entonces que todos aquellos edificios formaban parte de una dimensión secreta de la memoria, que iba despertando paulatinamente para recobrarlos de los escombros que deja la nostalgia. A su lado, Juan Sebastián Arroyo le obligaba a espolear la melancolía para avivar el alma dormida después de tantos años de ausencia y le enseñaba a amar de nuevo los lugares que había querido otra vez, en otra edad, en otro tiempo, en otra vida quizá, pero que eran los mismos, y Javier Aldao llegó a pensar que no había vivido en Ribanova trece sino trescientos años, y que ese tiempo había sido suficiente para retener la ciudad en el lugar privilegiado donde se guardan las cosas mejores.

Fue también Juan Sebastián Arroyo quien insistió para que Javier Aldao se hiciese socio del Casino de Ribanova, y él no quiso llevarle la contraria aunque sabía que iba a utilizar muy poco las dependencias de la sociedad centenaria. Carlos Orayén, actual presidente de la Junta y tertuliano habitual del propio Arroyo, fue quien apadrinó la inscripción del nuevo socio. A partir de entonces, Javier Aldao se incorporó a la reunión diaria que Juan Sebastián Arroyo y sus amigos mantenían durante la semana en el salón de fumadores del Casino. A ella acudían habitualmente Enrique Dapena, que era músico de la banda municipal, el librero Marcial de Soto, el presidente Orayén, el vendedor de pianos Domingo Santander y el americano Isaac Brown, que se ganaba la vida con un original negocio de asesoría social. Formaban un grupo curioso y heterogéneo, extraordinariamente bien avenido a pesar de que entre ellos había notables diferencias de clase y origen. En el salón del Casino Javier Aldao tuvo ocasión de conocer también a otros personajes de la vida pública ribanovense: a la condesa de Altuna, que conservaba intacto su porte de estatua y su hermosura juvenil a pesar de haber dejado ya muy atrás los sesenta años; al fotógrafo Vivancos, autor de los mejores retratos de los prohombres ribanovenses; al alcalde Saavedra y a su esposa, la encantadora Eugenia Fitz John; a Augusto Batista, de quien se decía que estaba escribiendo una especie de guía completísima de todos los prostíbulos de Ribanova… Eso sí, por suerte y para tranquilidad de Juan Sebastián Arroyo, quien nunca apareció por el Casino fue Germán Aldao. El viejo se preguntaba en silencio cómo habría actuado de encontrarse de bruces con su propio hijo irredento en el salón de fumadores del Casino de Ribanova. Por fortuna, no se dio el caso. De hecho, y mientras Javier Aldao permaneció en la ciudad, fue como si al resto de los miembros de la familia se los hubiese tragado la tierra.

La llegada de Javier Aldao también introdujo algunos cambios en la vida de Lía. De natural reservado, a la joven directora del Hotel Almirante le costaba un trabajo supremo eliminar la barrera que la separaba de los otros, y Javier tuvo la habilidad de no intentar derribarla a la fuerza. Se ganó la confianza de Lía gracias a los silencios más que a las palabras, con gestos discretos que le fueron acercando a ella sin que ni siquiera Lía se diese cuenta. A veces se cruzaban en el vestíbulo del hotel, y entonces se quedaban un rato charlando de asuntos menores, y otras era Juan Sebastián Arroyo quien insistía en que almorzasen los tres juntos en el Salón de los Espejos o tomasen un café en el salón de fumadores. El viejo había asumido conscientemente el papel de alcahuete, y tenía entre sus aspiraciones el ayudar a que surgiese una amistad entre Lía Leal y el bisnieto de don Edmundo Aldao, así que auspiciaba sus encuentros sin demasiado disimulo. Después de hacer compartir a los dos jóvenes un par de almuerzos y algunas tazas de café, Juan Sebastián Arroyo fue el promotor de una excursión original con resultados sorprendentes: sugirió a Lía que enseñase a Javier Aldao las cocinas del Hotel Almirante.

Unos días atrás, la propia Lía había ofrecido a Aldao la posibilidad de visitar la habitación que había pertenecido a sus bisabuelos, y se la mostró mientras señalaba qué partes del mobiliario pertenecían a la pieza primigenia y cuáles fueron compradas posteriormente. Llegó incluso a mostrarle los planos originales de la casa que habían aparecido durante las obras de reforma, explicándole qué cambios se habían introducido, cómo habían tenido que construir otra escalera y nuevos baños y cómo doña Tana había insistido en mantener intacta la estructura original del caserón. Lía Leal tenía la buena intención de ofrecer a Javier Aldao cuantos datos estuviesen en su mano para que pudiese reconstruir en la memoria una parte importante de la historia de su familia, pero nunca había pensado en enseñarle las cocinas del Hotel Almirante. Esa zona era el sancta sanctorum de su madre y de sus tías, el terreno sagrado que las tres hermanas Leal habían reservado para sí, y estaba segura de que su visita con un extraño podía considerarse una forma de intrusión, así que intentó buscar una disculpa.

—La verdad, tío Juan, no creo que al señor Aldao le puedan interesar un montón de cacharros y media docena de fogones…

Pero Javier Aldao no estuvo de acuerdo.

—Pues claro que me interesa. Es la única parte de la casa que aún no he visto. Además, no puedo imaginarme cómo funciona la cocina de un restaurante. Pero claro, a lo mejor es una molestia…

Lía se rindió. Fijó la visita para ese mismo día a las seis de la tarde, cuando la actividad en la cocina estaba reducida a la preparación de las meriendas y la llegada de tres personas ajenas no tendría por qué ser un estorbo. Aun así, habló antes con su madre y con sus tías.

—Ha sido idea del tío Juan. No nos quedaremos mucho rato.

En contra de lo que pensaba, ninguna de las tres mujeres puso objeciones a la visita. Es más, Lía tuvo la sensación de que acogieron la idea con cierta complacencia.

El grupo llegó a las seis en punto, cuando en una de las ollas borboteaba el chocolate caliente para las meriendas mientras en otra sartén se doraban las tostadas con mantequilla. En un extremo, un pinche cortaba rebanadas de pan mientras otro rallaba chocolate puro para después deshacerlo en la leche caliente. El aire de la cocina se lo disputaban el suave olor de la mantequilla líquida y el del cacao derretido que removía cuidadosamente una de las hermanas Leal, mientras las otras dos leían con atención un libro de recetas. Las tres repararon a la vez en la llegada de los visitantes, e interrumpieron su tarea para saludarles. Lía hizo las presentaciones y Rosa Leal fue la primera en romper el hielo.

—¿Así que es usted Javier Aldao? ¿El sobrino de Cándido? Ya sabe que estuve casada con él. Muy poco tiempo, por desgracia. El pobrecito murió tan joven… y, ahora que lo pienso, yo soy algo así como su tía política.

—¿Usted llegó a conocerme?

—No, no, desde luego que no. Su tío y yo nunca vivimos en Ribanova —Rosa Leal no parecía interesada en poner el dedo en la llaga, o a lo mejor es que ya había olvidado su condición de esposa non grata para el clan de los Aldao.

—Bueno, pues ya que están aquí podrían merendar —la invitación venía de Dora, y Lía estuvo a punto de rechazarla, pero ya Javier Aldao y Juan Sebastián Arroyo habían cogido al vuelo la propuesta y tomado asiento frente a la mesa de la cocina. Resignada, Lía también se sentó. Las tres hermanas Leal sirvieron un plato rebosante de tostadas y tres tazas de chocolate oscuro.

—Pruébelo usted —Candela animaba a Javier Aldao—. Es cacao puro. En otros sitios solo sirven cascarilla, pero aquí no trabajamos con porquerías. Tenemos buenos proveedores. Claro que a veces abusan de los precios, pero merece la pena.

Javier Aldao empapó en el chocolate una de las tostadas y se la llevó a la boca cayendo en la cuenta de que llevaba veinte años preguntándose a qué sabía el chocolate del Salón de los Espejos. Enseguida se dio cuenta de que había merecido la pena esperar. En efecto, era el mejor chocolate que había tomado en su vida. Estaba espeso y consistente, y además del punto amargo tenía aromas lejanos a vainilla y a canela. Las tostadas eran tiernas y crujientes, y las habían cocinado de forma tan homogénea que parecían idénticas las unas a las otras.

—¿Le gusta? —era Dora quien preguntaba—. Espero que sí, porque es lo único que tenemos para merendar. Antes servíamos también bocadillos variados y hasta empanadas de carne, pero la guerra, señor Aldao, ha puesto todo patas arriba.

—Pues yo encuentro el restaurante muy bien surtido.

—Calle, calle, debería haberlo visto usted antes del treinta y seis. La oferta era mejor, muchísimo mejor. Ahora tenemos que hacer verdaderos milagros para mantener en la carta media docena de platos.

—¿Y a usted le gusta comer? —la pregunta era de Rosa—. A su tío, que en paz descanse, le encantaba.

—Pues entonces debe de ser cosa de familia. Porque yo, cuando voy de viaje, lo primero que hago es localizar un buen restaurante. A mí comer mal me amarga el día.

Las tres hermanas sonrieron al mismo tiempo, como si se hubieran puesto de acuerdo para considerar a Javier Aldao uno de los suyos, otro integrante de la selecta cofradía de los defensores de la buena mesa. Él se dio cuenta de que había caído en gracia a las tres mujeres, y les habló entonces de las cocinas de otras culturas, del uso de los brotes de soja en las guarniciones chinas, del pescado crudo que preparaban en Japón envuelto en tiras de alga, de los guisos de sémola que consumían en Marruecos, del plátano frito tan popular en la cocina antillana, del curry de la India, de la pasta de garbanzos que servían en los países árabes, y las tres hermanas Leal le escuchaban fascinadas.

—¿Ha estado usted en todos esos sitios? Porque China debe de estar donde Cristo dio las tres voces.

—No conozco Oriente… pero viví algún tiempo en Londres y he pasado temporadas en París. Allí hay restaurantes especializados en cocina asiática.

—Ya os lo dije yo —Rosa se volvió hacia sus hermanas—. Vivimos en el último lugar de la tierra. ¿Sabe usted que hasta que me casé con su tío ni siquiera sabía lo que era el orégano? Esta ciudad se ha quedado en el limbo. Por ahí adelante hay quien sabe comer pescado crudo y puré de garbanzos, y en Ribanova la gente sigue pidiendo carne mechada y sopa de mariscos, como en el año del rey que rabió.

—No se crea —Javier Aldao encontraba muy divertida la indignación de Rosa ante la ignorancia culinaria en que se creía sumida—. Yo vivo en Madrid, y por allí tampoco han evolucionado mucho los gustos gastronómicos.

—Peor me lo pone. Toda España comiendo lo mismo. Así no hay forma de hacer progresar el mundo.

Los visitantes permanecieron todavía un rato más en las cocinas del hotel en tanto que Javier Aldao preguntaba por el funcionamiento del restaurante y los platos más apreciados, y solo se retiraron porque Lía se dio cuenta de que llegaba la hora de empezar a preparar las cenas. Las tres hermanas Leal despidieron a Javier Aldao con palmarias muestras de afecto, que se redoblaron cuando él prometió conseguirles un recetario de cocina exótica y hacérselo llegar.

—Vuelva a vernos cuando quiera —le dijeron—. Estamos siempre por aquí.

