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oy la propia sociología se expone al peligro de disolverse en un número cada vez mayor de sociologías específicas, de la sociología de la familia a la sociología de la organización industrial, de la sociología del conocimiento a la sociología del cambio social, de la sociología criminalista a la sociología de la literatura y el arte, de la sociología del deporte a la sociología del lenguaje. Pronto habrá, realmente, especialistas en cada uno de estos campos que elaborarán sus propias expresiones, sus propias teorías y sus propios métodos que serán inaccesibles para los no especialistas. Con ello se habrá alcanzado el ideal de un elevado profesionalismo, la absoluta autonomía de una nueva disciplina especial. La fortaleza estará terminada, los puentes levadizos serán alzados. Este proceso se ha verificado una y otra vez en la evolución de las ciencias humanas que hoy conocemos: en la psicología, en la historia, en la etnología, en la economía, en la politología y la sociología, por mencionar tan sólo a estas.
Es imposible omitir una consideración de este proceso cuando se trata de explicar qué es la sociología. Es un proceso que se da y se sigue dando por sobreentendido. La creciente división del trabajo en los ámbitos de las ciencias humanas en general y de la sociología en particular apenas es ya objeto de reflexión. No se opera el suficiente distanciamiento de él ni aun para plantear los problemas de la creciente especialización científica de un modo que los haga accesibles a una investigación científica sistemática.
Esta era la posibilidad sobre la que Comte trataba de llamar la atención. Para enfrentarse a problemas de esta índole se necesitan, de hecho, especialistas científicos de un tipo nuevo, familiarizados con la investigación de procesos sociales a largo plazo como el de la creciente diferenciación del trabajo científico y sus impulsos sociales. Evidentemente, hay una serie de factores sociales que dificultan el desarrollo de una investigación social de las ciencias, como se indica en las observaciones de Comte. Hoy en día, cuando la especialización creciente de las ciencias ha progresado, como proceso socialmente aun inexplicable e incontrolable y casi «salvaje», mucho más que en la época de Comte, se está en mejores condiciones para asumir el conjunto de problemas que se le plantean a una ciencia especial de «segunda planta» como esta, a una investigación científica de las ciencias, y también para observar qué es lo que distingue a esta de los esfuerzos filosóficos precientíficos encaminados a conseguir una teoría científica.
La investigación básica de las ciencias se fija implícitamente —y en ocasiones explícitamente— el cometido de determinar, sobre la base de ciertos principios prefijados, cómo ha de proceder una ciencia. Estos principios están estrechamente relacionados con la idea tomada de la teología según la cual el objetivo del trabajo científico es formular juicios de validez eterna o anunciar verdades absolutas. Esto, como se ha dicho, es una imagen ideal que se impone a partir de una larga tradición teológico-filosófica, como un dogma preconcebido y en parte implícitamente como un postulado moral, a las ciencias, sin que se examine mediante investigaciones empíricas si esta hipótesis dogmática se corresponde también con lo que hacen realmente los científicos, John Stuart Mill (1806-1873), por ejemplo, parecía creer que el procedimiento, inductivo tenía primacía sobre el deductivo, es decir, que el proceso de pensamiento de lo particular a lo general primaba sobre el pensamiento que va de lo general a lo particular. En el presente, filósofos como Karl Popper parecen más inclinados a acordar a la deducción el primado sobre la inducción. Pero todo esto no son sino formulaciones de problemas que sólo tienen relevancia mientras se parta de la idea ficticia de que la tarea de la teoría de la ciencia consiste en determinar cómo ha de proceder una persona individual para que se pueda atribuir a su procedimiento el carácter de científico. Esta teoría filosófica de la ciencia se apoya en un planteamiento erróneo del problema.
