Sueño.
Muerte del inconsciente. Mundos al límite de la imaginación. El coro de los ofendidos acreedores del tiempo que escala tonos de bemol en sus oídos, protestando por todas las promesas que no vieron cumplidas en vida.
Veit Bach. Del honroso linaje de los Bach, que tanto amor supo arrancarle al viento. En qué terrible desgracia habría dispuesto el destino que cayeran él o su familia para que de sus pesadillas surgiesen pentagramas tan terribles, tensos y manchados de notas sin mástil. Eriales de puntos y renglones y claves marchitas. Tan estéril fue su composición que la sequedad de su armonía no admitía matices dramáticos. Ahora, Marius querría tener entre sus dedos no los fronterizos yunques del piano, sino unas cuerdas metálicas que rasgar para que el sonido incisivo de su punteo añadiera algo de claridad a las líneas melódicas, y el mensaje de la pieza sonara más nítido.
El comendador sudaba. Sus dedos volaban raudos por el escalar de teclas, provocando choques y rugidos sordos que repicaban con la exquisitez del llanto. Su público aguardaba expectante al desenlace de la pieza, entre rumor de abanicos.
Un murmullo lejano, espantosamente rítmico, amenazó repentinamente con destruir la singular cadencia de arpegios. Marius logró aislarse de lo que le rodeaba; apretando los párpados, se concentró en un crescendo y dejó que su pulgar sentenciara el punto y final de la estrofa.
La gente tardó en aplaudir, pero la ova fue sincera. El piano aún vibraba cuando sus manos se hubieron apartado relajadas de sus dientes.
Paz.
La paz del silencio. Cuan agudo es el llanto de la música cuando las notas se te clavan en el alma.
Marius parpadeó para que sus ojos se acostumbraran de nuevo a la luz. El sonido cadencioso persistía.
Se levantó del sillín del instrumento, disculpándose ante el respetable, y se asomó a la ventana. Buscó el origen de la interferencia entre los aparatos que navegaban por las torres huecas del palacio flotante. No tardó en descubrirlo: un centenar de metros más abajo, tras un laberinto de vigas y soportes que daban cuerpo a un gigantesco cigoñal, se acercaba un transporte de gravedad con las velas extendidas. Era un bajel de dieciocho metros con planta de cruz carolingia, entrando desde la puerta en órbita baja.
Haciendo vibrar el aire en bolsas térmicas, el aparato ascendió los veinte niveles que lo separaban de la cima de la torre y esperó. Ningún orificio se abrió en los relieves que adornaban su casco, pero el velamen se replegó susurrando como un océano de seda.
El bajel del Mensajero.
Marius tragó saliva. ¿Cuán importante podía ser un despacho emitido desde los mundos de la Rejilla para que un correo de esas características se dignase a entregarlo en persona? El escudo radiado por la nave, visible sólo tras una laboriosa decodificación en la cognoscitiva local, revelaba su pertenencia al colectivo Pandu.
De golpe, Marius cerró la tapa del piano. Mientras sus invitados se retiraban, descendió a toda prisa los peldaños y se dirigió a la balconada más cercana al aparato. Tras arremangarse la camisa para que los caracteres de confidencialidad, perfectamente visibles al ultravioleta sobre las venas de su brazo, quedaran expuestos a los ojos del Mensajero, atravesó el volumen de aire caliente que titilaba en torno al bajel y se cuadró en posición de respeto.
Se le obligó a esperar casi cinco minutos.
Al fin, una abertura se hizo visible en el casco como una incisión de luz. De ella surgió un pequeño animal de los mundos interiores, un cruce entre felino y ratón de la especie de los krats. Sacudía sus ojillos recelosos, pero no se movió hasta que un ayudante de Marius lo recogió y transportó con infinito cuidado a la sala de cunas.
Desde algún lugar en el interior del aparato, el Mensajero ordenó silenciosamente al fuselaje sanar aquella herida e inicializó los ciclos de despegue. Marius comprendió que allí nada más habría para él.
Haciendo una reverencia, se retiró para dejar que las velas se desplegaran anchas, tensas en su pulsión de gravedad. El bajel perdió peso y ganó altura hasta desaparecer entre las nubes.
