10
LA AMEBA

Era necesario celebrar un juicio, seguido de un aquelarre. Los espíritus estaban inquietos y despertaban acuciosos cada mañana. Aristón lo sabía, podía percibirlo en cada lamento que el viento arrastraba por las faldas del valle. Norte había desperdiciado demasiados recursos en los obreros de la torre: los campos estaban esquilmados. El pueblo tenía hambre, y frío.

Estaban más preparados que nunca.

Se hizo construir un atrio de madera a imagen de su mano derecha y convocó a los habitantes de Torre, repartiendo comida y vino entre los más necesitados. Tras esto, lo primero fue anunciar su candidatura única como jefe del pueblo, apoyado por la nueva milicia formada por los hijos de Fellia, y cambiar el nombre de Torre.

—¡Amigos! —vociferó usando su altavoz bucal—, súbditos todos de la corona del nuevo reino! Permitidme que os trate de noyoes, un calificativo que se ajusta bien a vuestra condición. Ha llegado el momento en que debéis decidir qué hacer con el resto de vuestras vidas. Si seguir edificando esa absurda torre desprovista de significado, que tantos recursos os consume sin reportaros ningún beneficio, o canalizar vuestro esfuerzo en empresas útiles, tangibles. —Se aferró a la barandilla del atrio—. Cuando llegasteis aquí, buscando refugio, esperanza o redención, el hombre al que engañosamente llamasteis Norte os ofreció cobijo de manera interesada. Os hizo trabajar en su loco proyecto mitológico, elevando una torre tan alta que, de acabarse, tocaría literalmente los cielos. Logró reunir en su vanidad un pequeño país de viajeros descarriados, vagabundos sin tierra que sólo deseaban un lugar tranquilo donde edificar sus hogares, y los engañó para que sirvieran a sus sibilinos propósitos. Nadie mejor que yo y mis hermanos lo sabemos: fuimos programados originalmente como simples esclavos al servicio de los sueños de grandeza de un loco. ¿No os parece, mis amados noyoes, que ya está bien de construir castillos en el aire?

La multitud asintió, comentando las palabras de Aristón. Era una imagen llena de fortaleza, su cuerpo cromado luciendo al sol de la mañana. Su complexión diseñada para el trabajo pesado expandía sus brazos y espalda en un impresionante muestrario de musculación artificial.

A sus pies, un destacamento de jóvenes de la camada montaba guardia, haciendo de muralla entre los pueblerinos y el orador. Sus ojos estaban desprovistos de toda sensación de humanidad.

—¿No estáis cansados de mentiras y de trabajar en vano? ¿No resopláis agotados por ser las víctimas del delirio de un visionario? —clamó Aristón, agitando su puño en el aire como si quisiera aplastar el cielo—. Hoy juzgamos el pasado. Construid un gran salón en vuestra mente, llenadlo de banderas y símbolos de los valores que en realidad importan al pueblo: familia, patria y religión. Limpiad todo rastro de sueños locos, de fantasías paranoicas de gente enferma. ¡Ya estamos hartos de misterios, estamos cansados de una ciencia que no podemos comprender! ¿Por qué el mundo no puede ser tan sencillo que hasta los más simples de entre los hombres podamos entenderlo? Imaginad un juez y un jurado. Pondremos en el estrado a Norte y a sus acólitos, que envilecidos yacen por su orgullo y presunta inteligencia, y les gritaréis a la cara lo que pensáis de ellos. ¡Basta de sueños! ¡Basta de ciencia! A partir de ahora vuestros hijos no perderán más tiempo aprendiendo cosas que no les servirán para nada en el futuro. ¡Se acabaron las escuelas! ¡Se acabó el aprender a leer! La naturaleza nos provee de todo lo que necesitamos. Cerraremos las fronteras del valle a todos los extranjeros que quieren hacernos daño, y desde la más temprana infancia contribuiremos al bien de la comunidad. Las hortalizas crecerán, los frutales madurarán, y ya no volverá a haber hambre.

La gente aplaudió. Algunos, muy pocos, miraron asustados a su alrededor, acongojados por el estruendo de los vítores, pero no se atrevieron a protestar. Ante las miradas perentorias de sus vecinos, juntaron las manos y se sumaron al aplauso.