Aquella tarde Lía regresó a su despacho un poco aturdida. Su madre y las tías no solo no encontraban incómoda la presencia de Javier Aldao, sino que incluso habían disfrutado intensamente de la visita del extraño. Era fácil entender por qué: Javier Aldao tenía la rara habilidad de saber hablar a cada uno en su propio idioma, y Lía sintió una envidia instantánea de aquella capacidad tan poco común. A ella le habría resultado imposible hacer algo parecido, adaptar sin esfuerzo su conversación a los intereses de otros.

Para satisfacción de Juan Sebastián Arroyo, aquella reunión en las cocinas contribuyó a afianzar la amistad entre Lía y Javier Aldao, y sus encuentros empezaron a superar el ámbito reducido del Hotel Almirante. Fueron juntos al cine a ver una película de King Vidor, al teatro Principal al estreno de una obra puesta en escena por Edgar Neville y al concierto de villancicos ofrecido por la escolanía de la Divina Pastora en el salón regio del Casino. Arroyo, que los acompañaba a veces en sus citas como una especie de chaperón extraoficial, iba dándose cuenta del cambio que se estaba operando en Lía: aquella muchacha que llevaba tantos años siendo adulta parecía rejuvenecer al lado de Javier Aldao. Él, por su parte, sabía decir siempre lo que Lía esperaba escuchar. Nunca la agobió con atenciones. Respetaba su reserva, sus silencios, su seriedad natural, porque en poco tiempo había aprendido que Lía no era una mujer de sonrisas amplias ni de gestos demasiado expresivos y la única forma de hacer que se sintiese cómoda era dejándola a su aire sin preguntarle en cada momento si le gustaba esto o aquello o si lo pasaba bien. Pero si algo acabó por ablandar definitivamente la coraza de Lía Leal fue el comportamiento que Javier Aldao tuvo con la abuela. Fue la propia Lía quien le habló del gusto por la música que doña Tana había desarrollado gracias a la radio para defenderse del aburrimiento mortal de la ceguera. Al día siguiente Javier Aldao llegó al hotel cargado con una caja enorme y mal envuelta que contenía una gramola. Era la mejor que había podido conseguir en Ribanova. Junto a ella venían unos cuantos discos. Había música de Carlos Gardel y de Ernesto Lecuona, y también composiciones barrocas de Bach y Pachelbel, que Javier Aldao había encontrado indicadas para alguien profano en términos de música clásica.

Fue Lía quien entregó el obsequio a la abuela, porque Javier Aldao dijo que prefería no volver a la buhardilla de no ser reclamado por la anciana. Tana Leal se entusiasmó con el ingenio de hacer música y consiguió que la criada aprendiese a manejarlo para ponerlo a funcionar mientras le servían la comida. Fue entonces cuando dijo que quería invitar a almorzar a Javier Aldao en sus habitaciones privadas. Lía se sorprendió: desde que la abuela perdiera la vista, solo Juan Sebastián Arroyo había sido convidado a comer en el saloncito de la buhardilla.

—¿Estás segura?

—Claro que sí. Invita también a Juan Sebastián Arroyo, y por supuesto cuento contigo.

La fecha del almuerzo se fijó para el diecinueve de diciembre. Aquel día Tana Leal se puso una falda negra y una blusa de color malva con un pañuelo al cuello, y recibió a sus invitados con la familiaridad de una anfitriona experta. Ella misma había compuesto un menú delicioso. En primer lugar les sirvieron una crema de mejillones en cuencos de barro que dejaban escapar un misterioso olor marino. La propia Tana explicó a Javier Aldao la receta de la crema: mejillones frescos y cocidos, cebolla cruda, aceite de oliva, patatas hervidas, zumo de limón y un poco de albahaca. Después, tras buscar sin aspavientos los cubiertos y el tazón, Tana Leal consumió la crema lenta y majestuosamente, con la espalda erguida, llenando la cuchara solo hasta la mitad y sin dudar ni una sola vez a la hora de encontrar las copas y de apoyar la cuchara vacía. Javier Aldao se maravilló de la elegancia de sus gestos, a los que la ceguera no restaba ni un ápice de dignidad. Cuando llegó el segundo plato, un redondo de ternera guarnecido con champiñones, judías verdes y patatas asadas, Lía se inclinó hacia la abuela para susurrarle dónde estaba cada alimento en relación con las agujas del reloj, y aquella indicación bastó a la anciana para guiarse con la carne y los vegetales, que iba colocando en el tenedor en la proporción exacta. Mientras, la habitación se llenaba del olor de la salsa de la carne mezclado con el de los vegetales y las especias empleadas en el adobo: pimienta verde y negra, mostaza y estragón. Tana Leal masticaba despacio y con cuidado, como si encontrase una mayor delectación en hacerlo lentamente, y de vez en cuando intercambiaba con Lía algunos comentarios sobre la factura del plato que, según aseguró, era receta suya y ya se preparaba en Casa Leal cincuenta años atrás. De postre les sirvieron manzanas asadas con su costra de caramelo, que como recordó doña Tana eran el postre favorito de don Edmundo Leal cuando comía en la fonda. Fue un almuerzo alegre y familiar al que siguió una sobremesa prolongada. Lía, Arroyo y Javier Aldao se retiraron cerca de las seis, cuando ya era de noche, después de dejar puesto un disco en la gramola, y salieron de la pieza perseguidos por la voz inconfundible de Carlos Gardel.

Después de dejar a la abuela, Lía volvió a sus ocupaciones en la oficina de administración, y Javier Aldao buscó refugio en el salón de fumadores para leer un poco. Por su parte, Juan Sebastián Arroyo se dirigió a la tienda de Marcial de Soto, porque el librero acababa de recibir un pedido hecho a Madrid y entre los libros recién llegados estaba una novela que Arroyo quería leer desde hace tiempo, Pabellón de reposo. Estaba examinando el ejemplar y otras novedades editoriales que le mostraba Marcial de Soto, cuando un botones del Hotel Almirante asomó la nariz por la puerta.

—Don Juan Sebastián, perdone que le moleste… es doña Antonia. Dice que si puede ir usted a verla.

Arroyo miró a Marcial de Soto con una expresión de sorpresa absoluta. Dejó sobre el mostrador los libros que estaba hojeando y salió junto al botones en dirección al hotel. Subió en el ascensor absolutamente intrigado: estaba claro que Tana Leal quería ventilar con él algún asunto importante. Llegó frente a la puerta y llamó dos veces.

—¿Arroyo?

—Soy yo.

—Pasa y siéntate. Y enciende la luz, la doncella la ha apagado al marcharse.

Juan Sebastián Arroyo obedeció y se acomodó en el sillón que usaba siempre en sus visitas a la buhardilla. Como hacía siempre, Tana Leal fue directamente al grano.

—¿Qué está pasando aquí, Arroyo? Quiero decir, entre mi nieta y ese Aldao.

—Pues lo que tenía que pasar, Tanita. A Lía le gusta el chico. Son de la misma edad, están solos y hacen buenas migas. Y, por si quieres saberlo, creo que ya era hora de que tu nieta se preocupase por algo más que por las cuentas del Hotel Almirante.

Doña Tana golpeó el brazo de su butaca con la punta de los dedos.

—Es lo que me temía. Llevo un rato dándole vueltas al asunto. Por eso te hice llamar.

Juan Sebastián Arroyo buscó en la butaca una postura más cómoda.

—¿Qué pasa, Antonia? ¿Qué hay de malo en que tu nieta se haya fijado en Aldao?

—¿Y él, Arroyo? ¿Tú crees que él siente algo por Lía?

—Se pasan el día juntos, Tanita.

La abuela se llevó la mano a la cabeza.

—Se pasan el día juntos. ¿Y no has pensado que a lo mejor Aldao solo ha visto en Lía la forma de hacer más entretenida su estancia en Ribanova? Además, ¿qué futuro crees que puede tener toda esta historia?

—Pero vamos a ver…

—Ni pero ni nada. Mi nieta es una chica de provincias, y Javier Aldao un señorito madrileño.

Arroyo intentó protestar débilmente al juicio de Tana Leal.

—A Javier le gusta mucho Ribanova, él me lo ha dicho.

—Ya. ¿Y cuánto va a durarle eso? No me dirás que crees que va a instalarse aquí…

—¿Y por qué no? Está muy a gusto en la ciudad. Y lo pasa muy bien con Lía.

—Mira, Arroyo, hubo un tiempo en que pensé que tenías sentido común, pero ya se ve que la edad te lo ha quitado definitivamente. ¿En qué mundo vives? ¿Tú crees de verdad que ese Aldao va a dejarlo todo para venirse aquí a pasear contigo por la muralla y a pelar la pava con Lía en las terrazas de la Alameda? ¿Qué te pasa? ¿Que Marcial de Soto ha recibido una colección de novelas románticas y te las has leído todas? Mi nieta se está enamorando de ese chico. Y tú, mientras tanto, venga a darles pie y a hacer castillos en el aire.

—Te recuerdo que fuiste tú quien lo invitó a comer —Arroyo intentaba defenderse.

—Porque pensé que la cosa no había pasado a mayores. Pero hoy escuché hablar a Lía, la oí dirigirse a Javier Aldao… ha cambiado, Arroyo. No hay como estar ciega para darse cuenta de algunas cosas. ¿No te fijaste en que ha empezado a usar perfume? ¿En que se ríe mucho más? Y ahora dime, ¿qué va a pasar cuando él se vaya?

—¿Y si se queda?

Antonia Leal se reclinó en la butaca y luego cerró los ojos.

—Ésa es una posibilidad en la que solo has pensado tú. Bueno, y a lo mejor también mi nieta. Eso es lo que más me preocupa. Que Lía se haya hecho ilusiones.

Arroyo dejó la buhardilla unos minutos después, confundido y de un pésimo humor. Aquella noche durmió muy poco, y la pasó agitado por pensamientos sombríos y el amago de un sentimiento de culpa. Era posible que Tana Leal estuviese en lo cierto, y que su promoción de la amistad entre Lía y Javier Aldao hubiese constituido un error colosal. No concilio el sueño hasta la madrugada. Se despertó bien entrada la mañana, agitado por los peores presagios, y en cuanto estuvo vestido y afeitado se puso el abrigo y salió en dirección al Hotel Almirante para hablar cuando antes con Javier Aldao.

Le encontró en el salón de fumadores leyendo un periódico de Madrid. Parecía de un humor excelente.

—¿Quiere tomar un café? —le dijo.

—No… bueno, sí. He dormido bastante mal.

El propio Javier Aldao pidió en la barra un café bien cargado y luego volvió a su sitio.

—¿Pasa algo, Arroyo? No tiene buena cara.

Juan Sebastián Arroyo respiró hondo y se dijo que era el momento de coger el toro por los cuernos.

—Javier, quiero preguntarle una cosa. ¿Cuándo va a marcharse?

—Pues… en realidad no lo sé. Supongo que después de las fiestas. Estoy en contacto con mi despacho en Madrid, y creo que pueden prescindir de mí durante un par de semanas más. Lo cierto es que necesitaba unas vacaciones, y estoy tan a gusto entre ustedes que voy a prolongar mi estancia todo lo que pueda.

Juan Sebastián Arroyo removió el azúcar que se había quedado estancado en el fondo de su taza, y luego repitió el gesto como si quisiese ganar tiempo.

—Arroyo, ¿se encuentra usted bien?

El viejo suspiró y luego miró de frente a Javier Aldao.