Si se pretende expresar con rigor de teoría de la ciencia cuál es el criterio para evaluar el rendimiento efectivo de una individualidad en una cadena de generaciones de científicos, puede decirse que es el progreso del conocimiento científico. El concepto de «progreso», en tanto que concepto nuclear de la fe en el finalismo inexorable del desarrollo social global en dirección a un mejoramiento de la vida, fe que tuvo muchos seguidores entre la inteligencia burguesa de Europa especialmente en los siglos XVIII y XIX, tiene hoy mala prensa entre los sucesores de aquella inteligencia. Como criterio de un desarrollo social global, como expresión de un convencimiento dogmático, el concepto es efectivamente inutilizable. Como expresión de la escala con que los propios científicos miden los resultados de sus investigaciones, acierta en el corazón de la cosa. Es difícil decir si la teoría de la relatividad de Einstein, el descubrimiento del bacilo del cólera o el desarrollo de modelos tridimensionales de la estructura atómica de las grandes moléculas constituyen «verdades eternas» con validez o vigencia para todos los tiempos. Estos conceptos tradicionales contienen un ideal implícito que también necesita justificación, Son, en el fondo, de naturaleza edificante. En medio de la caducidad de todo es seguramente reconfortante encontrarse con algo de lo que pueda pensarse que no es efímero. Las creencias edificantes tienen su importancia en la vida humana, pero la teoría de la ciencia no es el lugar más indicado para ellas. Cuando bajo el pretexto de decir qué es una ciencia se dice en realidad —en función del ideal de uno o de sus deseos— qué ha de ser o qué ha de hacer, uno se engaña a sí mismo y a los demás. Es un abuso hablar de una teoría de la ciencia cuando no se dedica esfuerzo a la elaboración teórica de lo que realmente se puede observar y documentar en la investigación científica de las ciencias.
Si se hace esto, entonces se encuentra, por de pronto, que en determinadas sociedades las ciencias se configuran a través de la lucha de grupos singularizados contra sistemas de ideas indocumentados y precientíficos que son reconocidas por otros grupos, habitualmente mucho más poderosos, como evidentes. Los grupos con pensamiento científico son, en principio, grupos que critican o rechazan las ideas colectivas dominantes en una sociedad, aunque se apoyen en autoridades reconocidas, porque han comprobado, a partir de investigaciones concretas y sistemáticas, que esas ideas colectivas no se corresponden con los hechos observables. Los científicos, con otras palabras, son cazadores de mitos; se esfuerzan por sustituir imágenes de secuencias factuales, mitos creencias y especulaciones metafísicas no comprobables sobre la base de la observación de hechos por teorías, es decir, modelos de interrelaciones susceptibles de control, comprobación y corrección mediante observaciones de hechos[18]. Esta caza de mitos, el desenmascaramiento del hecho de que las grandes mitificaciones son insostenibles si se las contrasta con los datos de la realidad, es siempre una tarea de las ciencias, pues tanto dentro como fuera del grupo de los científicos especializados existe con mucha frecuencia inclinación a transformar las teorías científicas en sistemas de creencias. Se procede a ampliaciones o a utilizaciones de esas teorías de un modo que no justifica la ulterior observación, guiada por la teoría, de los hechos.
Pero en el trabajo científico, el criterio de valor de los resultados de la investigación, sea en el plano empírico, en el teorético o en ambos a un tiempo, estriba en el progreso que esos resultados de la investigación representen, medidos en relación con el fondo social, pero sobre todo científico, de conocimientos. Este progreso tiene muchas facetas. Puede consistir en que los resultados de la investigación aumenten el saber existente. Puede consistir en que un saber que todavía se asentaba en bases relativamente inseguras obtenga un grado mayor de certidumbre. Puede consistir en promover una síntesis teorética de hechos cuya relación entre sí era anteriormente desconocida o que suponga un modelo de interrelaciones factuales de mayor alcance en comparación con teorías anteriores. Puede consistir simplemente en acordar mejor teoría y empiria. En todos estos casos asume un papel decisivo el hecho de que los criterios que eran fundamentales en las tradicionales teorías filosóficas de la ciencia, como el de «verdadero» y «falso», «correcto» y «erróneo», se desplazan del centro a la periferia de la teoría de la ciencia. Naturalmente sigue existiendo la posibilidad de hacer patente que determina
dos resultados de la investigación son absolutamente erróneos. Pero en las ciencias desarrolladas el criterio principal es la relación existente entre los nuevos resultados de la investigación disponibles en cada caso y el saber más antiguo existente, es decir, no algo que pueda expresarse mediante polarizaciones estáticas del tipo «correcto» o «falso», sino precisamente mediante referencias a lo que hay entre ellas, sobre la base de la dinámica de los procesos científicos en cuyo transcurso el saber teorético-empírico se hace mayor, más cierto, más adecuado.
