V

—Tengo una cita con el comisario Fuentes.

—¿Su nombre?

—Javier Aldao.

El ayudante del comisario entró en la oficina y Fuentes salió en cuestión de segundos.

—¿Señor Aldao?

—Yo mismo. Supongo que es usted el comisario.

Le tendió la mano y el otro la estrechó sin prisa. Javier Aldao tenía las manos largas, delicadas, unas manos blancas de muñecas estrechas y algo frágiles, más propias de un niño que de un hombre. Sin embargo, y para sorpresa de Fuentes, el apretón que brindaban era firme y sólido.

—Pase a la oficina, por favor. El juez Teleno está dentro —abrió la puerta—. Juez, ha llegado el señor Aldao.

El juez aprovechó para observar brevemente al recién llegado. Era alto, de huesos largos y espalda tiesa. Llevaba los ojos oscuros protegidos tras unas gafas de concha, y el pelo negro se le ensortijaba en la nuca, detalle que pareció a Teleno muy escasamente viril. Tenía la boca grande, de labios finos, y la nariz afilada destacando en el rostro de piel muy blanca. Para el juez, Javier Aldao componía el perfecto retrato del señorito madrileño de manos de pianista y uñas pulidas pasadas semanalmente por los buenos oficios de una manicura.

—Siéntese, por favor —Fuentes le acercó una silla—. Gracias por haber venido tan pronto.

Javier Aldao compuso un gesto de cansancio.

—No hay nada que agradecer. Para mí es un alivio terminar con esto de una vez.

A Javier Aldao no le pasó inadvertida la mirada que intercambiaron el comisario y el juez.

—Hay muchas cosas que ustedes no saben —dijo—. ¿Puedo fumar?

—Por supuesto.

Javier Aldao sacó una pitillera de oro con sus iniciales del bolsillo interior de la chaqueta y ofreció tabaco a los dos hombres antes de encender el cigarro. Aspiró el humo muy lentamente, y habló después de expulsarlo.

—¿Por dónde quieren que empiece?

El comisario sentía que aquella situación escapaba peligrosamente a su control. Le chocaba la tranquilidad casi insultante, la absoluta autoconfianza de Javier Aldao, su modo displicente de fumar y hasta la forma de sentarse en la silla, con una pierna sobre la otra y los brazos cruzados, como si todo aquello no resultase para él un completo engorro. Es más, se dijo, aquel lechuguino parecía incluso satisfecho de haber viajado quince horas en un tren infame para plantar cara a una implicación en un caso de suicidio. Fuentes decidió minar su ánimo.

—Pues, si le parece bien, podemos comenzar por la identificación del cadáver. Me gustaría estar seguro de que el cuerpo que espera en la morgue es el de la señorita Sanjuán.

El juez Teleno miró al comisario con cierta extrañeza. Habían hablado de interrogar primero a Javier Aldao, pero Fuentes se estaba saltando los planes. En fin, se dijo, allá él. Fuentes salió de la oficina y pidió a su ayudante que preparase un coche.

—¿Un coche con esta nevada?

El comisario miró por el ventanuco de la oficina: había dejado de nevar desde primera hora de la mañana, pero durante la noche no había parado un solo momento, de forma que la ciudad entera componía una estampa propia de la estepa rusa.

—Bueno, pues está visto que nos toca andar —y al decirlo no pudo evitar que asomara a sus labios una sonrisa de satisfacción—. Señor Aldao, lamento hacerle caminar con el tiempo que tenemos, pero me temo que no hay alternativa.

—Ningún problema —dijo, y se puso de pie.

Salieron juntos a la calle. Eran ya más de las diez. Algunos colegios de Ribanova habían suspendido las clases matutinas, así que la Plaza de España estaba tomada por decenas de niños que habían organizado batallas campales de bolas de nieve, y se perseguían chillando unos a otros, con las manos y las narices enrojecidas por el frío. El comisario y el juez esquivaron con pericia algún proyectil mal dirigido mientras Fuentes pedía a cualquier miembro del santoral que una de aquellas bolas blancas fuese a impactar en la nuca de Javier Aldao, pero nada de eso ocurrió y el forastero llegó sano y salvo al fondo de la plaza. Había nieve apelmazada en todas las aceras, placas de hielo considerables que se convertían en una amenaza, y tanto Fuentes como Teleno amagaron un resbalón tres o cuatro veces. A su lado, impertérrito, Javier Aldao andaba con pasos largos y seguros como si el ángel de la guarda infantil pudiese ponerle a salvo de cualquier patinazo. Miró sonriente a los dos hombres que trataban de mantener el equilibrio y les mostró sus zapatos: llevaba una especie de botines claveteados que se agarraban con saña a la superficie helada.

—Los compré en Suiza hace diez años —les dijo en un tono casi alegre—. No dirán que no vengo preparado.

Fuentes crispó los puños dentro de los bolsillos del gabán y no volvió a decir una palabra hasta llegar al Hospital Provincial. El doctor Hernán les recibió en su despacho y luego se ofreció a acompañar a los visitantes al depósito de cadáveres. Los tres hombres siguieron al médico por un pasillo largo y oscuro, todo de azulejos blancos. Al fondo había una puerta de madera y cristal esmerilado que el médico tuvo que abrir con una llave. Dentro, abandonada sobre una camilla y cubierta con una sábana blanca, estaba la muerta del Hotel Almirante. Sin decir una palabra, Pablo Hernán retiró la tela para descubrir el rostro. Javier Aldao no apartó la vista de él ni un solo segundo.

—Es ella. Es Cristina Sanjuán.

—¿Está seguro?

Javier Aldao seguía manteniendo la mirada fija en el cuerpo, pero su rostro de piedra permanecía impertérrito. En vano Pablo Hernán quiso hallar en los ojos del recién llegado un brillo mínimo de compasión, una señal emotiva por débil que fuese, porque el médico necesitaba saber que alguien iba a llorar el fallecimiento de la mujer más hermosa del mundo. Sin embargo, en un solo instante tuvo la convicción de que no iba a ser Javier Aldao quien lo hiciese, porque en su mirada neutra había visto las señales inequívocas de una indiferencia monstruosa.

No era la primera vez que el doctor Hernán asistía a la ceremonia deprimente de la identificación de un cadáver. A pesar de sus más de veinticinco años de ejercicio, el médico sentía un escalofrío invencible cada vez que tenía que descubrir un cuerpo para que alguien confirmase la identidad del muerto anónimo. Cuando se apartaba la sábana había siempre un segundo eterno de silencio denso, y luego gritos desgarrados, lágrimas, exclamaciones de alivio cuando el vivo no reconocía al muerto, como si eso le permitiese mantener la esperanza. Había blasfemias, sollozos, desmayos, tantas y tantas manifestaciones de dolor, de ansiedad, de angustia, de pena. El doctor Hernán creía firmemente que era imposible concebir nada más dramático. Pero se equivocaba. Porque la reacción inhumana de Javier Aldao enfrentado con toda tranquilidad al rostro sin vida de Cristina Sanjuán era, con mucho, la cosa más espantosa que hubiera presenciado en toda su vida. Fue el propio Aldao quien volvió a cubrir con la sábana la cabeza de la muchacha.

—Es Cristina Sanjuán —repitió, mirando al comisario y al juez—. No tengo ninguna duda.

—En ese caso, ya no les queda nada que hacer aquí —el doctor Hernán se asombró con la aspereza de su propia voz—. Salgan, por favor. Tengo que cerrar la puerta.

Los tres hombres obedecieron en silencio la orden del médico, que dio dos vueltas a la llave antes de meterla en un bolsillo. Desandaron de nuevo el camino hasta la puerta de entrada del hospital, y allí el doctor Hernán se despidió de ellos sin estrecharles la mano. Cuando dio media vuelta para marcharse, el médico reconoció sin dolor ante sí mismo que detestaba con toda su alma a Javier Aldao.

El comisario y el juez caminaban junto a Aldao, con la cabeza baja y los pies próximos a deslizarse en el paso siguiente. El otro seguía dando zancadas firmes en la seguridad de su calzado alpino, y Fuentes tuvo la sensación de que el joven iba silbando por lo bajo una cancioncilla popular que no tardó en reconocer como un villancico.

—Vamos a tener unas navidades preciosas —dijo—. Ayer, por cierto, vi el árbol del Hotel Almirante. Una maravilla.

Teleno tuvo que hacer esfuerzos para no pararse en seco. Un Aldao en el hotel de las Leal… El juez echó mano de toda su sangre fría para que su pregunta pareciese inocente.

—¿Se aloja usted en el hotel?

—Sí —contestó, y volvió a los silbidos. No volvió a decir palabra hasta llegar de nuevo a la comisaría. Entraron en la oficina y Fuentes pidió café para todos.

—Y ahora, si no le importa, vamos a hacerle unas preguntas… Es solo un formalismo, ya me entiende…

Javier Aldao le detuvo con un gesto.

—Escuchen, soy abogado. Sé perfectamente que no me están acusando de nada. He venido a Ribanova de forma voluntaria, de forma voluntaria he identificado el cadáver de la señorita Sanjuán, y del mismo modo voy a ayudarles en lo que pueda. Así que no se sientan en la necesidad de pedir disculpas ni de darme explicaciones.