—¿Ha pensado alguna vez en afincarse definitivamente en Ribanova? ¿En dejar Madrid y empezar una nueva vida?

Aldao compuso un gesto de extrañeza sincera. No, desde luego que ni siquiera había contemplado esa posibilidad. En Madrid tenía un trabajo con buenas perspectivas, una casa nueva que aún no había acabado de pagar, un círculo de amigos y una vida social bien asentada. En esas condiciones, la idea de vivir para siempre en Ribanova nunca se le había pasado por la cabeza, y así se lo dijo a Juan Sebastián Arroyo.

—Me encuentro muy cómodo en esta ciudad, pero no me veo instalado aquí de forma constante. Ribanova puede ser un buen lugar de descanso, un sitio donde pasar la temporada de vacaciones… y quién sabe si, con el tiempo, la época de la jubilación. Pero, hoy por hoy, mi sitio está en Madrid.

Arroyo volvió los ojos hacia la taza, y luego miró hacia la calle de la Reina. Tana Leal tenía razón, se había precipitado en su juicio. Javier Aldao estaba de paso en Ribanova y en la vida de Lía, y él había dado por supuestas muchas cosas que solo ahora reconocía carentes de fundamento. Respiró hondo, como si necesitase tiempo para escoger las palabras que venían a continuación.

—En ese caso, y sintiéndolo mucho, tengo que pedirle… tengo que pedirle que se vaya usted de Ribanova cuanto antes.

—Pero no entiendo…

Los ojos del anciano estaban nublados y parecían tan tristes que el propio Aldao se sintió invadido de una congoja súbita.

—Por favor —Arroyo intentaba explicarse—, por favor, Javier, no se ofenda. No pretendo molestarle, pero tiene que entender… es por Lía, Javier. Si no va a quedarse para siempre, debe marcharse enseguida.

Javier Aldao pareció derrumbarse en la silla.

—¿Ella le ha dicho…?

—¡No! Ella nunca dice nada, pobrecita… pero la conozco bien. Nunca la había visto tan feliz ni tan risueña como durante estas dos semanas. Usted ha traído aire nuevo al Hotel Almirante, y también a la vida de Lía. En esas circunstancias, Javier, es natural que una mujer joven se haga ilusiones. Cuanto más tiempo pase usted en Ribanova, más difícil será para ella aceptar que no va a quedarse —apartó la taza de café—. Y conste que yo tengo gran parte de culpa. No sé por qué razón pensé que usted iba a permanecer en la ciudad indefinidamente, y Lía está tan sola que me atribuí el papel de celestina. Perdóneme. Son cosas que hacemos los viejos.

Javier Aldao apoyó la frente en la mano como si de pronto estuviese cansado.

—Mire, yo no pensaba decirle a usted… en fin, Lía no me es indiferente. He llegado a conocerla bien durante estos días y me parece una mujer excepcional.

—Y tanto que sí. Es guapa, es inteligente, es buena… pero supongo que no lo suficiente como para hacer que usted reconsidere su decisión.

—No se trata de eso, Arroyo. En otras circunstancias…

Pero Arroyo le detuvo con un gesto.

—No, Javier, no le estoy pidiendo explicaciones. Sería humillante para Lía que usted tuviese que dármelas. Solo quiero que entienda que es necesario que se marche antes de que las cosas se compliquen.

Fuera, en la calle, caían copos de nieve diminutos, finos como gotas de lluvia, tan ligeros que el viento volvía a levantarlos antes de que se posasen en el suelo. Arroyo y Javier Aldao estuvieron un rato contemplando la tormenta de nieve.

—Me iré antes de Nochebuena. Y, por favor, deje que sea yo quien se lo diga a Lía.

En la mañana del veintiuno de diciembre Lía Leal se dispuso a acudir al mercado para ultimar los encargos de viandas con destino a la cena de fin de año. El día era luminoso y alegre, y a las diez de la mañana brillaba en el cielo un sol dorado que parecía capaz de derretir la nieve, aunque ya nadie se hacía ilusiones, porque los partes meteorológicos auguraban temperaturas bajas y más nevadas durante las fiestas navideñas. A pesar de las predicciones infaustas, Lía decidió que era momento de disfrutar de aquel regalo inesperado del clima invernal, y alzó el rostro al sol en cuanto salió del hotel para dejar que los rayos lo acariciaran. Cuando abrió los ojos cerrados vio frente a ella a Javier Aldao.

—¿Qué hace? —preguntó, divertido, y ella se sonrojó un poco como si hubiera sido descubierta en una travesura infantil.

—Nada… bueno, hemos tenido tan mal tiempo durante estos días que el sol parece un milagro.

—¿Adónde va?

—Al mercado de Navidad. Tengo que hacer los encargos para el día de fin de año, y hoy están abiertos todos los puestos.

Javier Aldao recordó entonces que siendo muy niño había acompañado alguna vez a la cocinera de su casa al mercado que se celebraba el último viernes antes de Nochebuena, y cómo le fascinaba aquel espectáculo ruidoso de regateos hechos a gritos, demandas de mercancía y discusiones entre clientes y tenderos. Tuvo una idea repentina.

—¿Puedo ir con usted?

Ella no supo qué contestar. Estuvo a punto de esgrimir la disculpa manoseada de que iba a aburrirse mucho, pero la observación le pareció tan obvia que no dijo nada. Se limitó a sonreír y Javier Aldao interpretó su gesto como la concesión de un permiso. Caminaron juntos por la calle cubierta de sal para evitar los resbalones hasta llegar a la glorieta de Santo Domingo, donde estaba el antiguo edificio de la plaza de abastos. Entraron. A aquella hora el recinto empezaba a registrar el mayor número de visitantes, pero aun así las transacciones estaban presididas por el orden y el concierto. Lía recordaba no sin cierta nostalgia los días de mercado de antes de la guerra, cuando la plaza era una bullaranga de voces que pregonaban mercancías imposibles y de los ganchos de las carnicerías colgaban cerdos abiertos en canal y corderos lechales cuyos cuerpos inmóviles contrastaban con los de los pollos vivos que luchaban por escaparse de las cestas de mimbre, con los pavos borrachos que dormitaban la cogorza artificial provocada por sus dueños para perfumar la carne blanca antes del sacrificio final, y los patos que graznaban previendo quizá la inminencia del paso por el horno. Había parejas de capones de Villalba gordos como eunucos, faisanes de plumas irisadas, gansos torpones y hasta algunas piezas de caza mayor que ni siquiera muertas quedaban libres de su nobleza de nación. Sobre los puestos de verduras se desataban edenes enteros de hortalizas vulgares, escarolas rizadas, lechugas del color de las lilas, tomates rojos como la sangre, berenjenas brillantes, cebollas ambarinas de todos los tamaños, ajos blancos como la nieve, setas oscuras, calabacines de un verde esplendoroso y violento; y a veces podían comprarse incluso racimos de plátanos de oro y piñas tropicales que arribaban a Ribanova desde las bodegas generosas de los cargueros recién llegados a La Coruña desde tierras de ultramar. Había pescados vivos y mariscos que enganchaban las tenazas en las cuerdas de las canastas, ostras con perlas puras, bogavantes furiosos, navajas de roca y percebes que arrastraban la culpa de haber dejado decenas de cadáveres humanos en las costas salvajes de Malpica. Los olores distintos se disputaban la atmósfera helada del mercado, y tan pronto se notaba el hedor de las heces de los pavos bebidos como la fragancia de las mandarinas o del azúcar quemado de las almendras garrapiñadas. En los puestos fijos la mercancía se presentaba de un modo irresistible y seductor. Los charcuteros colocaban los fiambres y las ristras de salchichas con el mismo esmero con que hubieran dispuesto el escaparate de una joyería, y en el mostrador de los pollos la dueña tenía buen cuidado de intercalar ramilletes de acebo entre las aves peladas, con lo cual los cuerpos transparentes parecían cobrar un aire de fiesta. En aquellos tiempos que quedaban tan lejos y tan cerca había vendedoras que pregonaban su mercancía con gritos que semejaban canciones, puestos de flores de invierno dominados por los manojos de muérdago, pregoneros de la buena suerte para el juego de la lotería, falsos emisarios de los Reyes Magos, expendedores de perfume de maderas de oriente, y gitanas de pelo negro que vendían pañuelos de colores y enaguas tiesas por efecto del almidón. Todo el mercado era una especie de paraíso, un edén concebido como monumento al pecado capital de la gula, y era una delicia curiosear entre los puestos abarrotados en las vísperas de la Nochebuena.

Pero en los años tristes de la posguerra el edificio de abastos estaba presidido por la escasez y el racionamiento, y a Lía Leal le costaba recordar que aquel recinto desolado tuviera en otro tiempo la algarabía de una fiesta. En la mañana del veintiuno de diciembre en los mostradores semidesiertos yacían desmayados media docena de pollos sin plumas y de pavos escuálidos, y solo había racimos de perdices chupadas colgando de los ganchos del techo. Los capones villalbenses, cebados de una forma casi obscena, se habían convertido en artículos de lujo que brillaban por su ausencia, y la fiesta de las verduras había terminado por tiempo indefinido. Ahora los puestos de vegetales estaban tomados a la fuerza por lombardas pochas y coles sin brillo, y en la pescadería solo quedaban pencas de bacalao, chirlas llenas de arena y mejillones barbados. Mirando a su alrededor, Javier Aldao recordó de inmediato el efecto desastroso que seguía teniendo la guerra en las cosas de todos los días, y pensó que pasados los años peores, los de la muerte constante y la tragedia diaria, se seguía pagando durante mucho tiempo el peaje doloroso de la contienda, que esta vez gravaba las cosas menudas, precisamente las que nos hacen más felices. Junto a él, Lía Leal caminaba erguida, con un punto de provocación en la nariz afilada, aparentando indiferencia ante aquel escenario devastado, y Javier Aldao se preguntó entonces de dónde salían las exquisiteces que se servían a diario en el Comedor de los Espejos. Lía pareció leerle el pensamiento.

—Es como si hubiese pasado el diluvio, ¿verdad? No se preocupe, yo tengo mis recursos.

Lo dijo sin darle importancia, con el solo ánimo de tranquilizarle, y él esperó la explicación que vino después. Las cocinas del Hotel Almirante estaban siempre bien surtidas porque, a pesar de los pesares de la guerra, seguía habiendo animales de granja, caza mayor y menor y abundancia de verduras. Pero los productos más deseados permanecían ocultos a los ojos de los compradores habituales, y se guardaban para ser vendidos a precio de oro en otros lugares donde un pollo o un cordero sí eran considerados un auténtico lujo. La guerra había traído a Ribanova no solo el luto prematuro o las medallas al valor sino también las cartillas de racionamiento y los profesionales del estraperlo.

