IV

A la mañana siguiente, la ciudad entera se desayunó con los detalles del fallecimiento de Cristina Sanjuán. Ribanova había amanecido pacífica y gris, como todos los días de diciembre, pero la noticia inverosímil de un suicidio en una habitación del Hotel Almirante había venido a quebrar la rutina diaria de la ciudad cercada eternamente por la muralla milenaria. Desde que apareciera el cuerpo todo el mundo en Ribanova parecía dispuesto a admitir que un acontecimiento fuera de lo normal había entrado en sus vidas, invadido sus conversaciones y hasta turbado sus sueños. Veinticuatro horas después del descubrimiento del cadáver, eran ya muy pocos los que estaban al margen de la noticia escandalosa, pero el diario El Comercio había decidido destacarla en primera página, y por la crónica negra publicada en el interior recibieron los ribanovenses todos los detalles que faltaban para hacer del suicidio de Cristina Sanjuán la noticia más grande del año.

Muchos se empeñaban en asegurar que el hallazgo de aquella muerta era el único suceso extraordinario ocurrido en la ciudad desde el fin de la guerra. Ribanova era un lugar suspendido en el tiempo, y había quien pensaba que también en el espacio, como si la muralla estuviese empeñada en aislar a la villa del resto del planeta. Ni siquiera la Guerra Civil había sido capaz de cambiar el orden natural de las cosas cotidianas en aquella ciudad de lluvias eternas, y la contienda había tocado a Ribanova solo de refilón. Es verdad que toda una generación de jóvenes vio cambiado su rumbo al ser llamados al frente, y que algunas familias recibieron en carne propia la herida mortal de la guerra. Pero, con los partes de baja en la mano, lo cierto es que Ribanova fue con mucho una de las ciudades más respetadas por la muerte en los lejanos campos de batalla, como si un dios distinto hubiese decidido proteger a sus hijos de males mayores. En los tres años que duró el enfrentamiento la escasez fue un mal reconocido pero perfectamente controlable. El pan no era blanco, pero tampoco faltaba, y hasta en los días peores hubo pucheros en la lumbre aunque en ellos solo hirviesen un poco de repollo y alguna hebra de tocino. Faltaban, eso sí, el azúcar de caña, el café de verdad, el chocolate y el aceite de oliva, y las mujeres se ponían las medias con guantes porque se habían convertido en artículo de lujo y a todas les aterraba la posibilidad de romperlas. Pero ningún niño murió por falta de leche, ni tampoco se terminaron nunca las patatas ni la broa. Situada en un lugar tan apartado que ningún bando llegó a considerarla terreno a conquistar, mediaban muchos kilómetros entre la ciudad y los tiros, y por eso los ribanovenses se horrorizaban al recibir noticias de las familias procedentes de zonas donde el estruendo de las bombas y la sensación de pánico eran cosa de todos los días. Los vecinos de la ciudad parecían vivir en su limbo particular, y había veces que olvidaban incluso que el país estaba en guerra, como si todo el mundo se hubiese puesto de acuerdo para, en la medida de lo posible, impedir que el desastre fratricida entrase en sus vidas. Unos y otros intentaban dejar la guerra fuera de las conversaciones rutinarias ignorando a veces las nuevas que llegaban del frente. Cuando se recibía la noticia de la baja de un soldado, su familia trataba de llorar su ausencia al margen de las circunstancias en que se hubiera producido. El periódico siguió publicándose. El Hotel Almirante no cerró sus puertas ni un solo día, aunque pasaron semanas enteras sin recibir un cliente, y ni siquiera la noticia amarga de la muerte de Alfonso Blanco hizo pensar a sus propietarias en echar el cierre por defunción. En aquellos tres años infaustos, Ribanova organizó su particular resistencia detrás de las murallas, y cuando terminó la guerra la ciudad entera se preparó para superarla. Cinco años después, las heridas parecían haber cicatrizado por completo. Juan Sebastián Arroyo, que como cronista oficial de la ciudad había seguido puntualmente las incidencias del conflicto en el interior de las murallas romanas, se espantaba a veces de esa capacidad del pueblo y de sus gentes para existir al margen de la Historia, aunque en el fondo se alegraba de que Ribanova hubiera sabido hacer de aquella guerra monstruosa un suceso capaz de ser superado antes de tiempo.

Pero aquella ciudad que tan inteligentemente había afrontado la tragedia que conmoviera al país era, sin embargo, susceptible de revolucionarse por culpa de un suicidio. A la mañana siguiente de la aparición del cuerpo de Cristina Sanjuán, se agotaron en un santiamén todos los ejemplares de El Comercio a pesar de que el director había tenido la precaución de ampliar la tirada, y por primera vez en la historia de la institución alguien robó los dos diarios que se recibían en la biblioteca del Casino. Las tres páginas de información, más la foto en blanco y negro de la salida del cadáver de las dependencias del hotel, cubierto por una sábana blanca, se convirtieron en objeto de deseo de todos los ribanovenses, que paladearon la crónica negra escrita con singular dramatismo por Genaro Alcázar. En ella se daba cuenta de casi todos los detalles que habían rodeado a la aparición de la suicida: la belleza sobrehumana de la muchacha, la desnudez de su piel, el orden escrupuloso que reinaba en el cuarto cuando entró en él la policía. El texto se cerraba con unas líneas en las que Genaro rozaba el éxtasis periodístico:

Durante mucho tiempo flotará sobre nosotros un misterio. No sabemos de la bella muerta más que el nombre. Después de la intensa investigación realizada por este reportero, podemos afirmar que ningún vecino de nuestra villa conoce el origen ni la filiación de la hermosísima Cristina. A todos nos gustaría saber por qué oscuras razones su último viaje en la dulce singladura de la juventud tuvo por destino una de las habitaciones del Hotel Almirante en la muy noble ciudad de Ribanova.

Porque ésa era la cuestión que excitaba la curiosidad de todos. Nadie en Ribanova había oído hablar nunca de Cristina Sanjuán, y la gente empezaba a preguntarse por qué extraño motivo aquella muchacha tan bella había elegido precisamente su ciudad para abandonar por siempre el mundo de los vivos. Ribanova no era un lugar de vacaciones. Solamente la escogían como destino aquellos que tenían allí parientes cercanos o amigos íntimos, o aficionados a la buena mesa provenientes de localidades cercanas capaces de viajar varias horas solo para disfrutar de la gastronomía del Hotel Almirante. Por lo demás, eran muchos los españoles incapaces de situar en el mapa la ciudad bimilenaria, así que nadie podía entender por qué razón Cristina Sanjuán había seleccionado Ribanova para tragarse un bote de pastillas y emprender así un camino sin regreso.

