Rosalía Leal preguntó por el comisario Fuentes. En la comisaría reinaba un denso olor a humedad, un olor amargo que pronosticaba calabozos, puertas cerradas y comidas frías. Como una ráfaga, la directora del hotel sintió el impulso de salir huyendo de allí para refugiarse en el Hotel Almirante, donde podría encontrar una mesa apartada en el Salón de los Espejos y pedir una merienda de tostadas y chocolate caliente. De pronto cayó en la cuenta de que no había almorzado. La sorpresa del cadáver había descabalgado por completo su rutina, y solo ahora se atrevía a reconocer que estaba decididamente hambrienta. Siguió pensando en el chocolate y las tostadas hasta que llegó el comisario, y cuando Fuentes apareció ella estaba casi saboreando el cacao, comprobando la consistencia del líquido oscuro, sintiendo romperse en sus dedos las tostadas crujientes olorosas a mantequilla líquida antes de hundirlas en el chocolate.
—Señorita Leal…
Rosalía se puso de pie.
—Comisario…
—Gracias por venir. Acompáñeme a la oficina, haga el favor.
El cuarto del comisario era una pieza diminuta y desordenada, con una sola ventana a la calle. Por todo mobiliario había tres sillas de madera y una mesa que desaparecía bajo un montón de papeles y la contundencia de una máquina de escribir. El juez Teleno estaba sentado en una de las sillas, pero se levantó en cuanto vio entrar a los otros.
—¿Quieren beber algo? ¿Un café, un poco de agua?
El comisario se esforzaba por mostrarse como un buen anfitrión. Rosalía pensó que de buena gana habría pedido que le trajesen del hotel una taza del chocolate de sus ensoñaciones, pero no le pareció apropiado.
—¿Podría tomar un vaso de leche caliente? Me he destemplado al salir a la calle.
—Claro, señorita. ¿Y usted, juez?
—Nada para mí, gracias —se volvió hacia la directora del hotel—. Señorita Leal, supongo que le extrañará que la hayamos hecho venir.
Ella se encogió un poco de hombros.
—No lo sé, juez. Todo lo que ha pasado hoy me parece tan raro…
—Como comprenderá, tenemos razones de peso para solicitar su presencia en la comisaría —el comisario volvía a utilizar el tono dramático, este hombre habría hecho fortuna en el teatro, pensó el juez—. Ya se lo dije en el hotel, hemos encontrado algo muy extraño en la habitación de la señorita Sanjuán. Vea esto, por favor. Está firmado por ella.
El comisario Fuentes tendió a Rosalía una cuartilla de papel blanco. Allí, con tinta azul y caligrafía cuidada, Cristina Sanjuán había escrito una sola línea.
Pregunten a Javier Aldao. La culpa es suya.
Rosalía Leal frunció el ceño.
—No entiendo nada… ¿Qué tiene que ver esto conmigo? ¿Quieren comparar la firma de esta señorita con la que dejó en el registro o…?
—No se trata de eso. Ya lo hemos hecho nosotros, y estamos convencidos de que la nota ha sido redactada por Cristina Sanjuán. Es más bien otra cosa. Necesitamos que nos confirme si alguno de sus huéspedes inscritos responde al nombre de Javier Aldao…
Rosalía Leal negó con la cabeza.
—No. Estoy segura. En realidad, tenemos solo cuatro habitaciones ocupadas. Sucede siempre en las vísperas de las fiestas. Quiero decir que conozco los nombres de mis hospedados, y excepto la señorita Sanjuán son todos clientes habituales.
—Entonces nos gustaría que hiciese usted una comprobación para asegurarnos de que en ningún momento hubo una reserva a nombre de ese caballero.
—No hay problema, pero casi podría afirmar que ese señor nunca solicitó una habitación en el hotel. Además —la joven sonrió— sería un poco absurdo que lo hiciera. Los padres de Javier Aldao viven en Ribanova.
El comisario miró al juez Teleno, quien se propinó una palmada en la frente que sonó como un tiro.
—¡Claro! ¡Mire que soy idiota!
El comisario Fuentes no era de Ribanova. Había nacido en León y llevaba solamente un par de años viviendo en la ciudad, pero el despiste de Teleno parecía imperdonable. Aunque en los últimos tiempos habían perdido buena parte de la influencia que tuvieran en épocas pasadas, cuando nada se hacía sin ellos y todo el mundo en Ribanova quería ser invitado a las fiestas que organizaban en la casa de la calle de la Reina, los Aldao seguían siendo parte de la columna vertebral de la sociedad ribanovense y su apellido era tan familiar en la ciudad como la muralla milenaria o el salón regio del Casino.
—¿Qué pasa? —el comisario se dirigía al juez—. ¿Conoce usted a ese señor?
—A él no, Fuentes. Creo que vive en Barcelona…, o en Madrid, no recuerdo. Pero para el caso es lo mismo. Conozco a sus padres, conocía a sus abuelos, y mi padre se quitaba la gorra cuando se cruzaba con Edmundo Aldao en el paseo de los Cantones.