En un principio la gente se imaginaba que los estraperlistas eran personajes siniestros, eternamente vestidos de negro y embozados hasta los ojos, que volaban como vampiros y robaban mercancías en las huertas y los establos, pero pronto se dieron cuenta de que en Ribanova los especuladores eran menos estrambóticos y profesionales que sus colegas de ciudades mayores, donde la escasez era más un drama que un incordio. En Ribanova el oficio del estraperlo era ejercido por campesinos inofensivos y espabilados que habían limpiado su conciencia con la disculpa endeble de que ellos también tenían derecho a hacer negocio, y vendían de tapadillo los productos del campo a otros profesionales de la especulación que se llevaban los cerdos más gordos y las gallinas más lustrosas con destino a las mesas de los ricos de lugares donde la falta de todo era el pan nuestro de cada día. Pero en Ribanova era posible aún conseguir los manjares más apreciados. Era cuestión de saber hacerlo. Y, por supuesto, Lía Leal tenía también sus proveedores en el mercado negro. Durante los años de la guerra, era doña Tana la responsable de las transacciones, y dicen que no había nadie tan hábil como ella a la hora de regatear y de conseguir los mejores productos a los mejores precios. Alguno de los vendedores clandestinos habían sido en tiempos clientes de Casa Leal y a más de uno había fiado doña Tana la comida del mediodía después de una mala jornada en el mercado, así que guardaban con la anciana cierta deuda de gratitud. Ella aprovechaba la ventaja, la exprimía, abusaba incluso de su pasado mecenazgo, pero el caso es que siempre conseguía ser bien servida y mejor tratada. Cuando llegó la mala hora de la ceguera, doña Tana delegó también en Lía las operaciones de las compras, indicándole quiénes eran los tratantes a los que mejor conocía, quiénes tenían una mayor tendencia a subir los precios y quiénes eran los más capaces de conseguir productos difíciles. A Lía Leal no le costó hacerse con ellos, y los proveedores se acostumbraron enseguida al timbre metálico de su voz y al tono grave y algo distante que utilizaba para discutir los precios en los sótanos del mercado o en la trastienda de los puestos.

Aquella mañana Lía necesitaba confirmar los encargos de vituallas para la cena de fin de año. Las tres hermanas Leal habían hecho una lista de compra que más bien parecía la carta a los Reyes Magos, y la misma Lía se asustó con su prodigalidad, porque pedían perdices y espárragos, cangrejos de río, limones y naranjas en cantidades industriales, jamón serrano, setas de temporada, guisantes, zanahorias, coles de Bruselas, cebollas francesas y tomates maduros. En la despensa del Hotel Almirante se guardaban desde hacía semanas el resto de los ingredientes necesarios para preparar la cena de fin de año: garrafas enteras de aceite de oliva, atún en escabeche, pescados en salmuera, conservas de carne, especias conseguidas casi de milagro gracias a los proveedores de La Comercial, algunos embutidos que les servía una vez al mes un estraperlista de León y unos cuantos frascos de pimientos morrones. Cualquier casa de comidas de Ribanova habría tenido suficiente con el contenido de la despensa de la Leal para organizar un festín, pero Dora, Rosa y Candela querían más, querían servir perdices rellenas de setas, guisantes y jamón, querían preparar una espuma de espárragos ligera como la nieve que seguiría cayendo, querían cocinar una extraña ensalada de cangrejos de río con rodajas de naranja natural, y de no ser porque la sensatez de Lía era capaz de poner coto a su desenfreno habrían querido preparar también ostras gratinadas en el horno, algún pescado en salsa y una crema de verduras sofisticadas imposibles de conseguir en la plaza de Abastos de Ribanova ni siquiera en los años de buena ventura.

Aquella mañana Javier Aldao siguió a Lía por el laberinto de los puestos, la vio intercambiar con los vendedores un complicado código de gestos secretos, de signos misteriosos con los que se establecía una cita posterior en la trastienda, y pensó sin decirlo que aquellas precauciones por fuerza tenían que resultar inútiles, porque todos los compradores conocían y saludaban a la directora del hotel y de la misma forma todos debían de saber que no se encontraba en el mercado haciendo visitas de cortesía. Javier Aldao sintió en el alma no poder asistir al espectáculo de la discusión y el regateo, porque Lía Leal se empeñaba en hacerlo a solas con sus proveedores, pero de cada reunión improvisada ella regresaba con una sonrisa de triunfo. Tardó poco más de una hora en terminar los encargos y asegurarse el botín, que estaría listo para ser recogido en la mañana del día treinta, excepto los cangrejos de río, que llegarían el día treinta y uno. Los crustáceos fluviales los conseguía un muchacho muy joven, casi un adolescente, que tenía las manos llenas de sabañones de tanto meterlas en el agua helada. La primera vez que Lía habló con él le conmovió su aire desvalido, y cuando reparó en las manos casi deformadas por aquellos bultos nacidos del frío a punto estuvo de anular el encargo que le había hecho, pero el muchacho pareció leerle el pensamiento.

—No se eche atrás, señora. Si no quiere los cangrejos, ¿de qué vivo yo?

Era una verdad como un templo, y desde entonces Lía dejó de mirarle los sabañones para no volver a tropezar con su mala conciencia. Aquella mañana, bajo la atenta mirada de Javier Aldao, el chico prometió conseguir para el día treinta y uno una cantidad notable de los bichos acuáticos. Javier Aldao estaba fascinado por aquella muestra de confianza mutua.

—Dígame —le preguntó a Lía—, ¿cómo puede estar segura de que le traerá los cangrejos?

Ella le miró con una chispa de luz en los ojos claros y un gesto casi candoroso.

—Es que no lo estoy. Lo de comprar en el mercado negro es una especie de auto de fe —sonrió—. Bueno, pues ya hemos terminado. Supongo que se habrá aburrido mucho.

Javier Aldao negó con la cabeza.

—Ha sido muy interesante.

—Pues debiera haber visto el mercado de Navidad antes de que empezara la guerra.

—Supongo que sin los estraperlistas la cosa perdería su encanto.

Estaban saliendo del mercado. Hacía mucho frío, pero el cielo era de un azul intenso y brillante. Lía se abotonó hasta el cuello el abrigo que llevaba, y echó de menos unos guantes para protegerse las manos que empezaban a enrojecer bajo el soplo del aire helado. Javier Aldao caminaba junto a ella, y algunas comadres los miraban sin disimulo. Lía se dio cuenta de la sorpresa que provocaba el verla en compañía de Javier Aldao, y se resignó a la certeza de convertirse en la protagonista de los chismorreos.

—¿Qué tiene que hacer ahora? —la voz de Javier Aldao la sobresaltó un poco.

—Lo de siempre: revisar papeles, hacer unos cálculos…

—¿Puede perder una hora? —Lía se dio cuenta de que había algo de súplica en el tono de él—. Hace un día tan bueno que me gustaría dar un paseo.

—Creí que ya estaba cansado de tanto caminar con Juan Sebastián Arroyo —Lía pensó que aquel comentario podía parecer una impertinencia y quiso arreglarlo—. Pero bueno, si todavía le quedan ganas de andar… es una pena desperdiciar el sol, dicen que va a nevar otra vez. ¿Adónde vamos?

—Al Parque, ¿le parece bien?

Lía asintió mordiéndose el labio inferior para aguantar la risa. En Ribanova, desde tiempo inmemorial, el Parque era refugio de novios furtivos, de amantes que se perdían por los rincones para besarse sin ser vistos, que aprovechaban las plazoletas solitarias para intercambiarse caricias, inquietos casi siempre ante la posibilidad de ser descubiertos por los niños que jugaban al balón o, peor aún, por el guardia de la porra tan dado a sancionar las manifestaciones de afecto. Pero Javier Aldao no recordaba ya que el Parque era una especie de paraíso sentimental para los enamorados ribanovenses. Cuando llegaron a la entrada del recinto, Lía Leal se dio cuenta de que hacía más de diez años que no visitaba aquel lugar que tanto le gustaba cuando era pequeña. En el Parque había pavos reales que paseaban por las avenidas y abrían a veces el abanico de sus colas magníficas, un loro parlanchín que repetía las frases de chufla que le enseñaban los niños desde el encierro de su jaula, una pajarera llena de periquitos de colores y un estanque melancólico donde nadaban los cisnes blancos, tan acostumbrados a las visitas que ya comían pan de la mano de los paseantes. Cerca de la entrada se alzaba una extraña edificación parecida a una pagoda japonesa con los aleros del tejado vueltos hacia el cielo, y que protegía un gigantesco mapa de España con los nombres de todas las capitales de provincia escritos en letras góticas, marcado el relieve de los sistemas montañosos y la depresión del cauce de los ríos principales, y hubo un tiempo en que a Lía le gustaba pararse delante de la maqueta y apuntar con el dedo hacia los lugares que algún día pensaba visitar repitiendo en voz baja los nombres de aquellas ciudades lejanas, Barcelona, Madrid, Sevilla, San Sebastián. Dejaron atrás el mapa y continuaron el paseo por los caminos de gravilla cuyos márgenes estaban todavía cubiertos de nieve, igual que los setos de boj y los arriates franceses que bordeaban el paseo de los Paulonios. Los árboles goteaban nieve derretida que iba deshaciéndose bajo el sol invernal, y aquel ruido que parecía de lluvia pacificaba el Parque casi desierto. Caminaban muy despacio, en silencio los dos, Javier Aldao tratando de escrutar el rostro de piedra de Lía, que llevaba la mirada fija en el horizonte y le mostraba solo su escorzo magnífico enrojecido por el aire. Llegaron al estanque, donde graznaban media docena de patos y nadaban los cisnes como si fuesen inmunes al frío.

—¿Sabe que una vez hubo en el estanque una pareja de cisnes negros? —dijo Lía de pronto—. Sucedió hace tiempo, yo era muy pequeña. La hembra murió de repente, y el macho desapareció. Dicen que echó a volar y no volvió nunca.

—Estos cisnes no vuelan.

—Aquél sí.

Volvieron a quedar en silencio.

—Me marcho dentro de tres días.

Javier Aldao dijo la frase de un tirón y mirando a los patos que sorteaban los trozos de hielo.

—Dentro de tres días es Nochebuena.

—Ya lo sé. Pero llevo mucho tiempo alargando mi estancia. Me han tratado demasiado bien. Supongo que por eso he ido posponiendo mi marcha. Usted y Arroyo han sido para mí como la familia que no tengo.

Lía sonrió.

—Pues, si le digo la verdad, en un principio ninguno de los dos estábamos muy contentos con su presencia en el Hotel Almirante.

—Ya lo supongo. Por eso estoy doblemente agradecido. Y sepa que ésta no va a ser mi última visita a Ribanova. Si de algo estoy seguro es de haber recuperado la ciudad. Voy a volver, Lía. Voy a volver muchas veces.

Echaron a andar otra vez por el camino de la terraza, donde el Parque terminaba y empezaba el paisaje del campo, con la estela de plata del río y el edificio de las termas romanas.

—Casi cuesta pensar que su visita empezase con un suicidio —dijo Lía de pronto.

Javier Aldao se pasó la mano por la frente.

—Ni usted ni Juan Sebastián Arroyo me han preguntado nunca por Cristina Sanjuán.

—No teníamos derecho a hacerlo.

—Sin embargo, no me gustaría marcharme de Ribanova sin que supiese lo que sucedió realmente entre ella y yo.