El juez Teleno se había entretenido sin querer con la crónica de El Comercio, y cuando se dio cuenta pasaba ya de la hora marcada para su cita con Fuentes. Salió de casa con el abrigo mal puesto y el periódico debajo del brazo en dirección a la comisaría. Sin embargo, y a pesar de ir con retraso, el juez se detuvo unos instantes frente a la confitería de Alejo Pelayo. Tras el cristal, como cada año, se había obrado el prodigio y el escaparate lucía sus galas navideñas. De haber tenido tiempo, Teleno habría pasado un buen rato allí, admirando la arquitectura de los turrones y jugando a imaginar el sabor de los pasteles de gloria, pero Fuentes le había citado a primera hora de la mañana y pasaban ya de las diez y media. Así que, con pesar, desvió su atención de los polvorones y las yemas y de los ojos magnéticos de la anguila de mazapán y entró en la comisaría. Fuentes le esperaba en su oficina.

—Perdone el retraso —el juez decidió anticiparse al reproche.

—Da igual, tenía que despachar unas cartas. En fin, vamos a lo nuestro… He localizado a Javier Aldao. Su padre me dio un número de teléfono y lo llamé enseguida. Ha tomado el primer tren desde Madrid. Llegará a Ribanova esta misma noche, en el expreso de las ocho.

—Parece que tiene muy buena disposición…

El comisario se rascó la cabeza.

—No sé, juez. Todo esto es muy raro. La verdad, esperaba que el señor Aldao se mostrara más reticente a la hora de colaborar. Pero fue él mismo quien se ofreció a trasladarse a Ribanova en cuanto le conté lo sucedido.

El juez Teleno se sacó de la chaqueta una hebra de hilo blanco.

—¿Le dijo alguna cosa sobre la chica? ¿Era… su prometida… su amante, tal vez?

—Eso es lo más extraño de todo, juez. Javier Aldao me ha dado su palabra de que entre él y la señorita Sanjuán no había ningún tipo de relación. Se conocían, eso sí… me dijo algo de una sociedad artística o algo por el estilo…

Teleno meneó la cabeza.

—No me lo creo. Dígame… ¿Cómo reaccionó cuando le dijo que Cristina Sanjuán se había suicidado?

El comisario frunció el ceño. Tenía la sensación de que el juez le estaba interrogando a él.

—Se sorprendió, por supuesto…

—¿Le pareció afectado?

Fuentes miró directamente a los ojos del juez antes de responder.

—No, Teleno, no me pareció muy afectado. Entre otras cosas porque estaba a quinientos kilómetros y el teléfono sigue funcionando bastante mal. Y además, le recuerdo que ese Aldao o como se llame tampoco tiene por qué darnos explicaciones.

—Si no conocía mucho a la chica, la presencia de Aldao va a servirnos de poca ayuda. En fin, al menos podrá reconocer el cadáver… Si es que no decide negarse, por supuesto.

—No creo que ponga problemas —el comisario cambiaba de sitio unos papeles—. Ya le digo que parecía muy dispuesto a colaborar… cosa que, por cierto, no puede decirse de Germán Aldao, que se puso como loco cuando le dije que necesitaba encontrar a su hijo. Tuve que recordarle un par de veces que hablaba en nombre de la autoridad —miró el reloj—. Son más de las once. Hernán debe de estar a punto de llegar con los resultados de la autopsia.

—¿La ha hecho él?

—No, claro… Ha venido un forense de La Coruña.

Teleno se acercó a la ventana como para esperar la llegada del médico. De pronto se dio cuenta de que el cielo se había oscurecido mucho más y que el aire frío hacía chocar contra la ventana diminutas estrellas de hielo.

—Está empezando a nevar —dijo.

—Lo que nos faltaba —instintivamente se acercó a la estufa de butano para comprobar que seguía funcionando bien—. ¿No está haciendo demasiado frío? Después de todo, solo estamos a principios de diciembre.

—En esta tierra nunca se sabe —filosofó el juez.

En ese momento, el ayudante de Fuentes asomó la cabeza por la puerta.

—Señor comisario, el doctor Hernán está aquí.

—Dígale que pase —el médico entró con una carpeta de cartón debajo del brazo—. Buenos días, doctor. Siéntese.

—Está nevando —dijo el médico a modo de saludo.

Los otros dos no quisieron enredarse en comentarios sobre el tiempo.

—¿Y bien?

—Lo que ya les había dicho. Un suicidio. Ingestión de cianuro en cantidad suficiente como para tumbar a un hombre de siete arrobas de peso, no digamos ya a una muchacha que no debía de pasar de los cincuenta kilos. La víctima tenía entre veintitrés y veinticinco años.

—¿Algo sospechoso, heridas, señales de alguna enfermedad…?

El médico negó con la cabeza.

—Lo más llamativo, una cicatriz muy pequeña en la cadera derecha, producto seguramente de una herida de la infancia. Tenía varios lunares en las piernas. Era bastante alta, casi uno setenta. La dentadura está en perfecto estado —miró a los dos hombres con una media sonrisa—. Buena alimentación. Llevaba una uña más corta que las otras, supongo que acababa de rompérsela…

El médico había abierto la carpeta y manoseaba los papeles garabateados por el forense.

—¿No han encontrado nada más?

—Bueno…

El médico titubeaba.

—Hernán, haga el favor…

—Hay otra cosa… Pero no estoy seguro de que sea asunto suyo…

—Pero bueno, Hernán —el comisario se puso de pie—, cómo no va a ser asunto nuestro. Una chica se ha suicidado ahí enfrente, y usted pretende ocultar información a la policía…

Una vez más, Teleno pensó que el comisario Fuentes tenía una tendencia desmesurada a dramatizarlo todo.

—¡Yo no estoy ocultando nada! Es solo que… en fin, no veo que esto tenga nada que ver con el caso pero… pero la membrana del himen estaba intacta.

Lo dijo sonrojándose, y el juez sintió una ráfaga de piedad hacia él.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que la muchacha era virgen, Fuentes —Teleno volvió su mirada hacia el médico—. ¿Puedo ver el informe completo?

—Está en ese sobre. No hay mucho más de lo que yo les he contado.