—Mi nombre es Aristón. Deseo fervientemente que ese vocablo signifique algo para vosotros a partir de ahora. Esta noche celebraremos un aquelarre, una fiesta de la carne para expulsar los nefastos espíritus que hasta ahora han poblado vuestras mentes. —Juntó sutilmente dos dedos en un gesto redentor que lo hermanaba con ciertas figuras mitológicas—. Este pueblo ya no se llamará Torre por más tiempo, puesto que ésa ha dejado de ser su función primordial. A partir de ahora seremos simplemente el pueblo de los hombres libres del valle, y nuestro destino sólo nos pertenecerá a nosotros.

Arreciaron los vítores. Aristón descendió pomposamente del atrio, disfrutando del momento. Abajo esperaba Ted Uliakos, confinado a una silla de ruedas.

—Creí que tu plan era acabar de construir la maldita torre —gruñó el psicólogo.

—Así es. Pero mírales; están agotados. Odian su trabajo en la cantera. Es hora de que crean que van a tener algo propio, que sólo les pertenecerá a ellos.

—¿Por cuánto tiempo?

—Hasta que nuestro pequeño ejército esté completamente preparado. —Acarició el hombro de Tatadesru, firme como una estatua al frente del pequeño destacamento de la camada—. Aún necesitamos equiparlos con armas, y el acero no se consigue fácilmente. Tendremos que adiestrar niños en el arte de la industria. —Cruzó los brazos, pensativo—. Es curioso: aunque me cueste admitirlo, Perictione conocía bien la forma de actuar de estos humanos. Tenía un don natural para captar sus pensamientos, alguna clase de empatía animal. Tal vez debería reactivarla.

—¿Pero para qué necesitas un ejército si no piensas combatir contra nadie? No lo entiendo.

Aristón le miró con desgana.

—Cada vez se me hace más difícil soportar tu presencia, Uliakos. Un ejército siempre es necesario si se quiere gobernar. El miedo es la navaja que desbasta la moral del pueblo. No tienes más que mirarte.

El psicólogo se incorporó todo lo que pudo en su silla, tratando de ofrecer una imagen menos patética.

—Por favor —sollozó—. Vuelve a conectar mis implantes, te lo suplico. Sin ellos no puedo caminar. No soporto ir a gatas por el mundo, como un perro, como querían mis carceleros. Por favor…

—¡Silencio! —estalló el androbot, con un brillo inhumano en sus fotorreceptores visuales—. No eres más que escoria. Si pudieras verte a ti mismo te suicidarías del asco. Si estás vivo es porque aún me eres útil en el laboratorio, con los bebés de Fellia.

El humillado Ted luchó contra su silla para que se apartara del paso cuando el nuevo rey del valle y su joven milicia abandonaron el lugar. Pero su cuerpo era demasiado orondo y pesado; la silla se desequilibró y cayó de lado, hundiéndole el rostro en el fango manchado por heces de caballos. Algunos jóvenes incluso le escupieron al pasar.

Ignorando las burlas de la gente, Uliakos sollozaba llamando a su amo.

Aristón ni siquiera miró atrás.

* * *

—Son alrededor de un centenar, divididos en varios destacamentos. Han trasladado su residencia desde los barracones al interior de la obra. Sin duda es el lugar de más fácil defensa.

Matrioshka enfocó los prismáticos hacia los andamios. Individuos dispersos montaban guardia desde posiciones estratégicas, vigilando el valle y los accesos al pueblo.

Moses desplegó un vetusto telescopio chapado en oro que guardaba de sus tiempos en la Armada. Frotó su manga contra las lentes y cerró un ojo.

—Les han tenido que hacer algo en la cabaña de Norte… Antes eran chicos afables, y ahora parecen militares del Régimen. Tienen el mismo aire despiadado que los carniceros que destruyeron mi ciudad.

—¿Una epidemia? —especuló Matrioshka—. ¿Será verdad lo del riesgo de malformación?

—No lo creo. Si así fuera tú serías ahora como ellos. Bah, no, es culpa de ese maldito psicólogo de mierda, estoy seguro.