Marius corrió hacia las cunas. Alrededor del pequeño krat, la cognoscitiva que controlaba los cerebros computacionales de la torre desplegó sus tentáculos, explorando sus impresiones visuales. El animal miró las pantallas. De manera natural, se sintió atraído por algunas formas reconocibles y rechazó otras. La cognoscitiva descubrió lo que el krat deseaba y lo que despreciaba: un mensaje a nivel profundo grabado en su esquema de instintos naturales.
«Peligro», leyó Marius: «El escenario imposible se acerca. Emplazamiento crítico: Ciudad de Cruces, Veletia Cignus, racimo estelar del Dragón. Se sabe de la inminente llegada a su capital de un convoy que transporta una comisión de la Rejilla, liderada por un administrador de clase cinco, con el objeto de mejorar la política de aislamiento del planeta y recoger los frutos del experimento con ciudades platelminto [cfg: anexo 3]. Nuestros analistas prevén el comienzo de una crisis de alcance indeterminado.»
El comendador se envaró.
Cignus. El hogar de las ciudades platelminto.
«Hallazgos no previstos», proseguía el mensaje: «Entes exóticos. Posiblemente variaciones naturales de cubos Xfinge con acertijos inéditos en su interior. Tenemos urgente necesidad de un informe detallado sobre su naturaleza y alcance.»
Eso justificaba que le hubiesen pedido ayuda. El colectivo Pandu siempre permanecía en alerta ante la aparición espontánea de tecnología exótica, para evaluar sus potencialidades y el peligro de que cayera en malas manos. Aunque muchos aparatos de cierta naturaleza carecieran de aplicación práctica, siempre resultaba más tranquilizador poseer el enigma y esconderlo a que una facción enemiga llegase a descubrir su funcionamiento.
Y si el hallazgo resultaba ser una nueva Xfinge…
Se rascó la mejilla. Sus dedos recorrieron una epidermis llena de pliegues y hendiduras insensibles que él se empeñaba en seguir considerando parte de su cuerpo.
Cognoscitivas en Cignus, pensó. Máquinas circumpensantes.
Un ayudante se le acercó.
—¿Desea que enviemos un acuse de recibo al colectivo Pandu?
Marius ocultó los tatuajes UV de sus brazos.
—No. Preparad un transporte de paralelaje cuántico. Me marcho inmediatamente a la Rejilla Pancultural.
El ayudante obedeció, dejando al comendador acariciando la cabeza del krat. Las disposiciones de seguridad aconsejaban matar al animal una vez descifrado su mensaje; los correos imprentados eran difíciles de interceptar, pero a la larga constituían un problema de almacenaje: tales impresiones en un cerebro recién nacido tendían a durar toda la vida del animal, y a modificar su comportamiento según patrones fácilmente rastreables. Un tiempo de vida demasiado largo para un mensaje confidencial, que además tendería a perpetuarse.
Pero Marius era incapaz de hacerlo. Había matado a hombres y mujeres traidores al Régimen con sus propias manos, pero jamás había consentido que se dañase a un animal indefenso. Siempre metía los mensajes en zoos de la ciudad y pagaba su manutención, esperando que el tiempo y la influencia del medio ambiente borrasen los instintos de juventud. Un sentimentalismo que, imaginaba, algún día le costaría caro.
El pequeño gatito ronroneó con gusto.
¿Será verdad? ¿Habrá aparecido de la nada una nueva Xfinge?
Sumido en sus pensamientos, ordenó a la cognoscitiva que enviase el animal al zoo y fue a prepararse para el viaje.
* * *
El viajero que decidió dar su último paso hacia el norte en la colina de los rododendros había oído entonar antes aquella canción.
Intrigado, se desvió unos metros del camino para acercarse a una solitaria cabaña, una vivienda con una única ventana que se dejaba rodear por un jardín sembrado de flores. La voz femenina que cantaba provenía de allí, pero la música de acompañamiento no surgía de un laúd, instrumento habitual. Más bien parecía algún tipo de cordófono capaz de dividir el aire en hilos tan finos que podrían ser usados para tejer un vestido.
Indeciso, acabó llamando con los nudillos.
La melodía dejó de sonar.
Le recibió un cuchillo de carnicero. Su propietario era un caucáseo de unos treinta años, no excesivamente agraciado y de melena oscura y ensortijada. Vestía una túnica de maestro que llamaba la atención por sus insignias: el cáliz con la serpiente enroscada del conservatorio de lógica de Cruces.
—¿Quién eres y qué buscas? —inquirió con voz grave.
El viajero no se inmutó, pero alzó las manos para demostrar que no llevaba armas.
