VI

La carta de Cristina Sanjuán apareció publicada en la tercera página de El Comercio el día 7 de diciembre de 1944, cuando ya la ciudad entera empezaba a resignarse a no conocer jamás el secreto del cadáver del Hotel Almirante. Los ejemplares salieron de la imprenta con las últimas sombras de la noche y los repartidores fueron dejándolos en los distintos puntos de venta, pasmados ellos mismos por aquella sorpresa descomunal que iba a conmocionar los cimientos de la sociedad ribanovense. Igual que había ocurrido en la mañana anterior al crimen, la noticia de la noticia corrió de boca en boca en cuestión de minutos, y centenares de personas se abalanzaron materialmente sobre los ejemplares de El Comercio. En el transcurso de la mañana, todos los vecinos leyeron atónitos aquellas líneas escritas supuestamente desde el dolor de los amores contrariados, y tal como Rogelio Ardán había previsto, fueron muy pocos los que no juzgaron y condenaron instantáneamente a Javier Aldao por un delito imperdonable de lesa juventud.

Juan Sebastián Arroyo leyó su ejemplar de El Comercio apoyado en la barra del café Central, donde desayunaba a diario junto al librero Marcial de Soto. Arroyo masticó la carta al mismo tiempo que los churros empapados en café con leche, y cuando acabó la lectura estuvo un rato sin hablar, rematando los últimos restos de harina frita y apurando su taza con el ceño fruncido.

—¿Qué te parece? —Marcial de Soto parecía esperar un veredicto.

—Que esa chica no era trigo limpio.

Lo dijo entre dientes, sin apartar la vista de la taza vacía. A diferencia de sus vecinos, él no sintió el deseo de echarse a la cara a Javier Aldao para decirle claro y a gritos lo que opinaba de él. Por alguna razón que no podía explicar, Juan Sebastián Arroyo encontraba innecesario el exhibicionismo del dolor, y la carta de Cristina Sanjuán le pareció simplemente una forma bastante vulgar de hacer alarde del sufrimiento propio y de justificar una decisión tomada de modo voluntario. Desde muy niño Arroyo despreciaba profundamente a aquellos que pasaban la vida intentando disculpar cada uno de sus movimientos y poniendo sobre las espaldas de otros la responsabilidad de sus actos, como si necesitasen dejar clara su inocencia cada dos por tres. Cristina Sanjuán se había quitado la vida, y después de conocer más detalles del suceso estaba en condiciones de afirmar que lo había hecho a conciencia, preparando con todo cuidado la puesta en escena de su fallecimiento. Así las cosas, estaba claro que su suicidio no había sido fruto de un arrebato pasional ni de un momento de enajenación, sino parte de un plan escrupulosamente diseñado para convertir la muerte en algo muy parecido a un espectáculo. No contenta con eso, había enviado una carta al periódico con el propósito de exonerarse de toda culpa y apuntar con el dedo hacia un supuesto verdugo, como si Javier Aldao le hubiese obligado a punta de pistola a tragar las cápsulas de veneno.

Marcial de Soto estaba reflexionando en silencio sobre la sentencia determinante de Juan Sebastián Arroyo, y se preparaba para rebatirla cuando entró el comisario Fuentes. Arroyo le saludó con la mano. El otro se aproximó a la barra. Al verle de cerca, Arroyo y de Soto se dieron cuenta de que el comisario tema el gesto sombrío y los ojos cargados del que ha dormido poco.

—Buenos días, Fuentes.

—Buenos. Ponme un café con churros —vio el ejemplar de El Comercio que acababa de dejar Juan Sebastián Arroyo—. ¿Ya lo han leído?

—Claro —contestó Marcial de Soto—, como todo el mundo.

A aquella hora el café Central estaba lleno de gente. Había oficinistas preparados para iniciar la jornada, concejales que se dirigían a sus despachos en la cercana casa consistorial de Ribanova, músicos de la banda municipal, funcionarios de correos y profesores del colegio de los padres franciscanos. Todo el local era una algarabía de cucharillas y entrechocar de loza, gritos de comanda y pitidos de cafetera. En el aire flotaba un olor inconfundible a churros calientes y café recién hecho, cuando en la mayoría de los establecimientos de la ciudad solo despachaban malta con achicoria. Quizá por eso la parroquia del Central era fiel y constante, a pesar de que en los últimos meses los precios habían experimentado un aumento que los clientes habituales encontraban abusivo incluso para el café con más solera de todo Ribanova.

—Hablando de Aldao —el comisario miraba a Arroyo—, me temo que ayer nos equivocamos al asegurarle que iba a marcharse de la ciudad. El juez y yo estuvimos con él y tiene intención de quedarse unos cuantos días. Lamento haberle dado una información errónea, supongo que nos precipitamos sacando conclusiones. Dimos por hecho que al comunicarle la existencia de la carta…

—¿Ustedes lo sabían? ¿Lo de la carta de Cristina Sanjuán?

—Rogelio Ardán vino a vernos ayer para enseñárnosla antes de que saliera a la luz —contestó—, y supusimos que en cuanto Javier Aldao se enterase del asunto iba a faltarle tiempo para coger carretera y manta. Pero las cosas han sucedido de otra manera.

—De modo que se queda —Arroyo hablaba como consigo mismo.

—Así es —el comisario miró a su derecha y a su izquierda antes de bajar la voz—, pero, si me permite el comentario, creo que el señor Aldao es prácticamente inofensivo.

Los dos hombres le miraron en silencio esperando una aclaración.

—Por lo que cuenta el periódico —intervino Marcial de Soto— a mí me parece una especie de Landrú.

—Ya sabes cómo son los de El Comercio. Intentan cargar las tintas todo lo que pueden. Además —añadió Arroyo—, esa carta tampoco prueba nada. Eso sí, habrá que oír hoy al padre de la criatura. Germán Aldao debe de estar hecho una furia. Lo que es yo, no le arriendo la ganancia al bueno de su hijo.

—Pues fíjese —Fuentes acababa de tragarse un churro entero—, según me dijo el propio Javier Aldao, eso es lo que menos le importa. Lleva no sé cuanto tiempo sin hablarse con su familia. Supongo que por eso se aloja en el hotel. Los padres no quieren verlo ni en pintura. Y la carta de marras no va a arreglar las cosas. Lo dicho, un desastre.

—Lo que no entiendo —Marcial de Soto se quitó los lentes y los limpió con el pañuelo— es por qué ese chico, Aldao, se empeña en quedarse en Ribanova. Piénsenlo bien. Dice que sus padres no le hablan. No creo que tenga amigos por aquí, era muy joven cuando se fue a estudiar fuera. Y ahora media ciudad le considera un asesino en potencia. ¿No les parece raro que a pesar de todo no quiera marcharse?

El comisario Fuentes apuró el café, sacudió la cabeza y citó a medias a Pascal.

—El corazón tiene razones, don Marcial.

—De todas formas, no puede negarse que es bastante extraño.

—Pues no cuenten conmigo para las pesquisas —Fuentes pidió la cuenta—. Estoy hasta las narices de muertas misteriosas, secretos de familia y demás zarandajas. No voy a indagar también en las razones del corazón del señor Aldao. Lo crean o no, para mí este caso está finiquitado.

Aquella mañana, Javier Aldao se levantó con migraña y la conciencia de haberse dormido pensando en algo ingrato. De pronto, como en un aluvión, se le vino a la cabeza el recuerdo de la charla con el comisario y el juez y la advertencia que ambos le traían sobre la publicación de la carta de Cristina Sanjuán, y notó que el ánimo se le encogía.

Había cerrado los postigos de la ventana y la habitación estaba en penumbras. A ciegas encontró unas tabletas de aspirina en el bolsillo interior de su chaqueta y las tragó sin agua con el apremio del dolor. Habría querido dormirse otra vez, pero sabía que la amargura del despertar iba a impedirle volver al refugio amable del sueño. Se levantó y abrió las contraventanas de madera para vencer la oscuridad, y se quedó unos segundos contemplando la calle a través de los cristales. Había dejado de nevar, pero la noche debía de haber sido dura a juzgar por la cantidad de nieve que desdibujaba las aceras y coronaba todos los tejados. Eran las ocho de la mañana. El cielo, en el que todavía brillaban algunas estrellas, tenía un raro color rosado. Javier Aldao encontró que el paisaje que se le ofrecía desde la ventana era de una belleza tranquila y doméstica. No había nada extraordinario en aquella escena invernal, pero todo parecía en su sitio, como si un orden propio hubiese venido a dominar cada cosa. Escuchó como llegado de muy lejos el ladrido de un perro, y también las voces de algunos niños que debían de estar preparando otra batalla campal o una nueva aventura en el corazón del Polo Norte. Un chico cruzó la calle hundiéndose en la nieve virgen, y a Javier Aldao le dio la sensación de que llevaba bajo el brazo un haz de diarios, quizá recién salidos de la imprenta, oliendo a papel tierno y húmeda aún la tinta negra. El muchacho dobló la esquina en dirección a la Plaza Mayor y salió de su ángulo de visión, pero Javier se quedó pensando en él mientras miraba la calle, que parecía ahora de un blanco azulado por efecto de la luz. Aquel repartidor de periódicos (porque ya estaba seguro de que lo era) se preparaba sin saberlo para contribuir a la propagación de una calumnia. Cuántos como él iban a ser cómplices de Cristina Sanjuán ignorando que se habían convertido en instrumentos de la infamia.

Tomó un baño templado en la tina de peltre, que tenía por patas las garras de un animal mitológico y los grifos en forma de cabezas de león. Se vistió despacio y con cuidado, poniendo incluso más interés que de costumbre en su arreglo personal. Luego se afeitó frente al espejo del lavabo, se apelmazó el cabello negro y espeso con la loción de todos los días, y por fin se perfumó las manos y el cuello con agua de vetiver. Pasaba ya de las nueve y media cuando entró en el salón desierto y pidió un desayuno completo. Le trajeron café, tostadas y mermelada de moras, y también un ejemplar del periódico del día. Javier Aldao enrojeció violentamente al ver en titulares la noticia de la carta de Cristina Sanjuán, y leyó sin aliento la misiva que El Comercio publicaba en la página tres. Repasó la carta varias veces, y cuando dejó el periódico en una esquina de la mesa se dio cuenta de que la lectura de aquellas líneas envenenadas no le deparaba ninguna sorpresa. Era, simplemente, una nueva muestra del carácter de Cristina, de su capacidad para hacer daño, de su tendencia a la maldad calculada. Una vez más Javier Aldao se admiró del plan magistral orquestado por la muchacha para hundirlo sin remedio. Elegir Ribanova como marco para su suicidio, y señalarle luego a él como causante último de su muerte era la prueba final de su inteligencia refinadísima. Su nueva condición de promotor de suicidios le convertía definitivamente en un indeseable, con lo que la barrera entre él y su familia iba a ensancharse de modo irremisible. Lo que Cristina Sanjuán no llegó a imaginar es que la distancia entre el propio Javier Aldao y su padre se había convertido en una especie de abismo. Así pues, su suicidio había sido en vano.