—Muy bien —el comisario tomó un papel de encima de la mesa y lo cambió de sitio—, pues ésa es una buena noticia, porque hay que localizar al señor Aldao inmediatamente.
—¿Para qué? —Rosalía frunció el ceño—. Ya les dije que no estuvo en el hotel.
Hubo unos instantes de silencio. Rosalía Leal pensó que aquella pregunta había sido una impertinencia, y estuvo a punto de pedir disculpas y permiso para marcharse, pero fue el juez quien habló.
—Porque no sabemos absolutamente nada de la señorita Sanjuán. Hemos registrado todas sus cosas buscando alguna dirección, el teléfono de su familia, un papel… solo encontramos una cartera llena de dinero y un montón de tarjetas de visita con su propio nombre. Así que el señor Aldao es el único que puede ayudarnos…
—Bueno, afortunadamente no nos va a ser difícil localizarlo. Bastará con llamar a sus parientes ¿no?
El juez y Rosalía intercambiaron una mirada rápida. Los dos estaban pensando lo mismo. Se avecinaba un escándalo. Una de las familias más conocidas de Ribanova involucrada, siquiera mínimamente, en un caso de suicidio… Estaba claro que se encontraban ante uno de esos sucesos que convulsionan durante días una ciudad provinciana, donde la ausencia de grandes acontecimientos magnifica las anécdotas y donde los rumorólogos y los maledicientes necesitan de carnaza para alimentarse y subsistir.
—Sánchez —el comisario llamó a su asistente—, haga el favor de averiguar la dirección del señor Aldao…
—¿De cuál? Lo menos hay tres o cuatro.
Rosalía Leal intervino.
—De Germán Aldao.
—Pues de ése… o si no del primero que salga. Digo yo que si el tal Javier es pariente de todos, no será tan difícil que tengan sus señas en Madrid, en Barcelona o en donde sea. A ver si hay suerte y el pollo no está de vacaciones en París. Porque va a tener que venir a Ribanova echando viruta.
—Eso será si a él le da la gana, Fuentes. No sé cómo piensa usted obligarle a que se dé el paseo.
—A lo mejor no hace falta que venga a la ciudad —Rosalía Leal hablaba sin mirar a nadie en particular—. Si puede facilitarles la forma de localizar a la familia de la chica…
—No es tan sencillo, señorita Leal —el juez se pasó la mano por los ojos— el problema es que ni siquiera podemos estar seguros de que el cadáver que apareció en el hotel sea de Cristina Sanjuán. Necesitamos que alguien lo reconozca. Y si el señor Aldao tenía alguna relación con esa muchacha…
Por la puerta abierta de la oficina entraba la corriente de la calle. Un golpe de aire hizo volar algunos de los papeles que cubrían la mesa del comisario, pero Fuentes no hizo ademán de recogerlos. En ese momento entró el asistente con una nota.
—Aquí tiene. La dirección de Germán Aldao.
—Muy bien. Pues voy para allá ahora mismo. Perdonen, pero tengo que dejarles.
—¿Necesitan algo más de mí? —Rosalía Leal se había puesto de pie—. Porque la verdad es que me gustaría volver al hotel. Ha sido un día muy complicado.
—Claro, señorita. Lamentamos haberla entretenido —el juez se levantó también—. Yo la acompaño, Fuentes.
Teleno fue con Rosalía hasta la puerta y se despidió de ella con un apretón de manos. Sentía un extraño afecto por aquella chica, tan joven y aparentemente tan frágil, que sin embargo era capaz de dirigir con bastante éxito el negocio familiar del Hotel Almirante.
—Le agradezco mucho que haya venido, señorita Leal.
—Siento no haber servido de ayuda…
El juez meneó la cabeza.
—En realidad, soy yo quien tiene que pedirle perdón por haberla molestado. La culpa fue mía. Debí haber recordado a los Aldao cuando vi aquella nota. Si no llega a ser por usted, todavía estaríamos dando vueltas sobre nosotros mismos.
Rosalía miró al juez.
—¿Qué va a pasar ahora?
Teleno se encogió de hombros.
—Pues que se va a armar la gorda, señorita. Fuentes hablará con los Aldao, que no querrán que su buen nombre se vincule a un caso de suicidio, y solo a regañadientes conseguiremos que nos den las señas del chico. Luego nos pondremos en contacto con él, que tampoco va a dar muchas facilidades porque a nadie le gusta que se le relacione con la muerte de alguien. Y recemos para que el contenido de la nota no se filtre al periódico y la ciudad entera empiece a decir que uno de los Aldao ha mandado al otro barrio a una mujer joven, bella e indefensa —aspiró el aire helado de diciembre—. En el mejor de los casos, el señor Aldao nos pondrá en contacto con los familiares de esa pobre chica, que vendrán a identificar el cuerpo, se empeñarán en que su hija, o su hermana, o lo que sea, no tenía ningún motivo para suicidarse, y exigirán que se investigue un posible asesinato. Nosotros nos negaremos, ellos protestarán… La ciudad hablará del caso durante semanas, luego pasará el tiempo y dentro de unos años la historia se habrá convertido en una leyenda negra. La leyenda del cadáver del Hotel Almirante.