—Os deseo buenas tardes, señor. Perdonadme si he invadido vuestro jardín, pero tengo hambre y sed y no se me da bien subsistir con la comida del bosque. ¿Podríais ofrecerme algo de fruta y un trago de vino? Pagaré generosamente.
El hombre lo estudió con expresión malhumorada. Su cuchillo no se relajó hasta que el viajero hurgó en sus bolsillos y enseñó el brillo de unas monedas.
—No busco problemas ni robaros lo que es vuestro. Como veis, tengo suficiente dinero como para no necesitar nada más. Pero el dinero no se come.
—En eso tiene razón —dijo el hombre del cuchillo, al tiempo que una mano se posaba con afán apaciguador en su hombro.
—¿Qué ocurre, Hesperus?
Una mujer gruesa y de mirada firme apareció en el umbral. Su voz era la misma que había interpretado la canción.
—Es sólo un caminante. Solicita comida, y tiene dinero para pagarla.
—Déjale entrar.
—Muchas gracias. Os agradezco inmensamente vuestra hospitalidad. Más mi estómago que yo, de hecho —sonrió el viajero.
—No lo haga. La va a pagar sobradamente.
El caminante penetró en el interior de la cabaña. Un fuerte olor a hierbabuena emanaba de un caldero medio lleno de sopa de pollo. Un instrumento parecido a un arpa de cuerdas entorchadas descansaba en una esquina de la habitación principal, de la cual formaban parte tanto el recibidor como el comedor y la cocina.
El viajero depositó sus bártulos, un viejo hatillo y una mochila de escalador, cerca de la puerta. La mujer le invitó a sentarse a la mesa frente a un plato ya servido.
—Coma de ahí. ¿De dónde viene, de Cruces?
—Abandoné la ciudad hace tiempo, a comienzos del otoño. He estado vagando por las tierras colindantes al vado del Elos.
—En esa zona hay muchos campamentos. Podría haber solicitado asilo en uno.
—Eh… En la medida de lo posible, me resulta más conveniente no tropezar con los militares.
—¿Es un fugitivo?
—Eso soy —confesó—. Pero no he matado a nadie. Cometí un agravio contra el Régimen que no me perdonarán: deserté.
—La traición es una falta que se castiga con la pena capital.
—Lo sé.
El llamado Hesperus se sentó al extremo de la mesa, mientras su mujer continuaba removiendo la sopa.
—¿Por qué se detuvo aquí? —preguntó.
—Escuché una melodía. Y tenía mucha hambre. No sé qué me atrajo más, si el olor de la cazuela o esa música tan hermosa. ¿Era usted quien tocaba?
—Me temo que sí.
—Permítame que le diga que es un virtuoso. Sólo había oído interpretar esa pieza en dos ocasiones, y ninguna sonaba con tal limpieza.
Hesperus agradeció el cumplido.
—Es muy amable. Me ha costado años de esfuerzo dominar ese cordófono.
—Ya veo. —Entornó los ojos—. Por su atuendo deduzco que es un erudito. ¿Música?
—Matemáticas. Busco la contemplación en el retiro.
El viajero se sorprendió gratamente.
—Qué casualidad: yo entiendo bastante de matemáticas. He leído algo sobre el álgebra de los sonidos, pero no había conocido ningún experto con anterioridad. ¿Es sonoterapeuta?
—Musiarquitecto: busco semejanzas entre las formas naturales y las imágenes sonoras. De hecho, construí esta casa para Amber a partir de una marcha nupcial.
—Qué poético. Yo investigaba fronteras matemáticas en la Universidad. A veces trabajé con música, pero me resultaba muy difícil deducir las correspondencias.
Hesperus anticipó el placer de hablar con alguien de su tema favorito, a sabiendas de lo inusual que era encontrar una mente instruida en conceptos tan abstractos.
—Más que difícil, es laborioso. A veces se complican por la influencia de los armónicos, pero he desarrollado algoritmos que permiten limpiar la fórmula deducida de toda la basura geométrica. Silbo los ángulos complementarios y retorno los más limpios.
—¿Ha probado a utilizar poesía como herramienta de simplificación de polinomios?
—Actualmente trabajo en eso. —Sus ojos brillaron, contentos de revelar a alguien, aunque fuese un desconocido, parte de sus descubrimientos—. Uso pentavocalis, formas líricas consistentes en…
—Escribir estrofas con una o varias palabras que contengan las cinco vocales, lo conozco. Se puso muy de moda en los salones de la burguesía de finales del diecinueve. ¿Ha dado con alguna que posea significado algebraico?