El juez y el comisario estudiaron en silencio los folios que señalaba el doctor Hernán. El médico buscó el mejor acomodo en la silla. Se sentía físicamente agotado. Había pasado unas horas muy amargas ayudando al forense en la comisión de la autopsia, enfrentado sin remedio a la figura espléndida de Cristina Sanjuán mientras el instrumental del investigador iba despojando a la joven de su condición humana. Desde su paso por la facultad de medicina no había vuelto a participar en una autopsia, y de buena gana habría renunciado al dudoso honor de estar presente en la de la bella suicida, pero consideró poco profesional excusar su presencia. Después de todo, se dijo, él había sido el primero en reconocer el cadáver y certificar el deceso. Pero aquella mañana, mientras diseccionaban con precisión a Cristina Sanjuán, mientras la sierra y el escalpelo cumplían con su cometido, Pablo Hernán se sintió más viejo que nunca al darse cuenta del modo infame en que él y su colega profanaban la belleza intacta de la muchacha en nombre de la verdad y de la ciencia. Tuvieron que mover sus miembros, colocarla de frente y de espaldas, se vieron en la obligación de hendir su vientre y tantear su piel, de abrir su boca de labios intensos para clasificar la dentadura, y el doctor Hernán se sorprendió a sí mismo realizando con inusitada habilidad aquella tarea que ahora se le antojaba indigna, como si el cuerpo que baqueteaban él y el forense no hubiera pertenecido a una muchacha y fuese solo un muñeco concebido para facilitar las prácticas de los estudiantes de medicina.

Tardaron tres horas en finalizar el trabajo. Luego, Cristina Sanjuán quedó en la morgue del hospital, sola, helada, hermosísima, con el cabello de oro descolgado de la camilla, los miembros inertes, los ojos definitivamente cerrados, cosida de arriba a abajo con un cordel de bramante y despojada para siempre de su aura de ser mitológico y su aliento marino. Al cerrar la puerta, el doctor Hernán tuvo el impulso de volver sobre sus pasos para pedir perdón a aquella mujer rota, para besar la frente gélida o las manos sin vida de Cristina Sanjuán y explicarle que lamentaba más que nadie haber ultrajado de esa forma su esqueleto perfecto, buceado en sus misterios de mujer, investigado en las formas más recónditas de su vida interior. Ahora, mientras el juez y el comisario revisaban el escrupuloso informe del forense, el médico se preguntaba si en verdad la ceremonia denigrante de la autopsia era verdaderamente útil o solo un trámite legal con el que todos, él el primero, pretendían lavarse la conciencia.

—¿De verdad creen que es necesario todo este número? —el doctor Hernán no pudo evitar la pregunta—. ¿Abrir en canal a esa desdichada solo para tener pruebas de lo que estaba claro desde el primer momento?

—Hernán, lo crea o no las precisiones de la autopsia nos sirven de ayuda —Teleno se sintió conmovido por la aparente tribulación del médico—. Porque, de momento, no sabemos de Cristina Sanjuán mucho más de lo que usted nos ha dicho. Ahora, por lo menos, estamos en condiciones de afirmar algunas cosas…

—¿Qué cosas, juez? ¿Que bebió suficiente leche durante su infancia? ¿Que no la había tocado ningún hombre? Por favor…

El juez guardó silencio. No era la primera vez que reflexionaba sobre lo mucho de impúdico que hay en las autopsias, la cantidad de detalles que revelan que a nada ayudan y a nadie importan. Profanar un cuerpo para que éste divulgue secretos absurdos que pertenecían al alma de una persona muerta le resultaba del todo alejado de ciertas premisas éticas. Sin embargo, era posible que en el caso de Cristina Sanjuán fuese necesario obtener de su cadáver la información que nadie, de momento, podía proporcionarles.

—Escuche, Hernán —el comisario intercambió con el juez una mirada de aprobación—, el asunto es más complicado. La señorita Sanjuán no tiene documentación, ni papeles personales, ni nada de nada. No sabemos dónde vive, no sabemos qué hacía aquí… ni por qué ha venido a morir a Ribanova en una habitación del Hotel Almirante. El Comercio publica hoy la noticia del suicidio. Dentro de poco el caso saltará a los periódicos nacionales. Y nosotros recibiremos presiones para investigar el caso… y más si llega a estallar el escándalo.

—No comprendo.

—Sí, Hernán —era Teleno quien hablaba—. Hay algo que todavía no sabe. La chica dejó una nota. Una nota en la que pone a Javier Aldao en relación con su suicidio.

—¿Ése no es…?

—El hijo de Germán Aldao, nieto de Aurelio Aldao y bisnieto de Edmundo Aldao. Uno de los apellidos con más solera de todo Ribanova mezclado en la historia escabrosa de una mujer desconocida que aparece, muerta y sin ropa, en un cuarto del Hotel Almirante.

—Por cierto —el comisario Fuentes tomó un ejemplar del diario local—, no sé cómo demonios se han enterado éstos de que la chica estaba desnuda debajo de las sábanas. Supongo que el memo de mi ayudante ha debido de irse de la lengua.

—Y lo de la nota será cuestión de días. Hernán, tengo que pedirle que sea discreto. Vamos a intentar guardar el secreto la mayor cantidad de tiempo posible. Al menos hasta que Javier Aldao llegue a Ribanova.

—¿Van a interrogarle? —el doctor Hernán describió un gesto de sorpresa.

—Técnicamente no —Teleno sonreía—, Fuentes le ha llamado para hacerle saber la aparición del cadáver y de la nota, y él se ha ofrecido a hablar con nosotros, lo cual es muy de agradecer porque Javier Aldao vive en Madrid y va a trasladarse expresamente a Ribanova para ayudarnos.

Fuera, la nieve empezaba a cuajar y seguía cayendo con insistencia de invernía. Los tres hombres quedaron en silencio, y por un instante el juez Teleno tuvo la sensación de que podía escuchar el ruido casi imperceptible que hacían los copos de nieve al posarse sobre la calle de la Reina.

—¿Qué hora es? —era el propio Teleno quien preguntaba.

—Ya pasa de la una.

—Les invito a almorzar —Hernán y Teleno miraron con sorpresa al comisario—. Sí, no pongan esa cara. Estamos los tres de muy mal café… y no sé a ustedes, pero a mí una comida en condiciones me mejora el humor. ¿Qué me dicen?