Bebió el café sin prisa, a sorbos pequeños, y acabó con las tostadas y la mermelada de moras, cuyo sabor le trajo el recuerdo de algo que no fue capaz de identificar. Estaba aún saboreando la jalea, intentando ayudar a la memoria en el trabajo de separar la sensación física de la pura nostalgia, cuando vio frente a él a Rosalía Leal. Se puso de pie como impulsado por un resorte.

—Señor Aldao… perdone que le interrumpa.

Javier Aldao la encontró más pálida que el día anterior, a pesar de que al dirigirse a él se había ruborizado. Llevaba un traje marrón que le daba el aspecto de una persona mayor, aunque posiblemente eso era lo que buscaba al elegir aquella indumentaria de corte clásico sin ninguna concesión a la coquetería.

—No me interrumpe, ¿quiere sentarse conmigo?

—Me temo que no puedo. Es solo que… bueno, se trata de mi abuela. Me ha dicho que le gustaría hablar con usted.

Javier Aldao recordó el ramillete de violetas enviado la tarde anterior.

—Pues estoy a sus órdenes.

Rosalía Leal consultó un diminuto reloj de pulsera.

—Si tiene un momento, puedo acompañarle a sus habitaciones ahora mismo.

Salieron del comedor, ella unos pasos más adelante, como abriendo camino, o quizá, pensó Javier Aldao, para no dar la impresión de que iban juntos. Entraron en silencio en el ascensor de cristal, y ascendieron callados los tres pisos. Estaban llegando a la buhardilla cuando fue Aldao quien hizo la pregunta.

—¿Ha leído el periódico?

—Todo el mundo lo ha hecho.

Javier Aldao enfrentó los ojos de ella y en ese momento Lía Leal supo que debía decir algo, aunque era necesaria una sabia elección de las palabras justas.

—Señor Aldao… no me interprete mal, pero no creo que esa historia tenga nada que ver conmigo. Cada cual sabe lo suyo, y perdone si le digo que empiezo a estar cansada de hablar de este asunto.

Lo dijo en un tono neutro, sin dramatismos, pero Javier Aldao tuvo la sensación de no haber escuchado nunca una frase tan definitiva. Estaban delante de la puerta que daba acceso a las dependencias de doña Antonia Leal. Lía llamó suavemente con los nudillos, y una voz débil respondió desde dentro.

—Pasa —dijo.

Entraron los dos. A Javier Aldao le llamó la atención la claridad de la habitación, porque había imaginado que se dirigían a un lugar en penumbra. Pero la buhardilla estaba llena de la luz brillante que lanzaba la nieve, y aquella blancura inusual convertía la pieza en un lugar diáfano.

—Soy yo, Lía —era la primera vez que Javier Aldao escuchaba el diminutivo de la directora del hotel—. Te traigo una visita.

—El señor Aldao —la anciana señaló hacia el lugar en que reposaban las violetas y que era capaz de encontrar guiándose solamente por el perfume de las flores.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Soy ciega, pero no tonta. Y, como comprenderá, mi vida social no es lo que se dice animada. Ayer le dije a mi nieta que le trajese hasta aquí, pero pensamos que iba a marcharse de Ribanova. Me alegro de que se haya quedado —carraspeó—. Lía, puedes dejarnos.

La joven pareció contrariada, y Javier Aldao pensó que iba a replicar, pero aceptó la orden con el suspiro resignado de quien tiene la costumbre de tolerar caprichos. Cuando Tana Leal oyó que la puerta se cerraba, hizo una seña a Javier Aldao para pedirle que se acercase un poco más.

—No se quede ahí. Tendríamos que hablar a gritos —señaló una silla—. Vamos, siéntese. Y ahora cuénteme por qué me ha mandado flores.

Javier Aldao no supo qué responder. Desde su entrada en la habitación se sentía víctima de un notable desconcierto. Primero, la sorpresa de la luz en un lugar que esperaba encontrar envuelto en tinieblas. Luego, aquella anciana autoritaria que parecía cualquier cosa menos la vieja inválida que había recreado en su imaginación desde los datos que tenía de ella. Antonia Leal tenía una piel muy fina, casi traslúcida, que las arrugas habían respetado de forma sorprendente, y el pelo de un blanco majestuoso, recogido en un moño bajo parecido al de su nieta. Los ojos eran lanceolados y muy claros, y si no resultaban hermosos era simplemente por la falta de vida en las pupilas marchitas, pero Javier Aldao supo que hubo un tiempo en que debieron de ser magníficos. Vestía con la sencillez requerida por sus muchos años: una falda negra y una blusa del color de la ceniza rematada por un camafeo. Tenía las manos largas, algo estropeadas por las manchas de la edad y también quizá por el trabajo duro, pero a pesar del lastre del tiempo toda ella conservaba algo elástico, mínimamente juvenil, como si una parte del cuerpo se obstinase en plantar cara a la enfermedad y a los achaques.

—¿Qué mira? —preguntó entonces, y Javier Aldao supo que sería preferible no mentir.

—La miraba a usted —dijo.

—Hágame un favor y diga la verdad… ¿Qué le parezco?

El otro respiró hondo. Aquella entrevista estaba superando todas sus expectativas.

—Me parece que es usted mucho más joven de lo que me habían dicho.

La cara de Antonia Leal se iluminó con una sonrisa fugaz.

—Todavía no le he dado las gracias por las violetas. Claro que usted tampoco me ha explicado por qué las mandó.

—Pues… no lo sé. Me encuentro muy bien en el hotel. Aquí todo parece estar en su sitio. Mi habitación es perfecta, y las comidas del restaurante me parecen espléndidas. Así que supongo que es una forma de darle las gracias por su hospitalidad.

—Nos portamos igual con todos nuestros huéspedes.

—Pues entonces, esta habitación debería estar llena de flores.

Tana Leal rió brevemente.

—Tiene usted respuestas para todo —dijo.

—Espero no haberla molestado.

—A mi edad, señor, uno no suele molestarse por estas cosas. Ahora dígame qué edad tiene usted.

—Treinta años. Acabo de cumplirlos.

—Yo tenía veintinueve cuando conocí a su bisabuelo. Era cliente de mi casa de comidas —quedó callada unos segundos—. ¿Le sorprende?

—No. Dicen que le gustaba mucho comer. Y si allí cocinaban la mitad de bien que en el Hotel Almirante…

Tana Leal se colocó a tientas una toquilla de lana.

—Yo creo que se comía mejor en Casa Leal. Entonces no nos complicábamos tanto la vida. Yo preparaba carne asada, potaje de judías o caldo gallego y a todo el mundo parecía bastarle. Pero las cosas cambian. Ya sabe, renovarse o morir —respiró un poco, como si estuviese fatigada, pero cuando volvió a hablar la voz sonaba firme—. Dígame, ¿qué hace usted en el Hotel Almirante?

Javier Aldao estaba esperando la pregunta, pero a pesar de todo la sintió como un pellizco incómodo.

—Bueno…, vivo en Madrid, ¿sabe? Y tenía que viajar a Ribanova a resolver unos asuntos.

—¿Le parece una impertinencia que le pregunte por qué no se ha quedado en casa de sus padres?

Él sintió que se le tensaban todos los músculos de la espalda. Tragó saliva antes de contestar.

—Mi padre y yo no nos llevamos muy bien.

La anciana se reclinó en la butaca y cerró los ojos.

—Me imaginaba algo así. Bueno, si me guarda el secreto le diré que yo tampoco soy santo de la devoción de don Germán Aldao. Y por mi parte… en fin, digamos que no le recuerdo en mis oraciones. Así que supongo que usted y yo tenemos algo en común —volvió a sonreír—, ¿va a quedarse mucho tiempo en el hotel?

—No lo sé todavía.

—Pues, en cualquier caso, es usted bienvenido. No le entretengo más. Seguro que tiene cosas que hacer. Me alegro de haberle conocido —le tendió una mano que Javier Aldao dudó entre besar o estrechar. Al final, optó por mantenerla un instante entre las suyas—. Hasta pronto, señor Aldao. Y gracias por las flores.

Cuando Javier Aldao salió de la buhardilla y el rumor de sus pasos se perdió en la escalera, Tana Leal volvió a recordar a Edmundo Aldao y entonces se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo sin pensar en él, como si su imagen fuese también parte de la vida anterior que había barrido la ceguera. Pero la visita de Javier Aldao había avivado para ella las brasas de los buenos recuerdos, porque el tono de voz del nuevo huésped e incluso el olor a vetiver de sus ropas eran muy similares a los del bisabuelo desaparecido.

Tana Leal había conocido a Edmundo Aldao siendo ella una viuda joven recién convertida en regente y propietaria de un negocio de comidas. Medio siglo después, cuando ya la vida se había llevado por delante los tiempos mejores y el don de la vista, no le costaba trabajo recordar aquel mediodía lluvioso de primeros de octubre, cuando un caballero alto y bien plantado, de ojos oscuros y pelo canoso entró en Casa Leal y ocupó una mesa apartada. Fue la propia Tana quien le atendió, porque entonces ni siquiera tenían personal de servicio, y él pidió un plato de callos con garbanzos de primero, y luego otro plato de callos de segundo, y habría pedido callos de postre de no ser porque se le fueron los ojos detrás de las porciones de flan de huevo que estaban sirviendo en la mesa de al lado. A partir de aquel día, Edmundo Aldao comió en Casa Leal al menos una vez a la semana, y tres meses después del atracón de callos ya llamaba a doña Tana por su nombre, le preguntaba por sus hijas y se interesaba de buena fe por la marcha del negocio mientras Tana Leal le servía la fabada, el pollo asado o la tortilla de patatas.

Andando el tiempo él acabó por abrir el corazón ante la dueña de la fonda y le confesó que en su casa se comía peor que mal, que su esposa estaba empeñada en relegar a un segundo plano el muy noble arte de la cocina, que su dieta estaba marcada por la carne a la plancha y el pescado cocido, que aquellas visitas al establecimiento de comidas eran el único placer clandestino que se permitía por considerar que, frisando ya los sesenta años, un hombre también tiene derecho a caer en algún pecado capital, y él había elegido el de la gula. En efecto, no había en todo el ancho mundo una persona que disfrutase tanto ante un plato de comida. Tana Leal sonreía al recordar el entusiasmo que ponía al empapar el pan en la salsa de los callos, la fruición con que saboreaba el guiso de conejo, su pasión al rebañar hasta la última cucharada de caldo. Como él mismo confesaba, Edmundo Aldao habría comido en Casa Leal todos los días del año, pero su esposa, Laura Alcántara, no estaba por la labor de que el marido almorzase fuera del hogar más veces de las estrictamente necesarias. Por eso el hombre se veía obligado a inventar cada dos por tres excusas variopintas, explicaciones peregrinas y disculpas de todo pelaje para justificar su falta al menos una vez por semana de la mesa familiar. Fue en aquella época cuando pasó por Ribanova Linus Daff, el inventor de historias, que por un precio que cualquiera habría podido considerar abusivo vendió al gastrónomo aficionado una veintena de mentiras para esgrimir delante de su esposa y poder disfrutar más asiduamente de la cocina de Casa Leal, y entonces las visitas a la fonda se multiplicaron, tanto que don Edmundo engordó nueve kilos y tuvo que hacerse un nuevo equipo de ropa para la siguiente temporada, pues todos los trajes que le había cortado su sastre de Madrid le quedaban estrechos a la altura de la tripa.