En el centro de una teoría sociológica de la ciencia, cuyo objetivo no es postular ideales científicos, sino investigar las ciencias en su calidad de procesos sociales observables, se sitúa, por tanto, una concepción del carácter de los procesos de conocimiento que entiende el decurso de estos como la aproximación por parte de grupos de personas, primero escasas, luego cada vez más y más sólidamente organizadas, del ámbito del saber y el pensamiento humanos al ámbito cada vez mayor de los hechos observables, logrando un ajuste progresivamente mejor.
El reconocimiento de esta tarea aleja tanto del absolutismo filosófico como del relativismo sociológico aún hoy dominante en gran medida. Se sale así del círculo vicioso por el cual no bien ha podido desprenderse uno del absolutismo filosófico, se cae en las redes de un relativismo sociológico para, al intentar librarse de estas, volver a caer en la aparente seguridad dogmática del absolutismo filosófico.
Por una parte está la teoría filosófica del conocimiento, que considera dado el conocimiento científico. No se preocupa por cómo y por qué el tipo científico de adquisición de conocimiento surgió —o continúa permanentemente haciéndolo— de los esfuerzos precientíficos por conocer. En un planteamiento filosófico del problema, en el que solo hay alternativas estáticas, las formas y los resultados precientíficos o no científicos de conocimiento son «falsos» o no «verdaderos», los científicos «correctos» o «verdaderos». Como resultado de un planteamiento así, la teoría filosófica de la ciencia carece de instrumentos para situar la problemática del proceso científico en el centro de la investigación de la teoría de la ciencia. El proceso a través del cual un esfuerzo relativamente indiferenciado de indagación, como el que se encuentra por ejemplo en la Antigüedad, se transforma en un proceso de investigación progresivamente diferenciado y especializado, cae fuera de su ámbito de interés. Todavía se sigue hablando en la teoría de la ciencia de la ciencia y el método científico, como si en realidad existiese sólo una ciencia y un método científico, presunción tan quimérica como aquella que pretendía que existe un remedio para todas las enfermedades.
Está, por otra parte, la teoría sociológica del conocimiento, que se ocupa exclusivamente del condicionamiento social de las elaboraciones precientíficas de ideas. Y de la misma manera que la teoría filosófica de la ciencia utiliza sólo como modelo en sus exposiciones el conocimiento científico de entornos naturales, la teoría sociológica del conocimiento se ha limitado hasta hoy a las ideas acerca de la sociedad, a ideologías políticas o sociales, sin preguntarse nunca cómo y bajo qué condiciones es posible un conocimiento no ideológico, científico, de los hechos naturales y sociales[19], es decir, sin clarificarse a sí misma y a los demás si y cómo se diferencian las teorías sociológicas de las ideologías sociales. La sociología del conocimiento que se ha venido haciendo omite, exactamente igual que la teoría filosófica, ocuparse del problema de las condiciones bajo las cuales las ideologías o los mitos precientíficos se transforman en teorías científicas, tanto de la naturaleza como de la sociedad.
