El invierno se acercaba, y el estado de los niños de Fellia no hacía más que empeorar.
Habían caído enfermos tras un periodo de desarrollo inusitadamente acelerado, que los llevó de bebés recién nacidos a niños en cuestión de meses. Norte veía en ello un reflejo de la inusual constitución de su madre (puede que alguna de las escasas niñas de la camada estuviese destinada a convertirse en otra madre insecto), pero no poseía las herramientas para controlarlo. Si las hubiese tenido, tal vez podría haber evitado que les atacase aquella misteriosa enfermedad, de patología y origen desconocidos. Nadie, ni siquiera Runah, el padre de las camadas, sabía a qué podía deberse ni qué hacer para curarla.
Hacía varios días que Norte no se dejaba caer por el hospital. Estaba demasiado deprimido para soportar todas aquellas miradas inocentes, y aunque sabía que la pequeña Matrioshka (que había crecido asombrosamente hasta la edad aparente de diez años) no paraba de preguntar por él, siempre encontraba alguna excusa para mantenerse ocupado: o había salido con los ganaderos a reparar alguna cerca o resolver una disputa de terrenos, o permanecía encerrado en su estudio concentrado en los planos de la torre y no se le podía molestar.
Empezaba a odiarse a sí mismo.
En un infructuoso intento por liberar su cabeza de preocupaciones, había rescatado de su pasado el gusto por el alcohol. Visitaba con frecuencia la destiladera de Moses y pasaba horas allí dentro, escondido en la trastienda, intercambiando anécdotas con el químico sobre sus lejanos tiempos en la Rejilla Pancultural. Se contaban aventuras fabulosas, a medias verídicas), a medias inventadas sobre la marcha (como aquella tan improbable en la que el yate de la princesa Nur, gran soberana de los mundos de la Variedad, quedó varado en el espacio cerca de una nova, y gracias a sus mejunjes culinarios Moses pudo destilar una pequeña cantidad de combustible que les permitió escapar a duras penas del desastre).
El químico le dejaba probar sus últimos experimentos con el zumo de legumbres y otros precipitados de origen oculto, mejunjes frangentes cuyos invitados de honor eran casi siempre el mareante olor de la levadura y aquella acidez angustiosa que persistía en la lengua tras cada sorbo. Resultaba curiosa la velocidad con que pasaba el tiempo en aquel cómodo taburete escondido entre pipetas y alambiques, a salvo de las miradas cargadas de demandas del mundo exterior.
Pero los niños empeoraban. Y era un hecho que debía enfrentar tarde o temprano.
De forma misteriosa, algunos incluso habían perdido la facultad del habla, asustando terriblemente a las matronas. Por si fuera poco, Fellia la madre insecto mostraba síntomas de estar de nuevo embarazada. Por lo visto su compañero no había tenido nada que ver; según lo que contaba sobre sí misma las raras veces que estaba despierta, su ciclo reproductivo se basaba en algún proceso de polinización circadiano. Su portentosa matriz producía óvulos fecundados con el mero transcurrir de las estaciones, al desarrollarse su flora enzimática tras cada primavera. Y Norte, que se había ganado a pulso la fama de poseer la solución para todos los problemas, no sabía qué hacer.
Una mañana en que empezaban a ser evidentes las nieves en las cumbres más altas de la cordillera, Norte decidió hacer algo por el bien de su salud mental. Se disculpó ante Moses al pasar por delante de su local (¿No pruebas mi última mezcla de moras con patatas y alcohol de centeno? No, gracias, esta mañana me necesitan en las granjas), y salió del pueblo.
Los cultivos hidropónicos maduraban bien. El sistema de absorción de calor en los invernaderos les permitía obtener una cosecha extra al año. La inyección de estimulantes en el suelo hacía que las plantas crecieran altas y resistentes, preparadas para soportar los rigores del invierno.
Con todo, la cosecha maduraba con lentitud exasperante. Al centenar de niños enfermos había que tenerlos bien alimentados siempre, no se les podía exigir que hicieran esfuerzos por no comer. Desde hacía dos meses la comunidad llevaba un régimen de consumo tan ajustado que les iba a resultar imposible almacenar comida para cuando las primeras nieves alcanzasen el valle.
Norte estaba elucubrando sobre cómo obtener plantas cuyas raíces se alimentasen de hielo cuando vio al caballo herido.
Era el jamelgo de Strad, un cosechador que trabajaba en las hectáreas dedicadas a la gramínea. Al pobre animal se le había roto una pata al tirar del carro. Su abatido dueño le contemplaba con una escopeta en las manos.
Sin hablar, Norte se colocó a su lado. Aquel jamelgo no volvería a andar. Tenía la cabeza echada sobre la hierba y con su ojo oscuro y bañado en una lágrima cóncava miraba a su dueño como adivinando sus intenciones.
Al cabo de un tiempo, Strad dijo:
—No sé si me merezco esto. He trabajado muy duro todo el año.
Norte no supo si se dirigía a él o al caballo. Strad cargó su arma y repitió:
—No lo merezco.
El jamelgo relinchó, quién sabe si suplicando por su vida o sintiendo lástima por el granjero que iba a perder su único medio de arar la tierra.
Strad le apuntó a la cabeza, y Norte se dio la vuelta, encogiendo los hombros ante la inminencia de la detonación.
En lugar de ésta, lo que oyó fue una voz grave que parecía flotar en el viento:
—Antes de sacrificar innecesariamente a ese ejemplar, señor, os ruego que me permitáis echarle un vistazo. Tal vez pueda hacer algo por arreglar la extremidad fracturada.
