I

Fue Dolores, la camarera, quien descubrió el cadáver pasadas ya las tres de la tarde, cuando, al ver la puerta abierta, entró sigilosamente en la habitación guiada por un presagio que ni ella misma acertó a explicarse y encontró el cuerpo de Cristina Sanjuán. En un principio Dolores creyó que la mujer estaba dormida, porque todo lo que había en el cuarto tenía los ingredientes necesarios para un descanso feliz: la ventana protegida de la luz de la calle por los postigos de madera, la suave temperatura de la habitación, la placidez de la postura de la durmiente tapada hasta el cuello por la colcha de color granate… Dolores estuvo a punto de volver de puntillas sobre sus propios pasos para no interrumpir el sueño de la huésped, pero en ese momento ocurrió algo. El viento del Norte agitó de un solo golpe todos los árboles de Ribanova, alborotó la ciudad arrastrando a su paso las últimas hojas del otoño y al final empujó con un ímpetu feroz las ventanas del cuarto de Cristina Sanjuán, que se abrieron súbitamente mientras la estancia se llenaba del aire gélido de las vísperas del invierno. Movida por su instinto de sirviente eficaz, Dolores se precipitó a cerrar el balcón para interrumpir el paso de la corriente helada, y al hacerlo le sorprendió que la mujer dormida ni siquiera hubiese cambiado de postura al notar el inoportuno descenso de la temperatura de la habitación y escuchar, al menos en sueños, el aullido inesperado del aire mezclado con los golpes de los postigos al empujar los cristales. Dolores miró entonces por primera vez el rostro de Cristina Sanjuán y se dio cuenta de que sus ojos estaban abiertos. La doncella lanzó un grito desgarrado aterrorizada por la sorpresa atroz. El viento se calmó instantáneamente y en un segundo entraron en la habitación media docena de clientes alertados por el chillido de la camarera de planta. Allí, frente a los ojos atónitos de Dolores y de los hospedados, estaba el cadáver juvenil de Cristina Sanjuán, tal vez la única persona en el mundo a la que nadie habría podido imaginarse muerta.

La directora del hotel, Rosalía Leal, envió al portero en busca de la policía. La comisaría estaba justo enfrente, y era más fácil cruzar la acera que confiar en el funcionamiento del teléfono, debilitado en Ribanova por los desastres de la posguerra. El comisario llegó de inmediato acompañado de su ayudante, un muchacho casi imberbe que se estrenaba aquella mañana como policía de provincias y en cuyos ojos vidriosos podían leerse las primeras señales de ansiedad.

—Vaya comienzo, chaval —le había dicho el comisario Fuentes antes de entrar en el hotel—. Con muerto y todo.

El otro le dirigió una sonrisa trémula y tragó saliva con dificultad. En el vestíbulo esperaba ya Rosalía Leal, junto al juez Simón Teleno (que en el momento en que descubrieron el cadáver estaba a punto de terminar su almuerzo en el Salón de los Espejos) y el doctor Hernán, que pasaba media vida en el bar del hotel leyendo la prensa y jugando al ajedrez contra sí mismo.

—Señores —el comisario les tendió la mano y sacudió la cabeza.

Había una solemnidad forzada en los gestos del policía, como si los saludos ceremoniosos fueran una forma de conferirse un mayor caudal de autoridad que se diluía sin remedio ante la presencia del juez y de Pablo Hernán, el médico más respetado entre todos los galenos de Ribanova.

—Hola, Fuentes —el juez Teleno decidió atajar de raíz tanto miramiento. La interrupción de su almuerzo le había puesto de mal humor y tenía muy pocas ganas de andar templando gaitas—. Si les parece, vamos a lo nuestro. ¿Le importa acompañarnos a la habitación, señorita Leal?

—Claro que no. Síganme, por favor —avanzaron juntos en silencio por la escalera central—. Es aquí. La ciento doce —se volvió hacia el juez—. ¿Quieren que entre con ustedes?

—No hace falta. Es posible que más adelante tengamos que hacerle algunas preguntas…

—Desde luego. Esperaré fuera por si me necesitan.