Llegado ese punto, ya Antonia Leal era incapaz de pasar más de siete días sin ver a Edmundo Aldao, y la sangre se le volvía de horchata cuando él entraba por la puerta con una expresión de triunfo y la mirada inquieta del que sabe que está haciendo algo prohibido. Luego, mientras Aldao se entregaba con pasión y cierto remordimiento a las delicias de la carne asada, de los huevos fritos con chorizo o la gallina en pepitoria, doña Tana lo miraba con arrobo y suplicaba a Dios que le diese la oportunidad de pasar el resto de su vida viendo comer a aquel hombre magnífico capaz de emocionarse con la sopa de cocido, el estofado de ternera y el arroz con pollo, que ponía los ojos en blanco comiendo el flan de la casa y soltaba gemidos de satisfacción mientras doña Tana iba cantando frente a él el menú del día.

Edmundo Aldao no imaginó nunca la pasión que había prendido en la viuda con su planta intachable, sus años de ventaja y su buen apetito. La piropeaba sin malicia y con el corazón, aunque ella sospechaba que aquellas lisonjas estaban dictadas únicamente por el estómago agradecido. En más de una ocasión don Edmundo aseguró a doña Tana no entender por qué no había vuelto a casarse, pero aquella frase tenía poco que ver con la galantería: Aldao no pensaba en la mujer sino en la cocinera experta que a las horas de las comidas habría sido capaz de hacer dichoso a cualquier persona del mundo.

—A cierta edad, doña Tana, un hombre es feliz con tener el estómago contento. Ya no está uno para muchos trotes, así que a lo único que aspiro es a comer como es debido al menos una vez al día. Ya ve qué poca cosa.

Y luego volvía a la cantinela de que en su casa era imposible hacer una comida decente. Además, en los últimos tiempos la dieta impuesta por Laura Alcántara estaba llegando a extremos inconcebibles. Las acelgas hervidas eran plato obligado en todos los menús, los embutidos estaban proscritos, los huevos se tasaban a razón de uno por semana, se abolieron los guisos y las patatas, todo tipo de condimentos picantes, los postres de dulce y el exceso de sal. Doña Tana escuchaba alucinada aquella relación de prohibiciones, y cuando don Edmundo terminó de enumerar sus carencias ella le miró con lástima.

—Entonces… ¿qué comen ustedes?

Edmundo Aldao le contestó con toda el alma.

—Mierda.

Tana Leal se asustó, no tanto por la respuesta como por el tono desolado de la voz de don Edmundo. Fue entonces cuando empezó a fantasear con la idea de emplearse como cocinera en casa de los Aldao para ver a diario al hombre de sus sueños pringando de salsa la miga de pan, apurando la sopa o saboreando casi en éxtasis las patatas asadas. Aquella posibilidad remota y descabellada, que nadie, ni siquiera ella misma, habría podido tomar en serio, acabó por ocupar su mente en los escasos ratos de asueto de los que disponía, y hubo noches que se durmió imaginándose a sí misma gobernando con mano de hierro la cocina de doña Laura Alcántara, sirviendo a Edmundo Aldao con una sonrisa de complicidad y creando para él todo un universo de sabores insospechados, un mundo de placeres gastronómicos que no hubiese podido imaginar ni en el más arriesgado de sus sueños. Fue precisamente por eso que se propuso enriquecer el repertorio de recetas sencillas con otros platos más complicados, y de vez en cuando inventaba combinaciones nuevas cuyos resultados anotaba en las páginas blancas del libro de cocina, o bien se atrevía con las mezclas encontradas en las revistas que Alfonso Blanco traía de sus viajes por el mundo y que el marino traducía para ella del inglés o del francés.

Aquella pasión sin futuro duró hasta el fallecimiento de don Edmundo Aldao. Tana Leal se enteró de su muerte por las esquelas publicadas en El Comercio, cuando ya él llevaba seis días sin aparecer por la fonda y ella empezaba a temerse lo peor. Desde aquel día muchas cosas dejaron de tener sentido: los platos enrevesados, las recetas del ABC, el tiempo pasado tejiendo planes imposibles para emplearse en la casa de la calle de la Reina… Fue por esa época cuando sus tres hijas empezaron a interesarse por los misterios de los pucheros, a experimentar por su cuenta, a poner en práctica las mixturas encontradas en el libro de recetas, y a ella le pudo la desgana y la sensación de vacío que dejan siempre las ilusiones marchitas y abandonó sin dolor el gobierno de la cocina. Ausente Edmundo Aldao, doña Tana Leal estaba convencida de que no había en el mundo ningún motivo para seguir guisando.

Dejó en manos de sus hijas los asuntos de los fogones y se dedicó exclusivamente a la organización administrativa del negocio. Cocinaba muy de tarde en tarde y siempre pensando en Edmundo Aldao, y entonces le salían unos platos deliciosos porque estaban hechos para disfrute del hombre que más los hubiera apreciado. Eso sí, rechazó sin dudarlo el volver a ejecutar ninguna de las recetas que había inventado para servirle a él y solo a él, la tortilla a las finas hierbas, los tomates rellenos, la carne con nueces y la crema de calabacín, por entender que el regreso a aquellas mezclas creadas para el paladar del hombre tan querido hubiera sido una suerte de traición a su memoria. Sus hijas rescataron para el mundo las mixturas que Tana Leal reservaba en secreto al señor Aldao, y ella no tuvo corazón ni motivos para impedirles que las pusieran en práctica, aunque protestaba débilmente cuando las veía enfrascadas en la complicación de las salsas del libro de recetas esgrimiendo la disculpa endeble del malgasto de tiempo y de dinero.

El día en que se inauguró el Hotel Almirante Edmundo Aldao llevaba ya diez años muerto y enterrado, y entre los canapés de la fiesta de la inauguración Tana Leal descubrió uno que ella misma había inventado para dar a probar al hombre de sus sueños: una canastilla de hojaldre con carne desmechada y cubierta de queso fundido. Fue el único momento melancólico de una noche exitosa y feliz. Ahora, veinte años después, Tana Leal había recordado a don Edmundo Aldao en la voz bien timbrada del bisnieto y en el olor que las manos de Javier Aldao habían dejado en las suyas. Entonces se dio cuenta de que Edmundo Aldao nunca le había tocado ni siquiera las puntas de los dedos, y supo que Javier Aldao había llegado a Ribanova con la intención de ajustar cuentas con alguna parcela del destino.

Aquella mañana, poco después de dejar a Javier Aldao en la habitación de la abuela, Rosalía Leal había recibido en su oficina la visita de Juan Sebastián Arroyo. El anciano traía consigo un ejemplar de El Comercio que puso delante de Lía antes de descargarse en una retahíla de improperios dirigidos al director del periódico y a todo el que hubiese propiciado la publicación de la carta de Cristina Sanjuán, «es una indignidad», repetía a cada frase. La misiva de la suicida colocaba públicamente a Javier Aldao en una situación delicada a la que tendría que hacer frente completamente solo, pues, tal como había explicado el comisario Fuentes, el chico llevaba años sin hablarse con su padre.

Lía escuchaba sin decir nada. Desde el momento en que leyó el texto publicado por el periódico había sacado de él una impresión semejante a la del propio Arroyo. La carta de Cristina Sanjuán le había parecido de una maldad refinada y casi obscena, y de alguna forma le había repugnado el gesto de la joven, que parecía querer arrastrar consigo hacia el abismo a alguna otra persona, de modo que la muerte dejase de ser algo estéril para convertirse en una cuestión de utilidad. Su suicidio no habría sido en vano si con él lograba dañar gravemente a quien ella consideraba su verdugo. Solo una cosa apaciguaba la indignación de Lía contra Cristina Sanjuán, y era el hecho de que el perjudicado por aquella carta fuese precisamente Javier Aldao. Pero ahora, al saber que el joven se había convertido en un proscrito para su propia familia, la figura del huésped del Hotel Almirante tomaba para ella una dimensión distinta. De pronto había dejado de ser un intruso para convertirse en una especie de aliado, en alguien que había decidido cambiarse de bando y buscar cobijo en el ejército contrario. A lo mejor por eso le había enviado violetas a la abuela Tana. Aquellas flores eran algo así como una bandera blanca capaz de señalar su condición de refugiado que quiere empezar de nuevo en un territorio supuestamente hostil.

—¿Sabes dónde está ahora? —era Arroyo quien preguntaba, refiriéndose a Javier Aldao.

—No te lo vas a creer. Acabo de dejarlo en el saloncito de la abuela —y ante la sorpresa del anciano siguió explicando la razón de aquella visita—. Ayer por la tarde le envió flores. Unas violetas preciosas, parecían de papel. La abuela quiso darle las gracias en persona.

Juan Sebastián Arroyo frunció el ceño como si eso pudiera ayudarle a entender todas las cosas raras que estaban pasando en el Hotel Almirante, y añoró la monotonía habitual de los días que solo se diferenciaban unos de otros por los cambios introducidos en el menú del restaurante. Miró a Lía, pero a diferencia de anteriores jornadas le pareció tranquila, casi optimista, y esa apreciación tuvo la virtud de apaciguar su mal humor.

—¿Cómo estás tú? —preguntó para cerciorarse.

—Bien. Muy bien. Está claro que Javier Aldao no es más que un pobre hombre a quien han metido en un lío. Sinceramente, tío Juan, me parece que hemos sacado las cosas de quicio. En el fondo es un huésped como otro cualquiera, y no es culpa suya apellidarse Aldao. Además, ha sido muy gentil con la abuela.

—Veremos si Tana no lo pone en fuga con alguna de sus salidas. Tu abuela tiene la lengua demasiado larga y muy pocos motivos para mordérsela —se desanudó la bufanda, que empezaba a darle calor—. Bueno, vamos a hablar de otras cosas. Llevamos días con el asunto Aldao, y ya empieza a tocarme las narices.