Norte y el granjero se volvieron para contemplar un cuadro insólito en lo alto de la colina:
Un hombre apoyado en el estribo de su carromato agarraba las riendas de un corcel azul, un animal idéntico a un caballo salvo por su extraordinario color, y el hecho de poseer seis patas ancladas a un cuerpo casi una tercera parte más largo que el de un equino común. El caballo poseía una cabeza estirada con grandes orejas puntiagudas, rematada por una boca protegida por barbas laminadas. Los ojos eran incapaces de girar en sus órbitas, por lo que no necesitaba de tablillas que lo mantuviesen mirando siempre hacia el frente. Parecía robusto y, de alguna manera, expresamente diseñado para tirar de aquel carro, un conestoga pintado de vivos colores. Un panel solar en forma de mariposa anclado a su varillaje batía sus alas siguiendo al sol; tal movimiento provocaba lentas cascadas de destellos que bailaban con el paso de las nubes, y hacían titilar descargas eléctricas en un condensador situado en la base de la antena. El carromato estaba cerrado por ambos extremos, pero mantenía entreabierta una ventana a modo de ventilación. De ella manaba un olor agridulce, como a medicina mezclada con papillas para bebés.
El conductor, un hombre blanco de larga barba gris, se despegó de los labios la boquilla de su pipa y repitió la oferta:
—Dejadme al menos que lo examine. La alternativa por la que habéis optado, mucho me temo, no podrá repararse de ninguna manera.
Strad y Norte cruzaron una mirada atónita. Se apartaron, dejando que el enigmático extranjero descendiera de su carromato e inspeccionase la pata rota. Por la forma como tocaba al jamelgo, no parecía en absoluto un veterinario, sino un ingeniero concentrado en un simple problema de enganches y fluidos. Extrajo de su morral un instrumental plateado y procedió a operar.
Norte lo contempló trabajar unos minutos, hasta que ya no pudo contenerse más e inquirió:
—No quisiera importunaros con preguntas que pueden esperar, pero… ¿Quién sois y de dónde venís? Las rutas comerciales pasan muy lejos de este valle.
El hombre palpó unos músculos provocando una reacción en el caballo, que relinchó inquieto. Strad le dio unas suaves palmadas en el cuello para tranquilizarlo.
—Calma, amigo, déjale trabajar…
—Lo que busco no lo encontraré cerca de las rutas comerciales —explicó el hombre, extrayendo de su carromato una cesta de ungüentos—. Mi única esperanza estriba en los lugares adonde nadie ha ido desde hace mucho tiempo. —Elevó el mentón, observando la cercana torre—. Como éste, tal vez.
—Aún no os habéis presentado —observó Norte. El desconocido le tendió una mano mientras operaba con la otra al animal. El jamelgo relinchó de dolor, pero no se movió del sitio.
—Soy Cagt, ingeniero informático y bioquímico de Puerto Fomalhaut. Es un placer —se respondió a sí mismo—. Hace ya más de un año me lancé a la carretera en busca de información sobre una rara enfermedad que sólo afecta a los niños, pero mis recursos están a punto de agotarse. Llevo sin toparme con un enclave civilizado desde hace cuatro semanas, y ni siquiera Jok —hizo un gesto hacia su estrambótico animal de tiro— puede resistir tanto tiempo sin reemplazar el agua de sus buches de almacenaje.
Norte se envaró. En un instante muchas teorías que lidiaban con la esperanza de curar a los hijos de Fellia pasaron por su cabeza. Viendo cómo trataba a los animales (era incapaz de entender lo que hacía, pero golpeaba, aserraba y atornillaba aquí y allá con instrumentos tan originales como su carromato, muy seguro de sus movimientos), tal vez…
—¿Una enfermedad que afecta a los niños? ¿Tenéis acaso…? —Tragó saliva—. ¿Tenéis conocimientos de medicina avanzada?
Cagt se encogió de hombros.
—El cuerpo humano y el animal no son más que un puñado de fibras tensoras, vigas de soporte y tuberías que conducen fluidos a gran velocidad. No soy lo que se dice un médico, pero algo entiendo de ingeniería, así que cuando localizo un desperfecto lo arreglo. Vale, esto ya está.
Con una palmada, urgió al caballo a incorporarse. Strad tiró de las bridas y su animal, milagrosamente, se puso en pie sacudiendo su pata enferma.
Su hueso volvía a estar operativo.
El jamelgo seguía teniendo un aspecto flaco y desgarbado, pero piafaba como un rocín impaciente por continuar tirando del carro.
—Es… esto es… —balbuceó el campesino.
—Milagroso, ya. Me lo dicen a menudo. ¿Por qué me preguntaste hace un momento sobre medicina, buen hombre?
Norte le ayudó a recoger su instrumental.
—Es que en Torre tenemos un… pequeño problema con unos niños enfermos. Su mal nos es tan desconocido que hasta ahora no hemos podido ni siquiera identificar su origen. Se me había ocurrido… Bueno, que tal vez vuestras milagrosas habilidades nos servirían de algo. Si nos prestáis ayuda, os recompensaremos generosamente.
Cagt se limpió las manos en un paño.
—Me temo que ni siquiera yo entiendo la naturaleza del organismo hasta el punto de sanar todos los males, lo siento.
Acto seguido condujo a Norte hasta su carromato y apartó la lona que tapaba el interior. El arquitecto se asomó, y su corazón dio un vuelco.
Acostado en un camastro de piel de cordero, con algunos tubos surgiendo de su nariz y de una vena del brazo, yacía el cuerpo de una niña de unos trece años, presa de una enfermedad que había consumido su cuerpo hasta llenar su piel de manchas y borrar toda huella de vitalidad de sus exangües mejillas.
* * *
La gente de Torre acogió a Cagt con recelo. No estaban acostumbrados a recibir visitantes tan estrafalarios, y su corcel asustaba a los niños por la forma que tenía de dilatar y contraer su enorme bocaza de ballena.