Lo dijo en un tono pausado, casi amistoso, mirando de frente a los dos hombres, y al terminar curvó la boca en una sonrisa. Pero Fuentes observó que en su gesto tranquilo y sus pupilas limpias tras las gafas de estudiante miope existía una frialdad extraña, como si toda aquella historia le fuese ajena. Como antes había hecho el doctor Hernán, el comisario decidió que Javier Aldao era uno de esos hombres capaces de situarse en la otra orilla de los acontecimientos, siempre a una distancia prudencial, siempre en la periferia, de modo que nada ni nadie fuese capaz de hacer tambalear su ánimo o de traspasar la barrera difícil de la indiferencia para llegar a esa zona donde las cosas duelen porque se vuelven propias. Después de treinta años de ejercicio profesional en la policía, después de haber pasado meses enteros en el campo de batalla durante la guerra, Fuentes había encontrado a muy pocos tipos como Javier Aldao.

—En ese caso —dijo—, vamos a ir al grano. ¿Qué relación le unía a la difunta?

—Éramos amigos, ya se lo dije por teléfono. Nos conocimos en Madrid hace unos cuantos meses.

—¿Tenían… negocios juntos, algún tipo de vinculación que…?

—Amigos nada más, comisario —Javier Aldao se quitó las gafas y luego volvió a ponérselas—. Le doy mi palabra de honor que entre Cristina Sanjuán y yo no hubo nunca otra cosa que una amistad, que además se rompió hace algún tiempo.

—¿Sabe usted qué edad tenía?

—Acababa de cumplir los veinticuatro.

El comisario iba tomando nota de las respuestas en un cuaderno azul.

—Muy bien. Ahora necesitamos que nos ayude a localizar a la familia de la señorita Sanjuán para ponerla en antecedentes de su fallecimiento.

Javier Aldao describió con los ojos un gesto difícil de definir, pero que a Fuentes se le antojó cargado de cierta sorna.

—Cristina Sanjuán estaba sola en el mundo, comisario. Era huérfana de padre y madre. No tenía hermanos, y su pariente más próximo murió hará cosa de año y medio, por lo que no queda nadie a quien informar de su muerte.

El comisario Fuentes frunció el ceño.

—Así que tampoco habrá quien se ocupe de sus cosas… ni del cadáver —gruñó.

—Si es posible —Javier Aldao volvió a hablar—, me gustaría hacerme cargo de… ya sabe, los gastos del entierro y todo eso. En cuanto a sus pertenencias…

—Quizá quiera usted examinarlas por si acaso —aventuró Teleno. Javier Aldao negó con la cabeza.

—Desde luego que no. Estoy seguro de que no hay nada mío entre los objetos personales de Cristina. Y, francamente, no tengo ningún interés en husmear en ellos.

El comisario leyó para sí la declaración de Javier Aldao, la repasó un par de veces y luego volvió a dirigirse a él.

—Señor Aldao, ya sabe que antes de morir la señorita Sanjuán escribió una nota en la que de una forma directa le relacionaba a usted con su suicidio. ¿Qué tiene qué decir a eso?

Hubo unos segundos de silencio. El juez Teleno tamborileaba con la punta de sus dedos en la mesa desordenada del comisario, y los tres hombres pudieron escuchar aquel ruido leve y definido. Javier Aldao se pasó la mano por la cabeza en un gesto con el que parecía querer ganar tiempo, y luego miró al comisario Fuentes.

—Que Cristina Sanjuán estaba loca. Loca de remate. Así que solo ella sabe por qué razón decidió matarse y por qué pretende echarme la culpa a mí.

Lo dijo con una tranquilidad y una contundencia notable, con la misma indiferencia con que había hablado y actuado hasta aquel preciso instante. Sin embargo, y aunque el juez Teleno no se dio cuenta, el comisario pudo percibir que el labio inferior de Javier Aldao temblaba un poco y que una de sus manos, blanca y exquisita, se había crispado en su antebrazo al contestar a la pregunta. Fuentes iba a decir algo, pero dos golpes en la puerta lo interrumpieron.

—¡Pase! —dijo de mala gana.

—Perdone, comisario —la cabeza mal peinada del policía novato se asomó por la rendija de la puerta abierta—, pero el director del periódico quiere hablar con usted. Dice que es muy importante y que no puede esperar.

Javier Aldao se levantó inmediatamente.

—Yo les dejo —tendió la mano a los dos hombres—. Estaré alojado en el Hotel Almirante, por si necesitan algo.

—En principio, hemos terminado con usted —dijo el comisario, y buscó con sus ojos las pupilas del otro—. Disfrute de su vuelta a casa.

Rogelio Ardán llevaba diez años dirigiendo con bastante acierto el único periódico de Ribanova. El diario El Comercio había sido fundado a finales del siglo anterior por Máximo Ardán, abuelo del director actual, y se publicó durante casi cincuenta años sin que distintos altibajos económicos o las penurias de la guerra llegasen a interrumpir nunca su llegada diaria a la práctica totalidad de las casas de Ribanova. Para muchos ribanovenses, el periódico local constituía el único nexo de unión con el resto del mundo, con la inmensa porción de la realidad que quedaba fuera del recinto amurallado.

El Comercio era un diario mal organizado y con un punto anárquico que, a fuerza de ser prácticamente desconocido fuera de su lugar de fundación, había sabido driblar sabiamente las amenazas de la censura. Se le consideraba un periódico doméstico y prácticamente inofensivo, ideológicamente blanco, concebido casi como una hoja parroquial donde tenían cabida las recetas de cocina, los figurines de moda y las recomendaciones del almanaque zaragozano. Sin embargo, habían hecho mal en menospreciar la actividad de El Comercio, pues bajo su aspecto pacífico el diario había servido para canalizar informaciones a veces jugosas e incluso para crear corrientes de opinión entre los verdaderamente duchos en el arte de leer entre líneas. Por las páginas amarillentas y olorosas a tinta fresca, mal compuestas algunas veces y llenas con frecuencia de errores de bulto atribuibles a la imprenta, se supo en la ciudad de la caída de la República, del comienzo de la guerra y del advenimiento de la paz, de la invasión de Polonia y del avance de las tropas aliadas, de la muerte de Alfonso XIII en el exilio romano y del nacimiento de su nieto, un niño rubio que aunque nadie hubiera podido saberlo entonces, estaba llamado a reinar en España con el nombre de Juan Carlos I. Junto a aquellas noticias que iban haciendo variar el curso de la Historia, El Comercio daba cuenta todos los días de información netamente local, natalicios y defunciones, chismes pueblerinos y resúmenes de los plenos del Ayuntamiento. Nada en Ribanova ocurría al margen de la publicación, y sus dueños, los Ardán, sabían sobradamente de su predicamento en la poco complicada rutina ribanovense.

A las once y media de aquella mañana Rogelio Ardán había recibido en su despacho una carta enviada por correo ordinario y dirigida al director del diario El Comercio, de Ribanova. Nada más leer el nombre del remitente, Rogelio Ardán tuvo la certeza de que le habían puesto entre las manos una auténtica bomba. Después de rasgar el sobre y leer para sí hasta tres veces seguidas aquellas líneas insólitas, llamó al jefe de talleres y le dijo que tuviese todo preparado para aumentar la tirada del periódico al día siguiente. Luego se quedó solo en su despacho, dando gracias al destino por el golpe inesperado de buena fortuna, y por fin se puso el abrigo y el sombrero y salió de la redacción del diario camino de la comisaría.

Fuentes le hizo entrar, fastidiado porque la visita inesperada había interrumpido su entrevista con Javier Aldao.

—Bueno, pues ya puede explicar a qué vienen tantas prisas —el comisario estaba de mal humor, y Ardán supo que las noticias que traía no iban a ayudar a mejorarlo. El juez Teleno le señaló una silla, y Ardán se sentó.

—Comisario, esta mañana he recibido una carta —metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó el sobre—. Una carta muy extraña enviada hace tres días.

—Hable con correos —gruñó el comisario—. A ver si también voy a tener yo la culpa de que las cartas lleguen tarde.

Ardán ignoró el comentario.

—Estoy seguro de que se tomará la cosa mucho más en serio si le digo que fue Cristina Sanjuán quien me envió este sobre —lo mostró al comisario. El juez se había puesto de pie y miraba a Ardán con los ojos atónitos mientras éste extraía del interior las dos cuartillas de la misiva—. Lean, por favor.

Señor Director:

Cuando lea estas líneas yo ya estaré muerta, y con ellas quiero hacer entender por qué me quité la vida: un hombre, Javier Aldao, me engañó seduciéndome con promesas que no pensaba cumplir, y luego me abandonó sin explicaciones.

Me es imposible olvidar los planes de futuro que trazamos Javier y yo para vivir en Ribanova y formar parte de esta ciudad. Estoy segura de que hubiese sido feliz aquí. Pero el destino, o más exactamente la mala fortuna que vino de la mano de Javier Aldao, han querido impedirlo.