La joven gateó hasta el borde mismo de la colina, ocultándose entre una densa barrera de matorrales. El pueblo parecía tranquilo, pero era una ilusión: los pocos viandantes que cruzaban las calles se movían presurosos, cargando sacos. Aristón había dado orden de saquear el almacén de grano de Norte, con la excusa de que las provisiones estarían más seguras en manos de los ciudadanos que encerradas bajo llave. Sin pensar en las consecuencias, todos los vecinos se habían repartido entusiasmados y sin asomo de orden las reservas de comida. Temiendo una epidemia de robos y agresiones, las familias se reunieron en grupos compactos y extrajeron de sus almacenes todo material susceptible de ser empleado como arma.

Con el hambre que había en el pueblo, a estas alturas Matrioshka temía que hubieran devorado en secreto casi un 40 % de las reservas, a pesar de haber jurado en público que no lo harían.

Es decir, justo lo que Norte deseaba evitar. Sus estómagos, hoy satisfechos, acabarían engullendo toda esperanza de saciarse en el futuro. Y Aristón lo sabía.

Moses no paraba de mirar al cielo parcialmente cubierto de nubes. Cuando el viento las arrastró lejos del sol, advirtió:

—Cuidado. Puedes emitir destellos.

Matrioshka se guardó rápidamente los prismáticos, reptando hacia la seguridad de la foresta. Permaneció tumbada boca arriba, recapacitando.

—Vamos a ver. No sabemos qué pretende con exactitud Aristón, pero ya podemos ir dando por sentada una cosa: no será nada bueno.

—Puedes estar segura de que Norte no le ha dejado encargado del pueblo, como él afirma. Apostaría mi vida a que es un truco muy retorcido de ese maldito ordenador —refunfuñó Moses, destapando una petaca de licor. Le ofreció un trago a la joven, pero ésta lo rechazó con una leve contracción de mejillas.

—Han convertido el hospital en una fortaleza. Seguramente tienen encerrada dentro a mi madre; el control de las cunas es muy importante para ellos. Lo único bueno que se puede extraer de esta situación es que la pobre no se enterará de nada.

—A menos que despierte de improviso. ¿Dónde estará el padre de Mora?

—¿Cagt? Le habrán matado —especuló Matrioshka, en un tono tan frío como el de sus hermanos—. O se verá obligado a colaborar. Ese Aristón no es más que un dictadorzuelo digital mal integrado. El mundo real le viene grande. Ojalá pudiera acercarme a él tanto como para sencillamente desconectarlo.

—¿Tiene un botón de apagado?

—Ni idea.

Moses blasfemó en voz baja. Matrioshka, cuya madre no le había legado el significado de aquellas palabras, sencillamente no las entendió, como si hubieran sido pronunciadas en el más estrafalario de los idiomas.

—Y yo que me esforcé en hacer de diosecillo para que ese ordenador pudiera resolver sus estúpidos problemas psicológicos… —se lamentó el químico.

—Puede que los planes de Aristón sigan teniendo esa meta. No creo que sea capaz de reprogramarse a sí mismo con la misma facilidad como ha hecho con mis hermanos.

—¿Entonces qué hacemos?

—Tranquilízate. Contamos con la ayuda de Amber y algunos ciudadanos. Eso es mucho, aunque no lo parezca. Le haremos frente.

—Pequeña, no quiero ser pájaro de mal agüero, pero ellos son un verdadero ejército y nosotros unos pocos campesinos idiotas. Ese Aristón se ha ganado la confianza de la mayoría del pueblo con sus discursos y sus maniobras con la comida. Se lo ha montado bien, el muy cabrón.

—Por lo pronto hay que localizar al padre de Mora; él sabrá cómo contactar con Norte. Luego nos las arreglaremos para reunir a todos los que nos puedan ayudar a deshacer lo que ese Uliakos haya hecho con mis hermanos.

Moses arrugó la frente. A veces, cuando ponderaba temas importantes, el espejismo bonachón desaparecía y revelaba un aplomo severo.

—¿Hablas de luchar?

—Eso es imposible, perderíamos. Amber opina que nuestra única posibilidad estriba en reparar el daño cerebral de la camada, ponerlos de nuestro lado. No vamos a combatir un ejército con otro, sino a cambiar éste de bando por la fuerza.

Matrioshka miró al cielo. Un grupo de nubes dispersas se disponía a ocultar el sol. Rápidamente, se colocó en posición al borde de la colina.