En el viaje hasta el pueblo, Cagt había explicado que solía dedicarse a ir de ciudad en ciudad buscando tratados de medicina. Para ganarse el sustento sanaba a los animales y vendía remedios magistrales contra ciertos males básicos, como la alopecia o las patas de gallo, que él mismo destilaba en su carromato. Allí tenía instalado un pequeño hospital de campaña para cuidar a su hija, Mora, y un laboratorio alquímico portátil.
Al ver las profundas entradas que Norte lucía en su frente, sugirió de soslayo que, aunque los peores males habitualmente son difíciles de tratar, los sencillos no requieren grandes desembolsos para ser subsanados.
Norte declinó su oferta, pero prometió comprarle una tonelada de su fantástico remedio contra la calvicie si su arte les ayudaba a resolver el problema de los niños.
El arquitecto también mostró interés en el corcel de seis patas. Cagt explicó que lo había diseñado partiendo del «patrón estándar» del equino. Por supuesto, había tratado de mejorar el diseño impuesto por la naturaleza: dado que se trataba de un animal de tiro ya desde los planos ARN iniciales, había incluido un par de patas suplementarias que ayudaran en la tracción, así como un mejor sistema de ventilación (pulmones recubiertos de fibras musculares compresoras de gas, una amplia tráquea que ocupaba casi todo el interior de su cuello, y una boca barbada, al estilo de los cetáceos, para cribar las impurezas del aire). Además, en los espacios dinámicos entre vísceras había añadido compartimentos de grasa estancos, distribuidos equitativamente por los cuartos traseros, preparados para ser consumidos en un orden específico. El propio calor que generaban los músculos del animal era aprovechado para derretir la grasa y facilitar su degradación en ésteres glicéricos.
—Si tal es vuestro dominio del mapa genético —elucubró Norte, dando saltos junto a Cagt en el pescante—, ¿cómo es que no sois capaz de curar la enfermedad de vuestra hija?
El extranjero condujo su carromato hacia el centro del pueblo. Muchos ojos le observaban desde ventanas entreabiertas.
—Puedes tutearme si quieres… ¿Norte, verdad?
—Así me llaman en este lugar.
—Perfecto. —Tosió—. Vamos a ver. Yo puedo dirigir la construcción de algo tan complejo como un ser vivo si lo planifico desde el punto de partida, cuando todavía es un embrión. Pero modificar sus características a medio desarrollar es mucho más complicado. Yo diría, y con esto no quiero desilusionarte, que resulta casi imposible. Es lo malo de las obras de ingeniería: a veces sólo puedes darles el impulso inicial, y luego esperar a ver cómo van evolucionando.
El arquitecto contempló de reojo el andamiaje de su edificio.
—Qué me vas a contar.
Norte expuso a Cagt todo lo fielmente que pudo el problema de la camada, e hizo preguntas sobre la niña enferma. El extranjero explicó que, a diferencia de ellos, él sabía con exactitud lo que le ocurría a su hija: desde hacía varios años se había manifestado en sus células una enfermedad degenerativa que la iba marchitando poco a poco, matando un pedacito distinto de su cuerpo todos los días. Era la expresión de una patología hereditaria e incurable, la misma enfermedad que había acabado con su bisabuelo antes de saltar dos generaciones.
—Mi concordante es un reflejo de mis propias debilidades —dijo Cagt—, pero también ha heredado la terquedad de la familia. Eso la hace dura.
Norte se sorprendió al oírle hablar de su hija como si fuese el complemento directo de una frase. Ya hacía mucho que no charlaba con gente de los países del lejano oeste, que trataban los lazos familiares como estructuras gramaticales.
—Al menos tú sabes lo que está matando a tu «concordante» —dijo Norte, abatido—. Eso en nuestro caso sería un triunfo.
Cagt oteó en derredor. Debido a su larga barba gris y las profundas arrugas de su frente, Norte había pensado que era un anciano, pero al verlo de cerca descubrió que apenas rebasaba la cincuentena.
—Este pueblo tuyo parece muy cosmopolita —observó—. He contado seis o siete etnias distintas en los últimos trescientos metros.
—Aquí todos somos extranjeros. De hecho, el pueblo es sólo un lugar de paso; está condenado a desaparecer en cuanto acabemos de construir la torre.
—¿Sois refugiados?
—En la vernácula lo expresaría de otra forma, pero sí: refugiados, ex presidiarios, aventureros, anacoretas… Aquí hay de todo. El único requisito que debes cumplir si quieres permanecer un tiempo en Torre es seguir con tu camino en cuanto acabes lo que vienes a hacer. —Lo miró de soslayo—. O cuando nos ayudes a resolver nuestro problema.
—Bueno, no perderé tiempo si echo un vistazo a esos chiquillos… Pero recuerda: no me comprometo a nada.
Norte sonrió.
—Estoy tan desesperado que con eso me vale. Si quieres podemos reservar una cama para tu hija en nuestra casa de curación. Una boca más que alimentar no nos va a perjudicar mucho.
El milagrero se volvió hacia el interior del carromato. Su hija dormía plácidamente.
—Acepto y te lo agradezco, amigo. Un cambio de aires y una cama limpia harán más por ella que todas esas medicinas.
Arribaron a la plaza central, allí donde había estado el huerto de Amber, trasladado para hacer sitio a edificios más importantes: el almacén de grano, la casa de Norte (que hacía las veces de ayuntamiento) y el hospital. Viandantes de caminar ocioso les contemplaron al pasar, alzando las cejas con perplejidad.
La antigua vivienda de Amber aún estaba tal y como ella la dejó, con los postigos cerrados y un candado protegiendo la entrada. Guiado por Norte, el extranjero detuvo su carro.