Lía se echó a reír. Es verdad que, desde la aparición del cadáver de Cristina Sanjuán y la llegada de Javier Aldao al Hotel Almirante, todas las conversaciones parecían girar en torno al mismo tema. Cogió la mano arrugada de Juan Sebastián Arroyo y la apretó.

—¿Vendrás a cenar en fin de año?

—Claro. Seguramente se me unirá Marcial de Soto. Ya sabes que no es muy amigo de trasnochar, pero tratándose de la cena del treinta y uno…

La cena de fin de año del Hotel Almirante era, con mucho, uno de los acontecimientos sociales más esperados por los ribanovenses, y se llevaba celebrando desde la apertura del hotel en la segunda década del siglo, con la sola excepción de los tres años de guerra en que se suspendió el banquete por respeto a los que luchaban en el frente. Las reservas para el Salón de los Espejos estaban hechas desde mediados de noviembre, pero Tana Leal primero, y su nieta después, tuvieron siempre el buen juicio de guardar una docena de plazas para los compromisos de última hora y los amigos íntimos. En la cena del 31 los hombres llevaban trajes de etiqueta y las mujeres vestidos largos de seda y de organza, y había algunas damas que aprovechaban la ocasión para lucir las joyas que durante todo el año permanecían muertas de aburrimiento en el compartimento secreto del último cajón del armario. La celebración comenzaba a las ocho y media de la tarde en el vestíbulo del hotel con un cóctel servido junto al árbol de Navidad y compuesto por tantas y tan sofisticadas exquisiteces que muchos habrían renunciado de buena gana a los platos de la cena para dedicarse solo a los canapés del aperitivo. Más o menos a las nueve y cuarto se pasaba al Salón de los Espejos, y cuando en el reloj de pared daban las nueve y media empezaba a servirse la cena. A las doce menos un minuto se apagaban las luces del salón, que quedaba iluminado solo con la llama frágil de las velas, y todos los asistentes comían las doce uvas de la suerte al compás de las campanadas del reloj. Después, ya en el nuevo año, unos y otros se abrazaban con afecto real o con cariño fingido, se intercambiaban sinceramente o no los mejores augurios para el año que empezaba, y luego iban dejando el Hotel Almirante para bailar en la fiesta del Casino, que estaba solo a unos metros. Después, y a partir de las cinco y media de la madrugada, los asistentes a la cena podían volver al Salón de los Espejos para el resopón de consomé y canapés fríos. En secreto, Lía encontraba muy divertido el regreso de algunos de los comensales que habían perdido buena parte de su aspecto intachable y su apostura gallarda por los efectos del champán y los estragos del cotillón. Algunos llegaban mareados, con la pajarita desmayada sobre la camisa del esmoquin, con serpentinas enganchadas en los bolsillos de la chaqueta y un matasuegras en la boca. Las damas llevaban el cabello lleno de confeti de colores, sucios de barro los volantes del vestido, descompuestos los peinados difíciles y pisoteados mil veces los zapatos de raso o de charol. Eran las secuelas propias de una noche feliz, y en aquel momento nadie parecía ser consciente del aspecto de naufragio que dominaba a los mismos que horas antes exhibían con tanto cuidado sus galas festivas. Ya de madrugada había señoras que se despojaban aliviadas del martirio de los zapatos de tacón, y caballeros dignísimos que se aflojaban el cinturón y se desabrochaban el cuello de la camisa para dejar al cuerpo respirar a sus anchas mientras ellos se entregaban a las delicias del caldo de gallina y los sandwiches de embutido. Había algunos que cantaban elevando considerablemente el tono de voz mientras sus esposas los reprendían desesperadas e intentaban llevárselos a casa. Ellos proponían dar media vuelta para seguir la parranda en el Casino, y cuentan las crónicas que hubo un gobernador civil a quien el alba sorprendió vomitando en uno de los jarrones que adornaban el Salón de los Espejos, aunque nadie estaba en condiciones de confirmar la leyenda apócrifa. Juan Sebastián Arroyo nunca se perdía la cena de rigor, ni tampoco la fiesta del Casino, pero solía acabar la noche con el mismo aspecto impecable con que la había empezado para volver a casa solo, trenzando un paso de baile y con la sana intención de dormir a pierna suelta hasta bien entrada la tarde del día uno de enero.

—Entonces cuento contigo y con Marcial —Lía anotó los nombres de ambos en una lista—. Con vosotros somos ya noventa y tres. No quedan muchas plazas. Y, por cierto, tengo que hablar con Pelayo para encargar el postre.

—¿Qué vais a servir en la cena? —en los ojos del anciano parecía brillar la gula.

—Es una sorpresa. No insistas, no te lo puedo decir. Y, de todas formas, solo faltan un par de semanas.

—Me encantan las navidades —el viejo suspiró—. Las he celebrado siempre, incluso durante la guerra. Bastante mal anda ya el mundo para que dejemos que se nos metan en casa todas las penas. Mira, ya estoy otra vez de buen humor. Y conste que llevaba un mal día desde que leí la carta de esa chiflada —señaló el periódico con la cabeza.

—¿Crees que Cristina Sanjuán estaba loca?

Arroyo se echó a reír.

—Claro, niña. Como una cabra.

Lía se frotó un poco la nariz.

—Pues fíjate que yo ni siquiera pensé en eso. Cuando leí la carta esta mañana di por supuesto que era simplemente una mujer muy retorcida.

—Ya. Pero eso no es bastante. Lía, hija, esa chica se suicidó. Se fue al otro barrio. Y por lo que parece lo hizo con el único propósito de complicarle la vida a Javier Aldao. Nadie en sus cabales estaría dispuesto a matarse solo para fastidiar a otro. ¿Sabes? Yo creo que esa desgraciada era como una niña. Los niños no tienen muy claro el concepto de la muerte. Están convencidos de que siempre se puede dar marcha atrás. Y apostaría cualquier cosa a que, cuando Cristina Sanjuán se tomaba esas pastillas, no pensó ni un segundo que lo que estaba haciendo era irreversible. Pobrecita. Era una desequilibrada…

Lía miró a Juan Sebastián Arroyo y, como tantas otras veces, agradeció al destino que hubiese cruzado su vida con la de aquel hombre bueno que parecía haberse propuesto comprender a las personas en cualquier circunstancia.

—Y ahora —dijo, besando a Lía en la frente—, te vas a olvidar de un vez por todas de este folletín. Hala, se acabó —cogió el ejemplar de El Comercio de encima de la mesa y lo tiró a la papelera con cierto aspaviento—. Me voy. Ya nos veremos.

Lía vio salir de la oficina a Juan Sebastián Arroyo con el andar ligero que le caracterizaba, aunque últimamente su paso se había vuelto un poco renqueante por efecto de sus muchos años. En ese mismo momento, sin saber por qué, la muchacha tuvo la certeza de que Arroyo era mortal, y aquel descubrimiento hizo que el corazón se le encogiera. Sin embargo, se agarró a la parte más amable de las cosas y recordó que el anciano seguía allí, vivo y con ella, y que iba a cenar a su lado y al lado del bueno de Marcial de Soto la noche del treinta y uno de diciembre. Una ráfaga de dicha le sacudió los sentidos, y aunque pasó rápido tuvo la virtud de ponerla en paz con todas las cosas. En ese instante se dijo que era el momento de dar una oportunidad a Javier Aldao.

Fuera seguía nevando, así que a buen seguro el huésped tendría que estar en el hotel. Rosalía Leal cruzó el vestíbulo vacío donde brillaba el árbol de Navidad, y por primera vez desde su instalación se fijó en él durante unos segundos y reconoció los buenos oficios de su madre y de sus tías. Luego entró en el salón de fumadores. Javier Aldao estaba allí, sentado en un sillón de cuero de espaldas a la puerta y leyendo un libro de tapas rojas. A excepción de él y del camarero solitario, la sala estaba desierta y solo podía escucharse el ruido ligero de las botellas de cristal que el barman colocaba en orden aprovechando el momento de tranquilidad en un local a menudo atestado. Observó al huésped durante unos segundos. Parecía abstraído en la lectura y Lía no pudo por menos que preguntarse qué había de interesante en el libro que tenía en las manos. Estaba dudando entre acercarse o no, cuando una voz detrás de ella rompió el silencio de la sala.

—¡Señor Aldao!

Javier Aldao se volvió para identificar al autor de la llamada cuando el fogonazo de una lámpara de magnesio le deslumbró, y durante unos segundos solo fue capaz de distinguir destellos diminutos, como si todo el mundo se hubiese descompuesto en chispas pequeñísimas. No tardó nada en darse cuenta de que le habían hecho una foto, y mientras trataba de pacificar sus ojos aturdidos por el relámpago imprevisto escuchó la voz de Rosalía Leal.

—Mire, Genaro, esto es inadmisible…

—Señorita Leal, yo tengo que cumplir con mi obligación. Soy un representante del cuarto poder.

—¡Pero qué cuarto poder ni qué…! Usted mandará en su casa y en el periódico, pero aquí mando yo. Y si vuelve a hacer fotos dentro del hotel sin pedirme permiso, le pongo una denuncia. Vamos, váyase.

Genaro se marchó cámara en ristre con la satisfacción del deber cumplido y la tranquilidad de saberse poseedor de un retrato reciente de Javier Aldao, que en ese momento dejaba de ver estrellas de colores y era capaz de distinguir a la directora del hotel.

—No sabe cuánto lo siento —dijo ella.

—No es culpa suya.

Lía Leal frunció el ceño en un ademán de disgusto.

—Hasta cierto punto. Soy responsable de todo lo que suceda a mis huéspedes mientras estén en el Hotel Almirante.

Javier Aldao se quitó las gafas y la miró por primera vez con los ojos indefensos sin la protección de los cristales.

—No le dé más vueltas —pidió—. Además, habrían acabado por hacerme esa foto, aquí o en cualquier otra parte.

De pronto, por primera vez desde que supiera de su existencia, Lía Leal sintió por Javier Aldao algo parecido a la lástima. Le conmovió su aire de desamparo sin el parapeto de las gafas, la miopía de sus ojos deslumbrados por el chispazo de la cámara, la soledad en que bebía su refresco y la humillación de la fotografía robada. Con la sorpresa del flash había soltado el libro que estaba leyendo, y fue Lía quien lo recogió del suelo. Era una edición en rústica de la novela L’étranger, de Albert Camus, comprada en París a un librero de lance. Rosalía Leal sujetaba el libro entre las manos y trataba de descifrar el título. Él quiso anticiparse a la pregunta que a lo mejor ella no llegaba a hacerle.

—Se llama El extranjero… o, mejor El extraño. ¿Le gusta leer?

Lía Leal negó con la cabeza.

—Me parece que no. Quiero decir que nunca me han interesado mucho los libros.

—¿Y qué es lo que le interesa a usted?

—El Hotel Almirante, por supuesto.