—No me asuste —muy a su pesar, Rosalía Leal tuvo que sonreír—. En fin, quiero pensar que mi participación ha terminado.
—Supongo que sí… De todas formas, tengo entendido que los Aldao son medio parientes suyos.
El rostro de Rosalía Leal se contrajo un poco.
—No exactamente, juez. Mi tía Rosa estaba casada con Cándido Aldao, pero yo casi no lo recuerdo. Era muy pequeña cuando él murió. En cuanto al resto de los Aldao…, jamás hemos tenido una relación de familia. Ni siquiera nos saludamos por la calle. Evidentemente, no somos de los suyos.
Teleno creyó percibir en la boca de la joven un gesto de amargura, pero no dijo nada. Había anochecido. El cielo estaba cubierto de nubes y empezaba a caer una lluvia menuda y molesta.
—Me marcho, juez.
—Gracias por todo, señorita. La tendremos al corriente de las novedades del caso.
—No sé si quiero enterarme de más detalles, señor Teleno. Hoy he recibido ya demasiadas sorpresas. Ya saben dónde estoy si necesitan algo —le tendió la mano—. Hasta otro momento.
La directora del hotel se cerró el cuello del abrigo gris. Teleno la siguió con la mirada, pero para su sorpresa la joven no entró en el Hotel Almirante, sino que siguió bajando la calle de la Reina hasta los soportales de la Plaza Mayor.
Rosalía Leal cruzó los cantones protegida por la arcada de piedra. En el reloj atrasado del Ayuntamiento sonaron las seis de la tarde, de modo que Rosalía supuso que debían de estar cerca de la media. Al final de la Plaza Mayor se encontraba la librería El Unicornio. Abrió sin ruido la puerta de cristal y entró en la tienda. Dentro estaba Marcial de Soto, propietario del establecimiento, enfrascado en una charla amigable con Juan Sebastián Arroyo.
—Buenas tardes…
—¡Lía, hija! —Juan Sebastián Arroyo se puso de pie—, estaba preocupado. Fui a verte al hotel y me dijeron que habías ido a la comisaría.
—Me llamaron el juez y el comisario. Ha sido un día de locos, tío Juan.
Rosalía Leal y Juan Sebastián Arroyo no guardaban ninguna relación de parentesco. Él era un anciano bonachón que frisaba los ochenta y que había pasado muchas horas de su vida en los salones del Hotel Almirante. Conoció a Rosalía siendo ésta una niña, cuando jugaba consigo misma por los pasillos del hotel, y desde siempre sintió una cierta piedad por aquella chiquilla solitaria y silenciosa, criada sin padre y adulta desde muy pequeña, quizá desde el mismo momento en que comprendió que su madre, su abuela y sus dos tías estaban demasiado ocupadas sacando adelante el negocio que iba a darles de comer como para preocuparse también de hacerle carantoñas y de prodigarle mimos. Por su parte, veinte años después de que lo viera por primera vez en el Salón de los Espejos, Rosalía Leal tenía que reconocer que Juan Sebastián Arroyo ero lo más parecido a un padre y a un abuelo que hubiera tenido nunca, y que aquel hombre afectuoso había cubierto en lo posible la cuota de cariño que necesita cualquier criatura para crecer sin desconfiar del mundo.
—¿Quiere una silla, señorita Leal? —Marcial de Soto, el librero, era un tipo torpe y hospitalario al que Rosalía adoraba en silencio a pesar de conocerlo muy poco, porque intuía en él la bondad en estado puro.
—En realidad llevo mucho tiempo sentada en la comisaría. Estaba deseando volver al hotel, pero —se volvió hacia Juan Sebastián Arroyo— quería hablar un rato contigo. ¿Me acompañas de regreso?
—Claro, hija. De todas formas, estaba a punto de marcharme. Marcial, nos vemos mañana.
El librero acompañó hasta la puerta a la joven y al anciano y luego volvió al mostrador. Fuera, la lluvia se había vuelto más densa, y Rosalía echó de menos un paraguas, no tanto para protegerse ella como para dar cobijo a Juan Sebastián Arroyo.
—Menuda historia. —Arroyo tomó del brazo a Rosalía—. Yo me enteré hace un rato. Me lo contaron en el Casino a la hora del café. Es un asunto muy desagradable.
—Y no lo sabes todo. Ahora te cuento.
Estaban llegando al hotel. El portero de librea hizo girar la puerta. En el vestíbulo, las tres hermanas Leal —Dora, Rosa y Candela— estaban entregadas a la decoración del abeto que había llegado por la mañana, pero interrumpieron la tarea en cuanto vieron a Lía y Juan Sebastián Arroyo.
—¿Qué tal te fue en la comisaría? —era Dora quien preguntaba, y a Lía le pareció que había algo cómico en aquella inquisición casual.
—Bien, es decir…, no querían nada especial.