—Bueno, será mejor que hable a tus conciudadanos antes de que alguno decida atacar a mi caballo.
—No, déjame hacer a mí —contravino Norte, poniéndose en pie sobre la carreta—. Les conozco y sé qué decirles.
Impulsados por la curiosidad, los más atrevidos se fueron acercando hasta acabar formando una muralla en torno al carromato. Norte les explicó brevemente lo que sabía sobre el extranjero y procedió a presentarle. Les contó que poseía remedios milagrosos contra la alopecia, y que tal vez (remarcó bien estas palabras) pudiera ayudarles con el asunto de los niños de Fellia.
Los pueblerinos cuchichearon, lanzando miradas aviesas al carro y al milagrero. Otros formularon preguntas ladinas:
—Esa barba cana no será el resultado de haber probado su elixir consigo mismo, ¿verdad? ¿No se nos irá a caer lo que nos queda de pelo al mismo tiempo que nos crece?
O bien:
—Dice que se ha construido ese caballo… ¿Quién sabe qué será capaz de fabricar mañana? ¿Un lobo con tres filas de dientes?
O bien:
—A mí no me gustan los caballos azules.
Norte trató de apaciguar los ánimos de la mejor manera que pudo, pero el recelo de la gente aumentaba. Al final, interrumpió su argumentación cuando una voz femenina dijo sosegadamente:
—Si hay algo que la experiencia me ha enseñado a temer es a los desconocidos que aparecen de repente, tocando en tu puerta y tratando de venderte soluciones embotelladas para los problemas de la vida. Lo siento, pero no me lo creo.
Norte localizó a la propietaria de aquella dulce voz cargada de veneno.
—¡Amber!
—Lamento decirte esto, Norte, pero no quiero que tu amigo se acerque a los niños.
La gente la apoyó. Comenzaron a oírse argumentos a favor de expulsar al extraño. Incluso hubo quien escupió insultantemente cerca de las ruedas.
—Ahora hablaré yo —dijo Cagt.
—Creo que te tienen demasiado miedo —suspiró Norte—. Lo mejor será que continúes tu viaje.
El extranjero le impelió a sentarse y colocó el pie sobre un control de mandos disimulado bajo el estribo.
—Cállate y déjame hacer mi trabajo.
Algo inesperado sucedió. Repentinamente, el panel solar de perfil de mariposa comenzó a batir alas, irradiando cascadas de color tan hermosas que atrapaban hipnóticamente la mirada, como si un calidoscopio convirtiese la luz del sol en pura óptica recreativa.
Cagt encendió un micrófono. Con voz entrenada en infinidad de espectáculos ambulantes, tronó:
—¡Damas y caballeros, niños y niñas! ¡Cagt el milagrero ha llegado a la ciudad! Olvidad vuestros achaques, el mal de ojo del vecino y los problemas de la vejez, porque conmigo han venido también los cuatro grandes dioses de la Antigüedad para haceros la vida un poco más llevadera.
Presionó un botón disimulado y unos tablones se descorrieron de entre las ruedas, convocando de la nada una mesa con cuatro vistosas redomas atornilladas. Bailando a su alrededor como un genuino hombre orquesta, las acarició reverencialmente nombrándolas una por una:
—¡Cemial! ¡Aranay! ¡Timos y Gudairama! Las cuatro recetas mágicas destiladas por los monjes de Rylos IV a partir de consejos dictados por los dioses en noches alucinadas. Cronos y Arpía, Gea y Titán, subid de las profundidades del inframundo y ofreced a estas incrédulas buenas gentes una muestra de vuestro poder.
Destapó la primera redoma, etiquetada con una gran letra C. Teatralmente, arrojó su contenido sobre el lomo del caballo.
Instantáneamente, éste empezó a arder con un fuego que no irradiaba calor.
El animal no se inmutó. Resopló aburrido mientras Cagt pasaba repetidas veces una mano por el interior de las llamas sin sufrir quemaduras. La multitud le contemplaba boquiabierta.
Demorando unos segundos la apertura de la segunda redoma para crear más expectación, Cagt extrajo de sus ropas un saquito y esparció su contenido sobre la mesita, minúsculos granos que parecían huevas de esturión. Vertió el líquido de la segunda redoma sobre ellos y, en medio de explosiones de humo amarillo, mutaron para transformarse en libélulas irisadas que salieron volando por encima de las cabezas de la gente.
Algunos aplausos acompañaron al siguiente prodigio de Cagt, que hizo levitar la tercera redoma sin molestarse en extraer el misterioso fluido de su interior.
Prestándole atención sólo a medias, Norte buscó la oronda silueta de Amber entre la gente. La encontró valorando el espectáculo del milagrero con un triste balanceo de cabeza. Los pueblerinos la iban sorteando para apelotonarse fascinados en torno al carromato.
Cagt destapó la última redoma, cuyo contenido se evaporó formando el rostro de un hombre barbudo como los que adornaban las estatuas de los antiguos dioses. Las alas de mariposa dejaron de batir y se hizo el silencio.
Tras un silbido de realimentación del micrófono, una reliquia analógica, Cagt hizo su gran proposición:
—Habitantes de Torre, eh… ¿Se llama así?
Norte asintió.
—Torre sea, pues. Amigos, comprendo que mi presencia os acongoje; no estáis acostumbrados a tratar con ilusionistas. Con mis ungüentos y fórmulas magistrales puedo prometeros que no se os caerá el cabello hasta los sesenta, aunque a la larga se os volverá del color de la plata y los que sois más rubios lucharéis rudamente contra los rizos; esto sucederá porque todo milagro tiene su precio… ¡Pero una cosa os aseguro! Soy un hombre honesto, de férrea palabra y costumbres higiénicas. Aunque mis conocimientos de medicina tal vez sean insuficientes para sanar a vuestros niños, no es menos cierto que el problema me concierne tanto o más que a vosotros. Y eso, creedme, me convierte en el hombre idóneo para tratar de encontrarle solución.