La teoría sociológica del conocimiento, que ya apuntaba en Comte y que actualmente va apareciendo poco a poco a la luz y mostrando unos perfiles cada vez más definidos, sitúa precisamente este problema en el centro. La cuestión que se plantea aquí es bajo qué condiciones sociales y por medio de qué instrumentos fue posible, y sigue siéndolo, poner constantemente en consonancia el fondo de saber y pensamiento humano —también el relativo a las sociedades formadas por los hombres— con un ámbito de hechos cada vez mayor. No puede afirmarse con seguridad y por anticipado que la evolución social global conduzca necesariamente en el caso de las ciencias sociales, como anteriormente en las ciencias de la naturaleza, a una emancipación progresiva, o que deba conducir a ella. Es demasiado pronto aún. Todavía estamos inmersos en este proceso de emancipación. Pero no por ello es imposible señalar con gran determinación en qué dirección cambió la estructura del pensamiento sobre los problemas sociales en el período en que los hombres empezaron a considerar a estos no como problemas teológicos o filosóficos, sino como problemas científicos. Una investigación de este orden, basada en una perspectiva sociológica y evolutiva del proceso de cientifización del pensamiento en el conocimiento es la que permitiría realmente lograr una clarificación teorética de las peculiaridades estructurales que distinguen al esfuerzo científico de conocimiento del precientífico. Pero las tentativas filosóficas tradicionalmente encaminadas a la determinación de una teoría de la ciencia han obviado esa perspectiva porque en ellas ha dominado la hipótesis ficticia según la cual el conocimiento científico es —depende de casos— la forma «natural», «racional», «normal» o en todo caso eterna, inmutable y no generada del conocer humano. Consiguientemente rechaza como «meramente histórica», «no filosófica», como irrelevante para una teoría de la ciencia, la investigación de la generación y el cambio de las ciencias, del proceso social de las ciencias, es decir, rechaza precisamente lo que se presta a la investigación por la observación humana, privándose así de la posibilidad de determinar las peculiaridades estructurales contrastantes del esfuerzo científico de conocimiento de la única manera en que es posible hacer esto sin introducir valoraciones e ideales arbitrarios y prefigurados, a saber: con ayuda de un método comparativo, con recurso a una delimitación constante y comparativa de la producción de saber no o escasamente científica de la ciencia.
Con ello se evita al mismo tiempo la trampa de la argumentación en que se cae una y otra vez cuando se contrapone el desarrollo de la ciencia como objeto de una investigación meramente histórica a un estado de la ciencia concebido como eterno e inmutable, objeto de una investigación sistemático-filosófica. Esta nomenclatura artificial ya no casa con una teoría sociológico-evolutiva de la ciencia. Esta no es —en el sentido tradicional de estos conceptos— ni histórica ni sistemática. Trátese de «conocimiento natural» o de «conocimiento social», el tipo de adquisición de conocimientos al que hace referencia el concepto de «científico» y sus peculiaridades estructurales específicas solo se prestan a una indagación y determinación de teoría de la ciencia cuando se le considera como transición a una nueva fase de la evolución de la adquisición humana de conocimientos en general. Esta evolución posee multitud de aspectos y puede ser, en lo concreto, de gran diversidad. Pero es posible determinar con precisión la dirección que ha de seguir. Cabe decir, por ejemplo: siempre que nos encontremos en el léxico de una sociedad con conceptos que hagan referencia a la idea de un nexo impersonal en parte autorregulado y autoperpetuado de acontecimientos se puede estar seguro de que estos conceptos proceden, en una línea continua de derivación, de otros que implican un nexo personal entre acontecimientos. Estos constituyen en todos los casos el punto de partida. Los individuos modelan en ideas todas sus experiencias apoyándose inicialmente en las experiencias que anteriormente han tenido entre sí en el seno de sus grupos. Hizo falta mucho tiempo, se necesitó el esfuerzo acumulativo y muy penoso de muchas generaciones antes de que los hombres estuviesen en condiciones de concebir la difícil idea de que los modelos de pensamiento desarrollados por ellos en relación con sus propias intenciones, planes, acciones y finalidades no siempre eran adecuados como medio de conocimiento y como instrumento para la manipulación de conjuntos interrelacionados de acontecimientos. Lo que nosotros llamamos hoy «naturaleza» con toda la obviedad del mundo, constituía sin duda un conjunto de conexiones entre hechos ampliamente autorregulado, autoperpetuado y más o menos autónomo antes de que los hombres estuviesen en condiciones de concebir la diversidad infinita de los hechos naturales singulares como una conexión no planeada por nadie, no querida por nadie, ciega o mecánica y sujeta a leyes. No vamos a ocuparnos aquí de la cuestión de por qué el desarrollo social de los humanos y con él también el desarrollo del saber y del pensamiento humano se movió en un comienzo con lentitud, con muchos retrocesos y posteriormente, a