Aquella mañana, mientras paseaban por el Parque, Javier Aldao le contó la historia completa. Había conocido a Cristina Sanjuán en casa de Andrea Palacios. Andrea era entonces su prometida, poetisa aficionada y muy ducha a la hora de organizar tertulias culturales en su casa de Madrid. Las reuniones se celebraban los miércoles por la tarde, a partir de las ocho, y desde esa hora y hasta la medianoche el número 17 de la calle de Serrano se convertía en un ir y venir de hombres y mujeres de letras, pintores de renombre, arquitectos famosos, novelistas en ciernes, escultores eximios, periodistas cuya única colación eran los bocadillos que allí se servían y, en fin, una mezcla curiosa de bohemios, intelectuales y canallas que invadían el salón y pontificaban igualmente sobre arte, literatura o metafísica. Al padre de Andrea le gustaba aquel ambiente irregular y contribuía a mantenerlo con su propio pecunio desoyendo las sabias recomendaciones de Javier Aldao, que consideraba que aquella extraña cohorte estaba formada en su mayoría por caraduras y vividores, muy pocos de los cuales tenían verdadero talento. Es más, Javier Aldao aseguraba que un elevado porcentaje de ellos eran simplemente gorrones de ocasión que asaltaban la casa y las bandejas de la merienda sin sentido de la proporción ni del respeto.

Cristina Sanjuán llegó por primera vez una tarde de finales de marzo, cuando en Madrid empezaba a despertar la primavera apagada de la posguerra. Nadie supo quién la había invitado, pero eso no era raro en una reunión donde todos eran desconocidos entre sí y ninguno sabía a ciencia cierta quién había traído al otro. Lo cierto es que aquella tarde todo el mundo enmudeció al verla entrar en el gabinete, envuelta en un abrigo de cachemira de color lavanda que protegía un traje sastre gris hecho a medida. Llevaba el pelo dorado recogido en una redecilla, el rostro cuidadosamente maquillado y los pies en unos zapatos de tacones imponentes que la hacían parecer altísima. Renato Shaw, que se decía descendiente del dramaturgo, dijo que le había recordado a una diosa griega, y aunque a todos pareció muy burda y muy fácil aquella comparación, no hubo nadie que no estuviese de acuerdo en afirmar que había algo ultraterreno en aquella joven rubia, esbelta y decididamente hermosa. Andrea Palacios se entusiasmó con ella. De corazón generoso por naturaleza, era muy proclive a dejarse admirar por la gracia y el talento ajenos, y la belleza de la recién llegada la conmovió. Le leyó sus poemas en un rincón aparte y ella los encontró sublimes, verdaderamente sublimes. Aquella declaración rindió a Andrea, que abrió su corazón y su casa a la recién llegada.

Cristina Sanjuán volvió el miércoles siguiente, y todos los miércoles a partir de entonces. Andrea la encontraba tan divertida que la animó a visitar la casa cuando quisiera, y ella le tomó la palabra. Muy pronto empezó a aparecer en el número 17 de Serrano en días distintos a los marcados para las tertulias. A veces llegaba sin anunciarse a horas intempestivas, justo cuando Andrea y los suyos estaban a punto de sentarse a la mesa para el almuerzo o la cena, y entonces tenían que invitarla a compartir la comida. Ella aceptaba sus atenciones con una sonrisa radiante y muchas muestras de gratitud y salía de la casa repartiendo muestras de afecto y dejando a todos hechizados con su simpatía y su belleza.

Entre Andrea y Cristina fue fraguándose una amistad intensa. Eran de edad similar (Andrea tenía tres años más, pero a veces daba la impresión de ser mucho menor que la otra) y parecían tener las mismas afinidades y las mismas antipatías, aunque muchos sospechaban que en realidad era Cristina quien adaptaba sus gustos a los de su anfitriona. Andrea, que jamás había tenido ningún ascendiente sobre nadie, se conmovió con su aparente docilidad. Era una muchacha de salud frágil que se consideraba a sí misma un ser insignificante que no merecía mucho la pena. El que aquella muchacha tan guapa y tan inteligente encontrase interesante su conversación y buscase su compañía era para Andrea mucho más de lo que nunca hubiera podido pedir, y agradecía cada una de las muestras de afecto que le prodigaba Cristina porque estaba segura de no merecerlas.

Un día, poco después de conocerse, Cristina Sanjuán contó a Andrea que era huérfana de padre y madre. Su único pariente, una tía segunda que la había tutelado hasta entonces, acababa de fallecer. Estaba sola en el mundo. Afortunadamente su familia la había dejado bien situada, y a los veinticuatro años poseía una pequeña fortuna que, previsiblemente, iba a permitirle vivir sin estrecheces en los años futuros. Andrea, miembro de una familia numerosa y unida, sintió verdadera lástima por la soledad de su nueva amiga, y de alguna forma se propuso adoptarla, aunque en realidad Cristina Sanjuán no necesitaba nada de eso. Se había criado sola en internados de lujo, había vivido en cinco países diferentes y recibido una educación esmerada y completa en cuatro idiomas distintos. Nunca había pensado que fuese necesario nada más que una casa confortable y una cuenta corriente desahogada para vivir siendo feliz, y esas cosas ya las tenía. De todas formas, aceptó el cariño de Andrea porque no le molestaba en absoluto y también porque sabía que la actitud de la chica revelaba una admiración sin paliativos hacia su persona e incluso unos gramos de envidia. Era cierto. Andrea habría querido ser como Cristina: alta, de formas perfectas, rostro angelical y cabello abundante, habría deseado poder trufar naturalmente su conversación con expresiones en francés, en inglés y en italiano, pues a fuerza de dominar cuatro idiomas Cristina escogía lo mejor de cada uno para expresar una idea o describir algo. Andrea querría tener el cuello largo y blanco, los ojos ambarinos y los labios intensos de Cristina Sanjuán, su alegría natural y su don de gentes, su risa fácil, su andar acompasado, su eterno buen humor y su salud de hierro. Estar cerca de Cristina era para Andrea Palacios una forma de redención: ella, siempre acomplejada, siempre sintiéndose inferior a los demás, torpe y quebradiza, había conseguido colocar a su lado una especie de otro yo, un espejo mágico capaz de devolverle su imagen distorsionada y coronada de unas virtudes de las que carecía. Andrea necesitaba desesperadamente a alguien a quien admirar; Cristina, a alguien que la admirara, y que se pasase la vida queriendo ser ella. Formaban un equipo perfecto.

Al principio, Javier Aldao no dio mucha importancia a la aparición de Cristina Sanjuán ni a su entrada triunfal en la vida de su novia. De no haber sido por la propia Andrea, ni siquiera se habría tomado la molestia de intimar con la muchacha, pero su prometida insistía en compartir con él aquella amistad repentina. Pasaba el día hablando de Cristina Sanjuán, de su gracia, de su simpatía de nacimiento, de su belleza absoluta, de su talento para la literatura, de su buen gusto a la hora de elegir los vestidos y de seleccionar los guantes y los sombreros, de su pericia para maquillarse y peinarse, de su habilidad en los juegos de mesa. Javier Aldao llegó a sentirse irritado al oír hablar tantas veces de Cristina Sanjuán, y tuvo que reconocer que en cierto sentido se sentía un poco celoso. Antes de la llegada de aquella chica Andrea se aconsejaba con él y solo con él, y a él dedicaba toda su atención y su tiempo. Y de pronto se había visto obligado a compartir con una extraña el afecto de la mujer con la que pensaba casarse, y también a tener que repartir con otra persona la influencia notable que ejercía sobre Andrea Palacios.

De Andrea le había atraído precisamente eso: su fragilidad, su necesidad de protección, su indefensión permanente frente a las posibles agresiones del mundo. Cuando la conoció, tres años después de terminada la guerra, él era todavía un paria a quien solo las buenas relaciones familiares habían podido apartar de la cárcel después de que hubiera optado por el bando equivocado durante la contienda. Para una rancia familia de provincias, la presencia activa de un hijo en el frente republicano constituía un auténtico baldón, una lacra sobre la que era preciso echar tierra cuanto antes. Los Aldao de Ribanova tuvieron que remover Roma con Santiago para limpiar en lo posible el expediente del hijo pródigo, para encontrarle un trabajo de acuerdo con su posición, para no convertirlo en un eterno indeseable en la nueva España. Cuando Javier tuvo noticia del concurso de su padre en su rápida y sorprendente rehabilitación (que, por otra parte, ni él mismo acertaba a explicarse), el autor de sus días llevaba ya varios meses sin dirigirle la palabra. Desde entonces Javier Aldao andaba buscando un camino de regreso a los suyos, una forma de ponerse en paz para siempre con su padre y con su propia historia. Al conocer a Andrea Palacios, que era buena, inocente y miembro de una familia de apellido sonoro, pensó que regresar a Ribanova convertido en digno esposo de aquella muchacha modélica podía ser una buena forma de hacerse perdonar las veleidades políticas del pasado.

No le costó mucho trabajo conquistar a Andrea. Inexperta como era en los asuntos del corazón, se dejó fascinar enseguida por aquel hombre que parecía llevar algún secreto a sus espaldas y mucha vida por delante de la suya propia. Ella se le rindió con una rapidez pasmosa, y lo mismo hicieron sus padres y sus hermanos, que estaban incluso dispuestos a hacer la vista gorda y no darse por enterados del pasado intelectual de Javier. Lo cierto es que los Palacios empezaban a desconfiar de la posibilidad de encontrar un marido para Andrea. La mayoría de sus amigas estaban ya casadas y la guerra reciente había contribuido a mermar el número de jóvenes en edad de contraer matrimonio. Andrea iba a cumplir los veinticinco y su padre temía muy seriamente que la hija se quedase para vestir santos, así que cuando apareció Javier Aldao, que era joven, guapo y bien situado, Ginés Palacios dio las bendiciones al pretendiente de su hija mayor sin hacer caso a los comentarios venenosos de algunos amigos que veían con malos ojos la relación entre un hombre de pasado político dudoso y una muchacha de familia intachable como Andrea. Ella y Javier Aldao oficializaron muy pronto el noviazgo, y aunque la fecha de boda estaba por fijar, nadie dudaba que el anuncio del matrimonio de ambos tenía que estar muy próximo.

En dos años y medio de relaciones jamás había habido en la pareja una sola pelea, ni siquiera un motivo de disgusto o de simple desencuentro. Andrea se amoldó a Javier, que por su parte tampoco era lo que se dice una persona intransigente. Es verdad que le producía una palmaria satisfacción la certeza de que su novia solo viera por los ojos de él, y que le consultara todas y cada una de sus decisiones. No hacía nada sin su concurso y su aprobación, y a pesar de que Javier Aldao no abusaba de aquella autoridad, sí es cierto que nadie tenía ninguna duda de quién llevaba la voz cantante. Nunca, hasta la aparición de Cristina Sanjuán, había actuado Andrea por cuenta propia, nunca había ido a funciones de teatro ni a meriendas con amigas sin informar primero de ello al hombre de su vida. Y de pronto Javier Aldao se encontró yendo a recoger a su novia cuando ésta ya no estaba en casa, porque, en palabras de la doncella «había salido con la señorita Sanjuán».

Por un momento, Javier Aldao consideró la posibilidad de que Cristina Sanjuán pudiera convertirse en una amenaza para su relación, pero enseguida rechazó la idea por descabellada. Sin embargo, seguía molestándole el hecho de que Cristina se hubiese convertido en la sombra de Andrea. Pensó en echar mano de una solución relativamente traumática y obligar a su novia a que fuese rompiendo gradualmente aquella amistad, pero entonces se dio cuenta de que semejante estrategia no era demasiado inteligente. Así que en lugar de ignorar a Cristina como había hecho hasta entonces, se dio la oportunidad de conocerla, convencido de que aquella extraña era en realidad una hipócrita que pretendía sacar algún partido de su amistad con los Palacios, y que solo tratándola de cerca podría poner en evidencia sus verdaderos propósitos.