Dicho esto, descorrió la cortina del carromato. Sosteniendo el tubo de respiración con la mano, su «concordante» le miraba con reproche desde el camastro.
Eso convenció a la gente, pero Norte adivinó por la expresión de Amber lo que estaba pensando: por muy milagroso que fuese, ¿qué clase de hombre usaría a su hija enferma como colofón de su espectáculo?
* * *
Mientras el milagrero se instalaba, Norte acompañó personalmente a su hija Mora al hospital. Los enfermeros encontraron una cama limpia justo al lado de la pequeña Matrioshka.
Las niñas hicieron buenas migas de inmediato: Matrioshka le mostró su jilguero, orgullosa de lo brillantes que lucían sus plumas, e incluso dejó que Mora le diese unas migas de pan. Pero lo que más contribuyó a hacerla feliz fue ver como Norte iba a visitarla tras tantos días de ausencia.
El hombre se disculpó, murmurando excusas peregrinas referentes a su cargo como jefe de la aldea.
—Me alegra que haya vuelto —sonrió el doctor—. Ya no sabía qué medicina darle a esta muchachita que supliera sus horrendos chistes de tortugas.
Norte estaba muy preocupado. El cuadro de Matrioshka se mantenía estable, pero casi todos los demás niños empeoraban. ¿Por qué? ¿Qué disfrutaba ella que no tuvieran los otros? Examinando los partes del día, se enteró de que algunos chiquillos más habían dejado de hablar. Otros habían perdido sensibilidad en los dedos pulgares, y les costaba realizar movimientos prensiles. También era cierto que Matrioshka era la mayor del grupo; sus hermanos no superaban los tres o cuatro años aparentes cuando ella semejaba diez. Estaba seguro de que en ese crecimiento diferencial estaba la clave del problema, pero se le escapaba.
Y hubo un detalle que llamó su atención.
El niño que ocupaba la cama contigua a Matrioshka, justo a su derecha, experimentaba una estabilidad parecida. Eso le desconcertó. ¿Podría estar generando el cuerpo de la niña algún antígeno que combatiera la enfermedad? ¿Y cómo podía transmitírselo a otro paciente que estaba a casi un metro de distancia?
Si se trataba de algún agente transmitido por el aire, ¿por qué el niño situado a su derecha se beneficiaba de él, pero no el de su izquierda?
Con la mente perdida en elucubraciones, Norte jugó un rato a las adivinanzas con las niñas. Mora era un encanto de chiquilla; de gestos amplios y desgarbados, todo ojos y nuez de Adán, con pestañas arqueadas hacia fuera y pecas del color de la miel repartidas por su nariz. Había heredado el carácter excesivo de su padre, y cuando hablaba desplegaba una gama de gestos que subrayaban vivamente sus palabras. Mora no tocaba las cosas: las agarraba posesivamente y las hacía suyas. Si no estuviese postrada en cama habría hecho amigos con facilidad, atrayéndolos con ese don de estar allí del que ahora sólo veían una sombra.
A Norte le sorprendió que, pese a su estado, aún quedase en sus ojos un atisbo de la alegría de vivir. Comprendió que, para ella, el abrirlos cada amanecer y descubrir que seguía viva para disfrutarlo debía de ser un verdadero regalo.
—¿Por qué tienes tan poco pelo? —preguntó, divertida. Norte se sonrojó.
—Pues… porque a los hombres antipáticos como yo se nos cae el pelo muy deprisa.
—Seguro que no hay dos tipos tan calvos como tú en todo el pueblo.
Matrioshka rió el atrevimiento de su amiga. Norte torció el gesto pomposamente y se defendió:
—Hum, así de buenas a primeras no lo sé… pero si en Torre hubiese más habitantes que pelos en la cabeza de cualquiera de ellos, y si tuviéramos la certeza de que ninguno es totalmente calvo, te podría asegurar que sí, que hay al menos algún pobre desgraciado que tiene exactamente el mismo problema de calvicie que yo. Es decir, que compartimos el mismo número de pelos en la cabeza.
—¿Por qué? —preguntaron al unísono las niñas—. ¿Por qué, Norte?
—Porque si en Torre hubiese censados, pongamos por ejemplo, mil habitantes, y cada uno tuviera distinto número de pelos, tendría que haber un millar de números enteros positivos diferentes, cada uno menor de mil, lo cual es imposible.
Las niñas le miraron perplejas, sin atreverse a discutirlo.
El pájaro de Matrioshka silbó una melodía. Norte recogió la jaula del suelo y admiró la salud del jilguero (fuera por el motivo que fuese, aquella enfermedad no afectaba a los animales). Tras depositarlo junto a la cama, donde Matri lo dejaba para que «no se resfriase», se disculpó un segundo. Quería abrir un poco las ventanas.
Matrioshka le hizo prometer que no se alejaría más de tres metros de su cama hasta que acabase la hora de visita, así que el sufrido arquitecto tuvo que ingeniárselas para manipular el mecanismo que hacía pivotar la ventana subido de puntillas a un taburete. Ambas se rieron viéndole pasar apuros, pero Norte cumplió su promesa: abrió los postigos y un soplo del frío viento que bajaba de las montañas entró para refrescar la gran habitación.
