II

En Ribanova, el inicio de las fiestas navideñas estaba marcado por dos acontecimientos reseñables. Uno de ellos era la colocación del árbol de Navidad del Hotel Almirante. Otro, el cambio de escaparate en la confitería de Pelayo.

Con los primeros días del Adviento, Alejo Pelayo velaba toda una noche para colocar tras el cristal de la pastelería los turrones artesanos producidos en su casa, el de guirlache, el de Jijona, el de Alicante, para situar en orden casi marcial un ejército delicioso de figuritas de mazapán que rodeaban a una gigantesca anguila de almendra adornada con frutas confitadas y dos anises de plata brillándole en los ojos. Alejo Pelayo colocaba también las peladillas blancas, los polvorones, los pasteles de gloria celosamente protegidos por obleas de papel blanco y rizado, las pastas marquesas, las yemas surtidas. Luego, con un cuidado extremo, Pelayo levantaba pequeñas cumbres de higos secos y de uvas pasas, pirámides de frutas escarchadas, murallas de hojaldrinas y un portal de Belén hecho de alfajores donde el niño Jesús de azúcar sonreía feliz, quizá por saberse rodeado de aquellas golosinas primorosamente confeccionadas en el obrador de la pastelería más antigua y reputada de todo Ribanova. Luego, Alejo Pelayo completaba el decorado con la colocación de una estrella plateada de considerables dimensiones, que colgada de un hilo de nailon parecía flotar como por arte de magia sobre los turrones y las yemas, y salía a la calle para comprobar desde la otra orilla el resultado de su tarea. Después volvía a entrar en la tienda, apagaba las luces y se quedaba así un rato, a oscuras, meditando en silencio sobre la llegada de las navidades y lo fugaz del paso del tiempo, y volvía a casa con las primeras luces del alba, consciente de haber cumplido, un año más, con una obligación inexcusable.

A la mañana siguiente, una veintena de curiosos se apiñaban frente al cristal de la pastelería para ser testigos del milagro que había transmutado el escaparate en el transcurso de la noche, y admiraban la solidez del turrón, el color rosado de las peladillas y el tamaño casi amenazante de la anguila de mazapán, de precio inalcanzable para la economía de muchos. Comprar una de las anguilas de almendra de la confitería de Pelayo era el sueño de todas las familias de Ribanova, y los días previos a la Navidad hacían cuentas distintas, calculaban la inminencia de ingresos extra, gastaban con la imaginación el supuesto premio gordo de la lotería de Navidad, y aquellos números a veces disparatados culminaban en los planes con la compra de una anguila hecha en Pelayo. Los ribanovenses veían que aquella serpiente enroscada ganaba en tamaño y prestancia a medida que pasaba el tiempo, que cada año tenía más frutas adheridas a la piel de mazapán y el brillo ambarino de la superficie pintada con huevo era más y más brillante. La anguila del escaparate no se vendía, y permanecía tras el cristal durante todas las fiestas navideñas, convertida en dulce objeto de deseo para niños y grandes, pero dentro, en la tienda, había más anguilas exactas, del mismo tamaño, con los mismos ojos esplendorosos de bolitas de anís. No se cocinaban muchas: exactamente cincuenta y cinco, y casi todas previo encargo porque, según aseguraba Alejo Pelayo, la artesanía de sus serpientes acuáticas era muy trabajosa, y fabricar muchas más significaría dejar de lado la confección de otras golosinas, casi tan populares como las anguilas y bastante más asequibles para los bolsillos de todos.

Las anguilas de Pelayo acababan invariablemente presidiendo el surtido navideño en las mesas de las familias más nombradas de Ribanova, y eran un regalo considerado del mejor tono para saldar un compromiso o agradecer un favor, mucho más que aquellas cestas opulentas que preparaban en «La Nacional, ultramarinos y coloniales». En el fondo, cada uno de los bichos de azúcar de la pastelería tenía ya de antemano un destinatario establecido, porque siempre eran los mismos los que disponían de fondos suficientes para invertir en aquella delicia enroscada. Pero, en los primeros días del Adviento, todavía era posible soñar, todavía era posible hacer cálculos y gastar con prodigalidad el dinero que no se tenía, y mientras los niños espachurraban las narices heladas contra el cristal de la confitería embelesados ante el prodigio obrado durante la noche, los padres optimistas susurraban en los oídos de los hijos «este año, a lo mejor, compramos una anguila», y los niños asentían con los ojos en blanco, emocionados ante la perspectiva de ser propietarios del dulce reptil y arrancarle con los dedos ansiosos los adornos glaseados y las escamas de huevo batido.

Cuando el escaparate de la confitería de Pelayo aparecía por fin envuelto en sus galas navideñas, alguien recordaba entonces el árbol del Hotel Almirante, y a continuación el público se dividía, la atención se dispersaba, y de pronto los turrones y los mazapanes amorosamente organizados por el pastelero dejaban de ser el único objetivo de la curiosidad de los ribanovenses que, uno a uno, caminaban los pocos pasos que separaban la confitería del establecimiento hotelero para admirar, un año más, el abeto colocado en el vestíbulo del hotel, justo delante de la escalera, de modo que podía verse desde la puerta de la calle.

La instalación del árbol de Navidad coincidía siempre con la colocación de los surtidos navideños en la confitería de Pelayo, como si los propietarios de la pastelería y las dueñas del hotel hubiesen firmado un pacto misterioso para hacer parejos los dos acontecimientos. Por lo general, el árbol superaba los tres metros de altura, y lo traían a principios de diciembre desde unos viveros que surtían de plantas a los Reales Sitios de Aranjuez y a La Granja de San Ildefonso. Las hermanas Leal, eternas encargadas de su arreglo, procuraban variar el color dominante en la decoración del abeto, y así un año elegían motivos en tono rojo, otro año en oro o en plata, y hasta hubo una vez que, deseosa de innovar, Dora Leal adornó el árbol de navidad con colores pertenecientes a la gama de los rosados: el rosa palo, el malva, el lila, el violeta… Sin embargo, aquella decoración tan sofisticada tuvo muy poco éxito entre los parroquianos, que encontraban más propio el optar por colores menos arriesgados. Rosalía Leal, que dirigía el hotel con mano firme desde que su abuela perdiera por completo la visión, había advertido sabiamente a su madre y a sus tías sobre la inconveniencia de los tonos elegidos para decorar el abeto, aquí el rosa solo se lo ponen a las niñas en los lacitos, había dicho; pero nadie quiso escuchar la recomendación y ella no consideró oportuno insistir. Era maestra en el arte de llevar las cuentas y de entenderse con el servicio, pero tampoco pretendía imponer su criterio en asuntos que, en el fondo, consideraba menores. Cuando el diario local El Comercio publicó una crónica criticando el color de los adornos del ya casi mítico árbol del Hotel Almirante, Rosalía Leal tuvo que morderse los labios para no incurrir en el ya os lo dije. Muchos años después, cuando ya Dora Leal había muerto y Ribanova se parecía cada vez menos a la ciudad que fuera en otro tiempo, una revista de decoración francesa publicó en sus páginas interiores la fotografía de un árbol de Navidad enteramente cubierto de adornos color de rosa, idéntico al que habían preparado las hermanas Leal y que gozara de tan poco favor entre el público ribanovense.

El Hotel Almirante colocó el primer árbol de Navidad que se vio en Ribanova. Fue Rosa Leal, que había descubierto en Alemania aquellos artilugios, quien se ocupó de adquirir personalmente un abeto de dimensiones respetables y de confeccionar adornos menudos para darle el aspecto espléndido del árbol navideño que ella había visto instalado en un hotel de Berlín. Aquel primer abeto tenía enormes manzanas coloradas, lazos armados en seda de oro, juguetes de madera y estrellas de cinco puntas. Andando el tiempo, cuando ya en otros hogares ribanovenses incorporaban el árbol sustraído de la cultura centroeuropea, los más viejos del lugar seguían asegurando que no hubo nunca en Ribanova ningún árbol tan hermoso, tan llamativo, tan brillante, como aquel primer abeto elegido y adornado por Rosa Leal cuando Ribanova empezaba a reponerse de la sorpresa que en aquellos días había supuesto la apertura del Hotel Almirante.

La Navidad en Ribanova se celebraba intensamente desde que en la segunda década del siglo el alcalde Soilán publicara un bando en el que pedía a los ribanovenses que engalanaran sus casas con motivo de las fiestas navideñas, a los comerciantes que colocasen pesebres en los escaparates de las tiendas y al presidente del Casino que pusiese especial esmero en la decoración del Salón Regio para dar más lustre al baile de Fin de Año. Como galvanizados por una explosión colectiva de espíritu navideño, los vecinos de Ribanova decidieron seguir a pies juntillas los consejos del alcalde. Aquel año se creó la Asociación de Belenistas, que concedía un premio anual al mejor Nacimiento casero presentado a concurso, y el coro del colegio de la Compañía de Jesús creó un repertorio de villancicos con el que los niños de la escolanía ofrecieron un concierto inolvidable el día 21 de diciembre en el Casino de Ribanova. Justo un día después, el 22 de diciembre del año 1924, abría sus puertas el Hotel Almirante, y en la fiesta inaugural sorprendió tanto la exquisita elaboración de los canapés como el enorme abeto engalanado que las propietarias del hotel colocaron en el vestíbulo, delante de la escalera principal, mientras en el mostrador de recepción un conserje de impecable uniforme azul con charreteras doradas esperaba sin atisbo de impaciencia la llegada de los primeros clientes.

Cuando por los mentideros de la ciudad empezó a circular la noticia de que las tres hermanas Leal, todas frágiles e inexpertas, y su madre cincuentona y medio ciega estaban trazando planes para abrir un hotel de primera categoría en pleno centro de Ribanova, las personas con sentido común pensaron que, una vez más, la desbocada imaginación colectiva de una ciudad provinciana estaba haciendo de las suyas, y en realidad aquel proyecto hotelero era simplemente un rumor sin fundamento surgido en una tertulia de café. Por aquel entonces había en Ribanova tres hostales con solera, de esos de toda la vida, que ofrecían media docena de habitaciones impecables con sábanas olorosas a espliego y una pastilla de jabón de La Toja junto al aguamanil, y cuatro o cinco pensiones de mala muerte donde los viajeros pasaban la noche sobresaltados por las carreras de las cucarachas y preguntándose por la procedencia de las manchas misteriosas de los colchones. Así pues, la oferta era más bien reducida, aunque en aquellos tiempos la ciudad tampoco necesitaba mucho más, toda vez que apenas recibía la visita de turistas y mucho menos de próceres y dignatarios prestos a exigir otra cosa que no fueran las camas limpias y los cuartos bien ventilados del Paramés, Casa Hortensia o La Flora.

Cuando las tres hermanas Leal —Dora, Rosa y Candela— tomaron la decisión de abrir el hotel no tenían más experiencia en el sector que la que proporcionaba, a ellas y a su madre, el haber administrado durante veinte años una modesta casa de comidas donde se servían a diario estofados caseros y postres sencillos que encantaban a la clientela. Al principio, la parroquia la integraban únicamente viajantes de comercio y solterones de bolsillo mermado, pero pronto la calidad innegable de la cocina de Casa Leal atrajo a la fonda a comensales de prosapia, hasta el punto de que el propio alcalde de Ribanova y algunos concejales pasaban de vez en cuando por el figón para catar los sabrosos potajes de doña Antonia.

Doña Antonia García de Leal, Tana, Tanita, había fundado Casa Leal a principios del siglo y poco después de morir su marido, Servando Leal, que al irse al otro barrio le dejó tres niñas pequeñas y cinco duros por toda herencia. La familia de Servando Leal se apresuró a buscar a la joven viuda una casa donde servir como asistenta, pero Tana se cansó pronto de limpiar las miserias de otros y de angustiarse a diario pensando en sus tres niñas, que pasaban el día solas en la casa familiar. Cada noche, cuando Tana Leal llegaba agotada de pelar patatas, de fregar suelos y de limpiar pucheros, se encontraba a sus hijas llenas de mocos, ateridas en invierno y medio deshidratadas en verano, muertas de hambre o atracadas de golosinas que algún pariente bienintencionado les llevaba para hacer menos amarga su espera. Llegó un momento en que Antonia pasaba las noches en blanco intentando encontrar una solución para levantar la precaria economía doméstica y al mismo tiempo poder ocuparse del cuidado de las niñas. La solución llegó de la mano de Alfonso Blanco, que había sido amigo de Servando Leal y apadrinara a las tres hijas del matrimonio. Alfonso era marino mercante y pasaba embarcado cinco meses de cada seis, pero cuando podía permitirse un descanso en tierra firme siempre sacaba tiempo para viajar a Ribanova y visitar a sus ahijadas, que saludaban su venida con grandes muestras de afecto y le prodigaban el mismo cariño que habrían brindado a su padre de no haber fallecido tan pronto. En el transcurso de una de aquellas visitas Alfonso escuchó preocupado las quejas de Antonia: sus hijas se estaban criando solas, descuidadas, expuestas a mil accidentes domésticos. Ella se levantaba con el alba para empezar su trabajo en una casa de la ciudad, y al marcharse dejaba a las tres niñas dormidas y un poco de comida sobre la cocina para que la consumiesen a mediodía. Cuando regresaba, se sentía tan cansada que apenas tenía fuerzas para prepararles una cena caliente, bañarlas de cualquier forma y darles un beso de buenas noches antes de caer en la cama rendida a su justo cansancio después de una jornada de idas y venidas, de suelos fregados de rodillas y comidas preparadas para estómagos ajenos.