No puedo acudir a nadie en mi desdicha. Estoy sola en el mundo desde los once años. No tengo parientes, y el propio Javier Aldao se ha encargado de que no me queden amigos. Mi única alternativa es abandonar una vida que se ha convertido en un calvario. Pido a Dios que me perdone y absuelva también de sus culpas a Javier Aldao, que es, en última instancia, el responsable de mi muerte.

El director del periódico volvió a guardar el sobre en el bolsillo de su chaqueta.

—¿Qué va a hacer con la carta, Ardán? —se decidió a preguntar el juez.

—Publicarla, por supuesto. Pero, como comprenderán, creí que sería preferible enseñársela a ustedes antes de que todo Ribanova supiese su contenido. Digamos que intento compatibilizar mis obligaciones de periodista con mis deberes de ciudadano —sacó una pitillera y encendió un cigarro—. Me gusta hacer bien mi trabajo, pero no quería interferir en una investigación.

—Es que no hay investigación, Ardán —dijo el juez—. La autopsia ha confirmado que Cristina Sanjuán se suicidó, así que por lo que a nosotros respecta no hay más que hablar… Por muchas vueltas que le demos, ser el causante de un suicidio no es ningún delito.

El director del periódico se encogió de hombros.

—Bueno, supongo que no lo es desde el punto de vista legal. Pero socialmente… señores, la gente tiene sus propias normas para juzgar a los demás. Y créanme que esto que tengo aquí —se tentó el bolsillo como para asegurarse de que el sobre seguía en su sitio— convierte a Javier Aldao en un reo camino del cadalso. En fin, no les molesto más.

Rogelio Ardán salió de la oficina y el juez y el comisario se quedaron solos.

—Se va a armar la de San Quintín —dijo Teleno.

Fuentes frunció el ceño.

—Pues me importa un comino —contestó—. Sí, juez, no ponga esa cara. Empiezo a estar harto de todo este asunto. Y, una vez identificado el cadáver y firmada la autopsia, considero que mi participación en el caso ha concluido.

—Pero van a publicar esa carta…

—Y qué.

—Pues eso, Fuentes. Que Javier Aldao va a estar en boca de todos. Además, ya se encargarán en El Comercio de presentar el asunto de la forma más truculenta posible. La gente de Ribanova va a cebarse en ese chico… y no voy a decir que lo sienta, porque el tal Javier Aldao me pareció un imbécil. Pero me dan miedo los linchamientos colectivos. Y la ciudad entera lleva tres días esperando entender por qué se suicidó Cristina Sanjuán.

Fuentes se acercó al ventanuco. Soplaba un viento helado que disipaba las nubes, y los jirones de cielo abierto eran de un azul tan puro que parecía imposible que hubieran estado cubiertos alguna vez. Un sol radiante empezaba a derretir la nieve y los carámbanos de hielo que colgaban de los tejados.

—¿Qué quiere que hagamos? —preguntó el comisario—. ¿Pedir a Ardán que no publique la carta?

—Sería como hablarle a un muerto…

—Mire, no le dé más vueltas. La carta aparecerá mañana. Germán Aldao llamará al alcalde hecho una furia y el alcalde le leerá la cartilla al director del periódico. Al resto de los Aldao les pitarán los oídos durante algunos días, y al cabo de dos o tres semanas nadie recordará qué ocurrió realmente.

—De todas formas, no estoy tranquilo. Mire, se me ocurre una cosa. Esta tarde, cuando ya esté cerrada la edición del periódico, podemos hablar con Aldao y contarle que van a publicar la carta. Hay un tren que sale hacia Madrid esta misma noche. Puede cogerlo y huir de la quema. ¿Qué le parece?

Fuentes resopló.

—No sé por qué demonios tengo que meterme en esto —contestó con una media sonrisa.

—Ya está metido, comisario. Hasta el mismo cuello. Está metido desde el momento en que apareció el cadáver de Cristina Sanjuán, que en mala hora eligió Ribanova para morirse. Pobre chica.

Los dos hombres recordaron a la vez el cuerpo sin vida de Cristina Sanjuán, su cabello de oro navegando al pairo sobre la tela verde de la almohada, su piel inerte que olía a flores, los ojos puros que habían dejado de brillar para siempre, la curva del mascarón de proa de sus caderas redondas, su busto de nereida, las manos pacíficas en actitud de reposo, y ambos pensaron sin decirlo que habrían querido conocerla en vida, verla andar por la calle, descubrir su sonrisa que debía de ser magnífica y escuchar el tono metálico de su voz de sirena de la que un hombre sin alma había privado para siempre al mundo de los vivos.

—Cuando pienso en esa chica muerta me entran ganas de despellejar al cretino de Aldao. Pensar que una chica como ésa tomó cianuro por su culpa… menudo sinvergüenza.

El juez no dijo nada, pero se frotó la barbilla varias veces.

—¿Qué está pensando, juez?

—No sé —meneó la cabeza en un ademán de disgusto—. Es que en esta historia hay cosas que no encajan. Quizá sea deformación profesional, pero creo que nos faltan datos para entenderlo todo.

—No sé qué clase de datos necesita. Cristina Sanjuán está en el depósito de cadáveres, y Javier Aldao vivo y coleando. Queda claro quién es aquí el culpable y quién la víctima.

—Ya. Pero estamos dando muchas cosas por supuestas. ¿No ha pensado usted en la posibilidad de que la chica estuviera mintiendo cuando escribió la carta?

—Anda, ¿y por qué iba a hacer semejante cosa?

—No lo sé. De entrada ya hay algo que me choca. La señorita Sanjuán da a entender que Javier Aldao la deshonró… pero el informe del forense asegura que era virgen…

—Puede ser una forma de hablar…

—O una forma de mentir.

Fuentes miró el reloj.

—Son las dos menos cuarto. A esta hora, nuestro Casanova particular debe estar preparándose para una comida de primera en el Salón de los Espejos.

—Ésa es otra cosa que no entiendo —dijo el juez, como si acabara de recordar algo—: ¿Qué hace Javier Aldao durmiendo en el Hotel Almirante? Es posible que usted no lo sepa, pero los Aldao fueron dueños del edificio de la calle de la Reina durante más de cincuenta años. Luego las Leal lo transformaron en hotel y eso no sentó muy bien a los primeros propietarios. Todo Ribanova sabe que ningún Aldao ha puesto los pies en el Hotel Almirante. Es más, según lo que yo sé hicieron varias maniobras para obligar a las Leal a echar el cierre. Ahora el hijo pródigo vuelve al hogar y como primera providencia se instala en un lugar que los Aldao consideran suyo.

Alguien volvió a golpear la puerta.

—¿Y ahora qué pasa?

El ayudante hizo una mueca resignada.

—Es el señor Arroyo. Dice que, si no es mucha molestia, quisiera hablar con ustedes.

El comisario y el juez se pusieron de pie. De no haberse tratado de Juan Sebastián Arroyo, probablemente se hubieran negado a recibir al visitante repentino, pero todo Ribanova parecía profesar una extraña devoción hacia aquel anciano cuya figura era ya casi legendaria en la historia de la ciudad.

—No saben cuánto siento presentarme así…

—Nada, nada, hombre, para eso estamos —el juez le alargó una silla y el otro le ayudó con el abrigo—. ¿Cómo se encuentra?

—Pues ya ven —se dio unas palmaditas en la rodilla—, haciendo oposiciones para ganar una plaza en el cementerio.

—Arroyo, por favor, si nos va a enterrar usted a todos —Fuentes hubiera deseado abrazar a aquel hombre, que le recordaba inevitablemente a su padre, a su abuelo, a todos cuantos varones había querido con ternura filial a lo largo de sus cuarenta años de vida. Porque eso era Juan Sebastián Arroyo: una especie de pariente colectivo para todos los vecinos de Ribanova.

Les explicó entonces el motivo de su visita. Se trata de Lía, dijo, y el comisario necesitó unos segundos para reconocer el nombre de la directora del hotel en el diminutivo empleado por Juan Sebastián Arroyo. El anciano les contó que la chica estaba inquieta con la presencia en el hotel de Javier Aldao, y evocó ante ellos la amenaza constante que para las Leal había supuesto durante años el apellido de los antiguos dueños de la casa. Les dio más detalles de lo que Teleno intuía y Fuentes acababa de saber, de las artimañas de los Aldao para recuperar la casa, de las muestras de desprecio a las que habían sometido a las mujeres Leal desde la boda de Rosita. Juan Sebastián Arroyo hablaba despacio y sin rabia, y mientras escuchaba la voz pacífica del viejo, el comisario Fuentes iba notando que se intensificaba su antipatía por aquella familia de supuesta prosapia. Arroyo había ido a verles porque quería saber si era su intención retener mucho tiempo en Ribanova a Javier Aldao. Lía Leal tenía mucho trabajo con los preparativos para las fiestas navideñas y la presencia de Aldao en el Hotel Almirante era para ella un motivo de preocupación y de disgusto, como lo sería también para doña Antonia cuando llegara a enterarse. Ciega y aislada del mundo, Tana Leal había sufrido en carne propia todos los envites de los Aldao, primero como madre, después como propietaria del hotel, y era fácil entender que para la buena señora iba a resultar desagradable tener a un Aldao como cliente. Fuentes y Teleno escucharon en silencio las explicaciones de Juan Sebastián Arroyo, y cuando el anciano terminó encontraron una especial satisfacción en poder tranquilizarle.