De paso, aprovechó para estudiar la corriente. Matrioshka tenía la ventana detrás y a la derecha, justo tras el bastidor que la separaba de los otros niños. Ese bastidor consistía en una cortina de tela que colgaba hasta más o menos un metro del suelo. La puerta más cercana estaba en línea recta frente a la cama, a unos diez metros. Eso significaba que la corriente de aire entraría por detrás de ella y fluiría con velocidad hacia el sur, a la puerta de la salida, pasando por encima de la fila de camastros.
No. Eso no aclaraba nada: el aire afectaba más al niño de su izquierda que al del extremo contrario, pero era éste el que mejoraba. Ambos estaban protegidos por los bastidores para que no les molestara excesivamente el sol.
No podía ser eso. ¿La luz, tal vez? ¿Un cambio en la dieta? ¿Algo en la medicación que hiciera reacción con la comida?
Fatigado, Norte dejó a las niñas jugando y se ausentó al excusado. Se echó agua fría en la cara. Aquello era un misterio, un maldito enigma que estaba resultando demasiado complejo para él.
Tras secarse con la toalla, hizo lo que pudo por recomponer su sonrisa y regresó junto a Matrioshka.
—Bien —dijo a modo de despedida—. Si sois listas y resolvéis esta adivinanza, os daré un premio: ¿qué tres cifras idénticas debemos sumar, que no sean tres veintes, para obtener 60?
Las dejó cavilando y se marchó del hospital para ocuparse de otros asuntos.
Los días del invierno transcurrieron lentamente.
Cagt se había instalado en la única casa disponible, la antigua cabaña de Amber (previo permiso de ésta, aunque lo dio sin muchas ganas; la fundadora del pueblo no se molestaba en disimular su antipatía hacia el recién llegado). En el pequeño establo se dedicaba a hacer su trabajo, cuidando de los animales de la gente. Muy pocos comentaban las bondades de sus elixires, pero algunos ya se habían llevado a casa unas cuantas redomas de su famoso crecepelo, ¡sólo para probarlo con el chucho, nada más!
Con eso el milagrero había subsanado sus primeros gastos, comprando algo de comida, aceites, y alcohol en diferentes concentraciones del que usaba Moses en su destiladera. En el techo había colgado su panel solar de mariposa; colateralmente a su uso particular de la energía, trataba de ganarse la confianza de los vecinos dejándoles conectar sus tomas de corriente.
—Produzco más de lo que consumo —explicaba—. No me importa distribuir la electricidad sobrante entre todo el que la necesite. Sólo precisáis un cable lo suficientemente largo como para tenderlo desde vuestras viviendas hasta la mía.
Tan singular artefacto le granjeó más de una amistad en los primeros días de estancia, y popularizó otro mote: el hombre mariposa.
Norte fue a visitarle al cuarto día.
* * *
—¿Para qué quieres todos esos aceites? —preguntó. Cagt le invitó a sentarse y preparó algo de té.
—Los necesito para elaborar el crecepelo. Parece que se ha convertido en mi principal fuente de ingresos.
Su invitado alzó las cejas. El humo ascendía de la tetera en una espiral lenta.
—¿Ah, sí? Yo creía que no se fiaban de tus mejunjes.
Cagt señaló varias cajas amontonadas en una esquina.
—Habrá unos… —Arrugó la barbilla— cuarenta litros de crecepelo, así a ojo. Me falta tiempo y material para destilar todo el que me demandan.
Norte casi se atragantó con el té. Una risita entrecortada escapó de sus labios.
—No me lo puedo creer. Luego la señora Boubejolais te pone a parir en las reuniones de consejo.
—Pues la distinguida Boubejolais me encargó unas diez redomas anoche mismo… para sus animales, por supuesto.
—Por supuesto. Creo que vas a conseguir que dentro de unos años nos convirtamos en el pintoresco pueblo de los canosos de las montañas.
—¿Tanto durará Torre?
—Depende de su altura.
Cagt era un hombre afable cuando se le conocía. Norte imaginó que tal vez su estrafalaria forma de ver la vida resultara de los extraños códigos de conducta que las desgracias imponen a los seres humanos.
—Estuvo bien el espectáculo que montaste el otro día. ¿Cuánto estaba preparado de antemano?
Cagt hizo un mohín.
—Lo que hace interesante a un prestidigitador es que su público siempre imagina que hay un truco, pero no sabe dónde está.
—Ya, pero… he estado pensando en esas cuatro fórmulas mágicas. La que hizo arder al caballo ¿no sería un simple reactivo que prendió una sustancia que ya estaba sobre el animal?
El milagrero escondió su labio inferior.
—Es posible.
—Y las semillas que se convirtieron en libélulas… ¿No serían desde el principio insectos en estado de larva o pupa?
—Buf. No sabes lo que cuesta elaborar ese jugo de estimulación de imagos. Más aún cuando quieres provocar una reacción tan potente como para que los malditos bichos salgan volando con una sobredosis de feromonas.
—Ya veo. Tranquilo, prometo no decir nada aunque me torturen, pero necesitaba saber si verdaderamente había truco.
—Por supuesto. Siempre lo hay. En eso consiste la magia.
—Creo que de un tiempo a esta parte estoy empezando a creerme cualquier cosa. Por cierto, ¿cómo apagas el caballo tras cada sesión?
—Le arrojo agua. Aunque si dejo que arda se va a terminar apagando de todas formas.
—¿Y si no tienes agua a mano?
—Pues… entonces procuraría no hacer el truco. Lo triste sería tener al caballo y el agua, pero no las llamas. Por cierto, ¿tus chicos van mejorando? —preguntó el milagrero, cambiando de tema.
—No. ¿Has obtenido algo con la química?
Cagt sacudió la cabeza. Había extraído muestras de sangre a la mayoría de los muchachos y pasaba largas horas analizándolas.