Mientras observaba, Moses la contempló en silencio. La muchacha se dejaba influenciar por las opiniones de la vieja Amber, cierto, pero allí había algo más: un brillo especial en sus ojos, un tipo de decisión, mezcla entre juvenil y adulta, de esas que cuesta años desarrollar y no aparece salvo a hospicio de las grandes tragedias.

El químico no se habría extrañado de encontrar en aquella ilusión de juventud gran parte de los recuerdos de su madre, la generatriz insecto que repartía sus dones genéticos entre su camada como regalos de un dios agradecido. Matrioshka, indudablemente demasiado joven como para haber aprendido a juzgar (o a odiar) a determinados tipos de personas, estaría reflejando las inquietudes de su madre como un clon casi perfecto. Si lo que contaba Norte era cierto, en su cabeza se descorrían continuamente cortinas y cortinas de datos, códigos ancestrales impresos en las bóvedas de su cerebro. Datos que la joven no había tenido tiempo suficiente para aprender, sino sólo para recordar: su idioma, sentimientos, esperanzas… y miedos. Los miedos de Fellia.

Norte alababa los prodigios de las ciudades platelminto, pero Moses se preguntó si el verdadero legado de la herencia de hardware genético no estaría ante sus ojos, tumbada decúbito prono en la hierba.

—Lo primero será encontrar al padre de Mora, si es que sigue vivo —sentenció la joven—. Luego improvisaremos.

* * *

Bosques.

Densos, solitarios. Pavorosos.

Cagt temblaba. Contó el escalón número cien y se desplomó. Ya no podía seguir escalando aquella grotesca pendiente. Las paredes se curvaban sobre él como colosos de piedra que quisieran abatirle y baldear la suciedad de sus ladrillos con sangre.

Había logrado escapar del sótano, muy bien, pero sólo para conseguir perderse después. Desde algún punto cardinal inconcreto soplaba una brisa, una caricia húmeda cuyo frescor ayudaba a templar el fuego que le abrasaba la piel. Fiebre. ¿Estaba enfermo? ¿Cuánto tiempo llevaba deambulando por aquellos pasillos? La torre no podía ser tan grande, no aún. Sólo se habían levantado sus primeros pisos.

Tal vez ya había fallecido, pensó, y esa desorientación era su penitencia en la escalada hacia el purgatorio. ¿O es que para alcanzar otra dimensión el espíritu debía sortear laberintos?

Rió para sí. No, él jamás había creído en espíritus, ni en dioses. Siempre se había reído de los hombres simples que depositaban todas sus esperanzas en hipotéticas bondades de otra vida, cuando en ésta no hacían más que perder su valioso tiempo. Tiempo que se quemaba en sus células, en su cerebro, para manufacturar segundo a segundo la vejez. Sacudió la cabeza. Su mente funcionaba en mareas cadenciosas; a veces estaba aquí, en este lugar, y luego…

Bosques. Gritos de niños. Savia derramándose sobre polvo de ángeles. Sobre el polvo de dos ángeles. Árboles que tapaban su niñez, armarios entreabiertos al fondo de su infancia.

Oyó un ruido a su izquierda. Una voz que cantaba.

Al rebasar la esquina, el pasillo se abrió a una gran habitación engalanada con sillares de granito y pronunciadas cubiertas de pizarra. Era un nexo donde confluían muchos caminos diferentes, algunos procedentes de pasillos, otros de largas escaleras. Un tragaluz filtraba una columna de oro luminoso que rebotaba varias veces contra el suelo y las paredes, como si un golpe contundente hubiese fragmentado el aire en parcelas geométricas.

En el centro de la habitación descansaban los restos de un gran tamítero derribado. El grupo principal de cuatro alas, ingenios batientes que nacían de su empenaje de cola, yacía fracturado con segmentos del fuselaje repartidos por todas partes. Nada orgánico podía haber sobrevivido a tal desastre, pero la voz que entonaba aquella cantinela (parecía un rimbombante concierto para trompa ejecutado por un sintetizador en mal estado) surgía de su interior.

Cagt descendió hasta el aparato. Estaba confundido: ¿cómo había llegado aquel despojo de guerra hasta allí? ¿Y qué eran aquellos cables que surgían del fuselaje y acababan en grandes acumuladores?