Entraron. La habitación estaba todavía en penumbra, aunque el sol de mediodía se filtraba por entre las cortinas. El comisario echó una mirada circular: no había señales de desorden, mucho menos de violencia. Cada cosa parecía encontrarse en su lugar y solo la alfombra estaba un poco arrugada, seguramente por efecto de los muchos pares de pies que la habrían hollado desde el momento en que se descubrió el suceso. Había un vestido de mujer cuidadosamente doblado sobre una butaca, algunos objetos de belleza dispuestos con esmero en el tocador, un bolso de mano en una esquina de la cama y una biblia cerrada, propiedad del hotel, sobre la mesilla de noche. Dentro del lecho, tapado hasta el cuello, con la cabeza en la almohada, estaba el cuerpo de Cristina Sanjuán.

El doctor Hernán levantó la colcha con un cuidado exquisito y todos los presentes dieron un paso atrás como deslumbrados por un fogonazo de luz, espantados ante la vista del más bello de los cadáveres. El doctor se pasó la mano por la cara, como para asegurarse de estar despierto, mientras el comisario tragaba saliva para conjurar la desazón. A su lado el joven policía sintió cómo los ojos se le llenaban de lágrimas y el mundo se quebraba en mil pedazos diminutos. Nadie dijo nada, ni siquiera cuando las lágrimas del policía bisoño rodaron por su rostro y cayeron al suelo. Se quedaron allí, contemplando anonadados la belleza extrema de aquella mujer que parecía haber preparado con tanta diligencia la escena de su muerte.

Estaba completamente desnuda bajo la colcha de la cama. Era de cintura estrecha, vientre liso y senos abundantes con pezones de cobre que parecían brillar sobre una piel extremadamente blanca. Los hombros eran redondos y firmes, el cuello esbelto, las orejas diminutas sin señal de perforaciones. Tenía el cabello áureo y larguísimo esparcido en ondas sobre la almohada, los labios ya pálidos por efecto del deceso, la nariz afilada y pequeña, los pómulos altos y unos ojos de color de ámbar pacíficos y abiertos, obstinados en el cielo de la habitación, como si aquella difunta hermosísima se viera capaz de encontrar en el techo pintado de blanco una respuesta a las preguntas que había dejado sin resolver al abandonar este mundo. El médico se dijo que aquella muchacha que yacía extinta ante sus ojos tenía la extraña placidez de los ahogados, de las criaturas arrancadas a la vida por los brazos del mar, que las devuelve a la playa convertidas en juguetes rotos, con el pelo lleno de algas y conchas de moluscos adheridas a las extremidades. Hernán cerró los ojos y, sin quererlo, volvió a ver a la muerta derramada con cierto aire de desgana sobre la arena blanca de una playa norteña, mientras las olas lamían con cuidado su cuerpo inmóvil y la sal marina empezaba a formar una costra de espuma en el nacimiento del cabello. Cuando abrió los ojos descubrió que Cristina Sanjuán tenía los brazos ligeramente separados del tronco y las manos colocadas con las palmas hacia abajo en un gesto de tranquilidad suprema. Su postura en suave escorzo y la sábana verde del hotel, enredada en las piernas desde el nacimiento del pubis, daban a la joven un aspecto equívoco de sirena varada. De la piel tierna emanaba un discreto perfume a flores frescas, como si la hubiesen frotado con agua de colonia justo antes de entrar en la cama, y el cabello desordenado sobre el almohadón parecía próximo a flotar agitado por el aire del invierno. La paz de aquel rostro sublime, que semejaba estar a punto de dibujar una sonrisa, y aquellos miembros perfectos preparados para iniciar un movimiento de danza, obligaron al doctor Hernán a preguntarse si en efecto la joven estaba muerta y no era víctima de un raro ataque de catalepsia. Engañándose a sí mismo buscó algún latido de vida en los laterales del cuello, pero nada más rozar con sus dedos expertos la tez transparente de la mujer, una frialdad de piedra le hizo caer en la cuenta de lo inconcebible de su optimismo.

—¿De verdad está muerta?

La voz del joven policía vino a sacarle súbitamente de aquella especie de limbo en que se sentía flotar. Regresó a la realidad y a su condición de médico reputadísimo en una ciudad de provincias y se volvió ceñudo hacia el autor de la pregunta.

—Pues yo diría que sí, señor mío. Si encuentra usted en esta muchacha algún signo de vida que yo no sea capaz de detectar después de practicar la medicina durante treinta años, le agradecería que me lo indicara cuanto antes.