—Pues… —El musiarquitecto se encogió de hombros—. Hasta ahora sólo he construido frases simples sin mucho significado, pero que exploran dimensiones isométricas. Por ejemplo: Un murciélago pluricéfalo ha renunciado al surrealismo secundario a su educación, en clave de sol euclidiana.
—¿Tiene utilidad?
—Calcula el volumen de líquidos desalojados por masas. ¿No es genial? —Rió—. El principio de Arquímedes cribado por la pluma de un renacentista. Eh… Por cierto —añadió, centrándose ante la imperativa mirada de Amber—: aún no nos ha dicho qué hace por estas tierras.
El viajero saboreó la sopa con avidez. Cuando logró vaciar medio plato y aplacar el ansia de su estómago, se limpió los labios y dijo:
—Estoy buscando a un monstruo. Para matarlo.
De todas las respuestas que sus anfitriones habían esperado, ésa era la más asombrosa. Hesperus se inclinó hacia él.
—¿Un monstruo? Supongo que se refiere a una criatura salvaje.
—No. Es un ser supranatural.
—Vaya, esto sí que es inesperado. ¿Tiene algo que ver con la mitología?
—Más o menos. En muchos aspectos, tiene tanto de mito como de incomprensible para la gente común.
—Qué interesante —dijo Amber, sirviéndole otra cucharada de sopa. El viajero la recibió con agrado—. No sabía que en la actualidad existieran monstruos, aparte de los políticos que gobiernan Cruces. ¿Vive por estos lares esa supuesta criatura fantástica?
—He oído rumores. Perdí su rastro hace tres años, cuando abandonó Cruces; un hombre la robó llevándosela a las montañas. Nunca fue encontrado. —Sorbió de la cuchara—. Los militares aún buscan al ladrón, pero en el lugar equivocado. No hace falta ser muy inteligente para darse cuenta de que alguien que roba algo de semejante valor no tiene interés en venderlo después. Si se lo llevó es para conservarlo.
Hesperus se revolvió inquieto en su silla. El viajero advirtió la mirada de repentina preocupación que intercambiaron sus anfitriones.
—¿Y… tiene nombre esa criatura que buscas, amigo? ¿Alguno que puedas revelar sin peligro?
El viajero tomó un sorbo de vino. Analizó al hombre que tenía delante como sopesando riesgos, y finalmente explicó:
—Es una reliquia matemática, un acertijo letal encerrado en un cubo hecho de un mineral desconocido. Una Xfinge.
* * *
El transporte de la Rejilla Pancultural se materializó en la órbita baja del planeta como una fotografía a la que se le fueran añadiendo colores. Primero los verdes, luego los azules, los rojos… Una característica física acompañaba cada agregación: peso, forma, masa, densidad. Hasta que no estuvo completo, más que una nave se limitó a ser una alucinación del universo.
La cognoscitiva que lo pilotaba maniobró su enorme masa para colocarlo en órbita estacionaria. La torre de control de Ciudad de Cruces le dio la bienvenida y le facilitó en décimas de segundo miles de datos útiles sobre la configuración del sistema, rutas de acercamiento y partes de guerra; el ejército estaba en alerta ante posibles ataques de segregacionistas.
Nada más procesar estos informes, la nave entró en alerta amarilla y comenzó a reconstruir los cuerpos de su tripulación. Entre ellos se encontraba algo parecido al comendador Marius.
Despertó antes de lo previsto, cuando su cuerpo trancisional aún no estaba del todo rehecho. Se miró con ojos incompletos y vio un amasijo de carne recubierta de insectos nanotecnológicos. Algunas vísceras aún colgaban de tensores fuera de sus lugares óptimos, sumergidas en un líquido saturado de aminoácidos. Máquinas incomprensibles le observaban desde el otro lado de la campana que mantenía el líquido rotando en espirales de microgravedad.