Decidió compartir con las dos amigas las meriendas en el Ritz y los paseos por el botánico. A veces llevaba a las jóvenes al teatro o a una sesión de cine, y luego cenaban los tres juntos en casa de Andrea o iban a bailar con grupos de amigos. Para su sorpresa, Javier Aldao tuvo que reconocer ante sí mismo que Cristina Sanjuán no era la arpía manipuladora que él había imaginado, sino una muchacha sencilla y decididamente agradable, que siempre estaba de buen humor y parecía capaz de interesarse por todas las cosas del mundo. Era inteligente, vivaz, muy intuitiva y enormemente generosa. Más tardaba Andrea en hablar de unos guantes de gamuza que había visto en una tienda de la calle Alcalá que Cristina en comprarlos para ella. Regaló un collar de coral a la señora Palacios cuando ésta celebró su onomástica, y el día que la hermana menor de Andrea cumplió los doce años organizó para ella una fiesta sorpresa en un restaurante madrileño y quiso que todos los gastos corriesen de su cuenta. Nada material parecía importarle. Puso a disposición de Andrea su soberbio guardarropa y las joyas valiosas que había heredado de su madre, y casi se enojaba cuando la amiga no quería lucir su espléndido abrigo de renard en una salida nocturna. En realidad, Andrea Palacios no rechazaba aquel hermoso montón de piel por una cuestión de prudencia, sino porque sabía perfectamente que el complemento que sentaba a las mil maravillas a Cristina Sanjuán no iba a favorecerla tanto a ella, que era de menor estatura y constitución mucho más frágil. Ante la negativa de Andrea a envolverse en el zorro plateado, Cristina le regaló sin ningún motivo una bella chaqueta de antílope que debió de costarle una fortuna, pues tuvieron que traerla expresamente de una casa de modas de París. De la misma tienda llegaron otros obsequios para el resto de los Palacios, una billetera para el padre, guantes y bufandas para los hermanos de Andrea, un manguito de visón para su madre… Javier encontraba excesiva su prodigalidad, pues gastaba el dinero de una manera casi infantil, y llegó a insinuar a Andrea que quizá debiera hablar con su amiga al respecto, pero la joven sonrió para quitarle importancia, «ella es así», dijo, y había en su voz una nota de orgullo por haber sido capaz de conquistar el afecto de una muchacha tan generosa y tan presta a complacer a los demás.

En el mes de septiembre Andrea cayó enferma. Acababa de regresar de tomar los baños en Cestona y, a pesar de que el viaje había sido hecho con el propósito de reafirmar su salud, a la joven pareció no sentar muy bien el cambio de aires. El médico de la familia le diagnosticó una gripe simple que no tendría por qué complicarse si la paciente guardaba reposo y se medicaba convenientemente. Andrea decidió seguir las recomendaciones del galeno, así que renunció a las funciones de teatro, a los paseos por el Retiro y a las cenas baile. Las tertulias de los miércoles se suspendieron hasta nueva orden. Andrea pasaba la mayor parte del día en la cama, y se levantaba un par de horas por la tarde para recibir la visita de su novio y, cómo no, de Cristina Sanjuán. Los dos llegaban a la casa con regalos para la enferma y cotilleos de la ciudad, rumores de bodas, de noviazgos rotos, de infidelidades matrimoniales. Al llegar la noche, uno y otro se retiraban para que la paciente pudiese seguir con su convalecencia y a veces, por pura educación, Javier se ofrecía a llevar a casa a Cristina Sanjuán. Ella alargaba las despedidas con la excusa fácil de que se aburría mucho viviendo sola, y en un par de ocasiones pidió a Javier que la acompañase a un concierto o a alguna cena organizada por amigos comunes, donde la presencia de ambos, estando Andrea aún enferma, era siempre recibida con miradas maliciosas y comentarios en voz baja de los que Javier no era consciente, quizá porque tenía la conciencia muy tranquila. Para cualquier otro hombre la compañía diaria de aquella mujer espléndida habría podido ser un motivo de zozobra por encontrar en ella una tentación constante, pero Javier Aldao ni siquiera pensó en semejante cosa. No estaba dispuesto a que ninguna novedad viniese a interferir en la rutina feliz que se había creado ni mucho menos en sus planes de futuro: quería casarse con Andrea, quería volver a Ribanova y recuperar la confianza perdida de su padre, quería tener tres hijos, comprar un perro y acabar sus días instalado en un aburrimiento dichoso. En ese plan de batalla perfectamente trazado no tenía cabida una aventura pasajera ni mucho menos una amante habitual, de forma que jamás vio a Cristina Sanjuán como una mujer sino como la compañera de paseos de la que había de ser su esposa. Quizá por eso no extremó las precauciones ni midió las distancias, y de forma inconsciente fue creando una sutil tela de araña que atrapó a Cristina del mismo modo que, años atrás, había atrapado a Andrea Palacios. Era con una igual que con otra: alegre, caballeroso, buen conversador y mejor confidente, porque a cada revelación personal él respondía con una propia. Y así, en muchas tardes pacíficas en la casa de Andrea Palacios o con el escenario del salón de té del Ritz, Cristina Sanjuán fue componiendo sin dificultad el diario de a bordo de la vida de Javier Aldao. Llegó a saberlo todo sobre él: su pasado republicano, el esfuerzo supremo que tuvo que hacer su padre para librarlo de la cárcel una vez terminada la guerra, las relaciones rotas entre ambos, su deseo de volver a Ribanova para reconciliarse con su familia… Sin haber visto nunca al resto de los Aldao, Cristina los construyó en su imaginación, como también levantó la fachada del Hotel Almirante, las calles de Ribanova, el Parque silencioso, la catedral, las plazas recoletas, el sabor del mazapán en la confitería de Pelayo, las tardes de paseo junto al río. Ribanova se convirtió para Cristina Sanjuán en una especie de tierra de promisión, en el lugar idílico donde encontrar la dicha y un espacio propio, y solo unos meses después de conocer a Javier Aldao decidió por cuenta propia que habría de llegar el día en que volvieran juntos a la ciudad amurallada con el firme propósito de empezar allí una nueva vida. Cristina Sanjuán se decía que ella podría colaborar decisivamente en la definitiva redención de Javier frente a su padre, en cualquier caso mucho mejor de lo que iba a hacerlo Andrea Palacios. Era más joven que Andrea, mejor situada económicamente y sin duda mucho más hermosa. Su experiencia mundana, su don de gentes, su simpatía, iban a servir para reconquistar a don Germán Aldao, mientras que Andrea, tan frágil, tan sosa y tan boba, que se asustaba de todo y hablaba solo lo imprescindible, difícilmente podría poner a sus pies a un cincuentón de mal carácter. Javier no se daba cuenta, pero sus padres acabarían por ver a Andrea como un estorbo, como una muestra más de la incapacidad de su hijo para elegir el mejor camino. La chica pasaba ya de los veintisiete, y su salud era tan endeble y tan escasa su resistencia física que, se decía Cristina, es muy posible que fuese incapaz de tener hijos. No, evidentemente Javier necesitaba otra mujer. Y esa mujer era ella, Cristina Sanjuán, que seis meses después de haber conocido a Javier Aldao creía haber encontrado al hombre con el que vivir el resto de su vida.

A Cristina ni siquiera se le pasó por la cabeza que Javier pudiese no compartir la pasión que había empezado a devorarla, pues había crecido con la conciencia de que con su belleza y su talento podría conseguir a cualquier hombre del mundo y, en consecuencia, solo tenía que escoger. Ya lo había hecho. El elegido era Javier Aldao. La existencia de Andrea Palacios era simplemente un pequeño escollo muy fácil de driblar. Lo lamentaba por ella. A su edad, no demasiado atractiva y después de un descalabro sentimental, iba a resultarle muy difícil encontrar un marido, pero eso no era problema suyo. La única cuestión ahora era perfilar la estrategia que llevase a la pareja a la ruptura. Javier era un caballero y, aunque la prefiriese a ella, nunca sería capaz de romper su compromiso con Andrea. Así que tendría que actuar sola, pero eso tampoco era un problema porque estaba acostumbrada a hacerlo. La enfermedad de Andrea había sido una ventaja, pues le dejaba el campo libre durante unas semanas. Cristina interpretó la baja temporal de su amiga y oponente como una señal del destino, de la providencia incluso, que también quería ponerse de su lado en la contienda. Aprovechó bien la ventaja. Se dejó ver con Javier en muchos sitios públicos, en algunos cócteles, en el teatro, en una corrida de toros. Después, cuidadosamente, eligiendo bien a los emisarios, fue dejando caer el rumor de que había algo entre ella y Javier Aldao, y lo hizo de una forma tan sabia y tan exquisita que los propagadores de la mentira fueron incapaces de recordar cómo había llegado a ellos la noticia sensacional que en cuestión de días se convirtió en el chisme favorito en las reuniones sociales: Javier Aldao engañaba a su prometida con una mujer mucho más hermosa. El rumor, claro está, no tardó en llegar a casa de los Palacios. Andrea, que seguía teniendo fiebre todas las tardes y más bien poco apetito a la hora de comer, recibió la nueva como lo que pensaba que era: una calumnia maliciosa de las que acostumbran a extender aquellos que se sienten molestos con la felicidad ajena. Aquella misma mañana llamó a Cristina Sanjuán para invitarla a almorzar con el propósito de reírse juntas de la injuria. Cristina llegó puntual, con el rostro arrebolado por el primer frío del mes de octubre y un frasco de frutas escarchadas para la enferma. Comieron solas en el salón contiguo al dormitorio de Andrea, y no habían tenido tiempo de tomarse el consomé cuando ya la anfitriona había dado cuenta a su invitada de las acusaciones venenosas que sobre ella se vertían.

—¿Qué te parece? —dijo, sonriendo—. En Madrid la gente es muy mala… claro que yo no he vivido en ningún otro sitio. A lo mejor ocurren cosas así en todas partes.

Ante su sorpresa, Cristina Sanjuán no contestó. Andrea esperaba que su amiga se indignase, que pidiese incluso su colaboración para encontrar cuanto antes al autor de la falacia, pero Cristina se limitó a dar un sorbo a su copa de agua y secarse después la boca con el cuidado exquisito con que hacía todas las cosas.

—¿No dices nada?

—¿Qué quieres que diga? —se encogió brevemente de hombros—, son cosas que pasan, Andrea. La vida es así.

—Pero —Andrea Palacios notó que las manos le sudaban y quiso atribuirlo a la fiebre—, eso de inventar mentiras de los demás…

Cristina frunció el ceño en un gesto de extrañeza.

—¿Inventar mentiras? ¿Quién ha inventado nada?

Andrea sintió que se mareaba un poco. Tomó un sorbo de agua y buscó los ojos de Cristina Sanjuán, que estaban fijos en los suyos, y los encontró cálidos y amables, como los de una hermana. Notó que su ánimo se tranquilizaba.

—Bueno —dijo—, acusaros a ti y a Javier de traicionarme me parece una invención como…

En ese momento, Cristina la tomó de la mano y la miró tiernamente. Andrea Palacios se alegró de estar sentada, porque las piernas se le volvieron incapaces de sostener el cuerpo.

—Querida —le dijo—, nunca quisimos hacerte daño. Tú no sabes nada del mundo, pero ocurre continuamente. Un hombre está con una mujer, luego conoce a otra y… en fin, las cosas son así.