partir del Renacimiento, a un ritmo cada vez mayor situando a los hombres en condiciones de percibir y elaborar intelectualmente las conexiones naturales de un modo diferente a como ellos se vivían a sí mismos espontánea e irreflexivamente. Pero en esta comparación se comprueba con un grado considerablemente más elevado de agudeza y precisión las dificultades con las que tuvieron que luchar, y con las que de hecho siguen teniendo que luchar todavía hoy, los hombres al tratar de hacerse cargo de que también las conexiones que establecen entre sí, las conexiones sociales, se entienden y se explican mejor si conceptualmente se las considera no como meras conexiones establecidas por individuos determinados, por personas conocidas, sino como conexiones de hechos impersonales en parte autoreguladas y autoperpetuadas. No se quiere decir con esto, en modo alguno, que las conexiones sociales constituyan un tipo de vinculación equiparable a las de la naturaleza física. Tan solo se afirma que en ambos casos la transición al pensamiento científico depende del hecho de que un ámbito concebido como diversidad de acciones, intenciones y objetivos de seres vivientes individualizados, sea reconocido a partir de un determinado momento con un mayor distanciamiento como un ámbito de conexión entre hechos relativamente autónomo, autopropulsado e impersonal, con características propias. Puede decirse que la condición para la transición al pensamiento científico es que los hombres sean capaces de percibir en estos términos una conexión específica de hechos. Esto puede expresarse también diciendo que es sintomático de la transición de la adquisición precientífica de conocimientos a la científica el hecho de que los instrumentos conceptuales de los que sirven los hombres pierdan poco a poco el carácter de conceptos de acción y adquieran, en cambio, progresivamente el de conceptos defunción. La percepción cada vez más acusada de la autonomía relativa del ámbito objeto de conocimiento como un contexto funcional de tipo específico es la premisa de las dos operaciones características del procedimiento científico, a saber: de la elaboración de teorías relativamente autónomas de la conexión entre singularidades observables y de la puesta en juego de observaciones sistematizadas como piedra de toque de esas teorías.
Tal vez no se tenga habitualmente bastante claro que la idea de que a través de la observación sistemática de lo que sucede es posible aprender algo acerca de esas conexiones de hechos no ha sido siempre tan obvia como nos lo parece en la actualidad. Mientras se crea que los acontecimientos son el resultado de las intenciones y los planes más o menos arbitrarios de ciertos seres, no puede parecer razonable llegar al fondo de los problemas a través de la observación. Si resulta que los instigadores son seres sobrenaturales o personas humanas de elevado rango, la única manera de llegar al «secreto» consiste en tener acceso a autoridades que conozcan los planes e intenciones secretos. Con frecuencia se cree que la transición a la ciencia se apoya en primer término en el tránsito al uso de un determinado método de investigación. Pero la idea de que los hombres poseen un método, un instrumento de conocimiento, con independencia de la idea que se hagan del ámbito del objeto a conocer, es un producto a posteriori de la capacidad imaginativa filosófica. De manera espontánea se suele imaginar que la imagen de la naturaleza como contexto funcional autoregulado ha estado siempre presente y que bastaba dar con un método para descubrir una a una sus conexiones sujetas a leyes. En realidad, en este caso, como en todos los demás, la imagen teorética de una interrelación de hechos y el método para su investigación misma se desarrollaron en interdependencia funcional. El desarrollo de una imagen relativamente autónoma de la sociedad apropiada como modelo para una indagación científica, es ya bastante difícil porque los hombres se ven obligados a lograr la idea de la autoridad relativa de las conexiones funcionales sociales no solo en controversia con imágenes precientíficas de la sociedad, sino también en discusión con las imágenes predominantes de la naturaleza, es decir, de un ámbito funcional de más bajo nivel de integración. De este nivel proceden, por de pronto, todas las ideas que se formulan, en relación con ámbitos funcionales impersonales. Todas las categorías, en particular la de causalidad, todos los instrumentos conceptuales en general que no se pueden utilizar para el registro intelectual de conexiones funcionales, todos los métodos para la investigación de esas conexiones funcionales, proceden inicialmente de ese otro ámbito de experiencia. Además, el poder social y en consecuencia también el estatus social de los grupos profesionales dedicados a la investigación de estos niveles más bajos de integración son particularmente elevados por lo que los científicos sociales, como todos los grupos ascendentes, están predispuestos a asumir los prestigiados modelos de las ciencias de mayor antigüedad con objeto de medrar a su costa. Sin ponderar debidamente estas dificultades es imposible comprender que esto durará mientras la sociología no se constituya como un ámbito relativamente autónomo de investigación.