—Diga a la señorita Leal que no tiene de qué preocuparse —dijo Fuentes, y mostró al sonreír una dentadura blanca e imperfecta—. Creo estar en condiciones de asegurarle que el señor Aldao abandonará el Hotel Almirante y la ciudad de Ribanova en menos de veinticuatro horas.

A Juan Sebastián Arroyo se le iluminó la cara en una sonrisa de gratitud, y una vez más el comisario Fuentes recordó lo que le habían dicho de él a los pocos días de llegar a Ribanova: «Ese hombre es un santo». Ahora, delante del rostro arrugado de don Juan Sebastián, el comisario reflexionaba otra vez sobre el significado de la frase. Allí estaba Arroyo, arrastrando ochenta años de vida y seguramente muchos achaques, haciendo suya la preocupación de una muchacha que hubiera podido ser su nieta pero a la que no le unía nada más que el cariño. En aquel momento, Fuentes sintió que algo desconocido pacificaba su alma y le reconciliaba de golpe con la vida. Él y Teleno acompañaron a Arroyo hasta la misma puerta de la comisaría mientras el anciano redoblaba sus muestras de gratitud, y le siguieron con la mirada hasta verlo entrar en el Hotel Almirante.

—Ahora sí que tengo ganas de que el memo de Aldao se largue de Ribanova. Mire, si eso va a ayudar a Arroyo, soy capaz de hacerle marchar por las malas.

—No creo que haga falta —dijo Teleno—, en cuanto hablemos con él, a Javier Aldao se le va a quedar corto el tiempo para hacer las maletas y salir de la ciudad.

Después de su visita a la comisaría, Juan Sebastián Arroyo entró en el Hotel Almirante francamente aliviado. No había nadie en recepción y el conserje miraba embobado el árbol de Navidad, pues aquella mañana se había propuesto contar el número de estrellas doradas que colgaban del abeto. El saludo de Arroyo le hizo perder la cuenta, pero se dijo que tenía toda la tarde para finalizar la operación.

—Buenos días, Antonio… ¿Dónde está la señorita Leal?

—En su despacho, señor Arroyo. Lleva toda la mañana ahí metida.

El viejo cruzó el vestíbulo y abrió la puerta de la oficina de dirección después de llamar con los nudillos. Lía estaba dentro, revisando sin demasiadas ganas un montón de papeles llenos de números.

—¿Has hablado ya con tu abuela? —dijo Arroyo a modo de saludo.

La chica negó con la cabeza. Había querido hacerlo en el transcurso de la mañana, pero estuvo retrasando deliberadamente aquella obligación molesta. Juan Sebastián Arroyo recibió su negativa con una sonrisa de satisfacción.

—Mejor así —comentó. Luego, se sentó en una silla y resumió brevemente para Lía los detalles de su conversación con Fuentes y Teleno. Las horas de Aldao en el Hotel Almirante parecían estar contadas. Así pues, era mejor no remover la historia ni poner a la abuela en antecedentes de ella. Rosalía recibió aliviada las noticias que traía Juan Sebastián Arroyo, pero al mismo tiempo se preguntó a sí misma por qué razón le inquietaba tanto la presencia de Javier Aldao en el Hotel Almirante y le tranquilizaba la certeza de que su marcha estuviera cercana.

—¿Estás contenta? —Juan Sebastián Arroyo la tomó de la mano, y ella no tuvo corazón para enfrentar los ojos invernales del anciano, así que desvió la vista y trató de sonreír.

—Claro, tío Juan. Me has quitado un peso de encima —se retiró de la cara un mechón de pelo—. Por cierto, ¿has almorzado?

—No…

—Quédate a comer conmigo. Hay lasaña de salmón.

La lasaña de salmón era uno de los platos que Rosa Leal había traído consigo de Italia al regreso de su viaje de bodas. El Hotel Almirante sirvió la primera lasaña que probaron los ribanovenses, que hasta la apertura del Salón de los Espejos no habían tenido ocasión de descubrir el interminable abanico de posibilidades que ofrecían las pastas. Eso sí, aunque algunas amas de casa de Ribanova adoptaron enseguida la sana costumbre de cocinar macarrones y espaguetis (últimamente habían empezado a preparar también unos tagliatelle italianos que podían comprarse en el ultramarinos La Nacional), nadie excepto las Leal aceptó el reto complicado de la lasaña, que suponía una especie de salto mortal sin red porque a la dificultad de dar el punto al relleno y a la bechamel había que añadir la prueba de fuego de la preparación de las láminas de pasta. Era Dora Leal la encargada de confeccionarlas con la máquina traída de Roma, que las tres hermanas habían conservado con amor durante años protegiéndola escrupulosamente de la amenaza del óxido. Cuando se servía lasaña, Dora se levantaba casi con el alba para amasar la harina y el huevo durante una hora. Una vez que las láminas estaban listas y colocadas sobre el mármol de la cocina, empezaba la preparación del relleno. Primero cocinaba con cuidado las rodajas de salmón, que freía en la sartén con aceite de oliva y dientes de ajo. Cuando ya estaban pasadas, las retiraba del fuego, les quitaba la espina y desmigajaba el pescado cuidadosamente antes de espolvorearlo con eneldo. En otra cazuela salteaba setas de temporada cortadas en pedazos pequeños junto a una ración generosa de langostinos o de gambas, según la oferta del mercado, y mezclaba todo con las migas de salmón. Después preparaba una bechamel ligera con leche hervida y harina de trigo, y en cuanto estaba lista empezaba la operación de montaje. Las hojas de lasaña se alternaban con el relleno y la bechamel hasta conseguir una especie de pastel de cuatro pisos que acababa por gratinarse en el horno durante media hora. Ni que decir tiene que, cuando se servía lasaña, Dora quedaba relevada de cualquier otra labor de cocina, porque además no admitía la ayuda de los pinches del hotel ni para pelar las gambas. Se sentía legítimamente orgullosa de aquella receta, y encontraba una singular satisfacción en recordar a propios y extraños que nadie más que ella ponía la mano sobre aquel plato complicado que tanta aceptación tenía entre los clientes del restaurante.

Javier Aldao acababa de dar buena cuenta de una ración de lasaña (que aquel día llevaba langostinos frescos mezclados con las setas) y estaba empezando con el postre traído de la confitería de Pelayo, cuando Lía y Juan Sebastián Arroyo entraron juntos en el Salón de los Espejos. El camarero, un joven casi imberbe que acababa de servir a Aldao un merengue de fresa, fue quien le indicó que acababa de llegar la directora del hotel.

—Ésa es la señorita Leal —dijo, y recibió una sonrisa de agradecimiento que hacía presagiar una buena propina. Javier Aldao había pedido la colaboración del mozalbete para identificar a Rosalía, y ahora la observaba mientras rompía con la cuchara la costra crujiente del merengue. Llevaba un vestido negro cerrado hasta el cuello y una cadena de oro con un colgante de cristal, los zapatos planos y las medias de color humo. Javier Aldao pensó que en Madrid se la hubiese considerado una mujer elegante, aunque a buen seguro en Ribanova encontraban excesiva su austeridad en el vestir. Iba peinada con un moño bajo que no dejaba adivinar la calidad del cabello castaño sostenido por un alfiler largo, pero el pelo retirado parecía purificarle el cuello. Tenía un rostro de facciones correctas y angulosas, algo severo el gesto, y unos labios oscuros que contrastaban con la palidez de la piel. Su mayor atractivo parecía estar en los ojos, que eran de un extraño color de acero y servían para subrayar una frialdad que resultaba interesante. La miró discretamente esperando verla sonreír, porque se le ocurrió que aquel gesto podía iluminar el rostro algo triste de la joven, pero no tuvo suerte. Al llegar a la mesa, Rosalía se sentó dándole la espalda, y Javier Aldao se encontró de frente con el rostro amable de un anciano de aspecto angelical, que le miró a los ojos con una sombra de sorpresa. Juan Sebastián Arroyo no dijo nada, pero el corazón le avisó de que aquel hombre con quien había cruzado la vista era el mismo Javier Aldao. Con toda la discreción de que era capaz, le vigiló mientras el otro terminaba el merengue de fresa y el café con la copita de licor de hierbas, y notó una especie de alivio cuando le vio abonar la cuenta y abandonar el comedor. De pronto, el anciano sintió que había algo raro en la forma de mirar de aquel hombre, como si tuviera un secreto, pensó. Lía no se dio cuenta de nada, porque estaba ocupada dando instrucciones al camarero, pero Juan Sebastián Arroyo tuvo que obligarse a recordar las palabras de Fuentes para tranquilizar su espíritu. Se irá esta misma tarde, repitió para sí con el propósito de apaciguar la desazón. En aquel momento, Arroyo deseó con todas sus fuerzas que diesen las diez de la noche. A esa hora estaba prevista la partida del tren de Madrid, y Javier Aldao saldría para siempre de la vida de Lía antes de haber tenido ocasión de entrar en ella.