El barman había abandonado el mostrador, de forma que estaban solos en el salón de fumadores. Javier Aldao dejó el libro de pastas rojas encima de la mesa y miró en silencio a Rosalía Leal. Hubo unos segundos de silencio incómodo.

—¿Qué tal le fue con la abuela?

El rostro de él se distendió en una sonrisa.

—Bien. Muy bien. Me pareció una mujer extraordinaria. Todo un carácter.

—No sabe usted hasta qué punto. Cuando murió mi abuelo ella se quedó sola, con tres niñas pequeñas, una mano delante y otra detrás. Montó una fonda para salir adelante…

—Casa Leal. Mi bisabuelo comía allí cada dos por tres…

—Así que se lo ha contado —Lía sonrió, y Javier Aldao se dio cuenta de que era la primera vez que lo hacía delante de él. Encontró que la sonrisa la hacía madurar, al contrario que a la mayoría de las personas, a las que el gesto infantiliza sin remedio—. Mi abuela estaba muy orgullosa de tener clientes tan distinguidos. Luego la tía Rosa heredó esta casa…

Lía quedó callada bruscamente, como si con la mención al palacete de los Aldao estuviese adentrándose en un territorio prohibido. Javier Aldao pensó que quizá necesitaría ayuda para salir de la zona de peligro, pero no le tendió la mano: era necesario aprender a sortear el obstáculo que inevitablemente iba a surgir entre ambos.

—Y entonces puso a funcionar el hotel —la joven parecía haber recuperado el dominio sobre sí misma—. No se imagina todo lo que tuvo que trabajar la abuela. Y lo hizo prácticamente sola, sin ayuda de nadie, hasta que se quedó ciega. Luego, claro, me tocó a mí. Mi madre y mis tías ya tienen bastante con ocuparse de la cocina.

—¿Le gusta? Me refiero al trabajo del hotel.

La pregunta pareció tomar por sorpresa a Lía, que desvió la mirada antes de responder.

—Lo hago bien. Y además, supongo que tampoco sirvo para otra cosa.

El gesto de ella se había endurecido, y Javier Aldao tuvo la impresión de que la charla había tomado una dirección equivocada. El barman había vuelto a su puesto detrás de la barra, y ellos dos seguían de pie, junto a la mesa donde reposaban el libro de Camus y el vaso vacío. Javier Aldao decidió cambiar de tercio.

—¿Cree usted que publicarán esa foto?

Lía Leal frunció el ceño.

—Pues me temo que sí.

—Qué le vamos a hacer. Supongo que soy el hombre del momento —se encogió de hombros, y luego fijó los ojos en Lía sin decir nada. Ella le aguantó la mirada, y Javier Aldao se dio cuenta de que la chica debía de haber heredado el carácter de pedernal de su abuela—. Señorita Leal, antes me dijo usted que esta historia no era asunto suyo. A pesar de todo, me gustaría saber qué opinión le merece lo que está pasando.

Ella enarcó un poco las cejas.

—¿Por qué?

—Porque, lo crea o no, necesito conocer lo que piensa de este caso alguien que ya ha dejado claro que no le importa lo más mínimo.

Lía Leal dibujó entonces una sonrisa brevísima, casi imperceptible, que hizo a Javier Aldao tomar conciencia de la rara expresividad de su rostro de esfinge. Ella volvió a su sitio un mechón de pelo antes de contestar, en un ademán que tenía algo de vanidad inconsciente o de recurso para ganar tiempo, y tomó aire para dar su respuesta.

—Me parece que la señorita Sanjuán no tiene derecho a señalarle a usted como culpable de su suicidio. Al fin y al cabo, fue ella la que decidió jugar a ser Dios.

Aquella frase quedó flotando entre los dos durante unos segundos, mientras desde el fondo del salón se escapaba un tintineo de cristal. Lía miró su reloj de pulsera como hacía siempre que deseaba finalizar una conversación.

—Lo siento, pero tengo que irme. Hasta la vista, señor Aldao.

Después de la charla con Javier Aldao, la jornada para Lía transcurrió sin incidentes. A las cinco de la tarde recibió en la oficina la visita de su madre y sus dos tías que, con toda ceremonia, querían poner en su conocimiento la selección de platos que iban a servir en la cena del día treinta y uno. Por lo general, Dora, Rosa y Candela tenían algunos problemas para ponerse de acuerdo en torno al menú, y a veces permanecían días enteros discutiendo y enfadándose entre sí hasta llegar a un consenso. Aquel año, después de muchos tiras y aflojas, habían decidido servir espuma de espárragos, ensalada de cangrejos de río, sorbete de limón y perdiz rellena acompañada de patatas y guisantes. Lía aprobó la elección, entre otras cosas porque tampoco las tres hermanas Leal habrían admitido retoques ni sugerencias. La cocina, como habían dejado claro ya desde hacía tiempo, era asunto exclusivamente suyo, y no consentían injerencias de nadie, a pesar de que Lía hubiese podido ser de gran ayuda para ellas en muchas ocasiones.

Como el resto de las mujeres de su familia, Lía Leal tenía un talento innato para la cocina. En efecto, se daba una maña extraordinaria preparando cremas, ligando salsas y aderezando guisos, y más de una vez se ofreció a las tres hermanas para sustituirlas delante de las cacerolas. Sin embargo, nunca consiguió que la tomasen en serio y solo le permitían que echase una mano, muy de tarde en tarde y siempre como pinche en momentos de especial apuro en la cocina. Así, Lía tenía que contentarse con mondar patatas, triturar tomates o picar cebolla con los ojos llenos de lágrimas, mientras a su alrededor su madre y sus tías jugaban con las especias, administraban los sabores y las texturas, manejaban a su antojo las fórmulas magistrales del libro de cocina. En el laboratorio de alquimia de las Leal iban surgiendo platos deliciosos, caprichos de dioses, manjares que salían del horno y del fondo de las cazuelas ante los ojos atónitos de Lía, cuya participación en la factura del milagro estaba reducida al manejo del cuchillo o del rallador de zanahoria. Nunca la escucharon cuando recomendó añadir a una mezcla un poco más de esto o de aquello, nunca le explicaron los secretos de los condimentos ni el truco de los asados, y todo lo que Lía llegó a saber sobre cocina lo aprendió sola y por puro instinto, observando en silencio a las tres hermanas cocineras que guardaban para ellas sus insólitas habilidades culinarias y con nadie querían compartir su ciencia. En un principio Lía pensó que las mujeres confundían su interés con curiosidad gratuita y sus recomendaciones con la falta de prudencia propia de una niña, de modo que nunca se plantearon que ella tuviese verdaderos deseos de heredar su sapiencia. Ahora, cuando ya había aprendido a mirar las cosas de frente, Lía se daba cuenta de que en realidad su madre y sus tías habían establecido en la cocina su ámbito de poder y no estaban dispuestas a consentir que nadie interfiriese en lo que consideraban sus dominios. Allí, frente a los peroles de cobre y las cazuelas de barro, todo el mundo era recibido como un intruso. No ignoraban a Lía por concebirla como un incordio, sino porque entendían que podía llegar a ser una rival capaz de arrebatarles su capacidad de mando. En los últimos tiempos Lía se dio cuenta de que habían abandonado la costumbre de transcribir en el libro de cocina las recetas que iban incorporando a su repertorio y las repetían la una a las otras muchas veces, en voz baja como en una salmodia, hasta aprenderlas de principio a fin, para no dejar constancia escrita ni pruebas documentales de su ciencia culinaria, que estaba condenada a morir con ellas. Últimamente les molestaba incluso la presencia de los dos pinches de cocina, y poco a poco habían ido acortando sus competencias y su concurso en las labores diarias hasta reducirlas al trabajo de pelar patatas, majar ajos y trocear verduras.

Ahora, todas las ilusiones de las tres hermanas Leal estaban puestas en la cena de fin de año, y Lía pensó entonces que había algo extraño, entre conmovedor y trágico, en la vida de aquellas mujeres cuyo mundo giraba siempre en torno a los sabores y los olores de sus platos de cocina. Las felicitó calurosamente por la elección del menú para el día treinta y uno, y Dora, Rosa y Candela se marcharon felices con la victoria obtenida, parloteando como cotorras y deseosas de empezar cuanto antes con los preparativos para la cena. Lía permaneció un rato más en la oficina de dirección y después, cuando ya había oscurecido, subió a ver a la abuela.

La anciana estaba sentada en su butaca escuchando música en una radio aparatosa y grande que sonaba bastante mal. A pesar de todo, Tana Leal parecía disfrutar del concierto. Desde que perdiera la visión había intentado encontrar satisfacciones sustitutorias en los otros sentidos, y aun cuando nunca había sido muy aficionada a la música aprendió a apreciarla porque pensó que podía convertirse en una distracción. Ahora no entendía cómo había sido capaz de vivir sin música en otro tiempo, pero entonces tampoco pensaba que fuese posible vivir sin el don de la vista.

Lía entró sin llamar, como hacía siempre que la puerta estaba entornada, y la abuela escuchó sus pasos entre las notas del bolero que derramaba la radio. La saludó levantando una mano, sin volver la cabeza, como si le hubiese molestado la interrupción.

—¿Vuelvo más tarde? —Lía hablaba en susurros.

—No, ahora está bien. Apaga ese chisme. Cada vez se oye peor. Ven, acércate.

Lía obedeció y se sentó frente a la abuela. Ella le sonrió.

—Ese chico, Aldao… parece simpático. Ha debido de salir a su bisabuelo. O al pobre Cándido, que en gloria esté. Dime una cosa… ¿Es guapo? —la anciana no esperó la respuesta de Lía—. Edmundo Aldao sí lo era. Guapísimo. El hombre más guapo de todo Ribanova.

Había empezado a nevar otra vez, y Lía escuchaba a la abuela mientras miraba los tejados blancos de Ribanova, las torres de piedra de la catedral, las copas de los árboles de la Plaza Mayor que podían distinguirse solo gracias al resplandor blanco de la nieve.

—Dime una cosa, Lía, ¿qué está haciendo aquí Javier Aldao?

—Al parecer se lleva mal con su padre y no puede alojarse en la casa del Parque…

La abuela negó con la cabeza.

—No estoy hablando del Hotel Almirante. Lo que quiero saber es qué le ha traído a Ribanova.

Lía dudó unos segundos, pero al final decidió contar a la abuela la historia que llevaba días escamoteándole. No se calló nada. Le habló de la nota escrita por Cristina Sanjuán, de la llamada del comisario Fuentes reclamando la presencia en la ciudad de Javier Aldao, de las crónicas de El Comercio y de la carta acusadora de la suicida, que el periódico acababa de publicar. La abuela la escuchó en silencio, y a Lía casi le pareció un milagro que no la hubiese interrumpido ni una sola vez. Cuando terminó su relato, Tana Leal tosió brevemente y luego meneó la cabeza.