Pero también es posible comprobar, a través de esto, lo que cabe aprender en la investigación de la transición del conocimiento precientífico al científico acerca de las peculiaridades estructurales del último. Los intentos de postular como criterio decisivo de cientificidad un determinado método no afectan al núcleo de la cosa. Tampoco basta contentarse con la observación de que todo procedimiento científico descansa en la constante remisión de los modelos ideales integradores a las observaciones concretas y de las observaciones a los modelos integradores. La insuficiencia de esta determinación estriba en su carácter formal, Las observaciones sistemáticas sólo adquieren en general valor y sentido para el hombre en tanto que instrumento de conocimiento cuando desarrollan una idea del ámbito objeto de conocimiento que hace aparecer como apropiada la puesta en juego de observaciones sistemáticas para la exploración de dicho ámbito. También desde este punto de vista se comprueba que la escisión entre método y teoría se basa en un error. Si se ahonda lo suficiente se pone de manifiesto que el desarrollo de la imagen teorética que los hombres se hacen de un ámbito objeto de conocimiento y el desarrollo de la imagen que se hacen del método para la investigación científica de este objeto son indivisibles. Puede comprenderse perfectamente que a muchas personas les repugne reconocer que la sociedad que ellas mismas constituyen junto con otras es un ámbito funcional dotado de autonomía relativa frente a las intenciones y a los objetos de los individuos que la integran. Se encuentra la misma repugnancia en el período en que los hombres acceden lenta y trabajosamente a la idea de que los hechos naturales constituyen un contexto funcional ciego y desprovisto de objetivos. El paso a este reconocimiento supone, en principio, para los hombres una pérdida de sentido. Si no hay ninguna intencionalidad, se preguntaron una vez, ¿no hay ningún objeto tras las rotaciones eternas de los planetas? Para poder contemplar la naturaleza, como un ámbito de funcionamiento mecánico y sujeto a las leyes los hombres debieron desprenderse de la figuración, mucho más tranquilizadora, de que detrás de cada hecho natural actuaba como fuerza determinante una intención llena de sentido en sí misma. Lo paradójico de la situación estriba en que sólo gracias a la posibilidad de constatar la ausencia de finalidad y de sentido, el juego de leyes ciegas y mecánicas en las conexiones funcionales de la realidad física, estuvo el hombre en condiciones de hacer frente a la constante amenaza que para él suponían los hechos naturales y darles un sentido y una finalidad por sí mismos. En los esfuerzos por hacer prevalecer el punto de vista según el cual también los procesos sociales poseen una autonomía relativa frente a las intenciones y finalidades humanas nos encontramos con idénticas dificultades e idéntica paradoja. A muchos hombre les repugna esta idea. Es terrible pensar que las personas configuran entre sí contextos funcionales en los que se mueven en gran parte a ciegas, inermes, sin objetivo. Sin duda sería más tranquilizador poder imaginar que la historia —que es siempre la historia de determinadas sociedades humanas— posee un sentido y una determinación, tal vez incluso una finalidad, y siempre hay personas dispuestas a anunciamos cuál es ese sentido. Postular la idea de un ámbito de relaciones sociales como relativamente autónomo, como un contexto funcional en parte autoregulado, no dirigido por ninguna intencionalidad ni finalidad, no tendente a ninguno de los ideales existentes, supone también, en principio, una pérdida de sentido. Lo único que sucede es que también en este caso los hombres sólo pueden esperar adueñarse de estas conexiones funcionales sin sentido y sin finalidad de la sociedad y darles un sentido si son capaces de explicarlas y estudiarlas sistemáticamente en su calidad de ámbito dotado de autonomía relativa y de su propia especificidad.