—Bueno, señor Arroyo, qué le parecen las novedades —Rosa se había vuelto hacia Juan Sebastián—. No sabe qué día llevamos. Y ahora, el arbolito. Mira, Lía, esa caja de adornos es nueva.
La directora del hotel puso los ojos sin mucha pasión en una caja llena de lágrimas plateadas y se volvió hacia su tía.
—Preciosos. Si nos disculpáis, me muero por tomar algo caliente. Vamos, tío Juan.
Entraron sin hablar en el Salón de los Espejos. Una vez más, Lía pensó que su madre y sus dos tías eran de una inconsciencia casi infantil. No estaban aterradas por la muerte de una joven en una habitación del hotel, no les preocupaba el que ella misma hubiera tenido que encargarse de atender a la policía. Los sucesos de aquella mañana infausta eran, simplemente, un motivo de engorro, como lo era la decoración del árbol de Navidad o el retraso en el envío de una partida de verduras con destino a las cocinas. En realidad, aquellas tres mujeres alegres y de idéntico carácter solo parecían capaces de interesarse por cualquier tema relacionado con la comida. Ahí sí ponían toda su atención y todo su empeño. Si Cristina Sanjuán hubiese sido chef de un restaurante parisino, habrían llorado su defunción al suponer que con ella desaparecía también mucha ciencia acumulada durante años de práctica ante los pucheros.
Lía y Juan Sebastián Arroyo buscaron acomodo en una mesa junto a la ventana.
—Bueno, cuéntame. Me tienes muy intrigado.
—Esa chica, Cristina, ha dejado una nota —hablaba casi en susurros a pesar de que no había nadie que pudiera oírles.
El otro movió la cabeza.
—No hay nada de extraño en eso, Lía.
—En la nota culpa de su suicidio a Javier Aldao.
Esta vez, Juan Sebastián Arroyo abrió mucho los ojos.
—Javier es el hijo de Germán, ¿verdad? El abogado —suspiró profundamente— vaya, a ese idiota le va a dar un ataque cuando se entere de que su hijo está implicado en un caso policial.
—Fuentes y Teleno deben de estar llamando a Germán Aldao para localizar a su hijo. Al parecer, esa pobre chica no llevaba encima papeles de ningún tipo. Necesitan hablar con Javier Aldao para dar con su familia.
El camarero se acercó con las consumiciones, chocolate con tostadas para Lía y una infusión de menta para Juan Sebastián Arroyo. Rosalía partió en dos una de las tostadas y sumergió el pedazo en el cacao caliente. El pan frito en mantequilla se empapó del líquido oscuro hasta casi doblarse. Rosalía cerró los ojos al llevarse la mezcla a la boca.
—Llevaba horas pensando en el chocolate.
—Bueno —Juan Sebastián Arroyo no estaba tan interesado en su bebida—, así que en este momento el cretino de Germán Aldao debe de estar en plena pataleta: una suicida apunta con el dedo a su hijo Javier, y por si fuera poco la chica ha aparecido en el Hotel Almirante. Vaya, Lía, si esa muchacha no estuviese muerta me parecería cosa de risa.
Rosalía estaba acabando con la primera tostada. Se llevó a la boca la taza de chocolate, bebió un sorbo y se limpió los labios.
—Dime una cosa, Lía… ¿nunca, ni siquiera en los primeros tiempos, tuvisteis relación con los Aldao?
La chica meneó la cabeza.
—Ninguna, tío Juan. Nada de nada. Mi abuela recuerda siempre que Edmundo Aldao iba a comer a Casa Leal, y asegura que era un hombre encantador. Luego la tía Rosa se casó con Cándido… Pero para el grueso de los Aldao nosotras ni siquiera existimos… Y menos el Hotel Almirante. Toda esta historia va a escocerles mucho.
—No puedo decir que lo sienta. Conozco a los Aldao, y son unos mentecatos integrales. Al parecer, Edmundo Aldao era de otra pasta. Y el pobre Cándido, claro… Pero esos dos llevan años criando malvas, y supongo que ya no pintan mucho en la historia familiar.
—No sé por qué, pero tengo la sensación de que van a pasar cosas.
Juan Sebastián Arroyo dejó en el plato la taza de su infusión.
—Lo dices porque estás impresionada —apretó la mano de Lía—. Es natural, hija. A Dios gracias, no todos los días aparece aquí un cadáver. Lo que tienes que hacer ahora es olvidarte de este asunto. Y en cuanto a los Aldao… que cada palo aguante su vela. ¿De acuerdo? Lo que ocurra a partir de ahora ya no es asunto tuyo. Deja que Fuentes y Teleno hagan su trabajo, y tú dedícate a llevar el hotel, que buena falta hace.