—Por mí, de acuerdo. No me espera nadie —Hernán desvió la mirada hacia la ventana, como si le diera vergüenza reconocer su soledad.

—Tampoco a mí. ¿Adónde vamos?

El comisario sonrió.

—Al Hotel Almirante, por supuesto.

Se pusieron los abrigos. Teleno, además, se caló una gorra de paño negro que le daba un aspecto muy curioso, como si aquella prenda fuese parte de un disfraz. Salieron a la calle que empezaba a vestirse de blanco, mientras el viento hacía bailar los copos menudos como plumas diminutas. Al entrar en el Hotel Almirante los tres hombres se sintieron invadidos por una especie de placidez. Viniendo del exterior, donde la temperatura empezaba a ser verdaderamente fría, era una delicia pisar el vestíbulo del hotel. En el centro del recibidor estaba colocado el abeto, cubierto ya enteramente por sus galas navideñas. Aquel año las Leal habían elegido el color dorado con ligeros toques de plata. Dora vio llegar al grupo y salió a recibirlos con cierta alarma.

—No me dirán que ha aparecido otro muerto —dijo, a modo de saludo.

A Teleno le dio la risa.

—No, señorita Dora. Es una visita extraoficial. Venimos a comer.

El rostro de ella se relajó en una sonrisa amplia.

—Menos mal. Pasen al comedor. Son ustedes los primeros, todavía es muy pronto.

Les buscó una mesa apartada y tranquila, cerca de los ventanales que daban a la calle de la Reina.

—Tenemos redondo de ternera y merluza rellena. Si quieren les traigo la carta.

—Yo me apunto a la ternera —Hernán parecía tenerlo muy claro.

—Merluza para mí.

—Para mí también.

Dora Leal tomó nota.

—Voy a traerles un consomé y unos entremeses para que hagan boca. ¿Algo más?

—Ay, señorita Dora —Teleno meneaba la cabeza—, lo que de verdad me gustaría saber a mí es cómo se las arreglan para tener de todo con los tiempos que corren. Mi mujer siempre se queja de que no encuentra nada en las tiendas.

—Es cuestión de dar con buena gente en el mercado negro —de pronto, Dora Leal reparó en la presencia de Fuentes y se tapó la boca—. Perdón.

—No he oído nada —dijo el comisario.

Les sirvieron enseguida. Estaban terminando el consomé cuando empezaron a ocuparse otras mesas. El juez, el comisario y el médico respondieron sin muchas ganas a los saludos y también a las impertinencias de algunos recién llegados, que se acercaban a ellos en demanda de más información sobre el caso de la suicida.

—La gente es idiota —gruñó Teleno—, a ver si se creen que vamos a empezar a largar así, por las buenas.

Con el segundo plato llegaron más clientes y también más interrupciones. Fuentes se moría de ganas de hablar, especialmente cuando el alcalde Saavedra y el gobernador civil se acercaron a la mesa a enterarse de los detalles del suceso que no quedaban reflejados en las páginas de El Comercio.

—No hay mucho más de lo que cuenta el periódico —el juez miraba de reojo su merluza, que empezaba a enfriarse en el plato—. La autopsia nos ha confirmado lo que ya suponíamos: se trata de un suicidio por ingestión de veneno. Ahora estamos intentando localizar a los familiares de la señorita Sanjuán.

—¿Y a qué viene lo de Javier Aldao? —el alcalde clavó los ojos en los del comisario.

—¿Cómo dice?

—El padre del chico, Germán Aldao, vino a verme ayer por la noche. Según me dijo, ustedes pretenden implicar a su hijo en el asunto.

Fuentes estaba blanco como la pared. Por fortuna, el juez Teleno no perdió su aplomo y sostuvo la mirada del alcalde.

—Mire, alcalde, a mí me da la sensación de que el señor Aldao no ha entendido nada de lo que ayer le explicó el comisario. Entre las pertenencias de la señorita Sanjuán encontramos una nota en la que relacionaba a Javier Aldao con su suicidio. Como es lógico, quisimos ponernos en contacto con el señor Aldao inmediatamente, y fue él quien se ofreció a colaborar con nosotros. En lo que respecta a la muerte de la muchacha, el caso está cerrado. Es un suicidio y así lo reflejó la autopsia. Pero es necesario identificar el cadáver y comunicarnos con la familia de la señorita Sanjuán, y el señor Aldao ha querido ayudarnos de forma voluntaria. Lo que es nosotros, habríamos preferido mantener en secreto el asunto de la nota y el propio nombre de Javier Aldao… pero al parecer es su padre quien se está encargando de cacarear la historia.

—Bueno, bueno —el alcalde no sabía cómo dar marcha atrás—, es natural que Germán esté algo inquieto… al fin y al cabo, se trata de su hijo. Estaba muy alarmado por lo que pudiera pasarle.

—Créame, alcalde, me parece que el chico debe preocuparse más por la falta de discreción de su padre que por lo que vaya a ocurrirle en relación a este caso.

—Germán vino a verme a mí también —el gobernador parecía algo confundido—. Fue esta mañana. Me pidió que hablara con ustedes para que silenciaran la implicación de su hijo…

—Pues mire, gobernador —Fuentes parecía haberse crecido— aquí el único que no ha sabido mantener la boca cerrada es precisamente Germán Aldao. Es él quien está sacando las cosas de quicio. Ya se lo pueden decir la próxima vez que vaya a pedirles ayuda.

Hubo un silencio. El gobernador y el alcalde se despidieron de los tres hombres, y éstos volvieron a sus asientos y a sus platos mediados. Teleno se llevó a la boca una porción de merluza rellena.

—Está helada —dijo con disgusto, y apartó el trozo que quedaba—. Nos han dado la comida.

—No se puede negar que han sido interrupciones de prosapia —el doctor Hernán acabó su ración de ternera—. El alcalde, el gobernador civil… y a saber con cuántos más habrá hablado el cretino de Germán Aldao para preservar el buen nombre de su hijo.

—Pues al final el escándalo lo va a organizar él solo —dijo Fuentes—. Al fin y al cabo, hasta ahora solo sabíamos lo de la nota media docena de personas. Pero gracias al padre de la criatura se van a enterar hasta las paredes de que existe el billetito de marras.

—Peor para ellos —terció el médico.