El momento de desorientación pasó. Resignándose, Marius apretó los párpados y esperó a que los insectos acabaran de reconstruirle. Era uno de los grandes inconvenientes de los trayectos de muy larga distancia: el viaje mediante paralelaje cuántico no permitía que nada vivo subsistiese en organizaciones complejas. Nada mayor que una célula primitiva podía sobrevivir a sus rigores decoherentes. Al igual que el intelecto humano tenía potestad para obligar al experimento de dualidad cuántica a decidirse entre dos opciones (gatos vivos o muertos), el universo se negaba a mirar a sus criaturas mientras éstas se desplazaban por sus túneles y recovecos. Por lo tanto, había que engañarle.
Marius contó hasta cien. Imaginó ovejas, pero por alguna extraña razón a todas les colgaban las vísceras por debajo de la lana.
En ese instante, la cognoscitiva que operaba el transporte captó la señal de peligro. Decidió, entre todas las posibles explicaciones, que se trataba de algún tipo de proyectil, y que era enemigo.
Lanzó contramedidas y radió una alerta a Cruces. Los ordenadores de tierra se comunicaron a velocidad cegadora entre sí, tratando de buscar una solución instantánea para sortear el peligro: no había tiempo de consultar con humanos. Sus cerebros eran demasiado lentos, y el proyectil de naturaleza desconocida impactaría en menos de dos segundos directamente sobre el ecuador de la enorme nave.
Los ordenadores consultaron sus bancos de datos y tomaron decisiones en base a complejas estadísticas, pero no fue suficiente.
Aun encerrado en su tubo de reconstrucción y sometido a microgravedad, Marius pudo sentir el lejano impacto contra el casco.
Las vibraciones agitaron el líquido. Al principio no ocurrió nada, pero al cabo de un minuto se inicializaron los procedimientos de emergencia. Todo el laboratorio de reconstrucción pivotó sobre su eje, anclándose a una chalupa de escape. Marius alcanzó a ver cómo otras personas a medio fabricar se retorcían desorientadas en sus tubos.
Si la cognoscitiva había decidido expulsar también el almacén de componentes orgánicos y los bancos de datos, pensó, sólo podía significar que el navío se iba a pique.
La chalupa se separó del cuerpo principal. Una vorágine de fuego los alcanzó e hizo estallar algunas placas del fuselaje. Marius contempló con ojos apabullados cómo la luz del exterior entraba junto con una tromba de aire en el recinto de los tubos. Algunos se soltaron de sus anclajes y fueron absorbidos por la grieta, perdiéndose en la nada entre estertores de manos que golpeaban los cristales desde dentro.
Había sonido, un sonido estruendoso y aterrador. Eso le tranquilizó. Aire y viento significaba que les había dado tiempo de ingresar en la atmósfera antes del primer impacto. Jamás habrían podido sobrevivir a la reentrada con el fuselaje dañado.
A través de la fisura, Marius pudo ver cómo el exoesqueleto de motores acoplado al laboratorio trataba de alejarse del navío, una mole en desintegración de más de trescientos metros de longitud. Una lluvia de partículas de metal caería sobre la tierra o el mar (no sabía qué estaban sobrevolando), barriendo un área de cientos de kilómetros cuadrados. La nave se partía en dos desde su ecuador, con una grieta separando las entrañas de una montaña de metal calcinado.
Detonaciones de increíble violencia la sacudieron: los motores alcanzaban su punto crítico. Siete almacenes de componentes orgánicos habían logrado despegarse del cuerpo principal, pero dos de ellos desaparecieron en el interior de la primera explosión. Las instrucciones para traer de nuevo a la vida a seiscientas personas se volatilizaron en un destello nuclear.
¿Cuál habría sido la causa del desastre? ¿Cómo no lo vieron venir? El comendador se retorcía tratando de asimilar de nuevo sus vísceras.
Los esfingistas. En guerra constante contra el Régimen, representado en aquel planeta por la autoridad de Cruces, poseían un presupuesto casi ilimitado. Les habrían lanzado una nuclear, o algo peor. Marius había oído hablar de las bombas de contingencia, horribles detonadores de plegamiento cero. Eran artilugios inteligentes capaces de desgarrar la tela del espacio tiempo, provocando cambios locales en el continuo, en los sucesos pasados que desembocaban en una serie de acontecimientos concretos en su zona de explosión. Alta tecnología militar del Régimen. Pero los servicios de espionaje esfingistas eran legendarios: si una sola de esas bombas había caído en manos de sus ingenieros, ya las habrían fabricado por millares.