Aquí está, por tanto, el núcleo del tránsito a un pensamiento científico sobre las sociedades. La autonomía relativa de la que se habla aquí se refiere a tres aspectos diferentes pero totalmente interdependientes de las ciencias. Se trata, primero, de la autonomía relativa del ámbito objeto de una ciencia en el seno del universo total de las conexiones de acontecimientos. La articulación del universo científico en una serie de tipos específicos de ciencias, es decir, sobre todo, en ciencias físicas, biológicas y sociológicas sería en la práctica muy perjudicial para el ejercicio profesional de los científicos si no respondiese a una articulación del propio universo. La primera capa de la autonomía relativa, la premisa de todas las demás, es por tanto la autonomía relativa del ámbito objeto de una ciencia en relación con los ámbitos objeto de otros ciencias. La segunda capa es la autonomía relativa de la teoría científica respecto del ámbito objeto —tanto en relación a imágenes ideales precientíficas de ese ámbito objeto que trabajen con los conceptos finalidad, sentido, intención, etc., como en relación con las teorías de otros ámbitos objeto. La tercera capa, finalmente, es la autonomía relativa de una ciencia determinada en el sentido institucional de la investigación y la enseñanza académicas y la autonomía relativa de los grupos profesionales de la ciencia, de los especialistas de cada disciplina, tanto los no científicos como otros grupos profesionales de científicos. Esta determinación sociológica y de teoría de la ciencia de las peculiaridades estructurales de una ciencia se limita a la investigación de lo que es. Se deriva de esfuerzos de conocimiento anteriores y permite su ulterior corrección tanto en el plano teorético como empírico a través de nuevas investigaciones. Pero esta limitación del estudio científico de la ciencia permite la aplicación de sus resultados a problemas prácticos. Una y otra vez se observa cómo los grupos científicos profesionales se esfuerzan por justificar la posesión o la conquista de instituciones académicas relativamente autónomas desarrollando sus propias teorías, sus propios modelos, su propio vocabulario, sin que esa autonomía relativa de sus elaboraciones teóricas y conceptuales estén justificadas por una correlativa autonomía relativa del ámbito que constituye su objeto. Existe, con otras palabras, junto a la especialización científica auténtica, justificada por la propia articulación de los ámbitos que constituyen su objeto, también un número considerable de pseudo especializaciones.
Una teoría sociológica de la ciencia —a diferencia de la filosófica— no se erige en legisladora que, a partir de principios preestablecidos, decrete qué métodos han de tener validez científica y cuáles no. Pero por su propio propósito se encuentra en estrecho contacto con las cuestiones prácticas clave de las ciencias. Sobre su base, por ejemplo, puede estudiarse hasta qué punto el esquema tradicional e institucionalizado de la división disciplinar de las ciencias coincide con el estadio alcanzado en cada momento por el saber relativo a la articulación de los ámbitos objeto de la ciencia y hasta qué punto han surgido en el desarrollo de esta discrepancias. Puede decirse en definitiva que la concentración de las teorías filosóficas de la ciencia en la ciencia ideal y en el seno de esta nuevamente en el método científico se apoya en principios filosóficos tradicionales, en reglas de juego que, como sucede con frecuencia en la filosofía tradicional, erigen una especie de invisible tabique de cristal entre quienes piensan y el objeto de su pensamiento, es decir, en este caso, las ciencias. Muchos problemas clave del trabajo científico, que son de una gran importancia en la praxis social de este trabajo, son considerados en el marco de la teoría filosófica de la ciencia como filosóficamente no relevantes, como «no filosóficos», es decir, como de poca entidad desde el punto de vista de las reglas de juego dadas en el pensamiento filosófico. Pero sucede con frecuencia que lo que aparece como de escasa entidad según las reglas de juego filosóficas resulta ser de una enorme relevancia para una teoría de las ciencias más acorde con la realidad.