—Y para nosotros también, Hernán —Teleno se pasó la mano por los ojos—. Me habría gustado echar tierra cuanto antes sobre todo este asunto. Ahora, con tanta gente en el ajo, va a ser mucho más difícil. Todo esto proporcionará carnaza a los de El Comercio, y supongo que la noticia no tardará en llegar a algún diario de Madrid.

Fuentes no pudo evitar que le brillaran los ojos al darse cuenta de que había una oportunidad, aunque remota, de aparecer en las crónicas del ABC.

—¿Usted cree que van a venir a Ribanova a cubrir un caso de suicidio?

—No me extrañaría. Las páginas de sucesos también tienen que llenarse.

—Como si en este país no hubiera habido ya suficientes muertos —el doctor Hernán hablaba en voz baja. Los otros dos le miraron—. Perdonen, ya sé que no viene al caso…

Los tres hombres quedaron callados. Todos sabían que la esposa y la hija del doctor Hernán habían fallecido en un tiroteo durante el asedio de Madrid, y el médico llevaba siete años intentando reponerse de la pérdida y librarse de las pesadillas nocturnas que le acompañaban desde aquel día aciago.

—¿Cuándo llega Aldao? —fue el propio Hernán quien quiso romper el silencio.

—Esta noche, en el tren de las ocho y media —contestó Fuentes—. Le he citado en comisaría mañana a primera hora.

El comisario pidió café para todos. Lo bebieron de un solo sorbo para acelerar en lo posible su marcha del Salón de los Espejos, y después Fuentes pagó la cuenta. Ya en el vestíbulo, los tres hombres se cruzaron con Rosalía Leal.

—Mi tía me dijo que estaban aquí. ¿Han venido a verme?

—No, señorita —fue Teleno quien contestó—. Vinimos a almorzar. Con poco éxito, por cierto. Hemos recibido media docena de interrupciones. La última, del alcalde Saavedra y del gobernador civil. Tenemos a la ciudad entera pendiente de Cristina Sanjuán.

—En un lugar donde nunca pasa nada, un suicidio es demasiado goloso como para contar con la discreción de la gente —la directora del hotel sonrió a los tres hombres—. Si les sirve de consuelo, esta mañana he tenido más de una docena de visitantes que venían con cualquier excusa para hacerme preguntas sobre el caso. Hay personas que tienen muy pocas cosas de qué ocuparse. Bueno, pues si no me necesitan…

—Ya la molestamos bastante ayer. Por cierto —el comisario se volvió—, hemos localizado a Javier Aldao. Esta misma noche estará en Ribanova.

Por primera vez en mucho tiempo, el expreso de Madrid llegó puntual a la estación de Ribanova. El tren hizo una entrada que distaba mucho de ser triunfal, pues se detuvo con un resoplido triste y casi agónico que manchó de carbonilla el hielo acumulado en los márgenes de la vía. Cuando se abrieron las puertas descendieron a trompicones unos cincuenta viajeros, agotados por las quince horas de trayecto, que fueron sorprendidos por el soplo gélido del viento cargado de nieve que golpeó sus rostros en cuanto abandonaron el resguardo de los vagones. En el andén, dos o tres mozos se ofrecieron a los recién llegados para cargar las maletas, y aquella noche casi todo el mundo necesitó alguna ayuda para mover los bultos y a la vez mantener el equilibrio sobre las gruesas capas de hielo. No había coches para todos, y los cuatro automóviles que esperaban en las inmediaciones de la estación fueron materialmente asaltados por pasajeros ansiosos aterrados por la perspectiva de esperar en el apeadero la llegada de otros vehículos o de emprender a pie el camino a casa desafiando el temporal. Era difícil imaginar una forma peor de recibir a nadie, y aquellos cuya presencia en Ribanova no era estrictamente necesaria durante esos días empezaban a lamentar de corazón el no haber elegido otras fechas para realizar su viaje.

Javier Aldao fue el último en bajar del tren. A diferencia de los otros viajeros, él no se precipitó en busca de la última plaza en un coche de servicio porque sabía que un vehículo propio iba a estar esperándolo en la estación. Así que caminó sin prisa por el andén helado, mientras los copos de nieve le azotaban la cara, hasta que vio las luces encendidas de un automóvil negro junto al que esperaba un chófer de uniforme.

—Bienvenido a Ribanova, señor Aldao.

Él sonrió al mecánico sin decir nada y se acomodó en el asiento de cuero. El coche arrancó y echó a rodar muy lentamente por las calles vacías.

—Es la primera vez que veo tanta nieve en Ribanova —dijo por fin Javier Aldao—. Me dijeron que hacía mucho frío, pero no me esperaba esto.

El chófer buscó su mirada desde el espejo retrovisor.

—Así es esta ciudad, señor. Uno nunca sabe lo que va a pasar.

Cuando llegó al Hotel Almirante, Javier Aldao seguía pensando en la nieve y en todo el tiempo transcurrido fuera de Ribanova. Eran las diez y media de la noche y el recibidor estaba casi desierto a excepción del conserje uniformado que esperaba tras el mostrador de recepción y que no reparó en su llegada, a pesar de que un chorro de aire helado entró con él en el vestíbulo. En silencio, el viajero miró a su alrededor. Vio el techo abovedado con adornos de escayola, el ascensor de cristal y de madera, la alfombra de inspiración oriental, la mesa de centro con un ramo de flores invernales, la escalera ascendente, el árbol navideño… Y entonces se dio cuenta de que era la primera vez que pisaba el Hotel Almirante y también de que nunca hasta entonces había tenido ocasión de entrar en la casa levantada por su bisabuelo, Edmundo Aldao, muchos años atrás. Recordaba aquella construcción como parte de las memorias infantiles, cuando aún el palacete clausurado de la calle de la Reina pertenecía a la familia y sus padres le señalaban la fachada imponente durante el paseo de los domingos. Luego, el palacio cambió de dueño y pasó a ser parte del patrimonio de una mujer desconocida. Y después se convirtió en hotel, para vergüenza de todos los Aldao, que tenían que volver la vista hacia otra parte cuando pasaban por la calle de la Reina para no leer el letrero ignominioso, para no ver la puerta giratoria insultante, para no adivinar un comedor de pago detrás de los gruesos cortinajes que protegían las ventanas del Salón de los Espejos. Javier Aldao había crecido notando cómo a su padre se le tensaban los músculos de la cara cada vez que no podía eludir el paso por la puerta del Hotel Almirante, y aun así cambiaba de acera para hacerse la ilusión de que el hotel no existía, de que no funcionaba un restaurante en el salón de la casa de sus abuelos, de que no había desconocidos subiendo y bajando las escaleras, entrando y saliendo de los cuartos con balcones, encendiendo cigarros puros en el salón de fumar y contaminando al fin con su presencia una casa que había sido de los Aldao durante más de medio siglo.