Rosalía asintió antes de morder otro trozo de tostada. Arroyo la observó con el rabillo del ojo. Acababa de cumplir los veinticinco, y sin embargo tenía la mirada de una persona mucho mayor. Demasiadas responsabilidades, pensaba Arroyo, y a veces se decía que era injusto que una chica tan joven hubiese tenido que asumir el gobierno de un negocio como el del Hotel Almirante. Pero no quedaba otra solución. Tana Leal había regentado la empresa con mano firme hasta que empezó a perder la vista. Era evidente que ninguna de sus tres hijas estaba en condiciones de asumir la dirección del hotel y el restaurante del Salón de los Espejos. Eran buenas mujeres y guisaban como nadie, pero tenían menos sentido común que un grillo. Habrían hundido el negocio en cuestión de días. Así que cuando empezaron los problemas recurrieron a Lía. Seria, formal, callada, extremadamente prudente, Rosalía Leal había estudiado en la escuela de Comercio de Ribanova y Juan Sebastián Arroyo albergaba la secreta ilusión de que pudiese llegar a cursar estudios de hostelería. Ya había hablado de eso con doña Tana, y la mujer estaba de acuerdo en que su nieta recibiese una formación superior. Pero la enfermedad de la abuela precipitó las cosas. A los veinte años, Rosalía Leal vio que quedaba en sus manos el patrimonio de la familia y la seguridad material de su abuela, su madre y sus dos tías. Ni siquiera se le pasó por la cabeza eludir el compromiso, y Juan Sebastián Arroyo comparaba ahora su situación con la del hijo de un rey prematuramente desaparecido que hubiera tenido que tomar en sus manos el destino de un país mucho antes de lo que habría sido lógico. De no haber enfermado doña Tana, Rosalía hubiese salido de Ribanova con destino a otro lugar, Madrid o Barcelona o, por qué no, París o Lausana. Allí tendría ocasión de perfeccionar sus conocimientos de cocina y aprender de mano de los mejores maestros a gobernar un hotelito en una ciudad de provincias, un hotel pequeño y acogedor de habitaciones coquetas, cuyo mayor atractivo, sin ninguna duda, era el magnífico restaurante instalado en el Salón de los Espejos, un restaurante de dieciocho mesas que siempre estaban llenas, tanto en el almuerzo como a la hora de cenar, y que contaba con una esplendorosa carta de temporada y otra fija. Dora, Rosa y Candela Leal estaban al mando de la cocina, y eran ellas las encargadas de elaborar cada uno de los platos con la sola ayuda de dos pinches. Su trabajo en el hotel se reducía a eso. Porque todo lo demás, los contactos con los proveedores, la organización del servicio, el mantenimiento de las instalaciones y la gestión de los pagos y los cobros estaba bajo la jurisdicción de doña Tana. Por eso, cuando el doctor Hernán le diagnosticó un glaucoma progresivo que iba a degenerar en completa ceguera, la buena mujer sintió que el mundo se le venía encima. Como hacía desde que Alfonso Blanco, amigo y benefactor de la familia, perdiera la vida en la Guerra Civil, Tana Leal pidió consejo a Juan Sebastián Arroyo. Al principio, Arroyo sugirió la posibilidad de buscar un administrador competente, un profesional de la hostelería dispuesto a trasladarse a Ribanova para hacerse cargo de la gestión del hotel hasta que Lía estuviese en condiciones de asumir el relevo. Es posible que la propuesta de Juan Sebastián hubiese llegado a buen puerto de no ser porque días después, cuando ya toda la ciudad sabía que doña Tana Leal iba a quedarse ciega y producirse por tanto un vacío de poder en el Hotel Almirante, Antonia Leal recibió la visita de un abogado que traía una oferta de compra del negocio familiar. Doña Tana recordaba perfectamente a aquel hombre alto, delgado y triste, al que había visto por primera y última vez ya por entre las nieblas del glaucoma, y cómo le habían inquietado su aspecto aparentemente normal y sus maneras impecables. La proposición de compra no podía ser más generosa ni más tentadora, pues además de suponer la entrega de un montante fabuloso a la familia Leal, aseguraba en su puesto al frente de las cocinas a Dora, Rosa y Candela a cambio de un sueldo que casi triplicaba al que percibían como propietarias del hotel. Fue precisamente esto lo que extrañó a Juan Sebastián Arroyo cuando doña Tana Leal le habló de las condiciones del contrato.
—¿Y cómo tanto dinero, Tana? —había dicho Arroyo—. El valor del edificio y el solar es perfectamente justo… pero los sueldos de las cocinas… en fin…
—Es normal. En realidad, el negocio del hotel depende del restaurante. Y el restaurante depende de mis hijas. Sin ellas, ni uno ni otro valen nada…
Juan Sebastián Arroyo meneaba la cabeza como para sacar de ella las malas ideas que le rondaban.
—¿Quién os hace la oferta?
La abuela Tana se encogió de hombros.
—Pues eso es lo más raro. El abogado dice que no lo puede revelar. Me ha insinuado algo de una compañía francesa, pero tampoco ha querido contarme más. Dice que lo sabremos después de la firma.
Aquello terminó por desmoronar la confianza de Arroyo.
—Tanita, lo siento pero aquí hay algo que no cuadra. Esto es Ribanova. Acaba de terminar una guerra de tres años y el país está patas arriba. ¿Tú crees de verdad que el Hotel Almirante es un buen negocio para una cadena hotelera francesa, o inglesa, o de la China? No firmes nada. Al menos de momento. Dame unos días para investigar.