Javier Aldao calculó que contaba con unos cuarenta minutos antes de que Rosalía Leal terminase su almuerzo en el Salón de los Espejos. Subió a su habitación y, mirándose al espejo, se cepilló con cuidado los dientes y volvió a peinarse el cabello negro apelmazado a la fuerza con loción francesa. Después abrió la ventana y respiró con gusto el aire cargado de frío. El cielo empezaba a oscurecerse otra vez, y el color de plomo de las nubes hacía presagiar la inminencia de una nueva nevada. La temperatura era muy baja, pero a Javier Aldao no parecía importarle y permaneció en el balcón contemplando la calle desierta a las cuatro de la tarde, buscando algún recuerdo infantil que pudiese dar más sentido a aquella imagen. De repente, por primera vez desde su llegada, sintió la conciencia del regreso a Ribanova, la ciudad largamente añorada durante tanto tiempo, el lugar al que la vida le había obligado a renunciar de forma voluntaria y al que ahora había sido llamado con carácter de urgencia.

Javier Aldao no supo nunca cuándo Ribanova se convirtió en una obsesión, pero fue quizá en el momento en que entendió como firme la determinación de su padre de no volver a verle ni a hablarle nunca más. Entonces, el recuerdo de Germán Aldao y de la ciudad empezaron a confundirse en la memoria, y Javier cultivó uno y otro sin querer dar tregua a la nostalgia. La figura paterna aparecía siempre inserta en algún escenario ribanovense, en el paseo de la Alameda, en los salones del Casino, en el mirador del Parque, en el paseo de los Cantones, en la confitería de Pelayo, ante la fachada tantas veces maldita del Hotel Almirante. El regreso a Ribanova se convirtió en una prioridad fundamental porque entendía que estaba indisolublemente unido a la recuperación del amor del padre, y pasó meses perfilando escrupulosamente su vuelta a la ciudad junto a una esposa para pedir perdón a Germán Aldao por las debilidades del pasado y demostrarle que había reconducido su vida con una mujer buena dispuesta a darle hijos que llevasen por el mundo el apellido de la familia. Andrea Palacios, su novia durante casi tres años y cómplice voluntaria en la operación de reconquista, se murió sin entender la determinación obsesiva de Javier y pensando en secreto que Germán Aldao no merecía tantas molestias por parte del hijo del que había abjurado por un motivo que ella consideraba completamente absurdo. Pero jamás compartió con su prometido aquel convencimiento. Desde el mismo momento en que conoció a Javier Aldao y éste le hablo de la ilusión por recuperar a su padre se propuso secundarlo y alentarlo, aunque a menudo se preguntaba para qué necesitaba Javier el amor de un hombre que con tanta facilidad le había cerrado las puertas del corazón. Pero le había escuchado hablar con tanta ternura del padre perdido que, de no haber sucumbido a su mala salud y a la tormenta de los sentimientos alborotados, habría cumplido sin dudarlo la parte del plan que tenía asignada.

Javier Aldao entendió que la muerte de Andrea era una forma de burla del destino, una demostración de que la suerte y la providencia se estaban conjurando contra él. Se había quedado completamente solo. Había previsto volver a Ribanova con la vida rehecha y una familia en ciernes como muestra de que el pasado era ya solo un borrón sobre el que se podía empezar a escribir de nuevo. Cuando tomó el tren para emprender viaje a la ciudad, pensó que llegar sin Andrea sería como hacerlo con las manos vacías, sin nada que ofrecer a los suyos.

Nunca pensó que a su padre pudiera interesarle algo que viniese de él.

Ahora estaba allí, asomado al balconcillo que daba a la calle de la Reina, viendo desde su atalaya el reloj del consistorio e intuyendo la presencia de muchos lugares familiares que le esperaban en todas las esquinas de la ciudad. Cerró los ojos y se vio con veinticinco años menos, agarrado de la mano de su padre y saliendo de la confitería de Pelayo después de comprar una anguila de mazapán con destino a la cena de Nochebuena. Llevaban el dulce en una bandeja de cartón, envuelto con cuidado en el papel de la pastelería, y andaban a buen paso de regreso a casa para reunirse con el resto de la familia en las celebraciones de la Navidad mientras recibían las felicitaciones de pascua de otros transeúntes y escuchaban buenos augurios para el año nuevo. Nunca como entonces estuvo Javier Aldao tan cerca de su padre, que oprimía su manecita enguantada y le cerraba la bufanda para que no le entrase el frío por el cuello. Todo en aquel instante era hermoso y bueno: las sonrisas de los paseantes, la anguila de almendra que llevaban, la inminencia de la cena del veinticuatro… Hasta entonces, nada había podido contaminar aquel recuerdo infantil, celosamente guardado y purificado por el paso del tiempo. La imagen del hombre que intentaba protegerlo del aire helado y le apretaba la mano dentro de las suyas fue suficiente para seguirle amando durante mucho tiempo. Y de pronto, cuando pensaba que su padre estaba dispuesto a olvidar y a empezar de nuevo, se encontraba con que el autor de sus días se había convertido en un extraño.

Javier Aldao cerró la ventana y abandonó la habitación. Cuando bajaba las escaleras en dirección al vestíbulo se dio cuenta de que había sido precisamente Cristina Sanjuán, la única persona del mundo a quien detestaba con toda su alma, la que había despejado el camino de regreso a la ciudad de su primera memoria, y pensó entonces que habría esperado recibir de ella cualquier cosa menos ésa. La vida, se dijo, tiene un extraño sentido del humor.

Cuando Rosalía Leal y Juan Sebastián Arroyo salieron del comedor, Javier Aldao llevaba ya unos diez minutos sentado en uno de los sillones del vestíbulo leyendo por segunda vez las páginas del ABC. Arroyo reparó en su presencia, pero no dijo nada y contuvo la respiración mientras pasaban por su lado cuando, para su sorpresa, fue Aldao quien se puso de pie y les cerró el camino con una sonrisa.

—¿Señorita Leal? Soy Javier Aldao —le tendió una mano que ella estrechó sin darse cuenta de que lo hacía—. Encantado de conocerla… Y usted… —ladeó la cabeza en un gesto casi infantil como para ver mejor a Arroyo—, creo que le he visto antes, pero no recuerdo cuándo…

—Soy Juan Sebastián Arroyo.

—¡Claro! —Aldao se dio una palmada en la cabeza—, mi padre me hablaba de usted cuando yo era pequeño, y de cómo salvó la muralla de la demolición.

Era una historia casi mítica que había tenido lugar muchos años atrás, siendo Juan Sebastián Arroyo todavía un muchacho. Un arquitecto alemán había llegado a Ribanova con el propósito de desmantelar la muralla romana para vender las piedras a la ciudad de La Coruña, que buscaba material para rellenar los muelles del puerto. Aquel hombre, de nombre Schmitd, había rendido al alcalde y a los concejales con el canto de sirenas de unos hipotéticos beneficios que permitirían emprender la construcción de una réplica del palacio de Versalles para albergar el consistorio. Aunque eran muchos los que ponían en duda aquella iniciativa, solo Juan Sebastián Arroyo demostró a fuerza de sentido común que el proyecto era un timo del alemán, y así, casi in extremis, salvó la muralla de la destrucción y a los ediles de Ribanova del más espantoso de los ridículos. De Schmitd nunca más se supo, porque puso pies en polvorosa en cuanto se le vio el plumero de la estafa, pero la intervención de Juan Sebastián Arroyo le convirtió en hijo predilecto de la ciudad y rodeó su persona de una suerte de halo legendario. Los padres contaban a sus hijos la historia milagrosa, exagerándola a veces, adornándola otras, y los niños de Ribanova poblaban su imaginación infantil con la figura de Juan Sebastián Arroyo convertido en un caballero de brillante armadura, en el cinto la espada y en la mano el azor. Ahora, muchos años después de que su padre le hablara de Arroyo por primera vez, Javier Aldao parecía encantado de estar frente a una leyenda viva de la ciudad, y estrechaba su mano con el calor de un amigo.

—Bueno, pues el placer es doble. Señorita Leal, permítame que la felicite —sonrió abiertamente y mostró una dentadura perfecta—. Este hotel es una maravilla. Y el restaurante… Creo que nunca en mi vida había comido tan bien.

Lía Leal estaba demasiado aturdida como para responder. En ese instante deseó que el suelo se abriese bajo sus pies para tener al menos una oportunidad de escapar de aquella situación demencial. Balbuceó unas palabras de agradecimiento, pero ni ella misma supo exactamente lo que decía. Para darse tiempo a recobrar el ánimo, invirtió unos segundos en observar al huésped inoportuno. Javier Aldao era como lo había imaginado, alto y delgado, de ojos tostados y cabello oscuro. Tenía la misma piel sensible y las mismas facciones amables de los niños de buena cuna que merendaban en el hotel, y aun pasado por el tamiz inevitable de los años le pareció que el rostro del recién llegado seguía conservando algo pueril, una suerte de ingenuidad incapaz de desvanecerse con el paso del tiempo.