Alfonso Blanco escuchó las quejas de la joven viuda, encontró lógica su preocupación y tuvo entonces una idea brillante.

—Tana, si yo te dejo el dinero… ¿Tú te atreverías a montar una fonda?

Era una ocurrencia sensata. Tana Leal había aprendido a cocinar siendo muy niña, y todos decían que se le daba muy bien. De hecho, las virtudes de su cocina eran determinantes para los dueños de las casas en las que servía, y cuando tenían invitados la liberaban de todas las obligaciones domésticas para que echase el resto delante de los fogones. Se la consideraba maestra en el arte de la tortilla de patatas, experta en el asado del pollo, un fenómeno en los guisos de carne y de pescado. Alfonso Blanco había catado muchas veces las excelencias culinarias de la esposa de Servando, y ahora se preguntaba cómo no habían pensado antes en la posibilidad de explotarlas por cuenta propia en vez de malgastar el talento de Tana.

Así nació Casa Leal. Alfonso Blanco estuvo casi dos meses en tierra firme (para lo que tuvo que solicitar un permiso especial, pues ya se había comprometido a embarcarse en un mercante que se dirigía a las costas del Gran Sol) y ese tiempo fue suficiente para dar con un local entre murallas, una casa de dos pisos perfecta para montar un restaurante económico. Antonia trabajó dieciséis horas diarias durante aquellos dos meses, limpiando, organizando la cocina, colocando sillas y mesas de madera que compraron de saldo y cosiendo decenas de manteles y servilletas, todos a cuadros blancos y rojos. Unos días antes de la apertura, Alfonso Blanco entregó a la futura patrona un libro de recetas de cocina que había comprado en Madrid y que pretendió regalar a una amante que tenía en León, pero la mujer se tomó como una afrenta tan práctico obsequio y expulsó de su vida para siempre al autor de la dádiva. Alfonso había olvidado por completo el libro de la discordia, que yacía triste y mustio en el fondo de su saco marinero, pero recordó su existencia de forma providencial y se lo entregó a Tana.

—Mira, para que amplíes el repertorio.

Tana Leal sabía leer muy malamente, pero se propuso mejorar todo lo posible aunque no fuera más que para seguir aquellas páginas ilustradas con dibujos a plumilla que reproducían toda clase de exquisiteces. El libro tenía al final un centenar de páginas en blanco, que según le explicó Alfonso servían para incorporar nuevas recetas, y Tana Leal se dijo que también debería aprender a escribir para añadir al tratado de cocina nuevas mezclas y combinaciones diferentes.

Casa Leal abrió sus puertas en los primeros días del siglo XX, cuando algunos se empeñaban en anunciar el fin del mundo y para Tana Leal la vida empezaba de nuevo con otro orden distinto. El primer día entraron en la casa de comidas solo tres o cuatro curiosos que dieron cuenta de un menú de sopa de cocido, carne asada y flan de huevo. Al día siguiente repitieron y trajeron cada uno a dos comensales más. Un mes después de su apertura, Casa Leal registraba un lleno absoluto a las horas de comer, y prácticamente había que pedir número para sentarse a la mesa.

A partir de entonces Tana solo dejaba a las niñas para ir al mercado a las siete de la mañana, porque a aquella hora se encontraban los mejores productos y también los más baratos. Al volver de las compras, la madre despertaba y bañaba a las hijas, y luego acompañaba a Dora hasta la puerta del colegio mientras llevaba en brazos a Rosa y a Candela agarrada a las faldas. Al volver, Tana empezaba el trajín culinario, y las dos niñas solían quedarse con ella en la cocina, incordiando a veces con su curiosidad a la joven cocinera. Luego, justo cuando iban a empezar a servir los almuerzos, una vecina recogía a Dora en el colegio y la traía a casa. Las tres niñas comían en la cocina el mismo menú que los clientes degustaban en el comedor. Tana comía a saltos, picoteaba de todo y de nada porque no daba abasto con la clientela y las reclamaciones de las hijas, que eran a veces más exigentes que los comensales de pago. Luego, mientras las más pequeñas dormían la siesta vigiladas por Dora, ella ponía orden en el zafarrancho de la cocina, fregaba platos y sacaba brillo a los peroles de cobre, recogía manteles y servilletas, lavaba delantales, sacudía migas y barría los restos en el suelo del comedor, y con éstas daban las ocho y preparaba la cena para las niñas, que se acostaban poco después. Normalmente no había muchos clientes a la hora de cenar, y los que llegaban solían conformarse con unos huevos fritos con patatas y los restos del postre del mediodía. A las once, por lo general, estaba acabada la jornada. Entonces, Tana Leal subía en silencio las escaleras que separaban el piso de abajo de los dormitorios, entraba en su cuarto y encendía una vela, y a aquella luz vacilante practicaba sin desmayo el arte de la lectura en el libro de cocina hasta que el sueño la vencía. Eran jornadas agotadoras, más incluso que las vividas cuando trabajaba para otros, pero a pesar de todo Tana Leal consideraba que habían llegado tiempos mejores para ella y para sus hijas.

Con el paso del tiempo Casa Leal prosperó de forma notable. Un año después de su apertura contaba ya con una clientela fija a la que se sumaban parroquianos ocasionales, de modo que fue necesario contratar a una mujer que ayudase a servir el comedor y a limpiar los cacharros. Las tres niñas iban ya al colegio, y al regresar de la escuela comían sin molestar y ayudaban con gusto en algunas tareas menores. A medida que fueron creciendo las tres demostraron un extraño interés y un talento natural para la cocina, y a pesar de que su madre habría preferido que se hicieran modistas, empleadas de floristería o dependientas de tejidos, ellas eligieron libremente el colaborar con Tana Leal en el negocio de la fonda, que iba viento en popa. Así, observando a su madre y siguiendo su propio instinto, Dora, Rosa y Candela Leal fueron convirtiéndose en cocineras profesionales, y Tana Leal vio que no solo eran de eficaz ayuda, sino que la habían descargado considerablemente del mucho trabajo que tuviera en otro tiempo. Fue ella quien les enseñó a dar el punto a las patatas asadas, a freír los huevos con puntilla, a adobar el pollo, a mechar la carne. Poco a poco la madre fue delegando en las tres hijas muchas tareas de cocina y ella se inclinó cada vez más hacia el terreno puramente empresarial. Desde el mismo momento en que se iniciara la aventura hostelera, Alfonso Blanco había intuido en la viuda de su amigo un raro ojo clínico para los negocios, doblemente extraño teniendo en cuenta que Tana Leal había recibido una formación escolar muy rudimentaria, por no decir nula. Para su sorpresa, Alfonso descubrió en ella un especial tesón, que la llevó a aprender otra vez a leer y a escribir amparada por el extraño magisterio del libro de cocina, y pronto fue capaz también de llevar las cuentas con un rigor sorprendente. No tardó en entender el concepto de inversión, que invocaba cada vez que se le ocurría hacer una reforma para la mejora del local, y en poco tiempo fue capaz de calcular beneficios y corregir errores contables. Con la rectitud que la caracterizaba, Tana Leal apartaba una vez al mes el porcentaje de las ganancias que correspondía a Alfonso Blanco como socio capitalista, y el amigo acabó aburriéndose de tropezar con la terquedad de doña Tana cuando él intentaba rechazar su parte. Así, aceptaba a regañadientes los duros que para él guardaba la viuda de Servando, y decidió abrir en secreto una cuenta bancaria a nombre de las tres hermanas Leal para que, en el momento en que decidieran casarse, aquel dinero que él no había ganado pudiera servirles de dote. Lo que nunca imaginó Alfonso Blanco es que la pequeña fortuna que había ido reservando con tanto celo no habría de ir a parar nunca a su fin primigenio.

Dora Leal, la mediana de las tres chicas, y también la más atractiva, tuvo bastantes pretendientes a los que no prestaba demasiada atención, pero sin llegar a despreciarlos de manera formal. Dora aceptaba los requiebros con cierta condescendencia, como haciendo un favor al aspirante a novio, medía sus sonrisas y sus gestos y no decía nunca ni que sí ni que no, con lo que daba esperanzas a los enamorados. Ninguno de ellos tuvo suerte, ni con Dora ni con el resto de las cosas. El primero de los jóvenes murió de tisis antes de cumplir los veinte. El segundo cayó al río y se ahogó sin remedio en las aguas heladas del invierno. El tercero sufrió un ataque de apoplejía y se fue al otro barrio después de comer dos platos de callos en la fonda de las Leal. Dora no parecía demasiado impresionada por el sino fatal que rondaba a los que la pretendían, pero Tana Leal sí se alarmó, porque empezaba a decirse en Ribanova que su hija Dora lanzaba una especie de maleficio sobre los hombres que la asediaban, y aquello no podía ser bueno para el negocio ni para la joven. Así que pidió a su hija que diese calabazas a todos aquellos muchachos que no eran de su interés, y reservase su tiempo y sus favores para el hombre que realmente quisiera convertir en marido. Para su sorpresa, Dora explicó a su madre que a ella ni le iban ni le venían aquellos lechuguinos que la esperaban con ramos de flores silvestres a la puerta de la fonda y le enviaban versos copiados y cartas de amor cuajadas de faltas de ortografía. En realidad, le dijo, no le interesaba ningún hombre. No quería casarse, no quería tener hijos, no quería vivir con un desconocido al que tuviera que habituarse por la fuerza del sacramento, no quería compartir su lecho ni su intimidad con ningún ser insensible a sus verdaderas necesidades. En vano la madre trató de hacerle entender que las cosas no eran necesariamente así, que existía una razón de peso llamada amor que justificaba otras renuncias, pero fue como hablar a un muro.

—No te canses, mamá —dijo, en un tono casi alegre, para finalizar la conversación—. A mí no me gustan los hombres.

Aquella revelación extraordinaria horrorizó a doña Tana, que no perdió ocasión de comentar el descubrimiento nefasto con el padrino de las tres chicas. Alfonso Blanco quitó dramatismo al asunto y calmó como pudo a la madre atribulada, pero de alguna forma supo que la parte de la dote destinada a Dora Leal iba a crecer para siempre en una cuenta corriente.

Cuando Candela Leal empezó a salir formalmente con Arturo Serrano, viajante de calzado y cliente habitual de la fonda, Alfonso Blanco pensó con toda razón que iba a ser la mayor de las hermanas la primera en servirse de los ahorros fruto de los tiempos de bonanza. Sin embargo, más tardó Candela en anunciar a su familia que estaba en estado que el zapatero ambulante en desaparecer sin dejar rastro. Así, el dinero de las rentas siguió protegido por el Banco de Santander, mientras en Casa Leal Candela daba a luz a una niña. Repuesta ya de la sorpresa y también de la indignación por la deshonra de la hija, doña Tana recibió con alegría a la nueva nieta.

—Es una chica. Mucho mejor —dijo en cuanto la vio—. Dan menos problemas que los muchachos —tomó en brazos a su nieta y se volvió sonriendo hacia la hija recién parida, que intentaba recuperarse del esfuerzo y salir del último dolor—. Y tú no te preocupes por nada, que vamos a criarla entre las cuatro. Hazme caso, un marido vale para bien poco. Si lo sabré yo.

Le pusieron Rosalía, por la escritora, y Leal porque no había padre que respondiese de la criatura. La niña nació a destiempo, pero su abuela aseguraba que había venido con un pan debajo del brazo, porque su llegada al mundo coincidió con una época de auténtico esplendor para el negocio familiar. Las diez mesas del comedor estaban ocupadas a diario y los días de mercado el turno de comidas tenía que ampliarse hasta casi las cinco de la tarde. Los fines de semana, familias enteras compartían en la fonda el almuerzo dominical, y muchas amas de casa encargaban menús completos para servir a los suyos y descargarse al menos un día a la semana de los trabajos de cocina.

Con el tiempo, Casa Leal se convirtió en un referente obligado para todos los amantes de la gastronomía sencilla, del estofado de conejo, de las patatas a la riojana, del pollo asado y la gallina en pepitoria. No es que doña Tana y sus tres hijas no supiesen cocinar más allá de los callos con garbanzos, la carne en salsa o el guiso de calamares, pero el tipo de clientela del mesón no estaba en condiciones de pagar —ni de apreciar tampoco— otras exquisiteces que las Leal eran capaces de preparar siguiendo el libro de cocina de doña Tana, cuyas pastas se encontraban ya amarilleadas por el uso y el paso del tiempo, y en el que estaban recogidas más de dos mil quinientas recetas gastronómicas de distinto pelaje. Las tres hermanas Leal ignoraban de dónde procedían la mayor parte de aquellas fórmulas magistrales, pero durante años habían sido testigos de la incorporación de más páginas procedentes de otros libros de cocina y de revistas femeninas ilustradas que llegaban a manos de su madre y que ella había ido añadiendo amorosamente hasta completar el mejor tratado de cocina que hubo nunca en la ciudad de Ribanova. En aquel libro estaban las claves secretas para preparar delicias impensables, manjares complicadísimos que las Leal ensayaban en la soledad de su cocina y se daban a probar unas a otras, el pato a la naranja, los pimientos rellenos de centollo, el arroz a la italiana, el venado con salsa de frambuesas. Todas aquellas exquisiteces sofisticadas eran en realidad para las Leal poco más que un motivo de diversión, porque ni en el más arriesgado de sus sueños se habrían atrevido a introducirlas en el menú diario de la casa de comidas. Aquellos manjares sabrosísimos, cuyas recetas había garabateado su madre con lento esfuerzo y algunas de las cuales ni siquiera tenían nombre, pertenecían al ámbito reducido de las tres aprendices de cocineras, y su puesta en práctica eran pequeñas extravagancias que ellas se permitían de vez en cuando, a veces como forma de combatir el aburrimiento. En cuanto a su madre, artífice de muchas de aquellas combinaciones imposibles de tan excelente resultado, las reprendía por perder el tiempo mezclando sabores y vigilando desde la puerta del horno el punto del asado de corzo, y las instaba a preparar tortillas de patata y chorizos al vapor para atender a la demanda de la clientela.