La abuela accedió. De todas formas, ella misma sentía una notable desconfianza hacia la propuesta pero había luchado por aplacarla pensando que eran manías de vieja. Cuando a la noche siguiente Arroyo llegó al hotel, Tana Leal distinguió a pesar de la bruma de los ojos una expresión de triunfo en el rostro de don Juan Sebastián.
—Siéntate, Tanita, porque si no te vas a caer. ¿Sabes de dónde viene la oferta de compra? Pues nada menos que de los Aldao.
—¿Los Aldao? Ahora sí que no entiendo nada. ¿Para qué quieren ellos el Hotel Almirante?
—Para cerrarlo, Tanita. Os lo compran a buen precio y sin discutir las condiciones. Y luego lo hacen quebrar o lo clausuran sin más. Tus hijas se van a la calle y el hotel al limbo. Ellos se quedan otra vez con el palacio de los Aldao, y vosotras con un palmo de narices.
Tana Leal describió un gesto triste con la boca.
—Intentaron hacer algo parecido hace veinte años, pero entonces les di con la puerta en las narices. Ahora se enteran de que estoy casi inválida y aprovechan la ocasión —se recostó un poco en la butaca—. Ay, Arroyo, qué vamos a hacer. Tú sabes el trabajo que me costó abrir el hotel, mantenerlo a flote al principio y no cerrarlo ni un solo día durante la guerra.
—¿Has hablado con tus hijas?
—No me hagas reír. Son tontas de remate —y ante el gesto de reproche de él—. Sí, Arroyo, tontas perdidas. Aparte de sus recetas y su cocina, no les importa nada en el mundo. Si se cerrara el hotel se quedarían tan frescas. Dejarían de guisar para los clientes y empezarían a cocinar para sí mismas o para un comedor de caridad. No, Arroyo, a mis hijas es mejor no meterlas en esto. Son tan buenas cocineras como bobaliconas. Gracias a Dios, Lía es distinta —Tana Leal sonrió—, ha salido a mí. Pero es tan joven todavía…
La habitación estaba en penumbra, pero doña Tana parecía no darse cuenta. Evidentemente, la ceguera progresaba a pasos agigantados. Arroyo casi no veía el rostro de la mujer, y por primera vez se dio cuenta de la situación: en cuestión de semanas, doña Tana Leal sería prácticamente inútil para el trabajo en el hotel. Había que tomar decisiones. Inmediatamente. Juan Sebastián Arroyo iba a decir algo, pero otra voz se adelantó a la suya.
—Abuela, yo puedo ocuparme.
Era Lía. Había estado escuchando la conversación protegida por la oscuridad del cuarto, agazapada quizá en un rincón.
Arroyo no era capaz de decir cuándo había entrado en la pieza, pero era evidente que le había dado tiempo a enterarse de lo principal.
—Yo me encargo, abuela —insistió ella—. Díselo tú, tío Juan.
—Lía, hija, es mejor no precipitarse. Hay otras opciones…
—¿Cuáles? ¿Traer de Madrid a un director de hotel que nos cueste un riñón y que a lo mejor ponga esto del revés en cuestión de días? ¿O vender a los Aldao? Por favor, vamos a ver las cosas de frente.
A Juan Sebastián Arroyo le había sorprendido la dureza del tono empleado por la muchacha, el timbre adulto de su voz, la poca piedad que demostraba. Pero, evidentemente, Rosalía Leal tenía razón. No había mucho donde escoger. Aquella noche, en la habitación oscura, se firmó un pacto tácito entre la abuela y la nieta, y al día siguiente, sin que nadie lo supiese, comenzó el traspaso de poderes entre Tana y Lía Leal. Dora, Rosa y Candela tardaron meses en enterarse de que era la joven, y no la anciana, quien llevaba la administración del hotel. Cuando se dieron cuenta, les pareció perfecto. Después de todo, el gobierno de la cocina seguía siendo cosa de ellas tres. Y el resto, como muy bien decía su madre, les traía sin cuidado.
Cinco años después de aquellos acontecimientos que habrían podido acabar con la clausura del Hotel Almirante, Juan Sebastián Arroyo seguía viendo a Rosalía del mismo modo en que la descubriera aquella noche, cuando enfrentó con una resignación casi trágica su destino y el de su familia: triste, solitaria, sorprendentemente madura.
—¿En qué piensas, tío Juan?
—Pensaba en tu abuela —mintió él—. ¿Qué ha dicho de todo esto?
—Hoy no he estado con ella. Cuando encontraron el cuerpo estaba durmiendo la siesta, y después yo tuve que ir a comisaría. Supongo que ya se lo habrán contado. Subiré a verla ahora.
—Muy bien —consultó su reloj—. Pues yo voy a marcharme. Se está haciendo tarde.