—Negativo a todos los niveles. Sea lo que sea lo que provoca el mal, no es algo que esté en sus células. Me pregunto si no será alguna clase de patología no física; más bien mental… o de otro tipo que no somos capaces de imaginar.
—Ya lo había pensado, pero lo descarté por motivos prácticos.
—Esos niños no tienen un origen normal, Norte —dijo Cagt—. Parecen infantes comunes, pero son la enésima camada de una generatriz insecto. Ya he conocido otras en mis viajes, y no todas las generaciones sobreviven. He visto proles enteras morir por enfermedades que a un niño normal no le habrían provocado más que una molestia pasajera.
Norte cerró el puño en torno a su vaso.
—No acepto eso —siseó—. Vamos a encontrar una cura para esos cien. Sólo es cuestión de tiempo.
El milagrero se recostó en su silla, pensativo. En el reloj de su muñeca, una musiquilla marcó las seis de la tarde. Hacía bastante frío para esa hora.
—¿Recuerdas el otro día, cuando me dijiste que tenía suerte porque sabía exactamente lo que le ocurría a mi concordante?
—Ajá.
—Estabas equivocado. Vosotros sois los verdaderamente afortunados. Yo sé con seguridad que ella va a morir, que su degeneración celular es inevitable. Pero en este pueblo tenéis todavía una esperanza.
—¿Esperanza de qué?
Cagt sonrió.
—De que mañana aparezca una cura. De que el mal tenga un remedio. Como tú mismo has dicho, puede que la salvación final sea una simple cuestión de tiempo.
Tocaron en su puerta. Cagt abrió para descubrir el rostro acongojado de una de las enfermeras.
—¿Ocurre algo?
La joven aspiró profundamente y exclamó:
—Matrioshka se ha puesto peor.
Los dos hombres salieron corriendo hacia el hospital.
* * *
—¿¡Qué ocurre!? —gritó Norte nada más entrar. El médico informó de que el estado de la pequeña había empeorado repentinamente, sin aviso previo. Ahora estaban suministrándole estimulantes.
—Joder, es una regresión —masculló Norte, inclinándose junto a su cama. Tropezó con la jaula del jilguero y la apartó.
El pájaro no se movía.
Matrioshka estaba en un estado de semicoma. Apenas respiraba y su pulso era débil. En la cama contigua, Mora lloraba, mascullando algo sobre el pájaro.
Cagt abrazó a su hija, apartándola del lado de la enferma. Norte sintió un atisbo de recelo hacia él, pero comprendió y alabó su manera de proteger a la pequeña.
Él no tendría tanta suerte.
—Vamos, Matrioshka, cariño —susurró, tomando su mano—. Despierta. Dime qué te pasa para que pueda hacer algo. Dime cómo puedo curarte, por favor.
Su pie tocó algo.
La jaula del jilguero. Este parecía haber muerto de repente.
¿Habrá sido contagiado por el retrovirus?, se alarmó. ¿Afecta entonces a los animales?
Su cerebro funcionaba a plena potencia. Por su cabeza pasaron en segundos todos los datos de los que disponía: la ventana abierta, la corriente de aire, el pájaro que Matrioshka resguardaba del frío junto a su cama para que no se constipara.
—El pajarito ha muerto —sollozaba Mora, manchando de lágrimas la camisa de su padre—. ¡Ha muerto!
Vamos, vamos, viejo estúpido, piensa. ¿Qué tienen todos estos sucesos en común?
—No te preocupes, cariño —alentaba Cagt, meciendo a su hija—. Repararé el animalito de tu amiga y verás como volverá a cantar de nuevo.
De repente, Norte se irguió, casi chocando con la enfermera que tenía detrás.
Miraba la jaula de hito en hito.
Se hizo un silencio de muerte en la sala. Hasta Mora dejó de llorar por unos momentos. Todos le contemplaron extrañados mientras se separaba lentamente de la cama.
De un par de zancadas entró en el despacho del gerente, donde se guardaban los historiales de los niños. Abrió los cajones como un huracán, extrayendo expedientes para luego arrojarlos al suelo.
—Éste no es —mascullaba—, ¿Dónde estás, maldito?
El doctor Pankratis entró tras él, disgustado.
—¿Se puede saber qué es lo que buscas? —protestó. Norte le clavó sus pupilas con tanta ferocidad que el doctor enmudeció.
—¿Cuál de los niños que han perdido facultades motoras o verbales es el más joven?
—Eh… —titubeó—. Uno al que hemos bautizado Plácido, ¿por qué?
—Quiero ver su historial. Ahora.
Mientras el apabullado doctor lo buscaba, Norte miró más allá de la puerta de salida y encontró los ojos de Amber. Se dijeron algunas cosas en silencio, pero no tuvieron tiempo de más.
En cuanto el informe solicitado apareció, Norte lo devoró con tesón. De fondo, algunos infantes más se habían despertado y lloraban. Las enfermeras corrieron a atenderles.
Cagt recogió del suelo la jaula del pájaro.
—Eso es —murmuró Norte, acercándose a la cama de Plácido. El niño, justo al límite de los tres años, había pronunciado su última palabra hacía dos semanas. Desde entonces parecían atraerle sobremanera los juguetes que se podían agarrar y, lo que era más importante, aplastar con las manos.
Norte le tendió su diestra, pero el infante no supo qué hacer con ella. Sin embargo, al mostrarle sólo un dedo, Plácido lo agarró con su manita, ejerciendo un movimiento prensil.
—Está rejuveneciendo… —exclamó Norte.
Los demás le miraron confundidos.
—¿Cómo dice?
—Este niño no sufre ninguna atrofia del sentido del habla. Está revertiendo a un estadio previo de su desarrollo —explicó rápidamente, volviendo al lado de Matrioshka—. Por eso los niños pierden la facultad de expresarse o entender lo que decimos. ¡Es como si olvidaran el idioma porque no son capaces de relacionar conceptos!