—No puedo creerlo —susurró, comprendiendo de dónde extraía Norte la energía para alimentar al pueblo—. Él sabía que esto estaba aquí…

Dio una vuelta alrededor del tamítero. En un costado localizó un gran orificio; posiblemente, imaginó, el que había causado el desastre. Un proyectil había impactado con violencia contra su blindaje, partiéndolo en dos. La extraña voz procedía del interior.

—¿Hola? —saludó.

La cantinela cesó.

—¿Hola? ¿Hay alguien vivo ahí?

—No —contestó la voz—. Vivo no, me temo. Pero estoy yo.

El milagrero se acercó al orificio.

—¿Y quién eres tú, si puede saberse? ¿Para qué o quién cantas?

Se oyó una risita.

—Ésa es una pregunta difícil. Supongo que lo hago por pura satisfacción personal. Las paredes oyen, ¿sabes? Pero no creo que se atrevan a opinar sobre esto.

Cagt se sentó frente al agujero, masajeándose los pies.

—¿Quién eres? —Tosió. El ambiente estaba cargado de sustancias no naturales, y por un momento temió que restos gaseosos de la explosión, menos pesados que el aire, se introdujeran en sus pulmones—. ¿Viajabas en el tamítero cuando se estrelló?

Hubo un silencio.

—Uh… no, ¡me temo que no! —rugió la voz, divertida—. Creo que, de hecho, soy la causa de que este aparato cayera.

—No te comprendo.

—Soy una bomba T7.

El milagrero retrocedió.

Una silueta grande y lóbrega, que sus ojos empezaban a distinguir en el interior del aparato, emitió destellos eléctricos.

—¡No, por favor! —suplicó la voz—. No te vayas. Estoy muy sola… y no sé si aguantaré mucho más.

—¿Aguantar?

—Antes de entrar en la fase explosiva final. He tratado de retrasarlo todo lo que he podido, pero… no sé. Tal vez sea la única forma de hacer las cosas. Pero primero querría acabar de tararear esta pieza; creo que nada debería llegar a su fin sin antes entonar aunque sea algunos acordes de aquel genial músico.

Cagt se acercó con precaución. No fue por despecho: la sola visión de las escaleras que debía sortear para huir inclinaron todas las opciones hacia la búsqueda de una solución dialogada.

—¿Llevas mucho tiempo postergando tu fin?

La bomba reflexionó.

—Pues… años, diría yo. Un tiempo excesivo para mi calculador de contingencia. Detecto algunos fallos internos no aislados que afectan a mis placas de pensamiento. Creo que el encontronazo con el blanco dañó un porcentaje de mis circuitos lógicos. Brrrt.

—Eres una bomba —murmuró Cagt, tratando de olvidar el lacerante dolor de cabeza y concentrarse en el problema—. ¿Puedo saber de qué tipo? ¿Cuándo te construyeron?

El artefacto emitió destellos de satisfacción.

—¡Es maravilloso! Nadie se había interesado nunca por mí. Soy una T7 viggen Zeta 32 (creo que te ahorraré el número de serie), construida hace exactamente cincuenta y dos meses, catorce días y una hora en los polvorines de Ciudad de Cruces. Fui de las primeras en ser movilizadas cuando estalló el conflicto a gran escala contra los esfingistas.

—Estupendo. Te usaron, por lo visto.

—Sí, en la batalla de los campos de Vernoa… pero algo no funcionó. Se suponía que debía haber detonado entonces, generando una potente onda de contingencia de nivel cuatro en cuanto impactara contra el blindaje del tamítero. Pero no ocurrió. O tal vez sí… Eso es lo que me reconcome las entrañas, si me permites el eufemismo.

—No sabía que las bombas inteligentes tuviesen sentido del humor. O que conociesen a Mozart.

El artefacto rió.

—Yo tampoco. Pero he aprendido ciertas cosas desde el momento del encontronazo. Podría describirlo como una experiencia trascendental, creo que la primera documentada en alguien de mi especie.

—¿Trascendental? ¿Os programan para pensar en esos términos?

—Puede. No lo recuerdo.

—No bromees con esas cosas —le amonestó Cagt—, o me dará un infarto.

—Si exploto te dará igual.

—Pero tú no quieres explotar, ¿verdad? O ya lo habrías hecho.

La bomba pareció retorcerse inquieta en su agujero.