—Parece un serial de la radio —dijo—. Uno de esos larguísimos que no se acaban nunca. Claro que aquí no hace falta encontrar al asesino. Ese sambenito ya le ha caído al bueno de Javier Aldao. Lo que no entiendo es cómo le quedan ganas de mandar flores a una vieja con todo lo que tiene encima. En fin, supongo que ahora se marchará.

—Pues no lo sé, abuela. No ha dicho nada sobre eso… Pero parece que tiene intención de quedarse algún tiempo en Ribanova, aunque no me explico para qué.

La abuela suspiró.

—Bueno, tendrá sus razones.

Volvieron a quedar en silencio, y en la habitación pudo percibirse el estallido de los copos de nieve que se estrellaban contra el cristal de la claraboya.

—Mamá y las tías me han traído ya el menú para fin de año.

—Esta vez se han dado prisa. Recuerdo que en una ocasión estuvieron discutiendo hasta la tarde del día veintiocho. Pensé que íbamos a tener que anular la cena. Por cierto… ¿has hecho ya los encargos a Pelayo?

Rosalía chasqueó la lengua. Con el ajetreo de aquellos días, con tantas novedades de cadáveres misteriosos y antiguos enemigos alojados en el hotel, había olvidado hablar con el pastelero para encargar el postre de la cena del treinta y uno. La abuela quitó importancia al despiste, pero Lía no fue tan indulgente consigo misma: desde que cinco años atrás asumiera la dirección del hotel, jamás había tenido una distracción. Se despidió de la abuela, secretamente furiosa con su lapsus, se propuso acudir a la confitería de Alejo Pelayo a primera hora de la mañana siguiente, cuando la ciudad de Ribanova aún no hubiese tenido tiempo de sacudirse la pereza y la nieve caída durante la noche formase un inmenso manto virgen, no profanado todavía por las pisadas de nadie.

La confitería de Pelayo había empezado a funcionar en 1910, cuando Alejo Pelayo pidió un préstamo a su padre, bruto como él solo y rico de solemnidad, para montar una tienda de dulces en pleno centro de Ribanova. El padre le dijo que sí porque no tuvo valor ni motivos para decirle que no, pero le dio el dinero pensando en secreto que aquel negocio estaba condenado a fracasar por la falta de sangre de su hijo, a quien en vano había querido hacer partícipe de su próspera empresa de construcciones. Durante dos o tres meses le vio trabajar como un energúmeno para montar la tienda y el obrador, y solo pedía a Dios que el chico se estrellara sin muchos aspavientos y que aquel anunciado fracaso empresarial no acabara por amilanarlo para la vida definitivamente. Cuando se inauguró la pastelería, el padre mandaba cada mañana en secreto a una docena de chiquillos con unos reales en el bolsillo y el encargo expreso de gastarlos en la tienda de su hijo, y los niños entraban en la confitería para atracarse de merengues, bollos de leche y cañas de crema por cuenta del padre del pastelero. Sin embargo, muy pronto no fue necesario el concurso de los golosos subvencionados para que las bandejas de la pastelería fuesen vaciándose antes de la hora del cierre, y seis meses después de su apertura todos los ribanovenses sabían que los mejores pasteles de la ciudad los vendían en la tienda de Pelayo. Los niños no volvieron a comer dulces de gorra, y el padre de Alejo Pelayo se dio cuenta de que su hijo, que no valía para levantar casas, valía sin embargo para hacer tartas de hojaldre y murallas de petit-choux, que era infinitamente más difícil.

Aquella mañana de diciembre Alejo Pelayo dejó el obrador al escuchar el tintineo de la campanilla de la puerta. Por lo general tenía dos ayudantes detrás del mostrador, pero aún no habían llegado, y fue él quien salió a atender al primer cliente de la mañana. Era Lía Leal, que había abandonado un momento el Hotel Almirante para hacer los encargos de la noche del 31. Desde los años tristes de la guerra, la oferta extensísima de dulces navideños de Pelayo había sufrido un recorte considerable, porque las almendras se habían convertido en un artículo de lujo y Alejo Pelayo no estaba dispuesto a utilizar sucedáneos de harina de batata para confeccionar sus productos como hacían otros pasteleros. Así, había tenido que limitar la producción de mazapanes artesanos y subir el precio de los polvorones. Para compensar, se había volcado en la confección de otras recetas: yemas surtidas porque unos parientes que vivían en el campo le suministraban huevos con bastante largueza, turrones hechos con nueces y miel, dulces de pasta de castañas, polvorones de avellana y pastelitos de piñones. Aquel año, después de más de un lustro de auténtica escasez, había podido conseguir otra vez almendras levantinas para confeccionar barras de turrón y una cantidad notable de azúcar blanco, de forma que Alejo Pelayo aseguraba, con singular optimismo, que 1944 había sido el último año de escasez y que los próximos doce meses volvería a flexibilizarse el suministro.

El pastelero tomó nota del pedido de Lía: turrones variados, yemas surtidas y alfajores para unas cien personas, y un tronco de San Silvestre en cuya superficie estuviera escrita con chocolate o con almíbar la fecha mágica del año que iba a comenzar y que, según el propio Pelayo, llegaría con toda clase de venturas.

—Me lo trae todo el treinta y uno por la tarde.

—No hay problema —Pelayo leyó la lista para sí—. Por cierto, ya he visto el periódico. Lo siento mucho.

La cara del confitero era de compasión sincera. Lía no quiso preguntar pero intuyó enseguida a qué se refería Alejo Pelayo con sus condolencias: ya todo Ribanova estaba al corriente de que Javier Aldao se hospedaba en el hotel, y que las Leal no tenían más remedio que dar alojamiento a una especie de criminal que, para más inri, era miembro de la misma familia que llevaba años intentando torpedear su negocio.

—Si usted, su señora madre o doña Tana necesitan algo, ya saben donde estamos —lo decía de corazón, con los brazos en jarras y el rostro enrojecido por el calor de los hornos de la tahona, dispuesto sin duda a abofetear al huésped despreciable o a sacarlo del hotel por la fuerza. A Lía le pareció que había algo cómico y tierno en su figura grandota y desgarbada, algo conmovedor en su indignación tan poco necesaria como injusta.

—No se preocupe, don Alejo. Estamos perfectamente. No se olvide del encargo, ¿de acuerdo? Muchas gracias y buenos días.

Salió de la tienda con el paso más apresurado que de costumbre, y en cuanto entró en el hotel pidió el periódico y se metió en la oficina. Allí, en primera página y a dos columnas, estaba la foto robada de Javier Aldao bajo un titular de lo más elocuente: «El asesino vuelve al lugar del crimen», decía, y en páginas interiores la crónica de Genaro Alcázar hablaba de cómo Javier Aldao se había instalado en el Hotel Almirante.

… morbosamente, el señor Aldao busca ahora acomodo en el mismo lugar donde la hermosa Cristina Sanjuán abandonó para siempre este valle de lágrimas después de sucumbir a las malas artes del donjuán de Ribanova. Javier Aldao, dando muestra de la sangre fría que solo tienen los seres sin corazón, incapacitados para compadecerse o apiadarse de los que sufren, elige dormir bajo el techo que cobijó a Cristina Sanjuán en su tránsito hacia el sueño eterno. ¿Habrá pedido, por ventura, la misma habitación donde murió la bella?

Lía Leal dejó el periódico sobre la mesa. Aquello era demasiado, incluso para las páginas de El Comercio y la pluma de Genarito. Se preguntó si Javier Aldao habría leído ya la crónica, y por unos segundos sopesó la posibilidad de retirar todos los ejemplares de El Comercio de las zonas comunes del hotel, pero tuvo que admitir que era una precaución inútil porque el diario estaba en todas partes, en los quioscos, en los estancos, en la barra de los cafés, y la gente lo leía por la calle y comentaban unos con otros y a voz en grito las noticias del día, así que era del todo imposible evitar que Javier Aldao se diese de bruces con el texto de novela negra.

Intentó no pensar más en ello y concentrarse en la supervisión del presupuesto para la cena de fin de año, pero media hora después se dio cuenta de que no estaba prestando atención a los papeles, y se levantó de la silla enfadada consigo misma por dejar que otras cuestiones interfirieran en su trabajo diario. Eran casi las once de la mañana. A esa hora Juan Sebastián Arroyo debía de estar pasando el rato en la librería de Marcial de Soto. Lía volvió a ponerse el abrigo y el sombrero y salió del hotel en busca del anciano.

No había mucha gente por la calle. Seguía nevando, y el alcalde Saavedra había tenido la precaución de cubrir de sal gorda las arterias principales de la ciudad para evitar resbalones. Lía caminó con cuidado hasta llegar a los soportales de la Plaza de España, cuyo suelo estaba protegido de la nevada por los arcos de piedra, y se dio cuenta de que ya todos los escaparates de las tiendas lucían sus galas navideñas. Le conmovió la modestia del adorno de la mercería, apenas tres bolas de cristal sobre un lecho de muérdago bajo un letrero confeccionado a mano con lápices de colores, Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, y aquella leyenda mínima tuvo para Lía la eficacia de un bálsamo contra el mal humor. Cuando llegó a la librería El Unicornio, que estaba justo al final de la Plaza de España, había en su rostro grave algo pacífico y lleno de buenos augurios.

Dentro de la tienda, Marcial de Soto y Juan Sebastián Arroyo conversaban tras el parapeto del mostrador. La campana de la puerta sonó al entrar Lía, y los dos hombres dejaron su acomodo y le salieron al encuentro.

—Señorita Lía, cuánto bueno por aquí —el librero le quitó el abrigo mojado de nieve—, venga, acérquese a la estufa.

Lía obedeció mientras Juan Sebastián Arroyo le buscaba una silla. Se sentaron los tres.

—¿Ya has visto el periódico?

Lía asintió.

—Por eso he venido. Me parece una vergüenza. Ahora resulta que gracias a El Comercio todo el mundo sabe quién es Javier Aldao y dónde se hospeda.

—Y Genarito Alcázar, echando leña al fuego. No sé si Ardán se da cuenta de lo que están haciendo —era Arroyo quien hablaba—. Parece que se han propuesto que la ciudad entera se levante en armas contra Javier Aldao.

—Quizá Germán Aldao se decida a intervenir. Una llamada suya al periódico podría parar toda esta campaña de desprestigio en un abrir y cerrar de ojos.

—Recuerda lo que nos dijo ayer el comisario Fuentes. El padre y el hijo no se hablan. Supongo que Germán echó el resto hablando con el gobernador y el alcalde para impedir que llamasen al chico a declarar, pero ahora que las cosas se precipitan habrá decidido lavarse las manos.

—Muy propio de él. Siempre fue un imbécil —Marcial de Soto frunció el ceño—. De todas formas, el mal ya está hecho.