—Vaya manía que os ha dado con las recetas esas. Nosotras a lo nuestro, que es la carne asada y la sopa de cocido.

Ninguna de las tres hermanas Leal se atrevía a preguntar a la madre por qué razón se había tomado ella la molestia de inventar aquellas mixturas originales, a las que ni siquiera había llegado a bautizar, si en verdad consideraba que el destino la había llevado por los derroteros menos complejos del potaje de verduras y el guiso de pollo. De todas formas, en sus ratos libres siguieron experimentando con aquellos platos por el puro gusto de encontrarse con nuevas sorpresas en el paladar, y su madre se cansó de amonestarlas cuando las encontraba jugando con las especias y con las mezclas de dulce y salado que ella misma se había preocupado de orquestar. En los últimos tiempos Tana Leal se había distanciado un poco de los fogones para concentrar sus energías y su tiempo en la administración de la fonda, a la que había dotado de una cocina nueva y más moderna, y de una vajilla más vistosa. Sus tres hijas tenían su mismo talento para el arte de la cocina, pero eran una auténtica nulidad a la hora de llevar un negocio, así que doña Tana delegó en ellas el mando de los pucheros y pasó a ocuparse del gobierno del restaurante. Eso sí, seguía siendo la responsable de la preparación del flan de huevo, porque nadie era capaz de darle la consistencia temblona que ella le profería y, sobre todo, de la preparación del caldo gallego.

En Casa Leal se servía caldo gallego un día sí y otro no, y siempre era doña Antonia quien lo cocinaba. La noche anterior dejaba en remojo un puñado generoso de habichuelas blancas. Por la mañana, después de volver del mercado, ponía a cocer la carne de ternera (falda o jarrete, según lo que hubiese) junto con las habichuelas y un hueso de jamón, y mientras la carne borboritaba en la olla de cobre sobre la cocina de carbón, ella se afanaba en limpiar bien los grelos y pelar las patatas. Cuando la mezcla había hervido ya más de una hora, la patrona apartaba más o menos la mitad del líquido, lo guardaba, y agregaba a la olla tres o cuatro chorizos sin curar que se cocían con la carne durante otra hora larga. Después, Tana Leal desechaba una buena parte del caldo obtenido de la cocción de los chorizos porque tenía demasiada grasa rojiza procedente del embutido y añadía a la mezcla el caldo limpio que había separado la primera vez. Allí cocía al mismo tiempo los grelos y las patatas troceadas junto con una nuez de grasa de unto. Después tomaba otra patata pelada y, con mucho cuidado, cortaba de ella trozos tan finos como el papel que al cocer se deshacían por completo espesando deliciosamente el caldo gallego del que a mediodía disfrutaban los clientes de la fonda y que constituía, con toda justicia, el plato estrella de la ajustada carta de la que disponían en Casa Leal.

Muchos dicen que fue el caldo gallego el responsable de todos los acontecimientos que variaron la vida de algunos ribanovenses. Lo que sí está claro es que el caldo cambió la vida de las hermanas Leal, sobre todo de Rosita. Porque si doña Tana Leal no hubiese preparado aquel potaje con tanta maña, quizá Cándido Aldao no hubiese entrado nunca en su casa de comidas. Y, claro está, no hubiese conocido a Rosa.

Cándido Aldao era el único hijo de Rómulo Aldao, nieto de Edmundo Aldao y bisnieto de Ponce Aldao. Los Aldao eran representantes máximos de la alta burguesía de Ribanova. En su árbol genealógico, que para disgusto de todos ellos estaba libre de apéndices tocados por la sangre azul, había notarios y registradores de la propiedad, banqueros varios, empresarios prósperos y hasta un ministro del rey Alfonso XII. Los Aldao habían sido políticos y navegantes, arquitectos afamados, médicos de prestigio, empresarios prósperos y, sobre todo, ricos de solemnidad. El abuelo de Cándido Aldao, don Edmundo, fue en tiempos el segundo presidente que tuvo el Casino de Ribanova. Altísimo para su época, moreno de tez y de ojos oscuros, había hecho suspirar a la mitad de las jóvenes de la villa, y más de una tuvo un disgusto cuando, a su regreso después de una larga estancia en Madrid, Edmundo Aldao volvió de la capital con un anillo de boda y una muchacha pelirroja y frágil colgada de su brazo. Era Laura Alcántara, una belleza madrileña de veinte años que había quedado rendida ante los encantos del gallego y desoído por tanto las recomendaciones de sus amigas y de sus padres, que conociéndola bien sabían cuánto le iba a costar adaptarse a la vida en provincias. Ella escuchó toda la serie de consejos como quien oye llover. Le gustaba aquel chico alto y bien plantado, tan guapo y tan alegre, que siempre estaba contento y que le hablaba con aquel acento tan bonito, que parecía hecho a propósito para pronunciar palabras tiernas. Así que Laura Alcántara se obstinó en su idea de maridar con el guapo de provincias, y cada recomendación de sus padres y de sus amigas (que por otra parte envidiaban más el porte del novio de lo que compadecían el futuro pueblerino que a buen seguro aguardaba a Laurita) era ignorada por ella haciendo gala de la terquedad de una mula. Así que Laura y Edmundo se casaron en una ceremonia con cierto boato en la iglesia de los Jerónimos y luego hubo convite en un hotel madrileño y baile con orquesta hasta las tantas.

En contra de lo que esperaban todos, los Aldao fueron razonablemente felices durante muchos años y ella se adaptó sin problemas a la existencia tranquila de Ribanova. En la vida del matrimonio solo existía un escollo insignificante, una piedra diminuta que entorpecía en cierta forma la dicha completa: Laura Alcántara no sabía cocinar, y además presumía de su incapacidad delante de propios y extraños.

—No sé ni freír un huevo —decía gozosa, porque desde muy niña su madre le había asegurado que la ignorancia en materia culinaria era una especie de marca de clase.

Laura se crió creyendo que la cocina era cosa de modistillas y de gente de baja estofa, así que los suyos tuvieron buen cuidado de no verla cerca de los fogones. Como en su casa la comida era poco más que una forma de subsistencia, una necesidad insalvable para no morir de debilidad, tampoco era la recién casada muy ducha en el manejo del servicio doméstico y, a pesar de la insistencia de su marido, fue incapaz de encontrar una cocinera decente. Con el paso del tiempo, Edmundo Aldao se fue acostumbrando a los platos insípidos y al pescado cocido, y su paladar se hubiese atrofiado definitivamente de no haber sido por la apertura de Casa Leal, donde por indicación de un amigo entró un día a probar el caldo gallego, y luego probó el potaje de vigilia, y luego la carne asada con pimientos, y siguió probando las exquisiteces del local cada dos por tres, hasta que llegó un momento en que don Edmundo Aldao almorzaba día sí día no en Casa Leal, y allí se resarcía de tantos años de carne a la plancha y verduras mal hervidas. Al principio doña Tana no sabía muy bien cómo atender a aquel señor tan fino y de tan buenas maneras, pero el natural campechano y la simpatía de nacimiento de don Edmundo acabaron por tranquilizarla y llegó a fraguarse entre ellos algo muy parecido a la camaradería, a pesar de las insalvables diferencias de edad y de clase. Ella era una matrona juvenil que apenas pasaba de los treinta, trabajaba de sol a sol y sacaba adelante con no pocos esfuerzos su negocio y a sus tres hijas. Él era rentista de profesión y frisaba ya la sesentena. Sin embargo, se apreciaban sinceramente y a veces don Edmundo se permitía bromear con la dueña de la fonda después de catar las excelencias de su cocina.

—Ay, doña Tana —le decía—. Yo tenía que haberme casado con usted.

Y la joven viuda se sonrojaba y fingía escandalizarse con las exageraciones de don Edmundo. Por aquel entonces nadie en Ribanova, ni siquiera los interesados, habrían podido imaginar que veinte años después iban a unirse en matrimonio la hija de la patrona de Casa Leal y el nieto de Edmundo Aldao, don Edmundo, prócer de la ciudad y dignísimo presidente del Casino de Ribanova.

Fue don Edmundo Aldao quien construyó el palacete de la calle de la Reina, un caserón decimonónico magníficamente conservado del que se decía que tenía treinta dormitorios, dos comedores y un salón de baile y que, a su muerte, había sido objeto de una severa disputa entre sus tres herederos, pues ninguno de sus hijos quería hacerse cargo del mantenimiento de aquella casona ya un poco anticuada, grande como un demonio y decididamente pretenciosa, que arrastraba unos brutales gastos de conservación y cuyas dimensiones exageradas la volvían incómoda para la vida diaria. Al final, forzado por la insistencia de sus hermanos, fue Rómulo Aldao, el primogénito, quien accedió a regañadientes a asumir la posesión de aquel palacio situado en un lugar de privilegio, en pleno centro de la ciudad, decididamente engorroso para la vida en una familia de tres miembros. Rómulo Aldao y Marité, su esposa, habitaron a disgusto el palacete durante ocho años y luego, cuando compraron un piso igual de céntrico pero mucho más cómodo, fueron espaciando progresivamente sus estancias en él. Llegó un momento en que aquella casona se utilizaba solamente para fiestas familiares y solemnidades contadas, y finalmente ni siquiera para eso. El edificio llevaba diez años cerrado a cal y canto, desde que esa rama de los Aldao muriera y su único hijo, Cándido, se hubiese trasladado a Madrid a hacer carrera como crítico gastronómico, después de terminar sus estudios en Suiza y trabajar durante mucho tiempo en media docena de países distintos. Cuando Cándido volvía a Ribanova, donde había dejado algunos parientes y muchos amigos de la etapa colegial, se alojaba en el Paramés, un hostal situado en la calle del Comercio y, sin excusa ni pretexto, hacía la comida y la cena en Casa Leal. Andando el tiempo, los aficionados a las historias románticas aseguraban que Cándido Aldao llevaba años enamorado en secreto de Rosa Leal, y se dejaba caer por la fonda con el único propósito de verla mientras le servía el caldo. Pero no era cierto. Cándido almorzaba a diario en Casa Leal por el puro placer de catar sus guisos incomparables, los callos pringosos, el estofado de patatas nuevas, el flan del postre. Y, sobre todo, el caldo gallego. Porque al volver a Ribanova por vez primera después de tantos años de ausencia, y cuando confesó que más que otra cosa añoraba de su ciudad natal el sabor del caldo, un conocido le dijo que en Casa Leal lo servían como en ningún sitio. Así que Cándido Aldao, reputado crítico gastronómico, llegó a la fonda, pidió un plato de caldo y en el momento en que metió en la boca la primera cucharada sintió que volvía al colegio, a sus años infantiles, al regazo materno y a todas las cosas auténticas que creía haber perdido después de tanto tiempo de andar dando tumbos por el mundo. Aquel caldo espeso en el que flotaban las patatas mantecosas, las habichuelas blancas y los grelos de temporada fue para Cándido Aldao todo un descubrimiento, y se abonó con fidelidad de caballero medieval a los almuerzos en la fonda. A veces al gastrónomo le daba por pensar que todos los chefs madrileños que tanto temían y deseaban su presencia en las mesas de los mejores restaurantes de Madrid se escandalizarían sin remedio si pudiesen verlo rebañando los platos de caldo y mojando el pan con fruición en la yema de los huevos fritos.

Así que Cándido Aldao tenía que reconocer que la única pasión encendida de su vida la prendieron en él las raciones de caldo y los huevos con pisto. El amor por Rosita llegó después, cuando él ya se había rendido sin condiciones a los potajes de doña Tana y sus tres hijas, y un buen día descubrió por casualidad que Rosa Leal tenía las manos muy blancas y muy finas a pesar de las muchas horas que pasaba pelando patatas en la cocina de la fonda, y luego observó una sorprendente galanura en el talle de la muchacha, y a medida que la miraba descubría cada vez más cosas, que le brillaban los ojos al reírse, que tenía los dientes perfectos y la piel delicada, que canturreaba feliz al servir las mesas, que era rápida y vivaz, que tenía buen carácter y los mejores instintos. Un buen día el crítico gastronómico reconoció por fin que estaba enamorado sin remedio de Rosa Leal cuando ya sus amigos le habían colocado el cartelito de solterón y él mismo pensaba que era inmune a los cantos de sirenas de todas las mujeres que se cruzaban en su camino de caballero con posibles. Pasó dos o tres noches en vela dando vueltas a la cuestión y a las posibilidades de ser aceptado por aquella muchacha bastante más joven, mucho más pobre y notablemente más atractiva que él, y al fin decidió liarse la manta a la cabeza: al día siguiente se demoró adrede con las natillas cubiertas de caramelo, y esperó a quedarse solo en el comedor para declararse a Rosa Leal. Lo hizo de una forma tan sincera como torpe. Tenía casi cuarenta años, explicó, y empezaba a sentirse solo. Estaba dispuesto a poner a los pies de ella su nombre, su patrimonio y su persona, y le aseguraba que dedicaría todos los días de su vida a hacerla feliz y, dijo textualmente, a tratarla como una reina.