Salieron del Salón de los Espejos, donde los camareros empezaban ya a disponer las mesas para la cena. Aquella noche estaban completos y habían tenido que rechazar muchas peticiones de reserva a pesar de ser martes. Al parecer, los acontecimientos de la mañana habían despertado el apetito de los ribanovenses, o tal vez su curiosidad morbosa. Juan Sebastián Arroyo acompañó a Rosalía al ascensor y, como otras veces, se despidió de ella con un beso en la frente.
—Gracias por todo, tío Juan.
Arroyo iba a dar media vuelta para marcharse, pero de pronto pareció recordar algo.
—Lía…, a tu abuela ni una palabra de la nota que dejó la chica. Y creo que tú también deberías dejar de pensar en ella. Esa historia no es cosa nuestra.
La puerta de la buhardilla estaba abierta. Doña Antonia Leal se encontraba sentada en un butacón, vestida enteramente de negro y protegida por una toquilla. Al verla, su nieta pensó que dormía y estuvo a punto de iniciar la retirada, pero la anciana había escuchado sus pasos.
—¿Lía?
—Soy yo, abuela.
—Ya lo sé. Es por la cadena del colgante. Hace ruido cuando te mueves.
Una vez más Lía se sorprendió de la rapidez con que Tana Leal se había adaptado a su condición de invidente amoldando sus sentidos a la falta del más importante de todos.
—Siéntate y enciende alguna luz. Esto debe de parecer una tumba india.
Lía buscó acomodo frente a su abuela.
—Ya te has enterado.
—Claro. La doncella subió a contármelo. Un asunto muy triste, hija. Siento que hayas tenido que cargar con todo.
—El comisario y el juez fueron muy amables. Y dicen que ya no me necesitan más —Lía procuraba que su tono de voz fuese casi festivo—. Así que no hay de qué preocuparse.
—De todas formas, la peor parte te la has llevado tú —Tana Leal buscó a tientas la mano de su nieta.
—Mamá y las tías han empezado a poner el árbol —Lía prefirió cambiar de conversación.
—Eso se les da muy bien —concedió la anciana—. En fin, cada cual a lo suyo. ¿Y tú, Lía? ¿Has pensado ya en las Navidades?
El Hotel Almirante preparaba con especial cuidado las cenas y los almuerzos durante las fiestas navideñas. El restaurante cerraba en Nochebuena, porque ésa era una fecha para cenar en familia, pero para el almuerzo de Navidad el comedor estaba siempre abarrotado. Otro tanto pasaba con la cena de fin de año. Desde hacía más de cuatro lustros era un privilegio conseguir un puesto para ver entrar el año nuevo en el Salón de los Espejos del Hotel Almirante. Las dieciocho mesas del restaurante estaban ocupadas por damas y caballeros que, en traje de gala, disfrutaban de un menú celosamente preparado por las hermanas Leal antes de tomar las doce uvas y cruzar luego la Plaza Mayor para participar en el cotillón que organizaba el Casino. Dora, Rosa y Candela Leal echaban el resto en la preparación de aquella cena y año tras año se devanaban los sesos para inventar canapés exquisitos, entrantes espectaculares, nuevas salsas para los pescados y guarniciones diferentes para la carne. El postre venía siempre de la confitería de Pelayo, porque desde la apertura del Hotel Almirante las Leal habían firmado con don Alejo un pacto amistoso de no agresión: ellas no intentaban confeccionar repostería y él les vendía a buen precio sus mejores productos para servir a los clientes del restaurante. Desde siempre, doña Tana había intuido que aquel acuerdo tácito beneficiaba a ambos, pero más aún a las Leal. La abuela sospechaba que las mañas cocineras de los miembros de la familia no alcanzaban a la elaboración de los postres, y ella tenía que reconocer con dolor que solo se atrevía con el flan de huevo, el bizcocho sencillo y, como máxima sofisticación, las natillas con canela y el arroz con leche. Ni en un millón de años habría sido capaz de confeccionar las cañas de crema, los merengues de fresa o la tarta milhojas. Así pues, la cena de fin de año se cerraba siempre con un surtido navideño especialmente seleccionado por Alejo Pelayo y un tronco de San Silvestre de proporciones gigantescas que se llevaba al salón de una sola pieza y se cortaba en presencia de los comensales.
—¿Has hablado con Pelayo?
—Pensaba hacerlo en un par de días. Hoy debe de estar colocando el escaparate, y además, con todo el lío de la policía no he tenido tiempo para nada… Mamá y las tías han empezado ya a elegir el menú.
Durante unos minutos, la abuela y la nieta intercambiaron más información sobre cuestiones de intendencia. Fuera arreciaba la lluvia, que repiqueteaba en el tejado del hotel y se estrellaba contra los cristales de la galería. Eran más de las nueve y media cuando Lía se despidió de su abuela.
—Debes de estar cansada —dijo.
—Ven mañana por la tarde… o antes, si hay novedades.