Desde dentro de la librería, la perspectiva de la Plaza de España era verdaderamente magnífica. Lía contempló en silencio los negrillos nevados de la Alameda, el paseo de los Cantones cubierto de blanco y al fondo la fachada barroca del Ayuntamiento bajo un cielo gris que no hacía presagiar grandes cambios en el clima para las próximas horas.

—¿Podemos hacer algo? —Lía hablaba sin apartar los ojos del edificio del consistorio.

—Supongo… pero no se me ocurre qué.

Marcial de Soto se quitó las gafas, las limpió y luego volvió a colocárselas sobre los ojos pequeños y atentos.

—Pues mira, Arroyo, me parece que a partir de ahora esto es cosa tuya.

—¿Por qué?

El librero se encogió de hombros.

—Porque en esta ciudad de locos todo el mundo te sigue la corriente. Sí, no pongas esa cara. Desde la historia de la muralla, lo que tú dices va a misa.

Marcial de Soto tenía razón. Si había en Ribanova alguien capaz de ejercer una influencia benéfica sobre cualquiera, desde el alcalde Saavedra al vendedor de castañas de los Cantones, pasando por el gobernador civil o el presidente de la Diputación, ése era sin duda Juan Sebastián Arroyo. Desde su juventud, cuando salvó la muralla de la demolición, Arroyo había sido lo que se dice un personaje popular, y los años, las arrugas y las canas no habían hecho sino aumentar su nómina de amigos y su carisma indiscutible. Ahora, ya en plena senectud, el paso del tiempo y su aspecto patriarcal habían intensificado su aura de hombre señalado por la buena estrella de los seres excepcionales. El librero estaba en lo cierto: así las cosas, solo Arroyo podía rescatar a Javier Aldao del abismo en que había caído empujado por Cristina Sanjuán y por las crónicas de El Comercio.

—Es que no sé cómo servir de ayuda en este caso —Arroyo nunca había sido muy consciente de su popularidad fuera de lo común—. ¿Creéis que si hablo con Ardán…?

—No, no es eso. Se trata de que tomes al chico bajo tu protección, ¿entiendes? Que te pasees con él, que lo lleves a la tertulia del Casino… En cuanto la gente empiece a verlo contigo dejarán de mirarlo con tan malos ojos.

Lía y Marcial de Soto miraban a Juan Sebastián Arroyo esperando una respuesta. El viejo se encogió de hombros.

—Pues nada, por mí no hay problema. Si hace falta, seré su sombra mientras esté en Ribanova —se volvió hacia Lía—. ¿Tienes idea de cuánto tiempo piensa quedarse?

—No. De momento sigue disponiendo de la habitación, y no ha hablado de marcharse. Lo que no entiendo es qué le retiene aquí.

—En cualquier caso, no es asunto nuestro —decidió Arroyo—. Ahora hay que ponerse en marcha antes de que algún gallito de pelea se envalentone con las crónicas de Genaro Alcázar y decida vengar a la doncella despechada liándose a mamporros con Javier Aldao. Lía, esta tarde, después del almuerzo, Marcial y yo pasaremos por el Hotel Almirante para tomar el café.

—¿Yo? —Marcial de Soto abrió mucho sus ojos pequeñísimos—. Pero es que…

—Mira, Marcialito, aquí vamos a dar el callo todos. No voy a ser el único buen samaritano. Lo dicho, Lía. A eso de las tres y media estamos por allí. Entretanto, tú procura que nadie vaya a descalabrar al pobre Aldao o lo rete a un duelo a pistola.

Aquel mediodía, el Salón de los Espejos del Hotel Almirante registraba un completo abarrote, quizá porque coincidía la fecha del fin de semana con la preparación de uno de los platos más apreciados por los amantes de la buena cocina: codornices con repollo. La factura de aquella receta era larga y laboriosa, y comenzaba el día anterior, cuando las tres hermanas Leal ponían a macerar las codornices y a hervir el repollo para evitar que al día siguiente el olor podrido de la verdura cociéndose se adueñara de todo el ámbito del hotel. Así, Dora, Rosa y Candela cocinaban las coles a partir de las doce de la noche, con la puerta de la cocina bien cerrada y los ventanucos que daban a la calle completamente abiertos a pesar del frío. Luego, cuando el repollo ya estaba cocido, lo sacaban del agua, lo escurrían por completo y lo dejaban reposar en la fresquera hasta la mañana del día siguiente. La primera de las tres hermanas en llegar a la cocina dividía el repollo en bolas de tamaño mediano, las enharinaba y las freía en aceite de oliva, y luego las devolvía a la despensa. A continuación empezaba la preparación de las codornices. Las aves diminutas, ya desplumadas y sin entrañas, se ponían a dorar en aceite en una enorme cazuela de cobre, y luego se les añadían zanahoria troceada, cebolletas francesas, dientes de ajo, granos de pimienta negra y blanca, sal y hojas de laurel. Después de rehogar las codornices y las verduras durante unos minutos, añadían a la mezcla una ración generosa de vino oloroso, y en cuanto rompía a hervir cubrían el guiso de agua con sal. Aquel potaje se cocinaba a fuego lento durante más de una hora, y en ese intervalo había que probarlo no menos de diez veces para ir rectificando los ingredientes, un poco más de sal, un poco más de pimienta, un poco más de vino. Luego se incorporaban al guiso las bolas de repollo y se dejaba cocer todo durante cuarenta y cinco minutos. Aquel plato, creado por Candela Leal, se había servido por primera vez durante la visita a Ribanova de un prócer madrileño que desde entonces pasaba todos los años por la ciudad amurallada y por el Hotel Almirante para volver a saborear la combinación exquisita.

Cuando Javier Aldao entró aquel mediodía en el Salón de los Espejos, sintió enseguida que el olor delicioso que flotaba en el aire le espoleaba el apetito. Se sentó a la única mesa libre que quedaba en el salón, que aquella hora había sido materialmente asaltado por cincuenta ribanovenses ávidos de disfrutar del guiso de caza tan justamente célebre, y pidió su ración de codornices antes de darse cuenta de que algunas miradas se habían vuelto hacia él. Solo cuando el camarero se alejó después de tomar nota, Javier Aldao fue consciente de que muchos de los clientes le estaban mirando, que algunos cuchicheaban entre sí mientras escrutaban su rostro, y que las conversaciones habían ido languideciendo hasta convertirse en murmullos, porque todo el mundo estaba pendiente de su persona y la salsa de las codornices se enfriaba mientras los comensales ponían su atención en Javier Aldao, a quien ya todos eran capaces de reconocer gracias a la foto publicada por El Comercio.

El camarero llegó con el plato cubierto por una campana de metal, y la retiró frente a Javier Aldao con una ceremonia que a él le resultó algo burlona. Quizá para huir de las miradas indiscretas de quienes le observaban, fijó la vista y los sentidos en la comida que acababan de servirle. Del guiso se escapaba un aroma denso que casi podía masticarse, y Javier Aldao descompuso sin dificultad los olores del vino de jerez, del laurel y de la pimienta. La carne oscura estaba rodeada de bolas doradas de repollo frito y de zanahorias tiernas de un naranja intenso que flotaban en la salsa espesa a fuerza de muchas horas de cocción. Desprendió con el tenedor una pequeña porción de codorniz, y luego colocó sobre ella un pedazo de repollo y una rodaja de zanahoria, y se lo llevó todo a la boca para saborearlo con los ojos cerrados. A ningún cliente pasó desapercibido el ritual de preparación de los alimentos ni la expresión placentera de Javier Aldao después de probar el primer bocado, y ya no les quedó ninguna duda de que su capacidad para gozar de la comida en unas circunstancias tan difíciles como las que le rodeaban no podía ser más que una tremebunda demostración de indiferencia y también, por qué no, de desprecio hacia aquellos que pretendían hacerle llegar un reproche mudo.

Cuando Lía Leal entró en el comedor, pudo ver a Javier Aldao entregado en cuerpo y alma a las delicias de las codornices con repollo mientras cincuenta pares de ojos le observaban en silencio. Él parecía no darse cuenta, abstraído como estaba en el disfrute de la mezcla de caza y vegetales, pero Lía tuvo la certeza absoluta de que su pretendido arrobo ante la comida era solo un método de defensa ante el ataque del que estaba siendo objeto. Por unos segundos Lía detestó con toda su alma a los clientes del restaurante, y encontró que eran cobardes y mezquinos, que actuaban envalentonados por el respaldo mutuo y la conciencia de saberse enfrentados a un único enemigo indefenso. Movida por un impulso que ni siquiera se detuvo a clasificar, Lía cruzó el salón hasta llegar a la mesa que ocupaba Javier Aldao. Él estaba saboreando la carne y el repollo frito con la mirada perdida en alguna parte, y necesitó un instante para darse cuenta de que tenía enfrente a la directora del hotel. Se puso de pie instantáneamente, casi sin tiempo de retirar la servilleta de sus rodillas.

—¿Todo bien? —preguntó ella.

—Muy bien. Perfecto —Javier Aldao pensó que se refería a las codornices.

—¿Le apetece un café al terminar la comida? —el otro asintió sin poder disimular la sorpresa ante aquella invitación imprevista—. Entonces le espero en el bar.

Lía salió del comedor sintiendo en su espalda los mismos ojos atónitos que antes se clavaban en la figura solitaria de Javier Aldao. Era evidente que una nueva sorpresa acababa de sacudir a los clientes del Hotel Almirante. Sin embargo, la fugaz aparición de Lía había tenido la virtud de calmar los ánimos de aquellos que segundos antes dirigían miradas furibundas al supuesto asesino de damas indefensas. Cuando Lía Leal cerró la puerta que comunicaba el Salón de los Espejos con el vestíbulo del hotel, todos sin excepción volvieron a sus platos y a las conversaciones que mantenían antes de que Javier Aldao entrase en el restaurante dispuesto a dar cuenta de su ración de codornices con repollo.

Por su parte, Javier Aldao ya no prestó mucha más atención al estofado de caza, ni tampoco al hojaldre relleno de crema que le sirvieron como postre, pues aún estaba intentando entender el porqué de la invitación de la directora del hotel, que hasta entonces se había mostrado extraordinariamente huidiza y muy poco dispuesta a manifestaciones amistosas. Intrigado, pidió la cuenta y salió del restaurante olvidando incluso que solo unos minutos atrás todos los comensales estaban más pendientes de él que de las codornices sabiamente preparadas por Candela Leal. En realidad, el plato fuerte de aquel día en el Salón de los Espejos no se había preparado en las cocinas del Hotel Almirante.

Javier Aldao entró en el bar sin hacer ruido. Eran las tres y cuarto. A aquella hora no había allí casi nadie, solo un caballero engolfado en una partida solitaria de ajedrez a quien el recién llegado no relacionó con el médico que dos días antes había descubierto para él el cadáver de Cristina Sanjuán. Tomó asiento en una mesa junto a la ventana, pidió un café solo y se dispuso a esperar. Rosalía Leal llegó cinco minutos más tarde y se sentó a la mesa.