—Espero que tengamos ocasión de vernos en algún momento durante estos días —dijo él—. Hay cosas que quisiera preguntarle.

—¿Por qué? ¿Tiene usted un hotel? —Juan Sebastián Arroyo no pudo tener más tiempo la boca cerrada.

—No, por Dios —el otro soltó una carcajada breve y juvenil—. Es solo que me gustaría saber de dónde ha sacado las recetas de esos platos del restaurante. He estado tres veces en Italia y nunca había comido una lasaña como la que me han servido hoy.

En ese instante Lía se rehízo y aprovechó la tranquilidad recobrada para contestar a su interlocutor.

—La cocina del hotel es cosa de mi madre y de mis tías —contestó, y ella misma se dio cuenta de que había algo muy frío en su tono de voz—. En cuanto al hotel, me alegro de que lo encuentre de su agrado. Procuramos que nuestros clientes estén a gusto.

—¿Querrían tomar un café conmigo?

Arroyo iba a disculparse por los dos, pero para su sorpresa Lía se le adelantó.

—Lo siento, pero estamos muy ocupados. Yo tengo que volver a la oficina.

—Y a mí me están esperando —Juan Sebastián Arroyo quiso poner su granito de arena en aquella demostración de hostilidad, pero Javier Aldao no pareció molestarse por una negativa tan poco amable.

—Claro. Ya tendremos tiempo. Encantado de conocerles —inclinó la cabeza en un ademán de despedida—. Hasta la vista.

Se dio la vuelta y salió por la puerta giratoria. Lía y Juan Sebastián Arroyo le vieron alejarse con el paso ligero y casi alegre, esquivando los charcos de la nieve derretida como si nadie pudiese entorpecer su camino, como si el mundo entero se abriese ante él para recibirle del mejor modo posible. En ese instante, Juan Sebastián Arroyo supo que Teleno y Fuentes se equivocaban al pensar que las horas de Javier Aldao en Ribanova estaban contadas. Éste ha venido para quedarse, se dijo, y en un gesto mecánico pasó su brazo de octogenario sobre los hombros frágiles de Lía.

Javier Aldao cruzó la Plaza Mayor sintiendo en la cara el aire gélido que auguraba más nieve y notando en su cerebro la amenaza de la nostalgia. Aminoró el paso sin darse cuenta y se detuvo para contemplar la Alameda desierta por la hora y el frío. Allí estaba todo exactamente igual a como lo había dejado: el templete de música, la fuente de piedra, el jardín aterido ahora por el soplo del invierno, los negrillos y las acacias que parecían esperar la primavera aún lejana, los macizos de flores, el árbol de camelias, el arriate de boj, los bordillos enrejados del jardín, la arenisca del paseo que se pegaba a los zapatos, el magnolio central, los rosales afeados por los muñones de la última poda, el reloj de sol, la escalera de piedra flanqueada por los leones fundidos en la muy noble fábrica de Sargadelos. Había visto una y mil veces aquel escenario familiar en el transcurso de otros paseos por la Alameda, en otra edad, en otro tiempo distinto, cuando nadie hubiera sido capaz de pronosticar la inminencia de una guerra y el advenimiento de tiempos menos felices para el país, para la ciudad, para los Aldao y para él mismo.

Cruzó la Alameda en dirección al Casino. Allí estaba también el colegio de los padres franciscanos, y agudizando el oído fue capaz de distinguir el soniquete monótono de una lección de lectura cantada por los escolares, España es igual a la piel de un toro cuyo cuello pertenece a la provincia de Cádiz. El cielo había recobrado su color ceniciento, y el aire agitaba las ramas desnudas de los árboles. Bajó la escalinata de piedra. Frente a él estaba el edificio rosado del Casino de Ribanova, la misma entidad que había presidido su bisabuelo y que, desde su fundación, contaba siempre con alguien llamado Aldao en la relación de miembros de la Junta Directiva.

Ahora estaba allí, en mitad de la Alameda, avivado el rostro por el frío y el cabello alborotado por el viento, con las manos en los bolsillos y reconociéndose desorientado. En ese instante las campanas de la catedral tocaron en honor a las fechas memorables del Adviento, y una bandada de estorninos dibujó su flecha negra en el cielo de plomo. Empezó a nevar otra vez y en unos segundos los tejados de la Plaza Mayor se cubrieron de un blanco inmaculado. El timbre señaló la hora de la salida en el colegio de los franciscanos, y un centenar de escolares irrumpieron en la Alameda recibiendo alborozados el regreso de la nieve. Las luces del Casino se encendieron, aunque todavía no estaba oscuro, y también las dos farolas solitarias que parecían proteger el templete de música. Javier Aldao supo que había vuelto al lugar de origen, y nunca se sintió tan cerca de la ciudad como en ese preciso momento, bajo los copos de hielo, mientras se cernían sobre él las primeras sombras de la noche y Ribanova luchaba contra la oscuridad con el remedio modesto de las luces de gas y el brillo de la nieve recién caída.

Continuó su paseo y lo hizo pensando en la directora del hotel. Era evidente que su presencia no había sido muy bien recibida y que Rosalía Leal le consideraba un visitante hostil. No podía culparla: habían pasado demasiadas cosas entre las dos familias como para esperar que una Leal acogiese a un Aldao con los brazos abiertos. De todas formas, Javier Aldao no estaba acostumbrado a las muestras de antipatía, ni siquiera a las de indiferencia. Fue entonces cuando pasó por delante de una floristería y tuvo la ocurrencia de enviar unas flores a Lía Leal como prueba de buena voluntad. Ni siquiera miró el escaparate, como hacía siempre de una forma maniática antes de entrar en una tienda. Empujó la puerta de hierro y sobresaltó a la encargada, que daba por supuesto que con aquel tiempo de perros nadie en Ribanova iba a solicitar sus servicios.

—Quiero enviar unas flores.

La dependienta miró desolada a su alrededor. El frío de las últimas jornadas había dejado la floristería muy mal abastecida a pesar de que tenía fama de ser el establecimiento mejor surtido de todo Ribanova y uno de los pocos que no cerraba sus puertas ni siquiera en los peores meses del invierno. Javier Aldao no sabía muy bien qué flores elegir, porque tenía la convicción de que cada mujer mostraba debilidad por un ejemplar distinto, pero al no conocer los gustos de la directora del hotel se dijo que tendría que dejarse llevar por su instinto. Intentó recordarla como la había visto aquel mediodía, la sobriedad de su atuendo, la aspereza de su voz, la ausencia de calor en sus ojos y, sobre todo, la frialdad sin paliativos con que se había dirigido a él. No podía imaginársela recibiendo un ramo de claveles encendidos, menos aún de rosas rojas, y en la tienda no había rosas blancas, que eran insípidas e impersonales y tenían la ventaja de parecer mudas. En esas circunstancias pensó que quizá no fuese tan buena idea obsequiar con flores a Rosalía Leal, que podía no entender la pretendida galantería del regalo. Cuando ya iba a pedir perdón por las molestias antes de marcharse de la tienda, se dio cuenta de que no estaba equivocando el obsequio, sino a su destinataria. Preguntó a la dependienta si tenían flores con mucho perfume. Ella se deshizo en disculpas que explicaran la ausencia de los nardos, de los alhelíes, de los jazmines, del azahar blanquísimo que mandaban de Valencia para las novias de alcurnia, y al fin señaló un jarrón pequeño ocupado por un manojo de violetas. No había muchas, apenas suficientes para un ramo, pero a pesar de las protestas débiles de la florista, que le aconsejaba optar por los gladiolos o las calas, Javier Aldao encontró que las violetas eran justamente lo que andaba buscando. En un primer momento pensó en enviarlas al Hotel Almirante con una tarjeta suya, pero cambió de opinión y decidió llevarlas él mismo. Salió de la tienda satisfecho de su última inspiración. Nevaba despacio, con copos gruesos que se posaban en la calle y en su abrigo. Era noche cerrada, y el frío se había vuelto tan intenso que parecía capaz de cortar el rostro, aunque la nieve había tenido la virtud de aplacar el viento. En el reloj del consistorio dieron las seis y media, y Javier Aldao recordó que el carillón de la torre atrasaba siempre, así que debían de ser ya cerca de las siete. Protegiendo con las manos el ramo de violetas, decidió emprender el camino de regreso al Hotel Almirante.

Cuando llegó a recepción, se sorprendió al encontrar allí al comisario y al juez. Los saludó con una sonrisa. Ellos se acercaron y Javier Aldao se dio cuenta de que había una gravedad notable en el rostro de ambos.

—Buenas tardes, señor Aldao.

—Señores… No esperaba volver a verlos tan pronto.

—Señor Aldao, tenemos que hablar con usted —Fuentes tomó la palabra—. Ahora mismo, si es posible.