Hasta que llegó a la adolescencia y pudo comprender algunas cosas, el único hijo de Germán Aldao pasó años alimentando el deseo secreto de cruzar la puerta giratoria del hotel, de ver los espejos múltiples del comedor y acercarse al árbol de Navidad que resplandecía en el vestíbulo desde los primeros días de diciembre. En el colegio, algunos niños hablaban del uniforme de capitán de navío del conserje de la entrada, del Salón de los Espejos y sus menús sofisticados, del chocolate con tostadas de la merienda (que, según aseguraban, era el más espeso y sabroso de cuantos se servían en Ribanova) y del ascensor que ascendía trabajosamente los tres pisos de las habitaciones. Todo aquel espectáculo fastuoso del que disfrutaban sus compañeros parecía vedado a su persona. Una vez, cuando Javier estaba a punto de cumplir los doce años, su padre le preguntó qué deseaba como regalo de aniversario y él no lo pensó ni un minuto: lo que más quería en el mundo era almorzar en el Salón de los Espejos del Hotel Almirante. Su padre le miró entonces con tanta ira que el niño supo que acababa de romper una regla no escrita. Germán Aldao le dio la espalda y se fue, dejando al hijo sin llegar a entender qué era lo que había hecho mal y sospechando que la mención del Hotel Almirante tenía mucho que ver con el odio sordo que cargaba la mirada paterna. Ninguno de los dos volvió a mencionar el incidente, Javier celebró su cumpleaños con una merienda en el Casino y no se habló más de aquella anécdota. Sin embargo, el muchacho siguió anhelando conocer por dentro el Hotel Almirante, aunque jamás en la vida lo admitió delante de nadie y mucho menos de don Germán Aldao.

A los trece años Javier salió de la ciudad para educarse en un internado inglés, y ya no volvió a Ribanova más que de forma intermitente, con ocasión de las vacaciones de Navidad o para pasar algunos días de verano, de modo que el recuerdo del hotel se fue diluyendo en otros de más peso, al igual que la memoria de la muralla, de los juegos infantiles en la Alameda o las tardes de sol en el mirador del Parque. Descubrió nuevos escenarios, nuevas situaciones, lugares distintos que ni siquiera había imaginado, y encontró su lugar en el mundo lejos de los suyos y de Ribanova. Únicamente ahora caía en la cuenta del potente poder de erosión que tiene la distancia, que es notablemente superior al que muchos atribuyen al tiempo. No eran los años los que habían arrastrado todos aquellos recuerdos de la primera edad, sino los kilómetros puestos de por medio, la certeza del exilio, la lejanía de las cosas que había amado una vez.

Germán Aldao y él habían pasado una eternidad sin dirigirse la palabra, distanciados por un conflicto político que para él ya no tenía significado alguno pero que su padre seguía considerando encarnizado y latente. Había vivido años intentando encontrar el camino de regreso a casa y al corazón de los suyos, y también durante años había ido extraviándose cada vez más en el laberinto de los rencores ajenos, en la falta de comunicación, en los malentendidos, en el orgullo pésimamente administrado de Germán Aldao, que parecía incapaz de volver para siempre la página del pasado. Él, sin embargo, había empezado a hacerlo mucho tiempo atrás, cuando admitió que ninguna de las cosas por las que había matado y visto morir tenían suficiente sentido. Había empezado la guerra galvanizado por un entusiasmo juvenil y por la certeza de haber elegido el bando de los justos. Pero en cuanto vio caer al primer hombre se dio cuenta de que, ganase quien ganase la contienda, todos iban a pagar un tributo de dolor que no merecía la pena. Unos habían perdido la vida en los campos de batalla. Otros habían sido testigos de tantas escenas de horror que vivirían ya para siempre marcados por los recuerdos infaustos. En cuanto a él, al elegir libremente el lado de los vencidos se había situado en la otra orilla de lo que supuestamente era su mundo. Así lo consideraba su padre, Germán Aldao, que lo desahució para siempre del pasado expulsándolo de la familia y de la ciudad de su infancia. Porque ése era el precio que tenía que pagar él: la renuncia a todo aquello que consideraba parte de su historia.

Lo que no había previsto Javier Aldao es que las circunstancias extraordinarias que le habían hecho regresar a Ribanova iban a servir también para hacer realidad el sueño infantil de traspasar la puerta del Hotel Almirante. Ahora estaba allí, en el vestíbulo, pisando la alfombra mullida, contemplando el árbol de Navidad tantas veces observado de forma clandestina desde la acera de la calle, y se daba cuenta de que todo era exactamente como imaginara una vez, desde la temperatura hospitalaria del recibidor hasta el color de las paredes y las molduras de escayola, desde las flores de la mesa central hasta el sobrio uniforme azul marino del conserje, el suave olor a limpio que flotaba en el aire, el brillo de las maderas nobles y del timbre de latón del mostrador, el orden que dominaba todo y en el que se notaba el buen criterio de una persona con carácter capaz de poner cada cosa en su sitio.

Antonio Huerta había sido uno de los primeros empleados del hotel, y desde los días de la apertura exhibía su terno de recepcionista con el mismo orgullo con que un mariscal de campo hubiera lucido su traje de gala. De ordinario pasaba cada uno de los minutos de su turno mirando atentamente a la puerta de entrada y esperando alerta la llegada de posibles clientes, pero en esta ocasión se había distraído y se sobresaltó un poco al ver a un extraño frente a él. El nuevo huésped dijo necesitar habitación para cuatro o cinco noches, y el conserje, todavía algo despistado, tomó nota de su nombre en el libro de registros. Luego buscó una llave en las celdas del casillero.

—Aquí tiene. La número diez. ¡Chico! —un botones de uniforme rojo acudió a la llamada—. Acompaña al señor.