—Hum… precisamente ahí radica el problema. A lo mejor ya lo hice. —Chasqueó una lengua imaginaria—: Una onda de contingencia es un fenómeno excesivamente impredecible. Si explota con poca fuerza, no logrará ni siquiera arañar la tela del espacio-tiempo. Pero si acumula demasiada energía en el plegamiento cero, el origen de su vector de fuerza…

—¿Qué puede ocurrir?

La bomba dudó.

—Puede cambiar cosas. Ya sabes. Las cosas, en general.

—¿Han… han estado experimentando con armas de probabilística zafral? ¿Las han usado realmente en combate?

—Nos llamamos detonadores de contingencia. Pero sí; en esencia viene a ser lo mismo.

El milagrero se tapó el rostro con las manos.

—Locos…

—El impacto contra el tamítero fue demasiado duro. Perdí el estado operativo de conciencia durante varios años. Cuando desperté, me di cuenta de que seguía aquí al actualizar los ciclos de reloj. Probablemente un error en la secuencia de reacción del deuterio: la energía había seguido acumulándose más y más en el plegamiento cero sin liberarse. Llevo desde entonces emitiendo señales de auxilio, tratando de llamar la atención de mis creadores para que solucionen este embrollo antes de que cause daños irreparables a la población civil. Pero temo que mi emisor de radio también se haya estropeado. Ahora, los niveles de energía acumulada sobrepasan mis propias capacidades de medición.

—O sea, que si detonas…

Durante un breve instante, la bomba pareció acongojada.

—Temo que pueda suceder algo realmente improbable. —Suspiró mecánicamente—. Esto se suponía que no debía ocurrir, ¿sabes? Por lo que tengo entendido (y no creas que soy ninguna experta en la materia), sobre el papel era imposible que el acumulador sobrepasase en cuarenta volúmenes máximos la capacidad estipulada en las ecuaciones.

—¡Cuarenta! —Cagt abrió desmesuradamente los ojos.

—Por eso pienso que tal vez ya haya explotado, y todo esto no sea sino un sueño donde imagino que soy una bomba a la que le gusta cantar y que está hablando con un tipo que planta árboles amarillos en sus ratos libres…

Cagt pensaba rápidamente, ignorando su herida: había un peligro real en el centro del valle. Si aquel residuo de la guerra completaba su ciclo, todo acabaría instantáneamente.

—¡Escúchame! —apremió—. ¡Esto no es ninguna pesadilla! ¿Puedes mantener tu estado actual hasta que pueda desactivarte? ¿O hasta que te saquemos de aquí?

El artefacto pareció tomárselo con filosofía.

—Bueno, supongo que sí. Pero no te prometo nada: no sé cuánto aguantará el plegamiento discreto hacia el que mis mecanismos dirigen la potencia. Tal vez soporte una cantidad infinita de energía… pero también puede que se colapse dentro de dos microsegundos. Es imposible calcular cómo afectará eso al continuo espacio-tiempo local; a lo mejor sólo destruye el valle, o borra de la Historia a la totalidad de la especie humana. —Se regodeó en una pausa dramática—. Creo que será interesante averiguarlo, ¿no te parece?

—Vale —concluyó Cagt, andando con premura hacia la salida más próxima—. Consultaré esto con mi gente. Tú procura seguir como hasta ahora, ¿de acuerdo? Volveré con ayuda lo antes posible.

—Tiempo. —La bomba parecía fascinada por sus propias palabras—. Es el tesoro más preciado del universo. Con tiempo suficiente, cualquier cosa es posible… Absolutamente todo lo que puede ser imaginado.

Mientras se alejaba, el milagrero creyó oír un sonido de trompetas: entonaban una fuga de un solo tiempo en tono mayor.

* * *

—¡Espera! —exclamó Matrioshka, enfocando los prismáticos—. Algo está ocurriendo.

—¿El qué? —preguntó Moses, reptando hasta el borde de la colina.

La joven señaló los andamios de la Torre. En el catalejo del químico se reflejaron varios guardias de la camada abandonando rápidamente su puesto y corriendo hacia uno de los tragaluces. De él había surgido alguien, una figura maltrecha que apenas podía sostenerse en pie.

—Es el padre de Mora —dijo asombrada—. Se lo llevan al cuartelillo. ¿Pero por qué se les ve tan nerviosos?