El transporte logró desintegrar casi un cuarenta por ciento de su masa antes de impactar contra el suelo: su inmenso tonelaje se precipitó contra una pequeña ciudad rodeada de granjas, arrasándola con la contundencia de una bomba atómica. Quinientas mil personas perdieron la vida tras oír un silbido que caía de los cielos. Los pedazos separados del blindaje cayeron como una tormenta barriendo un área de doscientos kilómetros, matando otras cincuenta mil en poblaciones dispersas. La contaminación radiactiva volvería inhabitable la zona durante no menos de un siglo estándar. Era medianoche, pero el resplandor del impacto fue tan intenso que los durmientes despertaron en la cercana Ciudad de Cruces, aun antes de que la onda sónica les alcanzara recorriendo la urbe como un tsunami de vidrios astillados.
Diez minutos después, cuando los líderes humanos acabaron de despertarse y se enteraron de lo que ocurría, comenzó la primera guerra mundial.
Pero claro, para entonces era una decisión que los ordenadores ya habían tomado hacía tiempo.
* * *
Un gato canelo, sphynx de pura raza, saltó sobre la mesa de la cocina. Miró a Hesperus, enseñándole los dientes, y desapareció atravesando la gatera de la puerta.
—Nunca le he caído bien a ese animal —gruñó el musiarquitecto, ayudando a Amber a retirar los platos.
El viajero desató su hatillo, extrayendo algunos enseres inesperados de su interior (entre ellos un ordenador fotónico portátil y una sofisticada pistola de raíl, absolutamente prohibida para la población civil). Pagó a su anfitriona con unos gramos de oro puro.
—Espero que esto baste para compensar la molestia y el gasto de comida. Les agradezco que me hayan acogido tan amablemente.
Amber aceptó el oro, mirando preocupada la pistola.
—Gracias a usted por la charla. ¿Piensa continuar su viaje?
El viajero arrugó la frente.
—Creo que ya no caminaré más hacia el norte. Odio ese punto cardinal, es demasiado frío. Si no encuentro lo que busco, rastrearé estas montañas y luego seguiré hacia el sur, cruzando los afluentes del Elos.
—Hay rumores de guerra en el sur. Los esfingistas atacan cada vez más osadamente los convoyes del Régimen. Si consiguen armas de destrucción masiva…
—No creo que las empleen —opinó Hesperus—. Una vez resueltos los acertijos de las Xfinges y con la última en paradero desconocido, la guerra se debe más a motivos territoriales que tecnológicos. Las filas esfingistas están constituidas en su mayor parte por nativos y empresarios que exigen recuperar sus tierras tras el expolio de Cruces. Además, dudo que nos alcancen aquí, en este valle.
—Me temo que sus fuerzas están mucho más cerca de lo que crees. Ya ha habido combates, y muy violentos —informó el viajero, el semblante sombrío—. Tanques de Cruces han arrasado varios poblados en el sur, en los campos de Vernoa. Quemaron las cosechas y repartieron víveres desde las bases aéreas. Se llevan a la población civil a centros de acogida.
Amber contuvo un escalofrío.
—¿Cómo es posible?
—Me crucé con una columna de refugiados hace unos días. Se dirigían hacia aquí.
—¿Rebeldes?
—No. Expatriados que rechazan los cuidados hipócritas del Régimen. Primero bombardean sus casas y luego les reciben con los brazos abiertos. Ayuda humanitaria, me parece que lo llaman.
Amber abrió una nueva lata de comida para gatos y vertió el contenido en un plato.
—Me las traen de Cruces —explicó—. De vez en cuando pasan caravanas de comerciantes por las cercanías y nos abastecen.
—¿Nos?
—A los que vivimos en las montañas, unas cuantas granjas dispersas que pagamos en especies. No nos gustan las aglomeraciones.
—Pues me temo que dentro de poco este valle se va a convertir en una pista de paso para refugiados. Y vendrán con hambre.
Amber tembló. Por su mente pasaron imágenes fugaces de gente pacífica de ciudad convertida en depredadores y violadores despiadados por culpa del hambre. Por desgracia, el embrutecimiento de todo un pueblo por culpa de la guerra no era nada nuevo.
Dijo nerviosa:
—Creo que es mejor ir directamente al grano. Los rumores que te condujeron hasta aquí decían la verdad, viajero. Encontré al fugitivo moribundo que robó el cubo Xfinge hace un par de años.
—¡Amber, no! —protestó Hesperus.