Dio las buenas noches al recién llegado y lo siguió con la mirada hasta verlo entrar en el ascensor de cristal. Aquel hombre, pensó, tenía un aire que le era vagamente familiar, aunque después de veinte años tras el mostrador de recepción del Hotel Almirante había visto tantas caras distintas que había llegado a la conclusión de que todo el mundo se parece a alguien y todo el mundo tiene también algún rasgo particular que lo hace único frente a los otros. Del nuevo huésped le llamó la atención la neutralidad de su acento, como si no viniese de ningún lugar del mundo. Antonio Huerta estaba hasta cierto punto acostumbrado a los dejes propios de todas las regiones españolas, que algunos ribanovenses emigrados agudizaban como si su traslado a otras tierras hubiera sido también una forma de ascender en la escala social. Sin embargo, aquel hombre había eliminado de la voz cualquier entonación, de forma que era imposible intuir su lugar de procedencia. Volvió a leer su nombre en el libro de registros, Javier Aldao, y entonces cayó en la cuenta del apellido. Como todo el personal del hotel, el conserje estaba más o menos al corriente de la situación de guerra fría entre las Leal y los antiguos propietarios de la casa, y entendió que el hecho de que un miembro de la familia buscase acomodo en el Hotel Almirante era una suerte de claudicación. Aquí están pasando cosas muy raras, pensó, y perdió la vista en las ramas frondosas del árbol de Navidad, donde brillaban los adornos de plata y los ángeles esplendorosos. Minutos después se le acercó la directora del hotel.

—Buenas noches, señorita Leal.

—Parece que no son muy buenas —Rosalía Leal miró hacia la calle, donde seguía nevando—. No creo que tengamos demasiados huéspedes hasta que pasen las navidades.

El conserje vio la ocasión de dar una noticia.

—No se crea. Acaba de llegar un señor. Javier Aldao. Y va a quedarse varios días.

—Javier Aldao tiene en Ribanova la casa de sus padres… ¿Por qué iba a tomar habitación en el hotel? Debe de tratarse de un error.

El conserje meneó la cabeza.

—No, señorita. —Abrió el libro de registros y se lo mostró a Lía—. Ahí tiene. Javier Aldao y Castro. Le he dado la número diez. Y acaba de subir. Si llega usted un poco antes, se lo cruza en la puerta del ascensor.

Lía se mordió el labio inferior. Luego sonrió distraída al recepcionista.

—Voy a trabajar un rato a la oficina —le dijo—. Si me llama alguien estaré allí.

Dejó el mostrador, y no se dio cuenta de que llevaba entre las manos el libro de huéspedes hasta que se sentó detrás de su mesa. Lo abrió por la página del día. Allí estaba el nombre, Javier Aldao, y también la signatura del nuevo cliente. Tenía una firma bonita, de rúbrica ligera… la firma de un hombre acostumbrado a consignar papeles. Cuando era niña, Rosalía Leal jugaba en secreto a adivinar cómo eran los propietarios de las firmas que aparecían en el libro de huéspedes y había inventado una suerte de reglas grafológicas definitorias de la personalidad. La directora del hotel recordó aquel entretenimiento infantil ante la letra de Javier Aldao, pero enseguida cerró la libreta con un golpe seco, como enfadada consigo misma.

La llegada de un Aldao al Hotel Almirante la había contrariado profundamente. Cuando el comisario Fuentes le dijo que Javier Aldao había salido con dirección a Ribanova, no pudo imaginar que iba a elegir el Hotel Almirante como lugar de alojamiento. Germán Aldao y su esposa tenían una casa grande y cómoda junto al Parque, una casa con muchas habitaciones vacías donde por fuerza tendría que haber un sitio para el hijo pródigo que regresaba al hogar. Pero al parecer las cosas eran de otra forma. Hubiera podido seguir dándole vueltas a la cuestión, pero no se lo permitió. Había mucho trabajo que hacer, así que apartó a un lado el libro de registros y se enfrascó en los temas contables. Las cuentas cuadraban: los ingresos y los gastos corrían parejos y, como ocurría desde su apertura, el Hotel Almirante no arrojaba un solo céntimo de déficit. Pero, en contra de lo que muchos pudieran creer, tampoco daba a sus dueñas grandes beneficios. A pesar de que el comedor del Hotel Almirante estaba siempre lleno, a pesar de que el nivel de ocupación de las habitaciones era satisfactorio para un establecimiento de provincias, el hotel tenía que soportar notables gastos de mantenimiento. Una vez más, Lía tuvo la extraña sensación de que las mujeres Leal estaban perdidas en una versión moderna del mito de Sísifo. Ganar para gastar. Trabajar solo para sostener el lugar de trabajo… No, el Hotel Almirante no era un negocio como había sido en otra época la modesta casa de comidas, sino que se había convertido en una forma de invertir el tiempo y de materializar el desafío contra los Aldao. Desde un punto de vista puramente económico, lo más razonable sería deshacerse de él, vender el edificio al primero que quisiese pagar lo que valía un palacete en el mismo centro de Ribanova y olvidarse de la aventura empresarial que había dejado de serlo… o que quizá no había sido nunca. Ahora, con los números en la mano, con los libros contables delante de los ojos, Lía Leal tenía que reconocer para sí que los beneficios reales que arrojaba el Hotel Almirante a finales de año llegaban justo para sostener a las cinco mujeres Leal. Más de una vez pensó en hablar seriamente con la abuela y explicarle la situación, pero desistió porque sabía que la anciana iba a interpretar sus consejos como una forma de abandono de lo que ella consideraba sus responsabilidades familiares. Cuando aceptó dirigir el hotel, Lía creyó que esas obligaciones suponían sacar adelante el negocio de hostelería. Solo ahora se daba cuenta de que en realidad su trabajo se basaba en evitar que la casa de la calle de la Reina volviese a las manos de los Aldao. Para ello solo era necesario mantener a flote el hotel, driblar de cualquier forma la amenaza de la quiebra, sostener en vilo a todos los empleados y ajustar los cálculos para evitar los números rojos. El resto no importaba. Rosalía era perfectamente consciente de que ella y su familia llevaban años viviendo al día, de que no contaban con ningún remanente económico, de que no había dinero contante y sonante ni en el banco ni debajo del colchón. Trabajaban única y exclusivamente para alimentar un negocio que vivía de ellas, cuando supuestamente debería ser al revés. Intentando apartar de su cabeza aquellos pensamientos ingratos que la llenaban de una profunda desesperanza, Lía trató de enfrascarse en los papeles que tenía sobre la mesa. Estaba examinado las cuentas del restaurante cuando sonaron dos golpes en la puerta y de inmediato asomó por ella el rostro amable de Juan Sebastián Arroyo.

—¿Cómo van esos números? —dijo, a modo de saludo.