A Javier Aldao le desconcertó el apremio de los dos hombres, pero no dijo nada. Llamó al botones y le pidió que entregase el ramillete a doña Antonia Leal de parte de Javier Aldao y de Castro. Luego se volvió hacia Teleno y Fuentes.

—Soy todo suyo. ¿Vamos a la comisaría?

—No es necesario —contestó Teleno—. Si les parece bien, podemos tomar una copa en el bar.

—Muy bien. Yo invito entonces.

Entraron. El bar estaba casi desierto, tal vez porque la nueva embestida del invierno había desanimado a los ribanovenses a salir de casa. Había dos caballeros leyendo el periódico en mesas separadas y un camarero solitario próximo a morirse de aburrimiento detrás de la barra. El juez dijo que sería preferible ocupar una mesa, y desde allí pidieron las consumiciones.

—Bueno, pues ustedes dirán. Me tienen un poco intrigado, creí que ya no me necesitaban.

—Y así es. Pero hay algo que queremos que sepa.

Teleno le habló entonces de la carta de Cristina Sanjuán, y Fuentes se admiró del tono sabiamente aséptico que el juez empleaba para trasladar de forma fiel el contenido de la misiva. No se ahorró ningún detalle, como tampoco se privó de vaticinar lo que iba a suceder en Ribanova cuando El Comercio reprodujese en sus páginas el texto firmado por Cristina Sanjuán.

—Usted lleva mucho tiempo lejos de aquí —le explicó—, pero Ribanova sigue siendo un pueblo. Y cuando los vecinos se enteren de por qué se suicidó la chica, le aseguro que va a arder Troya.

—Por eso hemos venido a avisarle —Fuentes se creyó en la obligación de intervenir porque empezaba a sentirse como el convidado de piedra—. Mire, a nosotros ya no nos hace falta que se quede en la ciudad. Puede marcharse en cuanto quiera. Si se va esta misma noche, cuando la carta se publique ya estará lejos de Ribanova.

Javier Aldao daba vueltas muy despacio a su copa. No bebía más que en ocasiones muy señaladas, pero aquella tarde el corazón y el cuerpo le pedían un licor y no la taza de té que acostumbraba tomar entre horas y que no era más que el residuo de las costumbres adquiridas después de vivir en Inglaterra. Fuentes y Teleno se preguntaron qué pasaría por su cabeza en ese instante.

—¿Qué piensan ustedes de mí? —aquella pregunta tan directa sorprendió por igual al comisario y al juez—. Vamos, díganlo. Supongo que me toman por una especie de Barba Azul, ¿no es así? Por un Tenorio de poca monta dedicado a romper corazones de muchachas inocentes a las que llevo a la desesperación y luego a la muerte.

—Oiga, Aldao…

—Es natural. Ustedes no cuentan con más datos que la existencia de un cadáver y una carta que me acusa de ser el inductor de un suicidio. No puedo esperar que tengan de mí la mejor opinión. Aun así, me han puesto sobre aviso para darme tiempo a abandonar Ribanova antes de que el periódico publique la carta de Cristina Sanjuán. Créanme que se lo agradezco muy sinceramente. A pesar de todo, voy a quedarme en la ciudad.

—¿Está seguro? La carta saldrá en el diario de mañana, y eso ya no hay quien lo pare.

—Llevo muchos años lejos de Ribanova, comisario. Y regresar me ha costado bastante más trabajo del que puede imaginarse.

—De todas formas, permita que le dé un consejo —el juez bajó un poco la voz, y Fuentes se dio cuenta de que su tono era casi paternal—. Deje usted el Hotel Almirante. Trasládese a casa de sus padres, donde estará menos expuesto a la indiscreción de la gente…

Javier Aldao dirigió a Teleno una mirada amarga.

—Me temo que eso no es posible, juez. Para mi familia soy una visita más bien indeseable —casi le divirtió el gesto de sorpresa del juez y el comisario—. Me equivoqué de bando durante la guerra ¿saben?, y eso no sentó nada bien a mi padre. Si no he pasado más tiempo en la ciudad durante los últimos años no ha sido por voluntad propia. Germán Aldao no me quiere en Ribanova, y mucho menos en su casa. Por eso me alojo en el hotel.

—Créame que lo siento —Fuentes se rascó la barbilla—. Y lamento también que Rogelio Ardán vaya a publicar esa carta. Supongo que eso no ayudará mucho a mejorar las relaciones con su padre.

Javier Aldao se encogió de hombros.

—No se preocupen por eso. Hoy por hoy Germán Aldao no da demasiada importancia a mi contribución en el suicidio de Cristina Sanjuán. Le preocupan más otras cuestiones en las que mi concurso está mucho más claro.

Quedaron callados los tres, Fuentes y Teleno mirándose de reojo, Javier Aldao perdiendo la vista en el fondo de la copa como si pudiese encontrar entre los restos del hielo un mensaje parecido al que dejaba a veces la borra del café. Fuera seguía nevando.

—Vienen malos días —dijo Teleno, y nadie estuvo seguro de que se refiriera al tiempo—. Aldao, esto va a ser muy desagradable para usted.

—Ya lo supongo. Claro que, si ustedes lo piensan bien, eso es precisamente lo que buscaba Cristina cuando decidió suicidarse en Ribanova y escribir esa carta. Para ella el suicidio no fue una forma de escapar del dolor. Fue un modo de ajustar cuentas conmigo. Pero déjenme que les diga algo: Cristina Sanjuán era una víbora. Una víbora con la frialdad necesaria como para rentabilizar su propia muerte.

Entraron más clientes en el salón de fumadores, y algunos intercambiaron miradas de extrafieza al ver al comisario y al juez departiendo con un hombre al que nadie conocía. Teleno fue el primero en darse cuenta y quiso disolver la reunión.

—Si hay algo en lo que podamos ayudarle…

—Nada en absoluto. Y ahora, si no les importa, voy a descansar un poco —Javier Aldao llamó al camarero y abonó la nota.

Se pusieron de pie al mismo tiempo y Teleno y Fuentes salieron del bar flanqueando a Javier Aldao. Se empeñó en despedirlos en la misma puerta del hotel, mientras seguía nevando. Cerca, en la calle del Comercio, la primera edición del diario local se preparaba ya para entrar en la imprenta.

Por decisión propia y desde el mismo momento en que supo que iba a quedarse ciega, Antonia Leal había reducido su espacio de vida a la buhardilla del Hotel Almirante. Aquel lugar, concebido como un trastero en que arrumbar los cachivaches inútiles y todos cuantos objetos fueran quedando sin valor a lo largo de los años, se convirtió para doña Tana en una suerte de refugio, en un ámbito individual donde podía existir sin ser molestada y, lo que consideraba más importante, sin sentirse como un estorbo capaz de perturbar el orden que ella misma había creado.

Para Antonia Leal los días que siguieron al diagnóstico del glaucoma fueron raros y apremiantes, y a menudo notaba el tiempo correr en su contra porque sabía que era esencial el asumir cuanto antes su nueva situación, delimitarla y tomar conciencia de ella. Al principio intentó engañarse a sí misma repitiéndose que la ceguera no tenía por qué apartarla de sus tareas ni del gobierno del hotel, y que la toma de decisiones muy bien podía hacerse sin luz en los ojos. Sin embargo, pronto tuvo que rendirse a la evidencia que intentaba soslayar: la falta de visión iba a convertirla en una inútil. Sin un átomo de piedad para consigo misma se imaginó vagando a tientas por los salones, pidiendo a alguien la caridad de leerle una relación de números escrita en un papel, solicitando la ayuda de otros para redactar notas o para revisar menús impresos, y lloró al imaginarse tanteando las paredes, tropezando con las cosas, perdiendo a pasos agigantados su autoridad proverbial, el dominio de todo, la capacidad de mando, la dignidad incluso. Así que decidió confinarse, contra la voluntad de sus hijas y aun de su propia nieta, que no podían entender la razón de su empeño en abandonar las dependencias que ocupaba hasta entonces para buscar un nuevo acomodo en la buhardilla de la casa. Doña Antonia no quiso dar más explicaciones que las justas, de modo que después de dejar claro que la decisión estaba tomada hizo trasladar sus pertenencias a la parte más alta del hotel, y luego invirtió la última luz que le dejó el glaucoma en construirse allí un orden nuevo y secreto que nadie más que ella fuese capaz de comprender y administrar. Se aprendió de memoria la distribución de los muebles, la dimensión de cada espacio, la capacidad del armario y los cajones y la ubicación precisa de la cama. Colocó en orden escrupuloso toda su ropa y aprendió a distinguirla por el tacto, y luego practicó hasta ser capaz de ponerse cada prenda con los ojos cerrados para no pasar nunca por la humillación de pedir ayuda a la hora de vestirse o desnudarse. Organizó el cuarto de baño de una forma casi demente, buscando un lugar inamovible para el cepillo, el jabón y el frasco de agua de lavanda, y se impuso la disciplina de colocarlos en su sitio exacto después de cada uso para poder encontrarlos sin ayuda de la vista. Cuando la enfermedad se llevó por fin el último resplandor de sus ojos marchitos, doña Antonia Leal estaba mirando por la ventana, intentando distinguir entre la niebla de su mal los tejados grises de Ribanova, la torre de la catedral, el reloj del Ayuntamiento y las copas de los árboles en la Alameda cercana. La imagen ya borrosa se fue distorsionando hasta perderse por completo en una noche eterna, y la anciana quiso hacerse la ilusión de que el apagón de su retina estaba relacionado con la ausencia de luz en la calle, pero solo tardó unos segundos en darse cuenta de que había ocurrido por fin: estaba completamente ciega.