—Era un hombre vestido de negro que decía haber huido de la capital. Me habló de una tradición de descifradores de enigmas y de un hombre llamado Mystes que debería resolverlos. No estoy segura de hasta qué punto él mismo creía en sus palabras: estaba enfermo y deliraba.
El viajero se puso en pie, con semblante decidido.
—Mystes no es el nombre de una persona, sino un cargo. Es el título que se le da a quien resuelve los enigmas maestros. —Se golpeó en el pecho—. Estoy enfrascado en la búsqueda de una solución para el cubo desde hace años; trato de dar una respuesta satisfactoria a la Xfinge para que nos legue sus conocimientos. Muéstremela, por favor. Es de vital importancia.
—¡Un momento! —terció Hesperus, airado—. Amber, ¿quién nos asegura que este hombre no es un espía de Cruces? ¡Lleva un arma!
—Pero no la ha utilizado. Si quisiera arrebatarnos la alhaja por la fuerza ya lo habría hecho. ¿Verdad, señor?
El viajero asintió.
—Está en un error, Hesperus, aunque entiendo perfectamente sus motivos. Soy un hombre pacífico y no tengo intención de amenazarles ni exigirles ayuda por la fuerza. Y puedo demostrarlo.
—¿Sí? ¿Cómo?
El viajero hurgó de nuevo en su hatillo, extrayendo de una desgastada funda de cuero un sobre apolillado.
—Los primeros en encontrar las Xfinges las legaban a sus hijos o a sus discípulos aventajados como si fueran bienes familiares. Así ocurrió con los cubos ancestrales antes de ser resueltos. Mi padre encontró una Xfinge y escribió una carta dirigida al hombre que pudiera hallarla si se la arrebataban. Ésta es la carta. —Se la tendió—. En ella suplica que me sea concedida una gracia, la potestad de acceder al acertijo y ayudar en su resolución.
—Conozco la tradición —gruñó Hesperus, rompiendo el sello de cera sin excesivas ceremonias—. Hace décadas que no se practica.
—Porque hace mucho que no se descubre una nueva Xfinge. Si lo que usted trata de resolver con su pentavocalis es el enigma del cubo, entonces es probable que se convenza de la bondad de mi oferta.
De mala gana, Hesperus extrajo el papel del interior del sobre y le echó un vistazo. Al principio, nada en su semblante reveló un cambio de actitud, pero en un determinado momento sus cejas se alzaron, sus mejillas enrojecieron y le tembló el pulso.
Giró la carta hacia Amber, mostrando unas expresiones matemáticas garabateadas con tinta china.
—¡Las… las fórmulas de coherencia! —exclamó—. ¿Dónde las ha conseguido?
El viajero sonrió.
—Ya se lo dije: mi familia mantuvo el cubo en su poder durante muchos años, antes de que cayera en manos de los eruditos del Régimen. Estudiaron profundamente el acertijo y lograron dibujar un esquema lógico de su estructura. Estas expresiones son exactas al 90%. —Frunció el ceño—. Siempre hay un pequeño porcentaje de varianza debido a la presencia de ecuaciones imaginarias, me temo.
—Dígame: si le permitimos trabajar sobre el cubo durante un tiempo —propuso Amber—, ¿nos ayudará cuando la llegada de refugiados sea inminente?
—¡Amber!
—Cállate, Hesperus —cortó ella, mirando la pistola de su invitado—. El arma que trae este hombre nos ayudará ahora mismo más que cualquier secreto filosófico. ¿Sabe manejarla?
—Con algo de soltura —asintió el viajero.
Amber no se molestó en preguntarle más.
—Muy bien. Tengo un espacio en el establo donde podría caber una cama, si usted mismo se la fabrica. Si de verdad es uno de esos «Mystes», o como se llamen, podrá ayudar a Hesperus a descifrar el enigma antes que nos invadan los del Régimen o los esfingistas. Dos mentes privilegiadas siempre pensarán mejor que una. Ah, otra cosa —puntualizó—: si piensa quedarse mucho tiempo, deberá cocinarse su propia comida y darnos un nombre por el que llamarle. No puedo tratarle de usted toda la vida.
—Prefiero no revelar mi verdadero nombre, por su propia seguridad —dijo el viajero—. Pero pueden llamarme como les plazca.
—Según explicó antes, no piensa dar ningún paso más hacia el norte a partir de aquí, ¿no es cierto? —preguntó Amber.
—En principio sí.
—Está bien. Bienvenido seas pues a mi casa… Norte.