El discurso tomó por sorpresa a Rosa Leal, porque nunca habría podido imaginar a don Cándido enamorado, y mucho menos de ella. Llevaba dos años viéndole entrar en la fonda, dos años sirviéndole el caldo espeso y la carne guisada con patatas, y jamás se había fijado más allá del saludo y de la sonrisa en aquel hombre medio calvo y exquisitamente educado que la llamaba señorita Rosa y cerraba los ojos como si entrara en trance cuando se metía en la boca la primera cucharada de caldo. La idea de casarse con él ni siquiera se le había pasado por la imaginación. Pero ahora, viéndole ahí, de pie, con la cabeza baja, casi suplicando que le dejase hacerla feliz, Rosa Leal encontró que era justo dar una oportunidad a Cándido Aldao, y a ella una ocasión de cambiar de vida y de estado civil.

Rosa Leal y Cándido Aldao se casaron un mes más tarde en la catedral, en la capilla de la Virgen de los Ojos Grandes, patraña de Ribanova y a quien Rosa profesaba especial devoción. La boda fue sencilla y más bien poco concurrida. Solo algunas amigas de la novia, su madre y sus dos hermanas, y Alfonso Blanco, que actuó de padrino. La familia de Cándido Aldao no quiso saber nada del enlace. Aurelio y Marco Antonio Aldao, sus tíos paternos, pusieron el grito en el cielo cuando el sobrino les comunicó su intención de contraer matrimonio con la hija de doña Tana Leal.

—¿Quién? ¿La de la fonda?

Cándido Aldao tensó un poco el rostro.

—Sí, tío. La misma.

—Pero, vamos a ver —el tono de Aurelio Aldao empezó siendo cuidadosamente conciliador—, ¿qué interés tienes tú en esa chica?

—Hombre, si te digo que me voy a casar con ella —a Cándido Aldao le dio la risa— es fácil entender que tengo bastante.

—Pero bueno —Marco Antonio se puso de pie—, ¿a qué viene esa majadería? ¿Qué piensas que diría tu padre, que en gloria esté, si supiese que quieres casarte con una fregona?

—Me importa un bledo la opinión de mi padre. Entre otras cosas porque está muerto. Y si vuelves a llamar fregona a Rosita, me voy de esta casa y no me vuelves a ver el pelo.

—No te alteres, Cándido. Lo que Marco Antonio quiere decir es que esa chica no está a tu altura ¿comprendes? Seguro que es una buena muchacha. Pero tú eres un Aldao… Tienes una posición, unas obligaciones…

—Las obligaciones me las busco yo. Lo que tengo son casi cuarenta años, y a estas alturas de la función estoy más solo que la una. Además, ¿qué os importa a vosotros con quién me voy a casar si de todas formas casi no nos vemos?

—Importa, sobrino, importa —Marco Antonio respiraba hondo y prolongado, como intentando relajarse—. Los Aldao tenemos un nombre que proteger, un patrimonio que conservar… Tú, sin ir más lejos, heredaste el palacio de la calle de la Reina. Un edificio singular, sobrino, de hondo significado para toda la familia ¿Crees que esa chica sabrá gobernar una casa con semejante empaque?

—Ese palacio lleva no sé cuanto tiempo cerrado —contestó Cándido—. Y cuando el abuelo murió nadie lo quería porque no daba más que gastos. Mi padre me contó toda la historia, porque fue a él a quien le tocó la china. Bueno, y a mí de rebote, que la casita de marras es un sacacuartos como la copa de un pino. El palacio de la calle de la Reina os importa un pito, igual que a mí.

La aseveración de Cándido no era del todo cierta. Es verdad que Aurelio y Marco Antonio Aldao habían manifestado muy poco interés por el palacete después del fallecimiento de su padre, y por eso insistieron en que fuera Rómulo, el primogénito, quien heredase la casa junto con el incordio y los gastos que suponía el mantenerla. Pero, andando el tiempo, estaban convencidos de haber cometido un error descomunal. Ribanova crecía, los solares en el centro empezaban a revalorizarse y era fácil prever que aquella casona en una de las calles principales de la ciudad iba a aumentar sustancialmente de valor en los años sucesivos. Años después de haber rechazado la posibilidad de hacerse cargo de ella, Marco Antonio y Aurelio Aldao se daban de cabeza contra las paredes por haber renunciado voluntariamente a la propiedad del edificio.

—Mirad, he venido hasta aquí para que sepáis que me caso, pero no para pediros permiso, ¿de acuerdo? Es el día once en la catedral, en el altar de la Virgen de los Ojos Grandes…

—Y el convite, en Casa Leal —Aurelio dirigió a su hermano una sonrisa sarcástica.

—No, tío. El convite, como lo pago yo, va a ser en el restaurante del Casino.

—¡Pero si allí no sirven bodas!

—Hombre, cuando uno es nieto de uno de sus presidentes obtiene ciertos privilegios —el tono de Cándido Aldao era festivo—. La verdad es que en Ribanova lo de apellidarse Aldao tiene sus ventajas. En Madrid, sin embargo, no me vale para nada. Bueno, lo dicho. El día once, a las doce y media, en la catedral. El almuerzo es a las dos en punto.

Así que la boda se celebró sin la familia del novio que, todo hay que decirlo, no la echó de menos. Cándido Aldao tenía muy escasa relación con sus parientes, a los que consideraba poco más que una caterva de mentecatos con ínfulas. Sus tíos Aurelio y Marco Antonio eran dos tontainas con suerte, abogado uno, médico el otro, que habían conservado bastante bien el patrimonio legado por Edmundo Aldao. Marco Antonio tenía dos hijos, César y Augusto. Aurelio uno solo, Germán, casado desde hacía tiempo con una dama de La Coruña, fea, sosa y rica, que unos años atrás había dado a luz a Javier, el primer bisnieto de don Edmundo Aldao.

A diferencia de su familia política, las Leal estaban encantadas con la boda de Rosita, y doña Tana daba gracias a Dios por el yerno que le había tocado en suerte, tan educado, tan serio, tan sencillo, y tan generoso que se empecinó en pagar de su bolsillo todo el equipo de la novia. Cándido pasó un mal rato tratando de explicar a su suegra la ausencia de los Aldao en la ceremonia nupcial, pero doña Tana no era mujer de circunloquios ni de sobreentendidos.

—No te preocupes, Candidito. Supongo que tienen miedo de que aparezca en la catedral con el mandil blanco y las manos llenas de harina —y, ante la tribulación del novio, añadió—. Tú tranquilo, que la cosa no me quita el sueño. Lo que siento es que no viva tu abuelo. Fíjate que yo creo que a don Edmundo esta boda le habría hecho gracia.

Después de los esponsales, Cándido y Rosa se fueron a vivir a Madrid. La muchacha dejó Ribanova con cierto remordimiento de conciencia, pues consideraba una suerte de traición el abandono del hogar familiar y los fogones de Casa Leal, pero su madre y sus dos hermanas le tranquilizaron el espíritu asegurándole que podrían arreglárselas sin ella. Y, además, Cándido Aldao había prometido que las visitas a Ribanova serían muy frecuentes.

Llegaron a Madrid en una mañana de noviembre, a bordo de un tren que se detuvo con un gemido triste en la Estación del Norte. Cándido Aldao había proyectado una luna de miel por varios países europeos, pero habían tenido que retrasarla durante dos semanas por problemas de trabajo de él. Así que el marido reciente decidió aprovechar aquellos quince días para mostrar a su mujer la capital del reino, sus alrededores, y los restaurantes de lujo que empezaban a surgir en el Madrid de los locos años veinte. Rosa recordaría para siempre la impresión que causó en ella el primero de aquellos establecimientos: era un restaurante pequeño, situado en la zona del paseo de Recoletos. Allí les dieron la mejor de las mesas, y Rosa se dejó admirar por la cubertería de plata, la vajilla de porcelana de La Granja y la cristalería de Bohemia, por el mantel de lino y los bajoplatos de alpaca, por la vestimenta impecable del servicio. En el restaurante había camareros invisibles que llenaban por sorpresa el vino de las copas, que cambiaban las servilletas como por arte de magia, que recogían misteriosamente un tenedor caído antes de que nadie pudiese reparar en su falta. Galante, y suponiendo quizá que su esposa se sentiría definitivamente confundida ante las complicaciones de la carta extensísima y plagada de nombres en francés, Cándido se ofreció a pedir por ella, y Rosa agradeció la propuesta del marido porque, en efecto, no había comprendido nada de aquella sucesión de palabras rimbombantes que supuestamente remitían a cosas de comer. En primer lugar, Cándido había ordenado coquille Saint Jacques para los dos, y Rosa suplicó en silencio al santo del día que el plato seleccionado no tuviese un sabor extraño ni fuese muy difícil de atacar. Cuando pusieron delante de ella una vieira cubierta de pan rallado, gratinada en el horno y despidiendo un aroma sutil a vino blanco, Rosa no pudo por menos que enarcar levemente una de sus cejas perfectas y luego respirar tranquila, porque en su casa se comían vieiras con cierta frecuencia y estaba acostumbrada al gusto y la textura del molusco. La segunda sorpresa vino cuando se metió en la boca la primera porción del plato y se topó con un sabor del todo familiar: las conchas de peregrino que preparaban ella y sus hermanas sabían exactamente igual que las que acababan de servirle en aquel restaurante de nombre impronunciable.

Al día siguiente le ocurrió algo muy parecido al probar una sopa castellana que prepararon para ellos en la muy reputada Casa Botín: el regusto del caldo espeso, la consistencia del huevo a medio hacer, el condimento del picadillo, eran para Rosa Leal de sobra conocidos. El prodigio se repitió en ocasiones sucesivas, y alcanzó su grado máximo de asombro cuando los Aldao visitaron, en compañía de otros dos gourmets de prestigio, un nuevo restaurante recién inaugurado en la capital de España. Allí, con mucha ceremonia, prepararon ante ellos un steak tartar, con el punto de pimienta y estragón y el huevo batido ligándolo todo. Al probar aquel plato pretendidamente exótico, Rosa Leal tuvo que contener el gesto para no echarse a reír, porque la carne que su marido y sus amigos gastrónomos celebraban con el mismo aplauso que hubieran dedicado a la interpretación magistral de un pianista, la preparaba ella desde hacía años sin tanto artificio ni tanta historia y sabía prácticamente igual.

Esa misma tarde puso un telegrama urgente a sus hermanas: «Que no se pierda el libro de recetas de mamá», y cayó en la cuenta de que gracias a su matrimonio estaba descubriendo muchas cosas que sabía sin saberlo. En aquellos primeros días de casada Rosa Leal aprendió que ella, su madre y sus hermanas eran algo más que buenas cocineras y que cualquier restaurante de Madrid les hubiera confiado el mando de su cocina, de la que salían a diario platos que apreciaban ministros, banqueros, escritores famosos y toreros de moda. Y entendió algo más: en la comida, como en otras muchas cosas, casi todo es cuestión de nomenclatura, así que se propuso aprender a bautizar los platos que confeccionaba sin esfuerzo pero cuyo nombre desconocía. Por ejemplo, la carne de ternera empanada y rellena de queso se llamaba en realidad «escalope cordon bleu», las patatas cocidas sobrantes que se aprovechaban friéndolas eran «patatas duquesa» y la ternera rosada y cortada en lonchas muy finas se conocía como roast beef. Fue entonces cuando se decidió a pedir a los maîtres de los restaurantes que visitaba que le regalasen la carta, y todos accedían a la solicitud de la joven recién casada creyendo sin duda que se trataba de un capricho, que el interés por la carta de platos nacía de la necesidad de perpetuar los recuerdos de la luna de miel en objetos tangibles, y ella dejaba que pensasen que solo quería aquellos menús magníficamente encuadernados para apuntalar el débil armazón de la memoria. Luego, cuando ya el esposo se había dormido, Rosa Leal se levantaba de la cama y estudiaba con detenimiento los nombres de los platos que servían, descifraba dificultosamente las palabras francesas y espoleaba su curiosidad gastronómica para aprender los nombres de las exquisiteces saboreadas aquel día en alguna distinguida casa de comidas madrileña. Si alguna vez, en el transcurso de un almuerzo o una cena, tropezaba con un plato cuyo sabor le sorprendía, solicitaba sin dudarlo la ayuda del maître para orientarse en medio de los sabores nuevos, y aunque por lo general los hosteleros eran remisos a confesar los secretos de los condimentos, no les quedaba más remedio que rendirse ante la insistencia de la esposa del gastrónomo. Rosa Leal memorizaba entonces los nombres de especias ignotas como el cardamomo, el coriandro o el jengibre, y la posibilidad de mezclar determinados alimentos que podrían parecer divergentes.

Cuando dejaron Madrid para iniciar el viaje de novios, Rosa Leal era ya perfectamente capaz de desglosar los ingredientes de los platos desconocidos y hasta las proporciones de cada componente de los manjares que le servían con un margen de error muy pequeño. El paso por París, durante el mes de noviembre, fue casi un doctorado en la mejor escuela de cocina. Allí Rosa aprendió los secretos de la legendaria tradición culinaria gala, del uso de la mantequilla, de las mil aplicaciones de los quesos, de la correcta utilización de los vinos de Burdeos para enriquecer algunas salsas. De París partieron a Suiza, y luego pasaron la Pascua en Alemania, donde Rosa contempló por primera vez un árbol de navidad y declaró que aquel adorno era la cosa más bonita que había visto en su vida. En enero se trasladaron a Italia. Allí, la recién casada vivió como la mejor de las sorpresas el descubrimiento de las pastas, los canelloni, los agnelotti, los gnocci, los rigatoni, los fettuccini, los spaguetti, los panzerotti, los ravioli, los tortellini, los farfalle. Fascinado con su curiosidad, el dueño de una trattoria romana la llevó hasta las cocinas del restaurante para enseñarle a preparar la lasagna, y mientras el marido gastrónomo tomaba buena nota de la calidad del servicio y la excelente bodega del restaurante, Rosa apuntaba febrilmente las indicaciones del cocinero, que se avino incluso a darle la receta de la pasta fresca y la dirección de una ferretería especializada donde comprar un artilugio para confeccionarla en casa. Fue un descubrimiento sensacional.