Andrea había empezado a llorar. Cristina se levantó para consolarla y la estrechó contra su pecho mientras le cubría el pelo de caricias maternales. En ese mismo instante entró la doncella con el asado, y Cristina Sanjuán se disculpó.

—Lo siento, pero tengo que marcharme —besó a Andrea en la mejilla—. Procura calmarte, ¿quieres? En tu estado no es bueno que te excites. Lo superarás. Eres más fuerte de lo que parece.

Y salió de la habitación, dejando a Andrea hecha un mar de lágrimas y a la doncella desorientada sin saber qué hacer con la carne y la guarnición.

Andrea entró en un estado febril y hubo que llamar al médico. Javier Aldao llegó un par de horas después, ignorante de la conversación que habían mantenido Cristina y su novia, y encontró al padre de ella hecho una furia y llamándole canalla. Tuvo que jurarle por su honor y por el honor de sus muertos que nada de lo que había dicho Cristina Sanjuán era cierto, y hasta pidió una biblia para repetir el juramento sobre el libro sagrado.

Quizá fue la vehemencia del joven o también el deseo de los Palacios de conservar la fe en las buenas intenciones de Javier Aldao, pero el caso es que le creyeron. Ginés Palacios quiso beber con él una copa de jerez para subrayar que no había dudas sobre su palabra, y luego le dejó solo y entró en la habitación de la muchacha para explicarle lo ocurrido. Andrea escuchó a su padre con los ojos brillantes de fiebre y de lágrimas y la cabeza dolorida. Luego cayó en un sopor profundo, y el médico pidió que la dejaran descansar.

A instancias del propio Ginés Palacios, Javier Aldao cedió en su impulso de ir al encuentro de Cristina Sanjuán para pedirle explicaciones de su comportamiento.

—Vamos a dejar el asunto, Javier —le había dicho—. Toda esta historia es un comadreo de mujeres, así que ni caso.

Para él aquel asunto engorroso estaba zanjado. Ahora solo quedaba aguardar la completa rehabilitación de Andrea para que las aguas volvieran a su cauce. Sin embargo, y en contra de lo que todos esperaban, el saber que las acusaciones vertidas sobre su novio eran completamente falsas no hizo mejorar a la enferma. Pasaba las mañanas llorando, y a veces ni siquiera se levantaba para comer. Por la tarde, cuando Javier iba a visitarla, la encontraba mustia y distraída, hasta el punto de que era imposible mantener con ella una conversación porque Andrea contestaba con monosílabos a cada pregunta suya. Su sueño era irregular y ligero, y estaba marcado por delirios en medio de los cuales llamaba a Cristina Sanjuán antes de despertarse empapada en sudor y convulsionada por los sollozos. Javier Aldao fue el primero en entender lo que ocurría: Andrea habría podido superar una traición de su novio, pero no de la que consideraba su mejor amiga, a la que había llegado a querer de una forma enfermiza. Más de una vez suplicó a su padre que mandase llamar a Cristina, pero Ginés Palacios interpretó aquella petición absurda como una consecuencia de la fiebre, y ni siquiera la tomó en cuenta.

Por su parte, Cristina Sanjuán esperó solo un par de días para iniciar la operación de asedio y conquista de Javier Aldao, que había estado posponiendo hasta decidir que había llegado el momento de emprender un ataque frontal. Así lo hizo. Le escribía a diario cartas larguísimas en las que le hablaba de amor y del futuro radiante que les esperaba juntos. Enviaba a su casa regalos costosos, cestas de frutas exóticas, bombones artesanos, cajas enteras de marrón glacé, lociones inglesas para después del afeitado, pañuelos de seda, tabaco cubano que Javier Aldao ni siquiera era capaz de encender. Aparecía como por encanto en sus restaurantes preferidos y en los cafés que frecuentaba. Conseguía ser invitada a las mismas recepciones, paseaba por los mismos lugares, y llegó un momento en que Javier Aldao se dio cuenta de que no podía hacer nada al margen de ella. Le telefoneaba en plena noche, le esperaba en la puerta del bufete de abogados donde trabajaba, seguía sus pasos entre risas como una adolescente sin sentido del ridículo. Él llegó a sentir náuseas solo de verla, siempre espléndidamente vestida, siempre hermosísima, con el pelo de oro suelto a la espalda y aquellos ojos de miel en los que bailaba la risa. Javier desviaba la vista para no cruzarla con la de esa mujer detestable, pasaba por su lado sin saludarla, abandonaba la copa recién servida si Cristina Sanjuán entraba en el café porque no quería permanecer ni un segundo bajo el mismo techo que ella. Varió sus costumbres, renunció a la rutina cultivada durante ya tres años, evitó su presencia en todos aquellos lugares en los que pudiese encontrar a la doncella abominable. Delimitó su vida hasta términos demenciales, no volvió a salir con sus amigos y dio la orden expresa a los criados de hacer desaparecer cualquier envío de la señorita Sanjuán. Un buen día reconoció ante sí mismo que si trataba de evitar la presencia de ella era porque le aterraba la posibilidad de dejarse llevar por su instinto y llegar al insulto y a la violencia física con la mujer que le había torcido una vida que llevaba camino de enderezarse definitivamente.

Andrea murió en noviembre. La gripe que arrastraba se complicó en pulmonía. Pasó sus últimas jornadas devorada por la fiebre, llamando en susurros a Cristina y rechazando la presencia de Javier en la cabecera de su cama. De cuantos lloraron su pérdida, nadie excepto Javier Aldao relacionó a Cristina Sanjuán con la muerte de Andrea. Todos pensaron que la enfermedad de la muchacha se había agravado por causas exclusivamente físicas. Solo Javier Aldao estaba convencido de que la traición de la amiga del alma había sido el golpe de gracia para la mala salud de Andrea, pero no quiso compartir aquella certeza. Se volvió huraño y taciturno, silencioso y esquivo, y pasó días enteros sin hablar con nadie, yendo de casa al trabajo y del trabajo a casa, pensando a la vez en Andrea y en Cristina, añorando a una y detestando a la otra. Su vida entera se había venido abajo, y entonces se le hizo más dolorosa que nunca la idea de no poder buscar consuelo en su familia.

Un día de finales de noviembre, sin haberlo planeado, se encontró frente a la puerta de la casa de Cristina Sanjuán. Llamó a la campana de la entrada y un criado le franqueó el paso cuando él dio su nombre, para conducirlo enseguida a un gabinete donde le esperaba Cristina. Estaba más bella que nunca. Llevaba el pelo suelto, un traje verde bordado en el escote y un chal del color del agua. Sonrió cuando vio entrar a Javier Aldao como si hubiera previsto aquella visita, aquella tarde y a aquella hora, y para él hubiera encendido el fuego que brillaba en el hogar y preparado la merienda que esperaba en una mesa para ser servida.

—Me alegro de verte, Javier. Siéntate, por favor.

El otro permaneció de pie, mirándola fijamente. Cristina ladeó un poco la cabeza, como para verle mejor, y volvió a sonreír algo burlona.

—¿Prefieres quedarte ahí? Como quieras. Pensaba ir a tu casa, pero creí que sería mejor dejar pasar un poco de tiempo. Los últimos días habrán sido muy desagradables. En fin, Andrea debe de estar ya en un lugar mejor. Pobrecita, este mundo no era para ella. Y en cuanto a ti… bueno, te libraste de milagro. Porque plantar a una chica así debe de ser difícil cuando uno es un caballero. Pero las cosas han salido bien, ¿verdad? Ya se nos ha despejado el camino. Cuando quieras empiezo a preparar el viaje a Ribanova. Me gusta mucho el Norte en esta época del año. Quizá deberías escribir a tus padres antes, ¿no te parece? Imagina sus caras si apareces allí conmigo, por las buenas. Claro que ya me encargaré yo de metérmelos en el bolsillo. ¿Tu padre fuma? He encargado para él una caja de tabaco de piel de becerro. Tiene que estar a punto de llegar. A tu madre no sé que comprarle, pero me preocupa menos. Elegir regalos para las mujeres es mucho más fácil. Me adorarán, ya lo verás. Todo el mundo me adora…

Javier Aldao la escuchaba como en un sueño, y pensó entonces que antes de entrar en aquella casa tendría que haber perfilado una puesta en escena, haber preparado de algún modo lo que iba a hacer o lo que iba a decir. Ahora estaba allí, de pie, incapaz de sentir nada que no fuese el desprecio sin límites que despertaba en él aquella mujer y que iba creciendo a medida que ella desgranaba su perorata demencial. Respiró hondo, intentando mantener la calma, tratando de aplacar la cólera dominada a la fuerza durante todas aquellas semanas infaustas.

—Vamos, Javier, siéntate —ella misma se dirigió a la mesa—. El café está listo. Te voy a servir una taza…

Javier Aldao volvió la vista hacia la mesa de la merienda, se acercó y con una sola mano barrió el servicio de café, las tazas de porcelana, el azucarero, la bandeja de las pastas, la jarra de la leche, el plato de las tostadas y el cuenco de la mantequilla. Todo rodó por la alfombra persa, que se llenó instantáneamente de manchas de café y pegotes de mermelada. Cristina Sanjuán observaba el desastre con la boca abierta.

—¿Te has vuelto loco?

Javier Aldao se acercó a ella y la tomó por los hombros, acercando a su rostro el semblante angélico de ella. Los ojos de Cristina Sanjuán estaban húmedos de lágrimas y su boca parecía próxima a contraerse en un sollozo, pero Javier ni siquiera se inmutó. Solo era capaz de ver a la mujer que había labrado a conciencia su desgracia y la de Andrea Palacios, y en aquel instante se dio cuenta de que la odiaba tanto y con tanta intensidad que habría sido capaz de matarla allí mismo, con sus propias manos, mientras en la habitación flotaba el olor del café recién hecho y derramado por la alfombra y de las tostadas que ya nadie iba a comerse. Asustado de sus propios pensamientos, Javier Aldao soltó a la chica, que clavaba en él sus ojos aterrados como si no fuese capaz de entender lo que estaba pasando.

—Aléjate de mí —acertó a decirle él, casi en susurros—. No quiero volver a verte mientras vivas.

Y se marchó cerrando de un único golpe la puerta del gabinete. Salió solo a la calle, donde el aire de noviembre arrastraba las hojas secas de los árboles. No volvió a saber nada más de ella hasta que una llamada de Ribanova le comunicó que Cristina Sanjuán había muerto.

Cuando acabó su relato, Lía miró a Javier Aldao con una compasión sincera.

—Debió de ser terrible para usted. Además de perder a su novia, perdió también la oportunidad de acercarse a su padre…

Pero él negó con la cabeza.

—No, Lía. Acercarme a mi padre fue siempre imposible, y tuve que volver a Ribanova para entenderlo. Me voy con la certeza de haberle perdido definitivamente.

—No comprendo…

—Es que ésa es otra historia más complicada. Y permita usted que no se la cuente. Hay partes de la verdad que es mejor no saber —buscó su pitillera y encendió un cigarrillo—. Lía, voy a pedirle un favor… dígale usted a su abuela que me marcho.

—¿Por qué?

—Porque, lo crea o no, a mí me resultaría muy difícil contárselo. He llegado a tomarle mucho cariño.

Volvieron al hotel caminando despacio y en silencio. El cielo empezó a oscurecerse otra vez.