—No lo entiendo —dijo el médico. Norte se limpió la nariz con la manga.
—Estábamos equivocados desde el principio. No es una enfermedad física, sino psíquica. Una regresión no natural, algún tipo de involución provocada por un disparador neurológico que aún no he identificado. No sé qué demonios puede provocar…
Miró a la jaula que Cagt tenía en las manos. Adelantándose, la agarró y la depositó en el suelo, en el lugar exacto donde Matrioshka solía dejarla: a la derecha de la cama, a salvo de las corrientes de aire que entraban por la ventana. Más o menos al alcance fácil de su manita…
… Y, dada la escasa altura de la jaula, visible para el niño de su derecha por debajo del dosel colgante que separaba ambas camas.
—Joder —susurró Norte—, no es un retrovirus. Es una enfermedad empática. ¡Cagt!
—¿Sí?
—Arregla el puto pájaro. Para ayer.
* * *
El milagrero no discutió la orden. Trasladó la jaula a su cabaña, donde había dispuesto el pequeño laboratorio que llevaba en el carromato, y se encerró a cal y canto. La gente que paseaba por delante de su puerta escuchaba ruidos extraños y murmuraba sobre los experimentos que estaría haciendo el chiflado del extranjero.
Norte pasó el resto de la noche junto a la cama de Matrioshka, velándola. No hacía más que pensar en el jilguero, en el lugar que siempre había ocupado junto a la cama.
—Claro —murmuraba una y otra vez—. Por qué no me daría cuenta antes, maldita sea.
Mora, más tranquila, velaba también el sueño de Matrioshka. A Norte le pareció lógico: para una chica que no paraba de viajar de pueblo en pueblo y no disponía de muchas oportunidades de hacer amigos, cuando lograba uno era como el mayor de los tesoros.
Norte se colocó tras el dosel, a la altura de la cabeza del niño acostado. Desde allí se habría podido divisar perfectamente el jilguero cantarín de Matrioshka.
Por eso el niño de su derecha estaba tan saludable como ella, y no el de su izquierda: porque podía ver el pájaro cuando ella lo dejaba en el suelo, y el segundo no. Tenía la cama delante.
Casi al filo del amanecer, las puertas del hospital se abrieron de par en par.
Tras ellas apareció Cagt, sosteniendo la jaula en sus manos. La traía tapada con un paño de vivos colores.
Todos contuvieron el aliento.
Matrioshka se revolvió inquieta en su sueño, como si hubiera presentido que algo anormal ocurría.
El milagrero se acercó a la cama. La mayoría de los niños despertaron. Algunos de entre los más pequeños lloraron.
Se colocó frente a Matrioshka y, con un movimiento solemne, como si estuviera representando uno de sus espectáculos, retiró el paño.
Tras las rejas doradas apareció el jilguero, saltando nervioso de varilla en varilla. En cuanto las primeras luces del alba proyectaron sobre él su tibieza, comenzó a emitir sonidos, tímidos al principio, con más fuerza después.
Matrioshka se removió, inquieta. Norte apretó su manita con esperanza.
Y cantó. El jilguero cantó como nunca antes había cantado un pájaro en toda la historia de su especie. Interpretó sus melodías desgranando las notas con tal pureza de tonos, mezclándolas en unos copos de sonido tan perfectamente modulados, que adquirían la textura de cristales sonoros. Los presentes olvidaron toda la música que habían escuchado en sus vidas, y lloraron, porque sabían que jamás volverían a deleitarse con una sinfonía semejante.
Los niños dormidos despertaron, los que ya habían sido dados por perdidos recobraron parte de su vitalidad, y algunos que habían olvidado cómo hablar su idioma encadenaron media docena de palabras exigiendo seguir escuchando a los pájaros.
Norte también sintió cómo las lágrimas afloraban a sus ojos. Cuando el sol ya había prendido el cielo tras de las montañas, el milagrero abrió la puerta de la jaula y dejó que el pájaro huyera. Éste batió con fuerza sus alas y abandonó su prisión para ejecutar elegantes espirales por encima de las camas.
Norte no imaginaba ni remotamente lo que Cagt habría podido hacer con las plumas de aquel animal, pero con cada batir de alas vertía destellos de color que pintaban rastros irisados en el aire. Varios arco iris entrelazados en elipses colgaron por encima de los niños durante largos segundos, subrayando las evoluciones del animal.
Acabó su vuelo en el alféizar de la ventana. El intenso fulgor suspendido en la calina del amanecer había encontrado cobijo en sus plumas de alabastro, y resplandecía liberándose de su prisión refractaria con cada espasmo de las nerviosas alas.
Excitado por el aroma a libertad, el jilguero desapareció con un estallido secuencial de amarillos y naranjas.
Matrioshka estaba despierta. Contempló la ventana durante unos segundos, tras los cuales concluyó:
—Es mejor así.
Y pidió su medicina.
Norte salió de la sala, escoltado por las enfermeras que le daban las gracias con los ojos llorosos. Estrechó la mano de Cagt. Aquello había sido realmente antológico.
—¿Cómo demonios lo has hecho? —quiso saber.
—Encontré una pipa de maíz atrancada en su esófago. El pobre pájaro había muerto de asfixia. La extraje y lo resucité, no fue muy difícil.
—¿Pero cómo conseguiste el efecto de los arco iris?
El milagrero se encogió de hombros.
—Ya te dije que nunca hay que revelar todos los secretos.
Entonces Mora tosió. Su padre abrió la boca para pronunciar su nombre, pero ya era tarde.
La niña se desplomó sobre el camastro como si alguien hubiese cortado sus hilos.