—La pasta admite todo —había dicho Rosa al regresar al hotel— y yo me he pasado la vida tomándola en sopitas.

Lo comentaba como enfadándose consigo misma por no haber descubierto antes las infinitas posibilidades de los fideos. Cándido Aldao quitó importancia al despiste.

—No te preocupes, mujer. Además, hay tantas cocinas por el mundo adelante que es imposible conocerlas todas por buena intuición que se tenga. Fíjate que en Portugal existen más de trescientas sesenta y cinco maneras de preparar el bacalao. Una por cada día del año.

Aquella noche, Rosa arrancó a su marido la promesa de llevarla a Lisboa en fechas próximas. Pero, aunque en aquel momento nada hacía presagiarlo, Cándido Aldao no pudo cumplir con su compromiso.

Los Aldao regresaron a Madrid después de más de medio año de viajar por Europa con el propósito de permanecer unas cuantas semanas en la capital antes de volver a Ribanova para hacer una visita a las Leal, cuando Cándido sufrió un ataque al corazón que lo fulminó en el acto. Acababa de cumplir cuarenta años y presumía de tener una salud de hierro, pero su médico de cabecera pensaba otra cosa y así lo dijo, con muy poca delicadeza, estando aún el difunto de cuerpo presente.

—Llevaba veinte años poniéndose morado a todas horas, bebiendo como un cosaco y mojando pan en las salsitas. Y así no se puede llegar a los setenta.

Rosa Leal escuchó el comentario inoportuno a través de las lágrimas, y pensó que sin duda aquel buen hombre estaba como un cencerro. Toda la vida compadeciendo a la gente que se moría de hambre, pensó, y ahora resulta que uno puede irse al otro mundo por comer demasiado bien. No quiso escuchar las explicaciones del médico que hablaban de exceso de sal, arterias taponadas y otras lindezas, pero cuando terminaron las honras fúnebres se empeñó en quedarse un momento sola en la capilla donde se había celebrado el funeral, rezando en silencio y pidiendo perdón a Dios por si acaso el médico tenía razón y sus buenos oficios culinarios habían contribuido a precipitar el fin del esposo a quien había llegado a querer mucho tras seis meses felices de convivencia, de viajes y de descubrimientos. Muchos años después, Rosa Leal reconocería ante sí misma que nunca llegó a amar al marido fugaz, pero el poco tiempo que pasaron juntos bastó para que ella supiese que había encontrado en Cándido Aldao al mejor de los compañeros y al más apreciado de los amigos, y que su muerte iba a dejarle un vacío extraño y difícil de llenar.

Rosa volvió a Ribanova en un tren renqueante que tardó una eternidad en hacer el camino de regreso al lugar del que ella había salido hacía poco más de un año. De su corta vida de casada conservaba solo una parte mínima de su equipo de novia, un montón de recuerdos amontonados de su paso por varias ciudades europeas, un cuaderno donde había anotado más de un centenar de nuevas recetas de cocina y el artefacto de metal para hacer pasta comprado en una ferretería de Roma. Rosa Leal se propuso abandonar en Madrid todas las cosas que para ella se habían convertido en inútiles, empezando por la nostalgia y la tristeza. Dejó de llorar en cuanto perdió de vista para siempre la sombra gris de los edificios capitalinos, y tomó la determinación de olvidar prácticamente todo lo vivido durante aquel año, con excepción de las valiosísimas lecciones de cocina recibidas durante su larga luna de miel.

Sus hermanas y su madre fueron a esperarla a la estación. La encontraron igual, un poco más delgada y más pálida por efecto seguramente de los acontecimientos luctuosos que acababa de vivir. La abrazaron, la besaron, y si no lloraron con ella por la ausencia del marido fue porque la propia Rosa les prohibió que lo hicieran.

—Estoy cansada de llorar —explicó— y de que la gente me consuele. Prefiero que hagáis como si no hubiera pasado nada.

Y, sin más, se metió en la cocina. Sus dos hermanas la siguieron. Unos minutos después, su madre escuchó un ruido de cacharros, el chisporroteo de la cebolla al dorarse en la sartén, el ruido del cuchillo partiendo en rodajas la zanahoria, el rumor del agua borboritando en el puchero. De la cocina empezaban a escaparse aromas intensos a ajo tostado y a tomate frito. Al poco, Dora salió para anunciar que estaban preparando estofado. En ese momento, Tana Leal supo que la vida no había cambiado para Rosa. Solo se había detenido durante unos cuantos meses en una especie de paréntesis extraño que la joven no parecía estar dispuesta a añorar durante el resto de su vida. Apenas habló con su madre y sus hermanas de las ciudades visitadas, de las fuentes de Roma, de las avenidas de París o las noches madrileñas. Solo parecía recordar los nombres de los platos que les habían servido en aquellos restaurantes que ahora Rosa se complacía en evocar, donde la vajilla era de porcelana finísima y las copas de cristal transparente, y los camareros iban magníficamente uniformados. Rosa Leal les habló del descubrimiento de nuevas mezclas y nuevos sabores, de las múltiples posibilidades que ofrecía la bechamel, de las innumerables combinaciones a las que se podía someter la pasta. Dora y Candela contemplaron asombradas el artilugio italiano que servía para hacer láminas de lasaña y tallarines de colores, y aprendieron de la mano de Rosa a amasar el huevo y la harina para confeccionar pasta fresca. Animadas por la constante necesidad de experimentar, las tres hermanas Leal se entregaron con ardor a la puesta en práctica del recetario de cocina traído por Rosita de sus viajes por el mundo, y quince días después del regreso de la hermana viuda, las tres hijas de doña Tana habían aumentado su repertorio culinario. Por las noches, cuando ya habían cerrado el comedor de Casa Leal, Dora, Rosa y Candela se encerraban en la cocina para ejecutar recetas nuevas. Por la mañana la madre las encontraba exhaustas y faltas de sueño, pero excitadas por la novedad y entusiasmadas por los descubrimientos hechos durante la noche, mientras en la mesa de la cocina reposaban las pruebas de la habilidad de las tres chicas. Allí había quiches Lorraine con su costra de queso y espinacas, paté de hígado de un furioso color morado, buñuelos de corzo, pichones trufados, láminas de salmón macerado en aceite de oliva, volovanes de gambas y decenas de exquisiteces que en ocasiones acababan en el cubo de la basura, porque el apetito de las Leal no daba para tanto y los clientes de la fonda se habrían sentido burlados de habérseles servido tartaletas de hojaldre rellenas de riñones en lugar de las acostumbradas croquetas de pollo.

Las hermanas Leal no repararon jamás en el desperdicio que suponía aquel entrenamiento gastronómico al que se sometieron por voluntad propia y con el único propósito de divertirse. Su madre las dejaba hacer, en parte porque nunca había sabido cortar de raíz el talante experimentador de sus tres hijas y en parte porque pensaba que era un modo de evitar que las chicas tuvieran un solo segundo para reflexionar acerca de su pésima suerte con los hombres. Las tres Aldao avanzaban ya hacia la treintena, y ninguna de ellas había conseguido formar su propia familia. La madre suponía en ellas un futuro hasta cierto punto solitario, y su pasión por el arte de la cocina podía ser una forma como otra cualquiera de dar sentido a sus vidas.

En contra de lo que muchos pensaban, Cándido Aldao no había dejado demasiado bien situada a Rosa Leal. El crítico gastronómico llevaba un tren de vida difícil de mantener que, año tras año, había ido mermando el patrimonio legado por sus padres. Así que Rosita se encontró con que, una vez liquidadas algunas deudas, quedaban para ella doscientos duros depositados en el Banco de España, unas cuantas acciones en las minas de wolframio y la casona de los Aldao en el centro de Ribanova. Cualquiera hubiese asegurado que Cándido había legado a su mujer una fortuna casi fabulosa, una renta vitalicia o media docena de propiedades en Madrid. La propia Tana Leal se sorprendió al saber que su hija era casi tan pobre como cuando salió de Ribanova. Rosa Leal no se había detenido a reflexionar sobre el asunto. Era tan desinteresada como inconsciente. En realidad, pensaba doña Tana, sus tres hijas lo eran. Jamás las vio hacer cuentas, ni las encontró preocupadas por los beneficios diarios. Nunca preguntaron a su madre por la caja de la casa de comidas ni se pararon a calibrar la diferencia entre ingresos y gastos. Les daba igual ocho que ochenta. Tana Leal no las mandaba al mercado porque venían siempre cargadas de alimentos inútiles y carísimos. No recordaba haberlas visto escandalizadas por el precio de la merluza o inquietas por la subida del azúcar y el café. En vano trató de inculcarles un mínimo sentido de la disciplina del ahorro, explicarles por qué hay que saber prescindir de algunos productos en momentos de carestía y sustituirlos por otros más baratos. Sus tres hijas eran tan buenas cocineras como nefastas administradoras, y lo que más alegró a Tana Leal cuando supo que Rosa había elegido como marido a un caballero de posibles fue el saber que su hija no iba a tener problemas serios con la economía doméstica. Si se casa con un obrero me la devuelve a los tres días, pensaba la madre, antes de que lo deje en la ruina comprando perdices en época de veda y fresas fuera de temporada.

Ahora doña Tana sonreía con cierta amargura pensando en qué poco había durado a su hija la envidiable condición de esposa de rico. Por fortuna, el negocio de la fonda iba viento en popa, y con el tiempo las mujeres Leal habían logrado hacerse con unos ahorros notables y unos ingresos constantes que les permitían vivir sin estrecheces. Incluso habrían podido gastar con cierta holgura de no ser por el afán previsor de Tana Leal, que era incapaz de alborotarse con la bonanza económica y siempre parecía preparada para el advenimiento de días peores. Sin embargo, habían pasado más de veinte años desde la apertura de Casa Leal, y ni una sola vez había tenido doña Tana que echar más cuentas de las previstas. Las tres hijas estaban ya instaladas en la edad adulta y todas parecían encantadas de seguir el negocio de la casa de comidas. En cuanto a la nieta sin padre, Rosalía, era solo un renacuajo de tres años que pasaba las horas en la cocina viendo guisar a su madre y a sus tías, metiendo el dedo en las salsas y saboreando los restos de natillas que quedaban adheridos al plato después de servida la última ración. Desde el momento en que nació y la vio husmear sin disimulo el aire de la habitación, en la que se había colado el olor al relleno de empanada que estaban preparando en la cocina, su abuela tuvo la intuición de que la niña había heredado el talento para los guisos de las mujeres Leal, y de inmediato reservó para ella un futuro privilegiado en el campo de los pucheros: Rosalía no iba a ser una cocinera de fonda de pueblo, no iba a pasarse la vida pelando patatas y sirviendo a viajantes sin cultura y a mercachifles de tres al cuarto. Si de verdad le gustaba la cocina, la nieta podía aspirar a destinos más altos, y doña Tana Leal imaginaba a Rosalía formándose como cocinera en las mejores escuelas de Europa para aplicar después su saber hacer en un distinguido restaurante de Madrid o de Barcelona. Precisamente pensando en su nieta había intensificado doña Tana sus instintos ahorradores. No quería que, en el futuro, aquella niña pasase por privación alguna. Fue por eso que sintió una profunda inquietud cuando Rosa le comunicó que era legítima propietaria del palacete de la calle de la Reina, la casa enorme levantada en el siglo anterior por Edmundo Aldao.

—¿No te alegras? —dijo la joven—. Es la casa más bonita de todo Ribanova.

No, doña Tana no se alegraba lo más mínimo porque sospechaba, con buen juicio, que el palacete de los Aldao era un agujero sin fondo que acabaría por comerse el escaso capital del que disponía su hija. Por otra parte, no podía por menos que reconocer que aquella casa era, en efecto, una de las más hermosas de la ciudad junto con la de los condes de Altuna, en la avenida de los Tilos, y la Casa del Sauce, que daba a la muralla, Tana Leal se recordaba a sí misma con treinta años menos, cuando al pasar por la calle de la Reina miraba casi embobada aquel edificio de piedra, bello y bien construido, y veía salir del portalón a don Edmundo Aldao junto a su esposa Laura con destino a la misa dominical. Formaban una pareja tan perfecta, tan armónica, ella menuda y frágil con el cabello rojo brillando al sol, él alto y moreno, con los ojos negros llenos de vida, los dos tan magníficamente vestidos saliendo del brazo de aquella mansión imponente, que eran muchos los que se quedaban parados en la acera contemplando el paso del matrimonio más envidiado de Ribanova.

Tana Leal sonreía al recordar aquella escena. Y ahora, varias décadas después, el palacio de los Aldao pasaba a ser propiedad de la menor de sus hijas, qué vueltas da la vida, pensó, y sintió en el alma no disponer de un patrimonio suficiente como para conservar aquella casa solo por el placer de pensar que había acabado en manos de su familia, en manos de las Leal, modestas administradoras de una fonda corriente donde, muchos años atrás, Edmundo Aldao había encontrado el único placer que le negaba su esposa: el de la buena cocina.