Por fortuna, para entonces ya se había acostumbrado a su nueva vida. Llevaba semanas sin interferir en los asuntos del hotel y únicamente dedicaba una hora todas las tardes a despachar con Rosalía, que le daba cuentas de la marcha del negocio y consultaba con ella determinados asuntos menores. Por las tardes acudía a verla alguna amiga del pasado, aunque esas visitas eran cada vez menos frecuentes porque los males de la edad las acechaban a todas por igual y sus contemporáneas empezaban a ver los paseos fuera de casa como una especie de aventura peligrosa. Juan Sebastián Arroyo pasaba por la buhardilla una vez a la semana y compartía con Tana Leal algunas confidencias, y de cuando en cuando una de sus tres hijas le hacía una visita inesperada, como si hubiesen recordado de pronto y por sorpresa que su madre ciega estaba sola en el desván de la casa. Aquellas reuniones improvisadas con Dora, Rosa o Candela eran para la anciana un motivo de diversión, porque las tres mujeres la trataban con el afecto distraído que hubiesen dedicado a una extraña, y Antonia Leal había llegado a convencerse de que ninguna estaba muy segura del parentesco que las unía con la anciana invidente que se empeñaba en vivir en un trastero. Le hablaban de cosas sin importancia, casi siempre relacionadas con asuntos gastronómicos, y se complacían cuando doña Tana las felicitaba por la calidad del último almuerzo que le habían enviado desde las cocinas. Así que, exceptuando las visitas que llegaban de tarde en tarde, Tana Leal pasaba el día sola con sus recuerdos. A su nieta llegó a preocuparle la obsesión de la abuela por construirse un mundo particular, y durante días intentó convencerla de que abandonase la buhardilla para integrarse en el universo del Hotel Almirante. Fue como hablar con la pared. Tana Leal había elegido el desván como espacio vital y no pensaba cederlo en beneficio de otro pretendidamente más adecuado solo porque otros lo consideraran conveniente.

Aquella tarde, cuando el botones llamó a su puerta para hacerle llegar el regalo de Javier Aldao, doña Antonia acababa de despertarse de una siesta breve y algo incómoda en la butaca que utilizaba siempre. Todavía estaba volviendo a la realidad desde las brumas del sueño cuando el chico le colocó en las manos el manojo de violetas mientras susurraba que le traía un regalo. La anciana aún no había tenido tiempo de acariciar las flores para reconstruirlas en su imaginación velada a la luz, cuando entonces escuchó el nombre del remitente del obsequio y sintió en las entrañas el rescoldo de la rabia que volvía a avivarse después de mucho tiempo. Estuvo a punto de pedir que arrojaran el ramillete a la basura al oír el apellido indeseable, pero no pudo resistir la tentación de oler las violetas antes de deshacerse de lo que ella pensaba que era una nueva burla de algún miembro de la familia Aldao. Al notar el perfume que desprendía el ramo minúsculo, doña Antonia Leal cayó en la cuenta de que era la primera vez en su vida que recibía flores. En vano buscó en su memoria el recuerdo de un obsequio semejante. Ni ningún pretendiente de la juventud, ni su marido fugaz, ni sus tres hijas, ni siquiera el bueno de Alfonso Blanco habían tenido nunca la ocurrencia de enviarle un miserable ramillete de flores silvestres en calidad de homenaje. Los que conocían a Tana Leal y su acendrado sentido práctico entendían que un regalo sin utilidad era muy poco adecuado para una mujer que jamás despegaba los pies del suelo, así que por Navidad o en la celebración de su onomástica le regalaban pañuelos de colores, peinetas para el pelo, un par de zapatos o, en un arranque de frivolidad, un frasco de agua de colonia.

Aquella tarde, al recibir las violetas, Tana Leal se conmovió con el tacto aterciopelado de las flores diminutas, y sobre todo se dejó cautivar por el perfume que se escapaba de ellas, que era denso y amable y tenía el toque afrancesado de un jabón de tocador que le había traído Alfonso Blanco a su regreso de un viaje por las costas de Normandía. Mientras, el botones no sabía muy bien si marcharse para dejar que la anciana disfrutase en soledad del olor y la forma de las flores, o bien permanecer en la habitación hasta recibir la orden de retirada.

—Pues si no manda nada más…

Doña Antonia Leal volvió la cabeza hacia la voz del chico.

—Espera un momento… Dices que las flores vienen de parte de Javier Aldao… ¿Quién las trajo?

—Él mismo, doña Antonia. Se hospeda en el hotel desde ayer por la noche.

Tana Leal dejó las violetas sobre su regazo, y luego las acarició con las manos, como si necesitase comprobar que no se habían desvanecido dejando tras de sí una estela de perfume morado y dulce.

—Dile a mi nieta que venga a verme en cuanto pueda.

Rosalía Leal subió enseguida, extrañada por el apremio del botones. Por lo general, la abuela nunca la reclamaba en sus dependencias y era ella quien subía todas las tardes, poco antes de la cena, para comentar con la anciana las novedades del día. Cuando entró en la pieza, Tana Leal seguía en su butaca con las flores entre las manos y los ojos cerrados.

—Abuela…

Ella se volvió y dirigió a la nieta una sonrisa pacífica al tiempo que le mostraba las flores. Lía se acercó a examinarlas y no fue insensible al perfume que se escapó del ramillete.

—¿Y esto?

—Un regalo —tosió brevemente—. Vamos a ver, Lía… ¿Es que tengo que ser la última en enterarme de todo? No, no digas nada. Ya sé que Javier Aldao está en el hotel. Fue él quien me mandó las flores. ¿Por qué no me lo contaste?

Lía suspiró y se dejó caer en una silla.

—No quería que te preocupases. Juan Sebastián Arroyo estuvo de acuerdo —invocar el nombre de Arroyo era como hacer uso de una fórmula mágica, una especie de sortilegio para conjurar las riñas y las amonestaciones. Lía usaba el truco desde muy pequeña y siempre le había sido extraordinariamente provechoso para eludir castigos y disculpar errores.

—Arroyo y tú me consideráis una inútil. Bueno, tal vez lo sea para algunas cosas, pero dadas las circunstancias creo que debería saber que hay un miembro de la familia Aldao bajo nuestro mismo techo.

Rosalía acarició las manos de su abuela, y ésta sonrió al sentir el tacto de la joven.

—De verdad que lo siento. Pensamos que podrías disgustarte…

—¿Por qué? ¿Porque después de veinte años un Aldao ha tenido que tragarse el orgullo y pedir una habitación en el Hotel Almirante? Eso es mucho más de lo que habría podido soñar cuando lancé aquel ordago a Aurelio Aldao delante de su hijo diciéndoles que nos íbamos a trasladar a esta casa —tendió las violetas a Lía—. Anda, ponlas en agua. Bueno, ¿y éste quién es exactamente?

—Creo que el hijo de Germán Aldao, el que vive junto al Parque —Lía cogió un vaso de cristal y lo llenó en el lavabo.

—¿Lo has visto? ¿Cómo es?

Lía tardó en contestar.

—Normal. Alto, moreno. Tiene los ojos oscuros, creo.

—Como su bisabuelo —la anciana suspiró y se colocó mejor el moño—. Edmundo Aldao. Ése sí era un caballero. Lo que no entiendo es por qué este chico me ha mandado flores precisamente a mí.

Como siempre, la habitación estaba a oscuras. La nieve caída durante la tarde se había posado en la claraboya, que parecía cubierta por una especie de cortina blanca.

—¿Sigue nevando? —preguntó la abuela.

—Creo que sí.

Quedaron en silencio. En una esquina del cuarto había un brasero de picón que despedía un grato aroma a resina, y el olor de la madera quemada venía a mezclarse con el de las violetas. Rosalía encendió la lámpara y toda la pieza quedó iluminada por una luz cálida y amarilla. Las flores en el jarrón, la luz recién convocada y el calor del brasero convertían la estancia en un lugar acogedor y entrañable, y Lía se dio cuenta de que era la primera vez que aquella buhardilla le parecía un hogar verdadero.

—Hazme un favor —Tana Leal buscó en el aire las manos de su nieta—. Mañana por la mañana, después del desayuno, le dices a ese chico que suba a verme.

Lía recordó que Juan Sebastián Arroyo le había asegurado que Javier Aldao iba a dejar Ribanova inmediatamente.

—No va a poder ser. Creo que se marcha esta misma noche.

—Pues es una lástima. Me habría gustado agradecerle su regalo —volvió la cabeza hacia el lugar donde descansaban las violetas—. ¿Sabes? Es la primera vez que me mandan flores.