—Buenas tardes, ¿qué tal el almuerzo?

—Espléndido.

—Esas codornices son una receta de mi madre.

—¿Y usted sabría prepararlas?

Lía arrugó un poco la nariz.

—Es muy posible… pero, por lo general, no tengo mucho tiempo para dedicarlo a la cocina —Lía miró disimuladamente el reloj de pared esperando que Juan Sebastián Arroyo y Marcial de Soto tuviesen a bien no retrasarse mucho. Por algún motivo le estaba resultando extraordinariamente difícil mantener una conversación con Javier Aldao.

—¿Ha visto la foto de El Comercio? —a Lía le sobresaltó la pregunta formulada de un modo tan directo, y estaba a punto de contestar cuando en ese momento entraron en el salón Juan Sebastián Arroyo y Marcial de Soto y se acercaron a la mesa que ocupaban.

Fue la propia Lía quien presentó al librero a Javier Aldao, y Arroyo quien pidió permiso para sentarse. Cuando los comensales que almorzaban en el Salón de los Espejos entraron en el bar, encontraron a Javier Aldao en animada tertulia con la directora del hotel, el propietario de El Unicornio y el personaje más popular de Ribanova, que saludaba con sonrisas y apretones de manos a los recién llegados, y hasta invitaba a acercarse a algunos y hacía las presentaciones, «éste es mi amigo Javier Aldao», decía, y los mismos que solo unos minutos antes dedicaban al extraño miradas asesinas ahora estrechaban su mano sin saber qué hacer, perdidos irremediablemente en la confusión de los sentimientos encontrados: por un lado, llevaban días enteros denostando el comportamiento de Aldao; por otro, el tal Aldao estaba acompañado de Juan Sebastián Arroyo, y ésa era una circunstancia incontestable, que podía derribar muros y salvar distancias. Ningún amigo de Arroyo era considerado un enemigo colectivo de la ciudad de Ribanova, así que estrecharon su mano y alguno incluso le dedicó una sonrisa confundida. Por su parte, Javier Aldao era incapaz de entender cómo se había obrado el prodigio, porque aunque era consciente de las simpatías que despertaba Arroyo, los años pasados fuera de la ciudad le impedían saber que la presencia del anciano podía tener efectos milagrosos. Hasta la mesa en la que estaban iban llegando hombres y mujeres sonrientes que parecían esperar la bendición de un santo, que recibían la sonrisa y el saludo de Arroyo como una especie de bálsamo capaz de curar heridas.

Rosalía Leal acompañó a los tres hombres durante casi una hora y luego tuvo que volver a la oficina. Marcial de Soto también se retiró, pues esperaba la visita de un viajante de libros de Barcelona y tenía que volver cuanto antes a El Unicornio. En las otras mesas los clientes remataban sus tazas de café antes de enfrentarse de nuevo a la nieve que seguía cayendo.

—¿Tiene usted prisa? —era Arroyo quien preguntaba.

—Ninguna. Como puede suponer, no me espera nadie —se limpió los labios con la servilleta—. Y, antes de nada, muchas gracias por rescatarme de la lapidación colectiva.

—Bobadas.

—Usted no les vio a mediodía en el restaurante.

Sacó su pitillera y encendió un cigarro después de ofrecer otro a Juan Sebastián Arroyo, que lo rechazó con un gesto.

—No piense lo peor de esta ciudad —Arroyo miraba el humo azul que se escapaba del pitillo y abominó de sus muchos años y el mal estado de sus pulmones, que le impedían disfrutar del tabaco.

—No lo hago. Después de todo, la gente solo tiene una versión de los hechos.

—Precisamente por eso deberían esperar antes de juzgarle. En fin, no le demos más vueltas —Juan Sebastián Arroyo apartó la taza del café—. Dígame, ¿qué hace usted en Ribanova?

Aldao sonrió.

—Vine a reconocer un cadáver.

—Eso ya lo sé. Quiero decir ahora que ha terminado el trabajo.

Javier Aldao volvió la vista hacia los ventanales que daban a la calle de la Reina. Nevaba con copos grandes y ligeros como plumas que se posaban en las aceras y en la calzada.

—Quiero recuperar lo que es mío —apagó el cigarro contra el cenicero y una débil columna de humo se escapó de la colilla—. Llevo diecisiete años viviendo fuera de la ciudad. No piso Ribanova desde antes de la guerra. Y creo que ha llegado el momento de recordar unas cuantas cosas que se me habían olvidado.

Juan Sebastián Arroyo se arrellanó en el sillón.

—¿Es cierto que no se habla con su padre? —preguntó.

—Totalmente cierto. Ya veo que las noticias vuelan —torció un poco la boca—. Durante la guerra luché al lado del ejército rojo. Ya sabe, el que volvió cautivo y desarmado, etcétera, etcétera.

—Si me guarda el secreto, le diré que de haber tenido edad para ir al frente usted y yo habríamos jugado en el mismo equipo. Pero, la verdad, no creo que a estas alturas esas cosas importen mucho. Todos hemos salido perdiendo. Unos y otros.

—Pues explíqueselo a mi padre. De todos modos, ésa no es la cuestión.

A una señal de Juan Sebastián Arroyo el camarero había traído otras dos tazas de café. Aldao bebió un sorbo de la suya antes de seguir hablando.

—Cuando acabó la guerra estuve en la cárcel. Muy poco tiempo. Mi padre tiene amigos muy bien situados y pidió algunos favores. Al parecer —forzó una sonrisa— habló incluso con la propia doña Carmen. En cuanto salí de prisión encontró para mí un trabajo bien pagado y me envió dinero para que pudiese estabilizarme. Y luego me prohibió que volviese a su casa y también que regresase a Ribanova. De esto hace ya cinco años.

—¿No ha intentado usted hablar con él?

El otro describió un gesto vago que podía interpretarse como una negativa.

—No serviría de nada. Supongo que me considera un caso perdido.

—¿Y usted cómo se siente?

Javier Aldao miró unos segundos a Juan Sebastián Arroyo antes de contestar.

—Ya que lo pregunta, hubo un tiempo en que habría dado cualquier cosa a cambio de que se normalizaran las relaciones con mi padre. Ahora ya no estoy tan seguro.

Juan Sebastián Arroyo estuvo a punto de pedir que explicara qué le había hecho cambiar de opinión, pero se mordió la lengua a tiempo. Ya había hecho demasiadas preguntas indiscretas.

—¿Sabe? Nunca pensé que pudiese llegar a encontrarme solo en el mundo.

—Conozco la sensación —contestó Arroyo—. Mis padres murieron cuando yo tenía poco más de veinte años.

Aldao negó con la cabeza y encendió otro cigarro.

—Disculpe, pero no es lo mismo. Usted perdió a sus padres. Yo tengo una familia que no quiere saber nada de mí, y además se supone que es culpa mía.

—Usted solo hizo lo que consideraba correcto.

La boca de Javier Aldao dibujó una sonrisa amarga, como la mueca de un payaso.

—No, señor Arroyo. Yo hice lo que me pareció más… cómo decirle, más provocador, más desafiante. Míreme. No soy una persona de convicciones firmes. Simplemente encontré muy atractiva la idea de enfrentarme a mi mundo. Luchar con la República fue una forma de rebeldía casi infantil y bastante absurda. A mi lado murió gente que peleaba por unos ideales mientras yo pegaba tiros solo para llevar la contraria. Creo que mi padre también se dio cuenta y por eso renegó de mí.

—De todas formas, y perdone que se lo diga, cualquiera merece una oportunidad para enmendarse. Usted era muy joven.

El rictus de Javier Aldao se había vuelto más amargo.

—Pero ahora ya no lo soy, señor Arroyo. Y mi padre sigue considerándome un enemigo encarnizado. En realidad, creo que cataloga así a todos los que se niegan a seguirle la corriente. En fin, son cosas de familia.

Ya casi no quedaba nadie en el bar del hotel. Acababan de dar las cinco y media, y empezaba a hacerse de noche. Era una hora extraña, una especie de paso de ecuador en el Hotel Almirante, porque solo unos minutos más tarde empezarían a llegar las damas que merendaban en el Salón de los Espejos el famoso chocolate con tostadas. Mientras, en aquel momento, el hotel flotaba en un silencio pacífico. Javier Aldao fumaba sin hablar y Arroyo se dio cuenta de que había en su expresión una tristeza de muchos años.

—¿Va a quedarse en Ribanova?

—Creo que sí. Al menos unos cuantos días. Quiero pasear, quiero conocer gente… Aunque no estoy seguro de que esa parte de mis planes no se haya venido abajo. Que lo señalen a uno como responsable de un suicidio no es la mejor carta de presentación.

—No se preocupe por eso. O no conozco yo a mis paisanos, o en un par de días ya nadie será capaz de relacionarle a usted con la muerte de Cristina Sanjuán. Es curioso, pero las personas tienen una facilidad extraordinaria para olvidar algunas cosas. Puede estar tranquilo. Y, por supuesto, cuente conmigo en su proyecto de reincorporación a la vida en Ribanova.

—¿Está seguro?

—Y tanto que sí. Además, no sabe cuánto me gusta servir de cicerone. Empezaremos mañana mismo, si le parece. Haremos una pequeña ruta por la ciudad… y, si quiere, puede acompañarme a mi tertulia del Casino. No crea que todos son tan viejos como yo.

—Lo de la edad es una cuestión muy relativa.

—Eso lo dice porque tiene treinta años. Bueno, quedamos en eso. Vendré a buscarle mañana a las doce.

—No sé qué decirle… Le agradezco mucho…

Juan Sebastián Arroyo dio un manotazo elocuente al aire para quitar importancia a su intervención.

—Nada, nada. Y, para serle sincero, es a Rosalía Leal a quien debe dar las gracias. Fue ella quien me pidió que le echase a usted una manita para salir del atolladero. Mañana nos vemos.

Juan Sebastián Arroyo salió del Hotel Almirante con dirección a su próxima cita y Javier Aldao permaneció todavía un rato en el bar. Luego, como siguiendo los dictados de una inspiración repentina, se puso el abrigo y salió a la calle en dirección a la floristería. Treinta minutos después Lía Leal recibía en su despacho del hotel el primer ramo de flores de sus veinticinco años de vida. En contra de lo que cualquiera hubiese podido esperar, ella no se conmovió con las rosas de invierno. Pensó, simplemente, que Javier Aldao debía de haberse propuesto saldar todas las cuentas pendientes de las mujeres Leal. Y después de poner las flores en un jarrón con agua, volvió a sus papeles. Como de costumbre, había mucho trabajo que hacer.