Doña Tana se comunicó por carta con Alfonso Blanco y habló al amigo de la posibilidad de deshacerse del caserón de los Aldao. Blanco estuvo de acuerdo, y pidió a Tana un poco de paciencia hasta que él estuviera en condiciones de regresar a Ribanova y ayudarla en la búsqueda de un comprador para el edificio. Si Alfonso Blanco hubiera podido sustraerse un poco antes de sus obligaciones con la compañía naviera para la que trabajaba, nunca habría podido escribirse la historia del Hotel Almirante. Porque solo dos días después de que llegase su carta aprobando la venta del edificio y conminando a doña Tana a esperar su regreso a Ribanova para iniciar las gestiones, en Casa Leal se recibió una visita singular.

Eran las cuatro y media de la tarde. Había sido una jornada de especial ajetreo en la fonda, que atendió más parroquia de la habitual en un día que ni siquiera era de mercado. Tana Leal y las tres hijas estaban en la cocina, derrengadas después de servir la comida a casi cien personas y componiendo para ellas cuatro un menú de emergencia con las sobras del almuerzo, cuando entró la muchacha que las ayudaba a servir las mesas y que en aquel momento recogía los últimos platos del comedor.

—Doña Tana…, que hay ahí dos señores que preguntan por usted.

—Pues que pasen.

—Que no, que dicen que prefieren quedarse fuera.

Intrigada, Tana Leal abandonó la olla en la que calentaba los restos de un estofado y salió de la cocina sin despojarse del mandil blanco. Allí, de pie, pegados a la puerta como para escapar en cuestión de segundos, estaban Aurelio Aldao y su hijo Germán.

—Lo siento, pero el comedor está cerrado.

—No venimos a comer —era Aurelio quien hablaba—. Queremos hablar con usted.

Tana Leal intentó no mover un solo músculo de la cara. Señaló a los recién llegados unas sillas de madera en torno a una de las mesas, y tomó asiento a su vez.

—Muy bien. Pues ustedes dirán, pero no sé qué quieren tratar conmigo. Ya ven, si hubiesen aparecido tal día como hoy hace un año, habría pensado que venían a hablar de la boda de mi hija.

Lo dijo con toda tranquilidad, buscando sin reparos los ojos de los dos hombres. Germán Aldao bajó la cabeza, pero su padre se tragó la impertinencia.

—Mire, vamos a acabar cuanto antes. Venimos a hacer una oferta para comprar la casa de la calle de la Reina.

—¿Cómo dice?

—Sí, señora —Germán tomó la palabra—, la casa que construyó mi abuelo y que ahora está en manos de su hija… Rosa, creo que se llama.

Tana Leal no dijo nada, pero se le vino a la boca una sonrisa que evitó a la fuerza contrayendo los labios.

—Queremos cerrar el trato hoy mismo. Como comprenderá, para nosotros es muy desagradable el pensar que la casa de los Aldao pertenece a una extraña.

—Bueno, mi hija no es exactamente una extraña para ustedes —doña Tana tenía que esforzarse para mantener la calma—. Se casó con Cándido, su sobrino, ¿recuerda usted? Y por eso ahora esa casa es de ella.

—Mire, señora —las mejillas de Aurelio Aldao se habían teñido de un color rojizo, muy parecido al de las granadas que habían servido de postre—, de esa boda prefiero no acordarme. No sé cómo demonios su hija de usted engatusó a mi sobrino, pero ahora el mal ya está hecho. Queremos que nos devuelva la casa, que es nuestra por derecho. Naturalmente, estamos dispuestos a entregar a cambio una compensación económica…

En ese momento, Tana Leal se echó a reír. Sus carcajadas, que eran casi feroces, sobresaltaron a los Aldao, el padre y el hijo, que esperaban cualquier cosa de doña Tana menos un ataque de hilaridad. La mujer rió con ganas durante unos segundos, luego se limpió los ojos húmedos con el delantal y se dirigió con aire burlón a los dos hombres.

—Ustedes deben de creer que soy idiota —de pronto su expresión cambió, y en un segundo dejó de parecer festiva—. ¿Piensan que no sé que esa casa vale una fortuna? ¿De verdad estaban convencidos de que íbamos a venderla por dos reales?

A Tana Leal no le pasó inadvertida la mirada que intercambiaron el padre y el hijo. Evidentemente, no era esa la escena que habían imaginado cuando acudieron a Casa Leal con la esperanza de hallar a una pobre mujer acobardada por el peso del apellido Aldao y la evidente diferencia de categoría social.

—Señora, me parece que no sabe lo que tiene entre manos —dijo Germán Aldao—. No es tan fácil deshacerse de una casa como ésa. ¿Qué se cree, que con poner un cartelito de Se vende en una ventana ya está todo arreglado? Puede tardar meses en encontrar a un comprador.

—Bueno, si paga lo que vale la casa, merecerá la pena esperar, ¿no le parece?

—Los gastos del edificio se llevarán en un santiamén los cuatro duros que tienen ahorrados —el tono de Aurelio Aldao era ahora casi violento—. No crea que no sé que mi sobrino se murió sin un céntimo. A su hija, señora, le fallaron los cálculos.

Alguien con menos temple que Tana Leal no habría necesitado mucho más para perder los estribos. Pero la mujer llevaba demasiados años bregando con dificultades como para arrugarse ahora.

—Aquí los únicos que calcularon mal fueron ustedes. Se creyeron que iba a vender por dos perras gordas y pincharon en hueso, como los toreros. Escuchen bien lo que voy a decirles: ningún Aldao va a comprar esa casa, y me da igual lo que paguen por ella. Ahora, el edificio de la calle de la Reina es de mi hija Rosa con todo lo que tiene dentro. Y van a tener que tragar ustedes mucha quina. Porque antes de lo que se piensan, nosotras, las Leal, nos vamos a ir a vivir allí. Y ahora, hala —señaló la puerta con un gesto que no daba lugar a dudas—, a tomar viento a la farola.

Los dos hombres habían enmudecido, y enfilaron la salida al mismo tiempo. Aurelio Aldao quiso decir la última palabra.

—Vendrá a suplicarnos que le compremos esa casa cuando usted y sus hijas estén en la ruina.

—Con los pies por delante —doña Tana Leal hizo la última ofensa de una sonrisa—. Antes de que ustedes la recuperen, soy capaz de prenderle fuego.

Fue ella quien cerró la puerta con un golpe sonoro para evitar a los Aldao la satisfacción de marcharse haciendo ruido. Luego Tana Leal se sentó en una silla, apoyó los codos en la mesa y se tapó la cara con las dos manos. Cuando descubrió por fin el rostro, sus tres hijas estaban frente a ella.

—Ya lo oímos todo —dijo Dora para evitar a la madre el engorro de las explicaciones—. Pensaba yo que la gente fina hablaba más bajo.

—¿De verdad nos vamos a ir a vivir a la casa de Cándido?

—Yo que sé, hija. Lo dije sin pensar. Fue solo por fastidiarles. Por echar un ordago, como el que dice.

—Pues a mí no me parece mala idea —Candela se encogió de hombros—. Aquí casi no cabemos. Y cuando Rosalía crezca va a ser peor —se volvió hacia su hermana—. ¿Tienes las llaves de la casa?

Rosa asintió. Las había guardado en el fondo de un cajón el mismo día de su llegada a Ribanova.

—Pues vamos a verla —Dora cogió a su madre de las manos—. Anda, sí. Vamos ahora, que la gente debe de estar a punto de salir de misa y así nos ven entrando. Con un poco de suerte, alguien le va con el cuento a los Aldao y les da un patatús.

Tana Leal estaba tan aturdida por la conversación que acababa de mantener con Aurelio Aldao y con su hijo que ni siquiera pudo negarse. Así que las cuatro mujeres dejaron a Rosalía al cuidado de la asistenta y salieron de Casa Leal con dirección al palacete de los Aldao, en pleno corazón de Ribanova.

Su llegada a la casa coincidió, como Dora había previsto, con la salida de la misa de seis en la parroquia de Santa María La Nova. A nadie pasó inadvertido el hecho de que cuatro mujeres desconocidas para la buena sociedad ribanovense abriesen con su propia llave la puerta de la casona Aldao, y algunos se miraron unos a otros con el ceño fruncido buscando respuestas a la invasión. Las Leal parecieron ignorar a todos y entraron en la casa después de que la puerta tantos años cerrada cediese al buen oficio de una llave de hierro.

El interior estaba a oscuras. En la planta baja había un recibidor enorme, de paredes adornadas con estuco blanco, suelo de madera y una escalera alfombrada que ascendía a los pisos superiores. La casa tenía tres plantas y una buhardilla, y doña Tana supo entonces que la imaginación popular exageraba al decir que contaba con treinta dormitorios. En realidad había solo quince, convertidos por igual en sombras de lo que fueran en otro tiempo por efecto de las enormes sábanas blancas que cubrían los muebles. Aquellas telas que protegían cómodas y cajoneras, reclinatorios y sillones, tocadores y percheros, daban a las habitaciones un aspecto fantasmal y decididamente triste. La falta de cortinas en las ventanas, clausuradas al mundo por sólidos postigos de madera que permitían sin embargo el paso tímido de algunos rayos de sol, completaba el cuadro de soledad y abandono. En el primer piso había seis dormitorios. El más grande, que disponía de un pequeño salón adyacente y un lecho que se adivinaba enorme bajo la blanca mortaja del cobertor, debía haber sido en los primeros tiempos el dormitorio conyugal de Edmundo Aldao y Laura Alcántara. Las seis habitaciones tenían su aseo particular, donde no faltaban las bañeras de peltre con patas de león ni el aguamanil de loza con delicados dibujos vegetales. En el piso segundo había otras seis habitaciones con dos baños completos, mientras en el tercer piso encontraron tres dormitorios con un baño compartido y una espaciosa sala de juegos donde todavía se conservaban algunos juguetes que debieron de ser primorosos: un caballo balancín con las crines marchitas, una colección de muñecas de porcelana de ojos duros e inquietantes que parecían escudriñar los rincones del cuarto, un balandro de madera con las velas devoradas por la polilla, algunos libros infantiles, una cuna vacía, dos diábolos, un cochecito de bebé… Sin duda aquéllas debían de ser las habitaciones destinadas a los niños, y Tana Leal pensó por un instante en Edmundo Aldao y su proyecto de hacer de aquella casa un refugio común para toda la familia, donde cada uno de sus hijos y nietos pudiese disponer de un espacio propio, un ámbito particular que les ayudase a concebir como suya esa morada enorme y casi excesiva. La buhardilla estaba vacía, a excepción de unos cuantos trastos malamente embalados. La luz de la tarde entraba por dos claraboyas que hacían la estancia luminosa y alegre, aunque estaba claro que aquel espacio nunca había sido entendido como parte de la casa sino como desván, como un lugar apartado donde aparcar los cachivaches inútiles y arrinconar para siempre todas aquellas cosas que ya no servían para nada.

Cuando remataron la exploración de las habitaciones, las cuatro mujeres volvieron sobre sus pasos hacia la planta baja. Del vestíbulo partían dos puertas, una más grande que la otra. Abrieron primero la más pequeña, que daba paso a una habitación de unos sesenta metros y organizada de forma que daba la impresión de haber sido en tiempos una sala de estar. La pieza conservaba todo el mobiliario. Decidida, Tana Leal se acercó a uno de los muebles y de un golpe enérgico lo despojó de la sábana que lo cubría. Apareció entonces como por arte de magia un sofá de dos plazas tapizado en tela amarilla estilo Liberty, con dibujos de flores pintadas, surcada la seda por iris morados y magnolias diminutas. Aquel sillón parecía ser inmune a los estragos del tiempo, a los desastres de la carcoma, al asedio de cualquier parásito indeseable que pretendiese menoscabar su belleza. Uno a uno, las Leal fueron retirando todos los cobertores de los muebles, y ante sus ojos atónitos iban apareciendo primores de ebanista, telas estampadas de factura inglesa, mesitas labradas de inspiración oriental, reposapiés de terciopelo y sillones de cuero legítimo con el respaldo altísimo y terminado en concha. A excepción de un par de piezas, que se habían rendido sin luchar al ataque de las polillas y cuyas patas parecían próximas a quebrarse, aquella habitación tenía el mobiliario casi intacto diez años después de que alguien cerrase por última vez las puertas de la casa para dejar morir de aburrimiento todo lo que en ella había.

Volvieron al vestíbulo y traspasaron por fin la puerta grande. Entraron a ciegas en un salón sellado. Aprovechando la escasa claridad que se colaba por la puerta procedente del vestíbulo, la madre y las hijas abrieron a la vez los postigos de madera que protegían los cristales. De una forma casi milagrosa la habitación se llenó de luz. Allí, ante los ojos asombrados de las Leal, estaba el Salón de los Espejos: una sala enorme, concebida como comedor, y cuyas paredes estaban ganadas por láminas de azogue que devolvían una y mil veces la imagen de los adornos de escayola, de los frescos murales intercalados entre las piezas de cristal y también, cuando los hubiera, de los comensales reunidos en torno a lo que parecía ser una gigantesca mesa de centro. Doña Tana retiró la sábana que cubría el único mueble de la sala, y lo hizo con la soltura de un prestidigitador, envalentonada al fin por los últimos descubrimientos. La tela blanca ocultaba a la vista una mesa de caoba rodeada de treinta y dos sillas escrupulosamente arrastradas hasta el fondo, como si se pretendiese ocupar con los asientos el menor espacio posible. Los espejos de las paredes multiplicaban hasta el infinito la visión de la mesa y de las sillas, y engañaban a la hora de calcular las dimensiones del salón, que rondaban los cien metros cuadrados. El piso era de mármol rosa, y ni siquiera los muchos años de clausura ni el polvo acumulado habían hecho mella en los bloques bellísimos traídos directamente de una factoría italiana en Garda. Había unos cinco metros desde el suelo hasta un techo surcado de amorcillos y de guirnaldas de flores y hiedras, y del centro pendía lo que por fuerza tenía que ser una lámpara gigantesca. Tana Leal lamentó no disponer de una escalera para despojar a aquella pieza del sudario correspondiente y descubrir una araña de vidrio hecha de mil cristales diminutos. La luz de la tarde, cada vez más matizada, y los espejos de las paredes reflejando los frescos, daban a aquel salón un aura de lugar encantado.