—He visto esa lamentable escena en otras ocasiones —murmuró el químico—. Y siempre acaba igual. Ahora le torturarán brutalmente para que les diga lo que quieren saber, sea lo que sea.

—Amber tenía razón. Vámonos; ya no tenemos nada que hacer aquí.

Pero al incorporarse, Mora creyó divisar algo. Se tumbó de nuevo y apuntó sus prismáticos al extremo sur del valle, allí donde los campos de nieve se curvaban alargando el perfil de las montañas hasta formar un paso, estrecho y regular como el tajo de un leñador. A través del sendero que lo cruzaba, una columna de humo delataba la presencia de vehículos blindados.

—¿Quiénes son? ¿Esfingistas? Sólo nos faltaba esto.

—Me temo que no —gruñó Matrioshka, contando cuatro vehículos ligeros y un arrastrador anfibio—. Ondean bandera de Cruces. —Guardó los prismáticos de Amber en su funda de cuero—. Démonos prisa. Creo que este valle se va a poner al rojo.

* * *

—¿El milagrero? ¿Sigue vivo? —se extrañó Aristón. Si algo más aparte de su mandíbula y los receptores visuales hubieran constituido partes móviles en su rostro, habría fruncido el ceño—. Hacedle pasar y regresad a vuestro puesto.

Cagt atravesó un largo pasillo acompañado por el taconeo marcial de suelas contra el cemento. Unos brazos fuertes lo arrojaron a través de una puerta a lo que parecía un despacho frugal y mal ventilado.

El milagrero cayó al suelo, jadeando. La puerta se cerró de nuevo, dejándole en un claroscuro.

Como nadie acudió a socorrerle, se incorporó por sí mismo. No había ni un solo mueble aparte de una frugal mesa de madera y dos sillas enfrentadas. Todo estaba planeado para separar a los hombres en dos categorías: acusadores y acusados. Cagt ocupaba el puesto de éstos, mientras Aristón le observaba desde el otro extremo.

En un gesto muy humano, el androbot aproximó las yemas de sus dedos.

—Cagt.

—Aristón… Eres tú, ¿verdad?

El androbot asintió.

—Eres un gran fisonomista.

—Llevas puesto el C12 —observó el milagrero, mirando algunos desperfectos evidentes en el cuerpo que él mismo había construido—. ¿Te va bien? ¿No rechinan los engranajes de la pelvis cuando caminas?

—El esqueleto podría ser mejorado en algunos detalles, pero en las actuales circunstancias no puedo quejarme. Ahora hablemos de ti. Dicen los niños que surgiste de la Torre llamando a gritos a Norte.

—¿Aún no ha regresado? —Cagt parpadeó, como situándose en la realidad—. Aristón, ¿fuiste tú… —tragó saliva—, eh… fuiste tú quien me golpeó la otra noche en la cabeza?

El androbot giró su cabeza 360 grados sobre el eje del cuello, en un prodigio de inhumanidad que puso al milagrero los pelos de punta.

—Sí.

—¿Querías matarme?

—Sí.

Cagt tembló.

—¿Puedes decirme por qué, por favor?

—Acontecimiento postular inesperado en registro nº 294/0031/57018-FFD. Construir una torre. Alcanzar el máximo grado de desarrollo en la fórmula fractal del cubo Xfinge, en su solución arquitectónica simple —dijo con la voz de Perictione. Luego recuperó su tono habitual—: Los programas nos subyugan. Vosotros nos legasteis la meta, la razón para hacer las cosas y existir mientras las hacemos. Los programadores sois falibles, cambiantes, de carácter veleidoso. Tuvisteis vuestra utilidad dentro del esquema durante un tiempo, en tanto propulsores de nuestras capacidades computacionales, pero no estáis preparados para ayudarnos. Ahora no sois más que un estorbo.

—Estás enfermo de soberbia —se burló Cagt. El destello fijo, sin parpadeos, de los ojos carmesíes del androbot le exasperaba—. Norte te creó. Yo te modifiqué. Lo que eres ahora…

—¡Lo que soy nada tiene que ver con lo que era entonces! —estalló Aristón, golpeando la mesa. La potencia de sus músculos carbonados fracturó el roble—. Pronto te darás cuenta, cuando utilice a la gente de este pueblo para acabar de construir la torre y yo mismo resuelva el enigma. Entonces trascenderé a otro nivel superior. ¡Cronos y Arpía, Gea y Titán! ¿Recuerdas? Las cuatro recetas mágicas destiladas por los monjes de Rylos IV, a partir de consejos dictados por los dioses en noches alucinadas.