—Perdone —el muchacho, atribulado, hablaba sin apartar los ojos de aquella muchacha a la que habría querido insuflar algo de vida aun a riesgo de perder la suya—. Es que nunca había visto un cadáver.

El médico recuperó su bonhomía característica. Pablo Hernán era de ordinario un hombre reservado y algo huraño, pero solo la conmoción causada por aquella muerte repentina servía para justificar su súbito arranque de mal humor.

—¡No me diga! Pues ya se acostumbrará, jovencito… Aunque no le aconsejo que tome éste como modelo. Por lo general, el aspecto de los fallecidos es mucho más desagradable.

El comentario del doctor tuvo la virtud de relajar la tensión que flotaba en el aire desde que levantara la colcha y los presentes descubrieran como un milagro el cuerpo inerte y desnudo de Cristina Sanjuán.

—¿Quién es? —era el propio médico quien preguntaba.

El juez consultó el registro de huéspedes que unos minutos antes le había entregado la propietaria del hotel.

—Se llamaba Cristina Sanjuán. Llegó ayer por la mañana. Sola, al parecer. —Pablo Hernán se había aproximado al cadáver y buscaba en él algún indicio de violencia. Entonces se dio cuenta de que una de las manos protegía algo. Introdujo un dedo en el cuenco de la palma y encontró lo que esperaba: una cápsula diminuta de color dorado que abrió con una navaja. Estaba llena de un polvillo blanquecino que el médico reconoció enseguida.

—¿Qué es?

—Cianuro. Ahí tiene, joven. El primer suicidio de su vida. Y ha tenido el detalle de ponérselo fácil. Supongo que por eso conservó una pastilla. Así no podrían surgir dudas sobre la causa del fallecimiento —se volvió hacia el comisario—. Tendrán que llevarla al hospital para practicarle la autopsia. Y supongo que habrá que avisar a su familia, aunque eso ya no es cosa mía —recogió el sombrero y echó una última mirada a la bella suicida—. Avíseme cuando esté todo listo y bajaré al hospital. Buenos días, señores.

El médico salió de la habitación con el sombrero en la mano. Fuera, en la puerta, Rosalía Leal aguardaba alguna noticia frotándose las manos como para hacerlas entrar en calor.

—Ha tenido usted suerte —el doctor se detuvo frente a ella.

—¿Cómo dice?

—Que ha tenido suerte, señorita Leal. Se trata de un suicidio. Si hubiese sido un asesinato le aseguro que las cosas iban a ser mucho más desagradables para sus huéspedes y para usted misma.

Rosalía Leal sonrió sin ganas.

—Mirándolo desde ese punto de vista, supongo que tiene razón. Pero un suicidio tampoco me parece la mejor de las soluciones. ¿Están ustedes seguros de que esa muchacha se quitó la vida?

—Me jugaría la mano derecha a que así es, y la necesito para operar… —el médico golpeó con la punta de los dedos el codo de Rosalía Leal en un gesto amistoso y pensó entonces que la difunta y la propietaria del hotel debían de ser de la misma edad—. No le dé más vueltas, señorita Leal. La chica se suicidó.

—Ojalá se equivoque —murmuró.

—No se preocupe, no le darán la lata. Para el caso, es como si la pobre hubiese expirado de un ataque al corazón. Ahora levantarán el cadáver, le harán a usted algunas preguntas para localizar a los familiares, y en un par de días la cuestión habrá terminado.

—No se trata de mí ni del hotel —Rosalía Leal miró al médico con una sombra de reproche en los ojos grises—, pensaba en ella, nada más.

—No me irá a hablar ahora de la eterna condenación que aguarda a los suicidas.

—En absoluto —la propietaria del hotel volvió a dibujar una sonrisa breve—. Eso son cosas de Dios. Pero imagine lo mucho que tiene que sufrir una persona para tomar la determinación de quitarse la vida. Por eso me dan lástima los que se matan. Por lo que pasaron antes de decidir que no valía la pena seguir viviendo.

Quedaron los dos en silencio, el médico con el sombrero en la mano, la mujer jugueteando de forma distraída con un pequeño colgante que pendía de su cuello en una cadenita de oro.