La pieza tenía una puerta no muy grande en uno de los laterales. Al abrirla, se dieron cuenta de que comunicaba con un pequeño pasillo que iba a dar a las cocinas. Dora, Rosa y Candela, que hasta ahora no habían demostrado demasiado entusiasmo ante la visión de los muebles de calidad o la porcelana de los cuartos de baño, lanzaron exclamaciones de satisfacción al descubrir aquella cocina grandísima con encimeras de mármol, dos hornos de tamaño distinto, una campana de humos, una fresquera, dos fregaderos de piedra y decenas y decenas de cacerolas y pucheros de cobre, colgados aquí y allá en escrupuloso orden de tamaño, de manera que de no ser por la densa pátina de suciedad que los cubría, cualquiera habría podido creer que estaban preparados para una inspección militar.

—Esto sí que es una cocina —decía Dora—, aquí se podría preparar la comida de quinientas personas. Mira esa plancha, mamá… Ahí caben doce pucheros a la vez. Y el horno…

Pero Tana Leal no escuchaba a su hija. Estaba pensando en otra cosa, porque una idea descabellada acababa de echar raíces en su cerebro. Cogió a Rosa de la mano y le habló casi en susurros.

—Rosa, hija, ven un momento… ¿Tú te acuerdas de esos restaurantes a los que te llevaba Candidito, en gloria esté?

—Claro, ya os lo dije.

—¿Pero te acuerdas bien, bien? ¿Te acuerdas de todo, de cómo eran los manteles, de la ropa que llevaban los camareros, de los adornos que había en las mesas?

—Que sí…

—Pues me alegro mucho porque nos va a hacer falta.

No dijo nada más. Unos minutos después la puerta de la casa volvía a cerrarse y las cuatro Leal regresaban a la fonda. Aquella noche, sin decir nada a sus hijas, sin consultar con nadie, Tana Leal tomó la decisión de abrir una sucursal de Casa Leal, que además de ofrecer comidas pudiese dar también servicio de hospedaje. El local, desde luego, ya lo tenía: era el palacete de los Aldao, en la calle de la Reina. En pleno centro de la ciudad de Ribanova.

A la mañana siguiente de una noche plagada de sueños raros, Tana envió un telegrama urgente a Alfonso Blanco, «La casa no se vende. Vuelve pronto», seguido de una carta extensísima donde daba cuenta de sus planes para la casona de los Aldao. Blanco recibió la misiva en el mercante donde estaba embarcado, una semana antes de tocar puerto en tierras portuguesas, y al leer una y otra vez aquellas líneas pensó con el corazón que la viuda de Servando se había vuelto loca de remate. No quiso perder el tiempo poniendo por escrito sus razonamientos en contra del proyecto de Tana, y en lugar de eso, nada más atracar en Lisboa, tomó un tren para la frontera con España y de allí otro a Ribanova. Al llegar a la ciudad, Alfonso Blanco traía consigo el único propósito de hacer ver a Tana lo absurdo de su plan, explicarle que una cosa es llevar una fonda y otra muy distinta regentar un hotel y un restaurante, que todos los pequeños problemas que a diario surgían en Casa Leal iban a multiplicarse por cien. Pero a medida que se acercaba a su destino, empezaba a dudar de su propia reticencia. A lo mejor Tana tenía razón y un hotel podría ser un buen negocio. En Ribanova no había más que dos o tres hostales decentes y media docena de pensiones de mala muerte. Y en cuanto al restaurante, es verdad que no iban a tener competencia, porque en la ciudad se comía muy bien, pero en locales modestos y sin pretensiones. Si es cierto que Rosa era capaz de orientarlas gracias a sus seis meses de experiencia en restaurantes de lujo, la cosa podía funcionar.

Después de todo, se decía, las Leal daban de comer a diario a casi un centenar de personas. Se trataba de ampliar la carta y hacer la oferta un poco más sugerente. Cuando Alfonso Blanco llamó a la puerta de las Leal estaba no ya solo decidido a animarlas en su proyecto, sino incluso a aportar sus ahorros personales para contribuir en los primeros gastos.

—Echa bien las cuentas, Tana —le dijo cuando se sentaron a hablar— porque poner a andar esto te va a costar un riñón.

—La casa está en muy buen estado.

—De todas formas, habrá que hacer obra. Y para eso hace falta dinero contante y sonante.

Doña Tana tardó muy poco en conseguirlo. Lo vendieron absolutamente todo. Las acciones en las minas, la media docena de alhajas que Cándido Aldao había regalado a su mujer, la casa que albergaba la fonda. Alfonso Blanco sacó del banco su parte de las ganancias como socio de Casa Leal, que habrían debido servir para dotar a las tres chicas, y doña Tana retiró a su vez los fondos que esperaban en una cartilla la llegada de tiempos peores. Junto a los doscientos duros de la herencia de Rosa, las Leal consiguieron reunir una cantidad de dinero que, según los cálculos de doña Tana, debería ser suficiente para acometer las tareas de reforma y convertir en un hotel el palacete de los Aldao.

Doña Tana quiso empezar las obras lo más rápidamente posible. Se puso en contacto con un constructor modesto, el mismo que años atrás había acondicionado la cocina y el comedor de Casa Leal, y le preguntó si se sentía capaz de enfrentarse a un proyecto de más envergadura. El pobre hombre estuvo a punto de echar a correr cuando entró en la casa de los Aldao y doña Tana le explicó que quería montar allí mismo un hotel con un restaurante. Repuesto ya de la primera impresión, Ramiro Cuesta se dio cuenta de que en realidad no se le estaba pidiendo nada que no hubiera hecho antes: simplemente se trataba de trabajar a lo grande. Así que aceptó el encargo después de asegurarse de que un fontanero de confianza y un joven que conocía perfectamente los últimos misterios de la electricidad estaban en condiciones de unirse al equipo.

Las obras empezaron en el mes de diciembre de 1923. En cuestión de días, el grupo dirigido por Ramiro Cuesta destripó literalmente las paredes de la casa de los Aldao ante el horror de Tana Leal. El constructor intentaba calmarla explicándole que era indispensable agujerear algunos tabiques para procurar una nueva instalación eléctrica y agua corriente a todas las habitaciones. Además, era necesario hacer una reforma en el segundo piso para dotar de cuarto de baño a cada uno de los dormitorios. Durante algunas semanas el palacete de los Aldao pareció víctima de un bombardeo, pero poco a poco las paredes volvieron a su sitio y el entorno fue civilizándose a medida que se cerraban boquetes, se colocaban zócalos y se completaban suelos. Al terminar, las habitaciones quedaron más o menos como estaban pues, de acuerdo con el constructor, Tana Leal había decidido respetar su estructura inicial y convertir en suite nupcial el dormitorio de Edmundo Aldao. Doña Tana pensaba, con muy buen sentido, que la posibilidad de pasar la noche de bodas en aquella habitación suntuosa, con la cama enorme bajo el dosel, el salón adyacente y un balconcillo con vistas a la calle de la Reina, podía ser un acicate más para los recién casados que quisiesen celebrar sus esponsales en el restaurante del hotel.

El tercer piso se acondicionó de forma que pudiese servir de vivienda a las cinco mujeres Leal. En cuanto a la buhardilla, dejaron que el trapero se llevase todos los trastos y la convirtieron en un espacio diáfano y limpio que, de momento, no parecía necesario. Hubo que repasar con especial cuidado la escalera principal, cuyo pasamanos se había deteriorado de forma notable con el paso del tiempo, y colocar una moqueta nueva, porque la anterior estaba echada a perder por la humedad y la polilla. En el vestíbulo de la casa se construyó una pequeña garita con mostrador abierto para servir de recepción, y una barra de bar en el salón adyacente al comedor, que iba a utilizarse como sala de fumadores.

Aunque la casa conservaba muchas piezas en buen estado, fue necesario comprar muebles. Durante más de un mes, doña Tana viajó a La Coruña una vez por semana para, de la mano de Alfonso Blanco, visitar las bodegas de los cargueros que venían de la India, de China y hasta de algunos países africanos para buscar en ellas muebles originales y a bajo precio. Allí encontraba camas de inspiración colonial, sillas de ratán, mesas bengalíes de patas cortas y madera oscura, sillones de madera de teca y de palisandro, armarios chinos que planteaban serios problemas de traslado debido a su tamaño y a su peso. Algunas veces doña Tana se espantaba de su propia audacia: ella, una mujer que hasta entonces no había salido jamás de las murallas de Ribanova, escogiendo muebles hechos en el otro lado del mundo sin más arbitrio que el de su propio instinto… A su lado, Alfonso Blanco la dejaba hacer, porque él sí había visitado más de veinte países, sí había visto hoteles de distinto pelaje y mobiliario de mayor o menor categoría, y estaba reconociendo en Tana Leal la virtud del buen gusto natural, de una extraña inteligencia que le servía para orientarse en medio de cualquier escollo. Después de elegir todos los muebles (incluidas las quince mesas y cien sillas destinadas al comedor, encargadas a un ebanista ribanovense que las hizo a imagen y semejanza de unas encontradas a bordo de un mercante hindú) llegó el momento de comprar ropa de cama, toallas para las habitaciones y manteles para el restaurante. A doña Tana aquella operación le divirtió, porque le daba la impresión de estar preparando el ajuar de una docena de doncellas casaderas, y pasaba la mañana encargando sábanas y cubrecamas, almohadones y cortinas, fundas de cojín y decenas y decenas de manteles con servilletas a juego, todos de un tono rosa pálido, porque Rosa insistía en que aquél era un color muy de moda en los mejores restaurantes de París, y Tana Leal no se atrevió a llevar la contraria a su hija menor, aunque secretamente habría preferido el hilo blanco para cubrir las mesas.

En realidad, ni Rosa ni sus hermanas habían querido implicarse mucho en las reformas de la casa. Solo parecían tener interés por la cocina, que había quedado muy bien, y por el menú del restaurante, y se pasaban el día ensayando nuevas recetas e inventando nombres para los platos de la carta. El resto les importaba muy poco, y su madre decidió no reclamar su ayuda más que en caso de extrema necesidad. De cuando en cuando solicitaba la opinión de Rosa para elegir entre dos modelos de sábana o para aprobar el tacto de las toallas. Entonces, de mala gana a veces, Rosa obligaba a su cerebro a recuperar los recuerdos dispersos y rememorar la lencería de los hoteles de Berlín o de Roma para que el hotel de las Leal estuviese a la altura de los mejores establecimientos europeos. Encargaron también una vajilla y una cubertería, una veintena de pequeños cuencos de loza para llenar de flores, bandejas de distintos tamaños, dos cristalerías diferentes y todos los utensilios de cocina que reclamaron las hermanas Leal, porque muchos de los que encontraron en la casa estaban tan llenos de roña que hubo que deshacerse de ellos.

Un año después de que Tana Leal tomase la decisión heroica de convertir en hotel la antigua casa de los Aldao, las obras estaban terminadas y el establecimiento listo para su inauguración. A las Leal les costaba reconocer la casona sombría que habían encontrado doce meses antes en las habitaciones abiertas al sol y el comedor lleno de luz en que se había convertido el Salón de los Espejos, transformado en restaurante de lujo a imagen de los muchos que Rosa Leal había visto durante su luna de miel. Después de los cambios introducidos en el palacete de la calle de la Reina, doce habitaciones con baño completo y un comedor con capacidad para noventa personas se encontraban preparados para recibir a los primeros clientes.

Ramiro Cuesta había hecho un trabajo formidable. El vestíbulo estaba pintado de un color amarillo ocre que encajaba perfectamente con la madera del mostrador de recepción. La puerta de la calle era de hojas giratorias, igual que la del Casino, con cristales de biselas y un armazón de madera de roble barnizado en un tono oscuro. La idea del ascensor fue de Alfonso Blanco, que había descubierto aquellos artefactos geniales en el transcurso de sus muchos viajes. Él mismo se puso en contacto con un representante de la casa Thyssen-Boetticher que se comprometió a suministrar el ingenio y enviar un técnico para instalarlo. El ascensor del Hotel Almirante fue el primero que se vio en Ribanova, cuando corría el año 1924, y eran muchos los que no se atrevían a subirse a aquel chisme tan bonito, tan vistoso y tan aparentemente inseguro que ascendía hasta la buhardilla del hotel a velocidad mínima en medio de un sospechoso traqueteo.