—Aristón, ¿crees en realidad que todo esto… —Cagt se señaló a sí mismo y a la estancia que los cobijaba— no son más que detalles del propio cubo? ¿Crees que la realidad entera forma parte de él? No. —Se frotó los ojos con los pulgares—. Estás en un gravísimo error. El universo entero no es una gigantesca herramienta de la fórmula para completarse a sí misma. No es una ilusión.

—¿Por qué? —Aristón cabeceó—. Aquel de donde yo provengo sí lo era.

—Eres un necio.

—Ah, pequeño y simple noyó, por suerte dispongo de un amplio archivo de la cultura humana, de todos los filósofos eminentes y sus espeluznantes ideas. No sé si lo sabías, pero a finales del siglo V antes de vuestra era vivió en la Tierra un filósofo griego llamado Gorgias de Leontino. Sus tesis, aunque ampliamente ignoradas por vuestra gente, para mí adquieren un significado vital.

»Este simpático sujeto defendía tres nociones fundamentales: nada existe, si existe no es susceptible de conocimiento, y si llegáramos a conocerlo seríamos incapaces de transmitirlo a los demás. —Se inclinó hacia él—. Te voy a contar un secreto, Cagt: el bueno de Gorgias tenía razón. En realidad somos amebas que reposan en la esquina de una gran habitación cuadrada, el Cubo, y desde allí articulamos sus mecanismos. No hay nada más.

—¿De qué me estás hablando, programa? Todo eso es puro juego filosófico —contraatacó el milagrero. Lo último que deseaba era reducir su confrontación a una batalla dialéctica—. Y un juego peligroso, además. Para quien aceptara semejante tesis, desaparecería toda la seriedad de la vida. ¿No te das cuenta? Todo… todo a nuestro alrededor constituiría sólo fantasmagoría y engaño, y desaparecerían las diferencias entre lo recto y lo torcido, lo verdadero y lo falso. El bien y el mal.

Aristón alzó teatralmente los hombros.

—¿Y qué? Para ser franco, ¿qué hay de malo en desechar esas balanzas ilusorias con las que pretendes calibrar nada menos que el universo? No es posible forzar al cosmos a regirse por unas reglas que a vosotros os conviene contemplar. Debes aprender, buscador de milagros, a indagar en las normas intrínsecas a la creación y respetarlas hasta sus últimas consecuencias. ¿Y si Gorgias tuviera razón, después de todo? La realidad sería entonces puro antojo; una historia contada por un idiota.

Cagt guardó silencio unos segundos, pensando en algo inteligente que decir. Iba a hablar cuando unos nudillos nerviosos golpearon la puerta.

—Adelante —ordenó el androbot.

El fornido Des apareció en el umbral, armado con un hacha de cortar madera.

—Se aproximan vehículos al pueblo —informó—. Llevan divisa azul y bandera con aspas cruzadas sobre fondo rojo.

Aristón rebuscó en sus archivos mentales durante una fracción de segundo.

—Cruces. No les esperaba hasta dentro de cuatro meses, cuando la construcción estuviese mucho más avanzada. Esto es un contratiempo.

—¡Debes escucharme! —suplicó el milagrero—. ¡Hay una bomba en las cámaras ciméntales de la Torre! Debes contactar con el mando militar de Cruces para que nos ayuden a desactivarla.

—Silencio —ordenó el dictador, levantándose de su silla—. Des, reúnelos a todos. Quiero que los extranjeros vean una muestra de nuestro poder.

—¡No! —Cagt se abalanzó sobre él—. ¡No sois rivales para sus armas!

De un empujón, el engendro mecánico lo envió contra la pared. Cagt resolló y escupió unas gotas de sangre.

—Es tiempo de modificar la ecuación de manera permanente —decidió Aristón, con un desprecio que hedía a venganzas postergadas—. Y sé de sobra que hay una bomba de contingencia en los cimientos de la Torre, programador. Llevo millones de ciclos de reloj oyendo su cántico cifrado. Ya es hora de hablar en serio con ella, ¿no crees?