Javier Aldao aceleró en lo posible los preparativos de su marcha. Preparó su maleta, compró su billete de tren y dedicó sus últimas jornadas en Ribanova a despedirse de los amigos que Arroyo le había presentado. Todos lamentaron que no pudiese permanecer más tiempo en la ciudad, y a todos prometió Javier Aldao una próxima visita.

La víspera de su marcha, Juan Sebastián Arroyo salió a encontrarse con Eliseo Pardo, un ribanovense emigrado que llevaba años viviendo en Madrid ejerciendo la muy apreciada profesión de rentista. Había llegado a Ribanova un par de semanas antes, con el propósito de pasar las fiestas navideñas con su familia y los amigos de la infancia, y como hacía siempre que visitaba el lugar de origen, reservaba un momento de su apretada agenda de visitas para Juan Sebastián Arroyo. Estaban tomando ya la segunda ronda en el café Central, cuando Javier Aldao pasó por delante de la ventana que daba a los soportales de la Plaza de España, y les dirigió un saludo alegre con la mano.

—Así que conoces a Javier Aldao —comentó Pardo—. Yo fui amigo de su padre antes de que se volviese tonto de capirote. ¿Sabes que el chico y yo viajamos juntos el otro día en el expreso de Madrid? Lo que no pensé es que fuese uno de los Aldao, aunque al llegar a la estación ya me di cuenta de que tenía que tratarse de un pez gordo…

—¿Y eso por qué?

—Porque había un coche con chófer esperándole —contestó Eliseo—, un coche negro último modelo, grande como un demonio. Y el chófer llevaba uniforme con gorra de plato.

Juan Sebastián Arroyo no dijo nada, pero tuvo que tragar saliva para recuperarse de la sorpresa, porque el coche del que hablaba Eliseo Pardo era el mismo automóvil que usaba Germán Aldao para desplazarse por Ribanova. Tuvo una inspiración repentina, y tomó aire intentando dar a la pregunta un matiz de casualidad.

—¿A qué hora llegó tu tren el otro día?

Eliseo no tuvo que hacer memoria para contestar, y sonrió satisfecho de poder dar una respuesta atinada.

—Justo a las ocho y cuarto. Debía de ser la primera vez en medio siglo que ese tren entra puntual en Ribanova. Supongo que fue una especie de regalo de Navidad anticipado.

—Sí, algo así debió de ser —Juan Sebastián Arroyo se puso de pie—. Escucha, Eliseo, acabo de recordar que tengo algo que hacer. Nos vemos estos días, ¿de acuerdo?

—Cuando tú quieras —le estrechó la mano—. Que tengas felices pascuas.

Arroyo salió del café con el ceño fruncido, porque el comentario casual de Eliseo Pardo contenía una información sorprendente. Germán Aldao había enviado un coche a recoger a su hijo, al hijo a quien supuestamente había retirado hasta el saludo, al hijo que no era bien recibido en su propia casa y tenía que buscar acomodo en un hotel. Arroyo apresuraba el paso mientras intentaba mantener el equilibrio sobre la nieve fresca, y los que se cruzaban con él y lo saludaban con la sonrisa de todos los días se extrañaban de su apresuramiento, él que siempre caminaba despacio, sin prisas, como flotando en el aire.

Entró en el Hotel Almirante. Tras el mostrador de recepción, Antonio Huerta había acabado por fin la cuenta de las estrellas plateadas que colgaban del abeto, ciento sesenta y cuatro, se dijo satisfecho antes de reparar en la presencia de Juan Sebastián Arroyo.

—Buenas tardes, señor Arroyo. La señorita Leal acaba de salir, si quiere esperarla…

—No, no, en realidad venía a hacer una comprobación. ¿Puede usted dejarme el registro de huéspedes?

—Claro. Aquí lo tiene —le alargó un libro de pastas rojas.

—Será solo un momento.

Arroyo no tardó en encontrar lo que buscaba: la hoja de entradas correspondiente al día 5 de diciembre de 1944. Allí, escrito con la letra clara y limpia del conserje, estaba el nombre de Javier Aldao. Y junto a él la hora de llegada al Hotel Almirante: las diez y media de la noche. Más de dos horas después de haber arribado a Ribanova. Juan Sebastián Arroyo cerró el libro de huéspedes y lo devolvió a Antonio Huerta.

—Señor Arroyo… ¿Va todo bien?

El otro se obligó a sonreír.

—Sí, sí. Perfectamente. Muchas gracias, Antonio. Ah, y una cosa… si hace el favor, no le diga a la señorita Leal que estoy aquí.

Arroyo tomó el ascensor de cristal hasta el segundo piso. Unos segundos más tarde golpeaba la puerta de la habitación de Javier Aldao.

—Tengo que hablar con usted —dijo a modo de saludo.

—Muy bien. Deje que coja la chaqueta y bajamos al bar.

—No —Juan Sebastián Arroyo no se movió ni un milímetro—. Si no le molesta, preferiría que hablásemos aquí mismo.

Sorprendido, el otro le franqueó el paso y señaló una butaca.

—Siéntese —Aldao se acomodó en el sillón—. Bueno, usted dirá.

—Javier… me parece que hay algo que no me ha contado. Usted visitó a su padre cuando llegó a Ribanova.

La cara de Javier Aldao se descompuso. Luego se sentó a su vez.

—Habría preferido mantener en secreto esa parte de la historia… —encendió un cigarrillo, y se dio cuenta de que en los ojos mansos de Juan Sebastián Arroyo había ahora un cierto brillo de desconfianza—. Mire, el día en que Cristina se suicidó yo recibí una llamada de mi padre cinco minutos antes de que el comisario Fuentes se pusiese en contacto conmigo. Él me contó que había aparecido el cadáver, y me pidió que tomase el primer tren para trasladarme a Ribanova. Imagine mi sorpresa. Llevaba casi siete años sin hablar con mi padre, y de pronto le escuchaba reclamándome a su lado. Cuando Fuentes me llamó, yo casi ni le escuchaba. Le dije que estaría en Ribanova al día siguiente. Supongo que él se sorprendió de mi buena disposición y no sospechó que la muerte de Cristina Sanjuán no me importaba lo más mínimo. De hecho, de no haber recibido la llamada de Germán Aldao jamás me habría trasladado hasta aquí sin una orden expresa. Cuando llegué a Ribanova, el coche de la familia había ido a recogerme. No soy capaz de explicarle a usted hasta qué punto me sentí feliz. Pensé que había llegado el momento de empezar de nuevo, que mi padre estaba dispuesto a perdonarme… pero me equivoqué. Al llegar a mi casa, él mismo me abrió la puerta. Me saludó con un apretón de manos, como si nos hubiésemos visto el día anterior. Mi madre ni siquiera salió a recibirme. Luego un criado se ocupó de mi abrigo, y mi padre me hizo pasar al salón. Y entonces me lo dijo: «Quiero que hagas algo por mí. Vas a recuperar el Hotel Almirante».

Apagó el cigarrillo en un cenicero de cristal, y encendió otro antes de seguir hablando.

—Al principio ni siquiera entendí a qué se refería. Había pasado tanto tiempo fuera de Ribanova que casi ni recordaba que el edificio del hotel había sido propiedad de mi familia. Mientras, mi padre estaba empeñado en explicarme su plan de campaña. Se suponía que debía instalarme en el hotel, trabar amistad con Lía, ganarme su confianza y luego convencerla de que se deshiciese del palacio de los Aldao.

Juan Sebastián Arroyo miraba a Javier Aldao con la boca abierta.

—Puedo asegurarle que escuchar aquella majadería me sorprendió tanto como a usted. Intenté razonar. Le dije que lo que me estaba proponiendo no tenía sentido, y ¿sabe qué me contestó?: «Si has sido capaz de hacer que una mujer se quite la vida, no veo por qué no vas a poder arrebatar a otra la propiedad de un hotel». Luego empezó a darme detalles sobre la familia Leal y sobre la propia Lía. No puede hacerse una idea de todas las cosas que sabe de ellas y del Hotel Almirante. Es como si llevase media vida obsesionado con las Leal. Repitió varias veces que era mi última oportunidad para redimirme delante de él, y que si no aceptaba sus condiciones tendría que marcharme de Ribanova para siempre. Me di cuenta de que mi padre no iba a atender a razonamientos, así que esperé a que terminara y luego le dije que ya tendría noticias mías. Cogí el abrigo y me marché. No he vuelto a hablar con él desde entonces.

Javier Aldao se puso de pie y abrió un poco las puertas del balcón para limpiar el aire del humo de tabaco. El viento del invierno se coló en la habitación, pero los dos hombres agradecieron el soplo de aire frío.

—Entiendo que no me lo contara —dijo Arroyo—. Es una historia demasiado retorcida. Pero dígame… ¿Por qué se quedó en Ribanova?

—No lo sé. En parte fue una cuestión de curiosidad. Había oído hablar tantas veces del Hotel Almirante y de la familia Leal que tenía ganas de comprobar sobre el terreno cómo eran en realidad. Y supongo que mi permanencia en Ribanova fue también una forma de provocación. Mi padre me había prohibido quedarme si no seguía sus instrucciones, y regresar de inmediato a Madrid habría sido un modo de seguirle la corriente. El caso es que me instalé en el hotel… y el resto ya lo sabe. Simplemente, fueron pasando los días y no encontraba el momento para marcharme.

Aldao volvió a cerrar la ventana y la habitación recobró su temperatura hospitalaria. Luego se sentó otra vez y miró de frente a Juan Sebastián Arroyo.

—Por favor, no cuente nunca a Lía esta parte de la historia. Solo serviría para ponerla triste. Y puedo darle mi palabra de honor de que nunca se me pasó por la cabeza seguir las indicaciones de mi padre.

—De eso no me cabe duda, Javier —Arroyo sonrió débilmente—. Y deje que le diga una cosa… no tome en consideración lo que ha hecho Germán Aldao. Con todos los respetos, creo que ha perdido la razón. Lleva tanto tiempo obsesionado por el Hotel Almirante que ha acabado por no saber pensar en otra cosa. Apuesto lo que sea a que debe de estar esperando que llegue usted a su casa llevando en la mano la carta de propiedad de este edificio. Por cierto, ¿no va a informarle de que se marcha?

El otro negó con la cabeza.

—No quiero hablar con él. Me ha costado años, pero al fin he llegado a la conclusión de que Germán Aldao y yo no tenemos nada que ver. Además, después de conocer a Lía y a doña Tana todavía encuentro más mezquino el comportamiento de mi padre. Para recuperar cuatro piedras estaría dispuesto a hundir a una mujer joven y a una anciana ciega… —se quedó callado un momento—. Arroyo, dígame una cosa, ¿cómo se ha tomado Lía la noticia de mi marcha?

Arroyo sonrió.

—No ha dicho nada. Pero ella nunca lo hace. Está muy acostumbrada a guardarlo todo para sí.

—He pensado… bueno, se me ocurre que tal vez usted y ella quieran visitarme en Madrid. Más adelante, cuando llegue el buen tiempo. Me da la impresión de que Lía no ha salido nunca de Ribanova, y estoy seguro de que le gustaría pasar algún tiempo en otro sitio.

Juan Sebastián Arroyo buscó los ojos de Javier Aldao antes de seguir hablando.

—¿Solo lo hace por ella?

—Por ella y por mí. Una cosa es que no pueda quedarme para siempre en Ribanova, y otra que haya renunciado a volver a ver a Lía.