Lía se encogió de hombros.

—Como siempre. Ni bien ni mal. Sobrevivimos y punto —cerró los libros—. Me alegro de que hayas venido. Ven, vamos al bar. No debe de haber mucha gente.

Pero se equivocaba. Algunos de los clientes que cenaban en el restaurante habían decidido tomar una última copa en el hotel antes de volver a casa, quizá para dar tiempo a que dejase de nevar. De todas formas, había una mesa libre y se sentaron frente a ella.

—Hay novedades —Lía bajó un poco la voz—. Javier Aldao está aquí.

Arroyo se encogió de hombros.

—Eso no es noticia, hija. A estas horas, media ciudad sabe que el comisario y el juez le han mandado llamar para que declare en el caso de la suicida.

—No me has entendido. Quiero decir aquí mismo. En el hotel.

Juan Sebastián Arroyo no pudo evitar un gesto de sorpresa que a Lía le resultó casi cómico.

—Ésta sí que es buena —dijo, y se rascó la oreja—. Pues no lo entiendo. Germán Aldao tiene una casa grande como un demonio y manda al chico a dormir a un hotel… que, para más inri, han querido cerrar toda las veces que han podido en los últimos veinte años.

—A lo mejor los Aldao tienen invitados…

—Ya. Y no pueden encontrar acomodo a su propio hijo. No encaja, Lía. Aquí hay gato encerrado.

El bar estaba lleno de gente que hablaba en voz alta. En el aire flotaba el humo de los cigarros y la atmósfera, aunque grata, empezaba a cargarse un poco. Aquella noche el ambigú del Hotel Almirante habría necesitado algo más de espacio y quizá menos muebles. Era uno de los caballos de batalla de Lía y su abuela, pues mientras la nieta aseguraba que sería preferible retirar algunas de las mesas y media docena de sillones, doña Tana mostraba una férrea resistencia ante el cambio de aquellas piezas que el propio Edmundo Aldao había adquirido muchos años antes de que nadie se atreviese a pensar en la casa de los Aldao convertida en un establecimiento hotelero.

Juan Sebastián Arroyo bebió un sorbo de su infusión de menta.

—Voy a tener que decirle a la abuela que Javier Aldao está aquí.

—No creo que sea una buena idea.

—De todas formas, alguien acabará por irle con el cuento —contestó Lía—. Una de las chicas del servicio. O mi madre, o las tías. Será mejor que le explique cómo están las cosas antes de que otro lo haga. Se va a quedar de piedra. Hace más de veinte años que nadie apellidado Aldao pone los pies en esta casa, y ahora resulta que hay un miembro de la familia durmiendo bajo el mismo techo que las Leal.

Rosalía disolvió un terrón de azúcar en un vaso de leche caliente.

—¿Qué se comenta en el Casino de todo este asunto del suicidio? —preguntó.

Arroyo lanzó un silbido.

—De todo. Que si la chica no se suicidó. Que si era una cantante de revista. Que si era extranjera… Yo qué sé.

—Pues ya saben más que Fuentes y Teleno. Me da la impresión de que siguen un poco despistados.

—Hoy hablé con el alcalde Saavedra —explicó Arroyo—. Al parecer, la autopsia ha confirmado que se trata de un suicidio. Fue el propio Saavedra quien me dijo que Aldao iba a trasladarse a Ribanova, y que el padre estaba muy preocupado.

—¿Saavedra está enterado de lo de la nota?

—Supongo que sí —el anciano apuró su taza—. En Ribanova no hay secretos. Siempre aparece alguien que se va de la lengua. Ya me dirás tú cómo supieron los de El Comercio que el cadáver estaba desnudo. Y luego están los que inventan por su cuenta los detalles escabrosos.

Eran casi las doce y media cuando Lía y Juan Sebastián Arroyo salieron del bar del hotel. El anciano vivía muy cerca, en la plaza del Campo Castillo, a solo dos minutos de la calle de la Reina, pero Lía insistió en acompañarlo a casa para protegerlo de la nieve con su propio paraguas.

—Estás loca, niña. Ni que no pudiera ir solo.

—Ya sé que puedes, tío Juan. Pero prefiero dejarte en el portal antes que dormirme pensando que has resbalado con el hielo y estás en mitad de la calle con una pierna rota.

Salieron juntos del hotel. Formaban una curiosa pareja. Juan Sebastián Arroyo semejaba ser el abuelo de Lía, un patriarca venerable que prodigaba igualmente cariño y consejos. Pero a veces era Lía quien adoptaba un papel maternal con el anciano, quien vigilaba sus comidas y su atuendo, quien mandaba repasar sus chaquetas cuando el forro empezaba a descoserse, quien se ocupaba de que las mediasuelas de sus zapatos no tuviesen agujeros. Juan Sebastián Arroyo había vivido solo desde los veintidós años, y a pesar de contar con amistades sólidas y el afecto sincero y sin condiciones de cuantos le conocían, lo cierto es que no tenía a nadie que se preocupase de él. Así que aceptaba con mal disimulada satisfacción las atenciones de Lía Leal. Aquella noche se agarró de su brazo reconociendo que, en efecto, había mucha nieve y el peligro de un resbalón era cierto, y se guareció bajo el paraguas de la joven mientras los copos blancos seguían cayendo sobre los edificios de Ribanova. La ciudad flotaba en un raro silencio, y solo se escuchaba el crujido de la nieve bajo los pies de los dos únicos viandantes. La guerra cercana y los problemas de abastecimiento que la siguieron habían dejado a Ribanova casi a oscuras, pero a pesar de todo la calle de la Reina conservaba media docena de farolas de gas que iluminaban débilmente aquella zona, y el reloj atrasado del Ayuntamiento daba también algo de luz a la plaza cercana.

—Bueno, pues aquí te dejo sano y salvo.

—Gracias, hija —como de costumbre, la besó en la frente—. Duerme bien. Y trata de no pensar en los Aldao. Verás cómo el chico se marcha pronto y en dos o tres días nos hemos olvidado de este asunto.

—Ya —tomó las manos del viejo—. Buenas noches, tío Juan.

Arroyo la vio alejarse, y le pareció más frágil que nunca en medio de la nevisca. Lía no se dio cuenta, pero a pesar de ser ya muy tarde había luz en una de las ventanas del hotel. Tras los cristales, alguien la observaba avanzar por la calle de la Reina en dirección al Hotel Almirante.