—¿Sabe que yo misma registré a la muchacha? —Rosalía Leal frunció un poco el ceño—. Estaba en recepción cuando llegó por la mañana. Luego volví a verla cenando en el comedor.

—¿Habló con ella?

—No… bueno, ya sabe, cuatro frases de cortesía. No encontré nada fuera de lo común… Recuerdo que me llamó la atención por lo guapa que era. Y también me pareció raro que viajase sin compañía.

—¿A usted? —el médico se quitó las gafas y las limpió con un retal de fieltro—. Tiene gracia. Dirige un hotel con mano de hierro y luego se extraña de que una mujer que debía de tener su edad ande sola por el mundo.

—Yo no pude elegir, doctor.

—A lo mejor ella tampoco.

La directora del hotel chasqueó la lengua en un gesto parecido al fastidio.

—Caramba, Hernán, por qué lo habrá hecho.

Pablo Hernán miró a Rosalía Leal.

—Por amor, señorita. A sus años, y siendo tan guapa, una mujer solo puede querer morirse por culpa de un amor contrariado.

—Ustedes, los hombres, lo reducen todo a una cosa.

—No, señorita. Son las mujeres quienes lo hacen. Y luego pasa lo que pasa. En fin, vamos a dejar esas historias para el comisario Fuentes. No tengo la menor intención de meterme a detective.

—¿Usted ya ha terminado? —preguntó ella.

—Según como se mire. Queda la autopsia, pero eso será más tarde y en el hospital. No tengo nada más que hacer aquí.

—Entonces le acompaño hasta la salida.

La habitación ocupada por Cristina Sanjuán estaba en el primer piso, así que el doctor y Rosalía Leal no quisieron usar el ascensor del hotel, con su puerta de biselas y el asiento de terciopelo capitonné. Bajaron por la escalera y la propietaria del hotel advirtió entonces que la alfombra empezaba a parecer gastada en una de las esquinas, lleva casi veinte años sin cambiarse, se dijo, hay que ir pensando en una renovación.

Cuando llegaron al vestíbulo medio centenar de curiosos habían tomado por asalto el recibidor en demanda de noticias sobre el rumor que circulaba ya por los mentideros de Ribanova: había aparecido una muchacha muerta en una de las habitaciones del Hotel Almirante. Al parecer, los allí reunidos estaban ya al corriente de todos los detalles: el nombre de la chica, el número de habitación que ocupaba, su hora de llegada a la ciudad y hasta la carta de navegación de su breve estancia en Ribanova. Muchos de los congregados decían haberla visto paseando por la calle, y dependientas de tres establecimientos de la ciudad enarbolaban como una bandera el recuerdo de haberle despachado. Todo el mundo parecía haberse cruzado con ella en el paseo dominical de la Plaza Mayor, y los camareros de los cafés de entre murallas aseguraban haberle servido el aperitivo a la una o el café de las seis de la tarde. Con notable disgusto, el médico y la directora del hotel descubrieron a Genarito, eterno meritorio del diario local que, cámara en ristre, esperaba la primera oportunidad de su vida de cubrir una información suficientemente jugosa.

—¿Qué ha pasado, Hernán?

El médico contestó con un gruñido y luego trató de abrirse paso por entre la gente, pero fue inútil.

—Vamos, doctor, no se haga el interesante…

—Genarito, hijo, si no supiese que eres tonto te daría una mala contestación —algunos de los presentes sonrieron. Genaro López era, definitivamente, un tipo muy poco popular—. ¿Quieren dejarme pasar, por favor?

—Perdone, pero yo necesito saber lo que ha ocurrido.

—Pues entonces cómprate el periódico mañana por la mañana. Y despejen, leche, que esto no es un mercado.

Fue como hacer un brindis al sol. La noticia del suceso había llevado el caos al vestíbulo del Hotel Almirante, que era de ordinario pacífico y silencioso y cuya quietud casi legendaria solo interrumpía de vez en cuando el timbre impertinente del teléfono de recepción. Aquella tarde, sin embargo, la pieza era una algarabía de ribanovenses que hablaban a voces, que reían, algunos hasta comían sin disimulo caramelos de menta adquiridos al pasar por delante de la Confitería Pelayo, que estaba casi al lado del hotel. Había madres con niños que lloriqueaban de aburrimiento, vendedores de la cercana plaza de abastos, empleados de banca, tertulianos del Casino, oficiales de notaría, alumnos del instituto de bachillerato, maestros de escuela, jubilados ociosos, amas de casa y hasta un sacerdote profesor del seminario que pasaba por la calle de la Reina y al escuchar el jolgorio decidió entrar a ver qué ocurría.