Las habitaciones habían quedado espléndidas después de las labores de reparación, igual que los cuartos de baño, todos con una nueva instalación de fontanería y duchas de teléfono esmaltadas en blanco. Habían pulido el mármol rosa del comedor, limpiado hasta la extenuación todos los espejos y los adornos dorados y pintado los postigos de madera. Así que, rematadas las obras, llegó el momento de bautizar el negocio. Tana Leal sabía muy bien que aquélla no era una cuestión sin importancia. El hotel necesitaba un nombre sonoro, y por eso Rosa propuso media docena de patronímicos conocidos, Hotel Ritz, Hotel Carlton, Hotel Savoy, que Alfonso Blanco rechazó espantado y seguro de que su uso constituía una suerte de ilegalidad. Dora quería llamarle Hotel Casa Leal, y fue su propia madre quien no encontró apropiada la idea. Alfonso Blanco insistió en que se le llamara Hotel Doña Tana, pero la interesada no quiso oír hablar del asunto. Y entonces, una noche, Tana Leal tuvo un sueño extraño: vio a Alfonso Blanco en uniforme de gala, sobre la cubierta de un buque, dirigiendo las maniobras de un centenar de marineros mientras acariciaba las condecoraciones que pendían de su pecho. No quiso perder el tiempo interpretando la extraña experiencia onírica, pero al día siguiente comunicó a los suyos que había encontrado un nombre para el negocio: Hotel Almirante. Las tres hijas y el propio Alfonso Blanco aplaudieron la decisión. Las hermanas Leal empezaban a cansarse de estar horas devanándose los sesos, y la cuestión tampoco les parecía tan crucial. Después de tantas obras y tantas gaitas lo que querían de verdad era abrir el hotel y el restaurante y volver a la cocina, que era lo suyo.

La idea de inaugurar oficialmente el hotel fue de la propia Tana Leal, que entendía que era necesario dar el pistoletazo de salida al negocio familiar. Veinte años atrás, cuando abrieron Casa Leal, ella, Alfonso Blanco y cuatro o cinco amigos habían brindado con sidra dulce para celebrar el acontecimiento. Ahora las cosas eran distintas y no tenían entre manos una casa de comidas modesta, sino un hotel con todas las de la ley y un restaurante de categoría. Alfonso Blanco estuvo de acuerdo con la idea. Tana era parca en sus pretensiones: quería, como siempre, invitar a los íntimos, a los componentes del equipo de obras y poco más, pero Blanco le quitó la idea de la cabeza: había que hacer las cosas a lo grande, y empezó a hablar de invitaciones impresas y convidados de postín. Él mismo redactó la lista de convocados, y doña Tana se asustó al ver escrito el nombre de todos los dignatarios ribanovenses, pero no comentó nada. Solo se dijo que era prácticamente imposible que aquellas personas aceptasen la invitación de las Leal, quizá porque íntimamente seguía considerándose administradora de una fonda y no de un restaurante de primera. De todas formas estaba dispuesta a transigir y a seguir a pies juntillas las indicaciones de Alfonso Blanco.

—Bueno, ¿qué hacemos entonces? —preguntó—. ¿Una cena para toda esa gente?

Ahí fue Rosa quien intervino. Ella, la única de las Leal con seria experiencia mundana, consideraba más apropiado otro tipo de fiesta.

—En Madrid sirven champán y aperitivos, y todo el mundo está de pie. Es más fácil que hacer una cena. Eso se llama dar un cóctel.

A doña Tana le pareció buena idea. Además, y como se dijo secretamente, si la gente no se sentaba iba a notarse menos que eran muy pocos en la celebración.

Se fijó la fecha del veintidós de diciembre, en vísperas de Navidad. Mandaron por correo casi todas las invitaciones. Alfonso Blanco tenía algunos conocidos medianamente bien situados, y recurrió a ellos para auparse a instancias más altas, de forma que consiguió entregar en mano la convocatoria a media docena de notables ribanovenses que recibieron el tarjetón con una mezcla de incredulidad y sorpresa. El rumor de la apertura de un hotel en la casa de los Aldao había corrido insistentemente durante varios meses, pero nadie había querido darle pábulo, toda vez que se suponía que las promotoras del proyecto eran cuatro mujeres solas sin experiencia ni recursos. Una vez empezaron a circular las invitaciones para la inauguración, eran muchos los que reconocían en público y en privado que tenían verdaderas ganas de comprobar personalmente que la historia del hotel no era un chisme de comadres. El propio alcalde había comentado en voz alta en la tertulia del Casino que no pensaba perderse el cóctel de inauguración, y ésa fue la señal para que la pasión se desatase hasta el punto de que la gente paraba por la calle a Alfonso Blanco para pedirle invitaciones, y algunos personajes de ringorrango recurrieron a intermediarios para hacer saber a las Leal que estaban dispuestos a asistir a la fiesta en caso de ser reclamados.

Las chicas Leal tomaron por cuenta propia los preparativos de la cena, y pasaron noches de insomnio diseñando aperitivos con los que deslumbrar a los invitados. Fue Rosa Leal la artífice de otro motivo de sorpresa, y es que la joven recordó de pronto el árbol de Navidad que había visto instalado en un hotel berlinés a su paso por Alemania. De inmediato propuso a su madre que colocasen un abeto similar en el vestíbulo del Hotel Almirante. Tana Leal, como siempre, la dejó hacer, y la propia Rosa se ocupó de conseguir un abeto bastante frondoso y de confeccionar los adornos con la ayuda de sus dos hermanas, que seguían sus indicaciones con una fascinación parecida a la que sintieron cuando Rosa les explicó los secretos de la pasta fresca. Así, en el Adviento del año 1924, se alzó el primer árbol de Navidad de todo Ribanova.

El día de la fiesta amaneció frío y despejado. Desde primeras horas de la mañana, las tres Leal se atrincheraron en la cocina para preparar los canapés ideados para la fiesta. Las botellas de champán, encargadas a un almacén de coloniales, llegaron a mediodía, lo mismo que enormes bloques de agua congelada provenientes de la fábrica de hielo para mantener frías las botellas hasta las nueve de la noche, hora prevista para el inicio de la fiesta. Aquel día las Leal apenas comieron. Dora, Rosa y Candela estaban obsesionadas por los aperitivos y el temor a que no fuesen del gusto de sus invitados. Tana Leal seguía en sus trece pensando que iban a estar más solas que la una y que los centenares de bocaditos preparados por sus hijas acabarían en el cubo de la basura de no mediar un milagro. Pasaron las horas y se acercaba el momento crucial de las nueve. A las ocho, las Leal fueron a cambiarse de ropa. Las cuatro estrenaban vestido, sabiamente aconsejadas por Alfonso Blanco, que insistió en que hicieran una última inversión en el atuendo de la fiesta, a pesar de que doña Tana consideró escandaloso el precio de su traje de moaré negro, que era el primero que se compraba en quince años. A las nueve menos cuarto bajaron al vestíbulo, donde resplandecía el árbol de Navidad. Allí las esperaba Alfonso Blanco.

—Y ahora —susurró a Tana Leal—, tranquila, y a dejarlos con la boca abierta.

Dieron las nueve en un reloj de pared. Los invitados fueron llegando a cuentagotas ante el terror de doña Tana, que hasta el último momento temió un desplante colectivo. Por indicación de Alfonso Blanco, ella misma recibió en el vestíbulo a los convocados, que al llegar veían antes que nada el árbol adornado por Rosa Leal. El alcalde Soilán abrió la boca como un buzón al fijarse en el abeto lleno de velas coloradas, manzanas brillantes y juguetes de madera, y se dirigió a doña Tana en demanda de una explicación para el prodigio.

—Es un adorno de Navidad típico de Alemania —doña Tana se dio cuenta de que su voz sonaba muy poco firme—. Mi hija Rosa los vio cuando estuvo allí y se empeñó en colocar uno en el recibidor.

—Una gran idea —el alcalde no apartaba los ojos del abeto—. Enhorabuena, señora. Estamos ante una obra maestra.

Nadie supo nunca si el alcalde se refería solo al árbol de Navidad o al hotel en general, pero el comentario hecho en voz alta llegó a oídos de todos. De cualquier forma, con su asistencia a la fiesta el regidor de Ribanova había dado el visto bueno al Hotel Almirante, y eso era suficiente para que nadie se atreviese a poner peros al proyecto.

A las nueve y media habían llegado ya todos los invitados. No faltó nadie. Estaban el alcalde Soilán y el gobernador civil, los presidentes de la Diputación y del Casino, el director del museo y el gerente de la biblioteca municipal, el comandante Urruti, el secretario del obispado, los condes de Altuna, los dueños del diario El Comercio, el arquitecto Andrade, el cronista oficial Juan Sebastián Arroyo, el historiador Felipe Muñoz y el fotógrafo Vivancos, que realizó en aquella fiesta algunos daguerrotipos inolvidables. Completaban la lista de invitados, que pasaban del centenar, los miembros del equipo de reparaciones con sus respectivas parejas. Hubo solo dos ausencias notables: la de Macarena Altuna, que llevaba años recluida en su casa por una pena de amor, y la de todos los miembros de la familia Aldao, que habían hecho frente común en contra de lo que para ellos era una ignominia: la instalación de un hotel en la casa construida por don Edmundo Aldao.

El cóctel se sirvió en el Salón de los Espejos. Muchos de los invitados habían estado años atrás en aquella habitación singular, y al ver otra vez la araña de cristal despidiendo luz, los frescos del techo y los espejos de marco bruñido, no pudieron evitar una punzada de nostalgia, como si hubiesen recordado a la vez que el tiempo pasa para las personas y las cosas. Afortunadamente, no hubo ocasión para que la melancolía invadiese la sala, porque media docena de camareros empezaron a distribuir champán en copas altas y un pequeño ejército de doncellas uniformadas comenzaron pasear por el salón las bandejas de canapés que las tres hermanas Leal habían diseñado, cocinado y preparado desde primeras horas de la mañana. Los platos que circulaban rebosantes de delicias nunca vistas eran observados por los invitados con la misma sorpresa que habrían dedicado al descubrimiento de una flor exótica. Había canapés de crema de salmón, de muselina de rape, de codorniz confitada, de tartar de atún, de queso de cabra con arándanos, de roquefort con nueces, de dátiles con jamón, de espárragos trigueros con pimientos del pico, de solomillo a la mostaza, volovanes de gambas, canastillos con bechamel, tartas saladas de mantequilla de anchoas, hojaldres rellenos de perdiz, bocaditos de trucha ahumada, cestitas de riñones al jerez o de setas salteadas con ajetes tiernos. Hubo unos segundos de indecisión antes de que alguien se atreviese a alargar una mano y degustar el primer canapé, pero una vez que un osado rompió el hielo los invitados dejaron incluso de hablar para entregarse al placer de la comida. A cada bandeja que salía de la cocina se sucedían exclamaciones de admiración y muestras de gula, y los convidados ponían los ojos en blanco o elevaban la mirada al cielo mientras cataban aquellas delicias originalísimas, mientras descubrían nuevos sabores hasta ahora vedados al paladar. Algunos se abalanzaban con una glotonería casi indigna sobre las mesas del cóctel, los invitados de postín se vigilaban unos a otros para que ninguno comiera más que el resto, las señoras olvidaban las reglas de urbanidad chupándose los dedos, los caballeros se atropellaban frente a las bandejas y hasta discutían por las últimas tartaletas, las esposas arrebataban los canapés que los maridos estaban a punto de llevarse a la boca, y el secretario del obispo pedía perdón por haber incurrido en uno de los pecados capitales mientras devoraba su cuarto canastillo de huevos revueltos con gambas. El presidente del Casino, que era un gran comedor, estaba convencido de haber llegado al paraíso mientras saboreaba los ahumados y el escabeche de perdiz, y solo le inquietaba que todo aquel despliegue fuese parte de un sueño del que pudiera despertarse. Pero aquellas exquisiteces eran reales, asombrosamente reales, y si desaparecían de las bandejas como por arte de magia era únicamente porque la voracidad de los invitados actuaba más velozmente que cualquier conjuro de hechicería. Aquella noche, en la inauguración del Hotel Almirante, el centenar de invitados dio cuenta de mil quinientos canapés, y doña Tana Leal se alegró de no haber reprimido a sus hijas con sus cálculos sensatos, pues de haber sido por ella no se hubieran confeccionado ni la mitad de todos los aperitivos servidos y devorados aquella noche de sorpresas.

Los invitados se marcharon cerca de las doce, cuando ya no quedaba comida y algunos empezaban a acusar los efectos del empacho. Uno a uno se despidieron de doña Tana y de sus hijas, les dieron su más sincera enhorabuena por él éxito de la fiesta y por el resultado de las obras del hotel y todos, sin excepción, prometieron volver. Tana Leal, que era de naturaleza cautelosa, no las tenía todas consigo a pesar del triunfo sin paliativos conseguido, pero al día siguiente se demostró que sus temores eran infundados. A la hora del almuerzo la mitad de las mesas del restaurante estaban ocupadas por asistentes a la fiesta del día anterior, y por la noche en el Salón de los Espejos se sirvió la cena a cincuenta personas. En los días siguientes la cifra aumentó, e incluso las habitaciones del hotel empezaron a ser ocupadas por clientes que viajaban a Ribanova desde ciudades vecinas con el único propósito de comer en el Hotel Almirante. La fama como cocineras de las hermanas Leal se extendió como la pólvora. Dora, Rosa y Candela reeducaron en cuestión de meses el paladar de toda una generación de ribanovenses. Fueron ellas quienes introdujeron en Ribanova la novedad del caviar y de los huevos de codorniz, quienes difundieron el invento de las salsas tártara y bearnesa, quienes popularizaron el uso de las especias exóticas. Ellas sirvieron los primeros tallarines de espinaca que se cocinaron en la ciudad, fueron pioneras en el uso de las cremas de leche para dar consistencia a las salsas y de los erizos de mar para servir en tortilla. El restaurante estaba siempre lleno a rebosar, y había veces que tenían que rechazar peticiones de mesa porque no daban abasto en las cocinas. Tres meses después de la fiesta de inauguración, el Hotel Almirante funcionaba a pleno rendimiento, y no dejó de hacerlo nunca en veinte largos años que sacudieron el país y el ancho mundo y fueron cambiando la historia de las ciudades y de las personas.