La joven salió de la habitación y dejó la puerta entornada. Había utilizado el cansancio de la abuela como excusa para marcharse, pero en realidad era ella quien se sentía víctima de un notable agotamiento. Había sido una jornada extraña e ingrata. La aparición del cadáver, el paso por la comisaría… y luego, aquella nota de Cristina Sanjuán mencionando a Javier Aldao… Demasiados acontecimientos para un solo día. Miró el reloj. Seguramente Germán Aldao ya habría recibido la noticia de que su hijo estaba salpicado, siquiera de refilón, en un asunto de suicidio… de un suicidio cuyo marco era el Hotel Almirante. Rosalía Leal sonrió sin poder evitarlo: para los Aldao era seguramente imposible concebir una circunstancia más adversa, y entonces se dio cuenta de que aquella familia tenía ya otro motivo para detestar a las Leal. Más tarde o más temprano la ciudad tendría noticias de la nota escrita por la suicida. Los comentarios y las elucubraciones no iban a hacerse esperar. Y los Aldao, que seguían considerándose los dueños legítimos del palacio que albergaba el Hotel Almirante, verían su buen nombre ligado a un asunto turbio con un difunto de por medio. Que el cuerpo hubiera aparecido precisamente en el hotel que llevaban veinte años intentando cerrar no ayudaría a mejorar las cosas. Los Aldao. Las Leal. Dos familias que nada tenían que ver y que, sin embargo, llevaban mucho tiempo ligadas extrañamente por una especie de hilo finísimo que, por alguna razón, no acababa de quebrarse. Después de la última intentona de clausurar el Hotel Almirante, cuando se declaró irreversible la enfermedad de la abuela, Lía pensó que al asumir ella las tareas de dirección y asegurar así la supervivencia del hotel, los Aldao habrían renunciado ya a recuperar el edificio, y que así de algún modo se los había quitado de encima durante unos cuantos años. Evidentemente, el destino jugaba sus cartas de otra forma. Lía dibujó en su cara una mueca de disgusto. Hubiera preferido no escuchar el nombre de los Aldao nunca más en su vida.
Había crecido oyendo pronunciar aquel apellido. La abuela se refería a los Aldao constantemente, como si en ella viviera una rabia sorda contra aquella familia. Lía estaba segura de que la abuela Tana consideraba una suerte de triunfo regentar un hotel situado en la que fuera la casa de los Aldao. En un principio no entendió el porqué de aquella aversión. Después, a medida que fue cumpliendo años y sabiendo cosas, comprendió que para una madre no hay ofensa peor que el desprecio infligido a una hija. El día en que la abuela Tana le refirió con pelos y señales la conversación mantenida con Aurelio y su hijo Germán, Lía se dio cuenta de que la abuela necesitaba legar su odio a los Aldao, y la había elegido a ella como depositaria de todo aquel caudal de amargura como también la había elegido como sucesora al frente del hotel. Aceptó sin dudar una y otra herencia, considerando en secreto que ambas eran igual de poco apetecibles y admitiendo por fin que una tendría que sustentar a la otra, porque únicamente detestando a los Aldao iba a ser ella capaz de gobernar el Hotel Almirante con mano firme, de mantener a flote el negocio contra viento y marea. Solo ahora se daba cuenta de que nunca había hablado con ningún miembro de aquella familia enemiga a la fuerza, que ni siquiera había tenido la ocasión de cruzar un par de palabras de cortesía con nadie que llevase el apellido Aldao. Mejor así, se dijo, porque estaba convencida de que era más fácil aborrecer a quien no se conoce, abominar de aquel del que solo se sabe lo suficiente como para convertirlo en un ser indeseable. El trato personal vuelve más difíciles las pasiones encontradas. Rosalía Leal recordaba ahora el caso largamente tratado por los periódicos de un asesino múltiple que segó la vida de siete personas antes de ser detenido. Todos los que le conocían coincidieron en señalar que era una persona extraordinaria, amable, servicial, buen vecino y mejor amigo. Quizá si ella hubiera tenido tiempo de tratar a los Aldao antes de aprender a rechazarlos, habría hallado un impedimento para su odio, algo que le estorbara en su tarea de despreciarlos del mismo modo que incordia una piedra en un zapato.
Al llegar al vestíbulo encontró a su madre y a sus tías, que seguían discutiendo sobre la decoración del abeto. Lía miró sin detenerse las cajas de adornos a medio abrir. Seguramente las Leal habían encargado al extranjero aquellos ornamentos bellísimos sin pararse a calcular su precio ni los gastos de envío. Para su madre y sus tías ésas eran cuestiones menores de las que no merecía la pena preocuparse. Ahora estaban ahí las tres, charlando por los codos, de excelente humor, ilusionadas como niñas cada vez que abrían una nueva caja de adornos y sacaban de su interior estrellas de cristal y ángeles con alas de oro. Aquella noche Lía hubiera querido participar de su entusiasmo, unirse a ellas en la tarea amable de la decoración del árbol de Navidad, ayudarlas en su trabajo de colocar lazos de plata por entre las ramas olorosas mientras canturreaban villancicos, pero había demasiadas cosas que hacer. Dirigió una sonrisa que quería ser alegre a su madre y a sus tías, y luego entró en la oficina.