Mientras, Teleno y Fuentes habían salido del cuarto dejando al policía novato a cargo de la guardia y custodia del cuerpo de Cristina Sanjuán. El joven miraba el cadáver de la muchacha cerrando los ojos para imaginársela viva, pero tuvo que renunciar a aquel ejercicio porque no podía apartar de la cabeza la imagen inerte de su figura sin aliento.

En el vestíbulo alguien dio la voz de alarma al ver descender la escalera a Teleno y a Fuentes.

—¡Ahí vienen el comisario y el juez!

Genarito disparó la cámara sobre los dos.

—Ya está aquí el pelma del periódico.

—Déjelo, hombre. Es lo que tiene que hacer —en el fondo, el comisario estaba encantado de salir en los papeles—. ¡Señores, señores! —el policía decidió dirigirse a la horda de curiosos, pero antes intentó aplacarlos con un gesto que recordaba mucho al de un emperador romano en los instantes previos al comienzo de los juegos circenses—. Cálmense, por favor…

Poco a poco, los presentes fueron quedando en silencio, seguros ya de que el comisario iba a proporcionar noticias frescas.

—Supongo que ya se habrán enterado de que una de las huéspedes del hotel ha aparecido muerta esta mañana —se interrumpió a sí mismo manejando a conciencia un dramático silencio—. Ahora hemos abierto las oportunas diligencias para esclarecer cuanto antes las causas del fallecimiento, pero creo que estamos ante un caso de suicidio.

Un murmullo de sorpresa, de desencanto en algunos casos, recorrió como un enjambre el vestíbulo del hotel. De buena gana el comisario Fuentes habría seguido dando detalles sobre el cadáver de Cristina Sanjuán y las píldoras doradas de las que parecía haberse atiborrado hasta llegar a la muerte, pero el juez Teleno parecía pedirle que cerrara el pico dejando caer sobre él una mirada asesina.

—Bueno, ya está bien. Usted, Genaro, deje de hacer fotos. Luego daremos una nota oficial contando lo que ha pasado. Hagan el favor de marcharse a casa, que aquí no pintan nada.

Fuentes y el juez se dirigieron a la puerta. Tenían que iniciar cuanto antes los trámites para el levantamiento del cuerpo. Al pasar junto a Rosalía Leal, el comisario la tomó por el brazo y le habló en un susurro.

—Señorita, me gustaría que pasase usted por la comisaría dentro de un par de horas. Hemos encontrado algo un poco raro.

La directora del hotel asintió con la cabeza en un gesto casi imperceptible. Por lo visto las cosas no iban a ser tan sencillas como había pronosticado el doctor Hernán. En ese momento escuchó una voz a sus espaldas.

—Perdonen… ¿Puede decirme alguien dónde pongo esto?

Al darse la vuelta Rosalía Leal distinguió entre el gentío a un muchacho bajo y fornido que sostenía un abeto agarrándolo malamente por el tronco. Era un árbol enorme que distrajo por un momento la atención de los congregados. De ramas anchas e inmensas, despedía un suave olor a resina y a tierra húmeda que el doctor Hernán comparó con el tufo acre del formol al que estaba acostumbrado después de tantos años de trabajo en el hospital. De repente encontró particularmente repugnantes los efluvios que dominaban la atmósfera de la clínica, y habría querido conservar para siempre en algún lugar de los sentidos el aroma que se escapaba de aquel árbol frondoso del color del musgo.

—¿La señorita Leal?

Rosalía asintió.

—Pues nada, que aquí le traigo la plantita.

Rosalía Leal tuvo que hacer esfuerzos para recordar que ella misma había encargado el abeto dos semanas antes. Confusa, pidió al chico que apoyase el árbol en un esquina y lo dejase allí. Con todo el ajetreo, con todas las sorpresas funestas de aquella mañana, la directora del Hotel Almirante había olvidado por completo la proximidad de las navidades y la llegada, como cada año, del abeto que adornaría desde principios de diciembre el vestíbulo del hotel.