Así, no es posible determinar las peculiaridades estructurales comunes de la adquisición científica de conocimiento sin tomar en consideración el universo científico en su totalidad, sin atender a la multiplicidad de ciencias. Querer orientar el concepto de ciencia sobre la base de una sola disciplina, por ejemplo la física, es algo así como la actitud que se encuentra en algunos pueblos que imaginan que todos los hombres deberían ser como ellos y que en caso contrario no son auténticos hombres. Cuando se abandonan las restrictivas reglas del juego del estudio filosófico de las ciencias y se accede a estas como objetos de investigación teorético-empíricas se descubre muy pronto que el objeto que se perfila en el curso del trabajo científico y el método que se utiliza para la exploración de ese objeto son funcionalmente interdependientes. Esto es comprensible. ¿Qué cabría pensar de alguien que afirmase que en el trabajo artesano de las materias primas hay que utilizar siempre el hacha, independientemente de que la materia a trabajar sea la madera, el mármol o la cera? Tampoco se puede ignorar, como sucede con frecuencia, la estructura social del trabajo científico cuando se trata de comprender qué criterios determinan el valor científico de los resultados de la investigación. El progreso científico tiene también que ver, en cada ámbito de la ciencia, con el standard y el ethos científicos de los representantes de la disciplina en cuestión. Su concurrencia más o menos regulada, sus controversias y coincidencias deciden en ultimo término si, y en qué medida, se registran, o no, los resultados de cada investigador como conocimiento fiable, como ganancia, como progreso de la adquisición científica de conocimiento.
La exigencia, mencionada con frecuencia, de que los resultados individuales del trabajo científico de investigación sean susceptibles de control remite al carácter social del trabajo científico. Porque posibilidad de control significa siempre posibilidad de control por otros. Puede afirmarse con un alto grado de certeza que no hay método científico en cuya puesta en juego garantice el valor de una labor de investigación y prevenga de posibles pérdidas de tiempo si el consenso y los criterios de los representantes de la disciplina en cuestión están determinados en mayor o menor medida por puntos de vista extracientíficos y heterónomos como pueden ser los de orden político, religioso o nacional y como pueden ser asimismo las consideraciones relacionadas con el estatus profesional. Y este, precisamente, ha sido y sigue siendo un caso no infrecuente en las ciencias sociales. No es difícil encontrar la causa de esto. La autonomía relativa del trabajo de investigación en las ciencias sociales y desde luego en la sociología es todavía comparativamente reducida. La vehemencia y la intensidad de las confrontaciones extracientíficas entre estados y en el interior de los estados son tan grandes que los esfuerzos en favor de una mayor autonomía de los enfoques teóricos sociológicos frente a los sistemas extracientíficos de creencias no han tenido hasta el presente un éxito especial. Igualmente, los parámetros empleados para juzgar los trabajos científicos por los representantes de las distintas disciplinas siguen estando codeterminados en una gran medida por criterios heterónomos de este orden. Es fácil llegar a la conclusión de que en algunas ciencias sociales se tiende de una manera algo formal a aferrarse a un método determinado como legitimación de la propia cientificidad precisamente porque no se está en condiciones de dilucidar el problema de las influencias ideológicas que se ejercen sobre el trabajo científico, tanto en el plano teorético como empírico, como derivación de la virulencia de las confrontaciones extracientíficas.
A partir de estas consideraciones se obtiene una mayor sensibilidad en relación con el carácter en alguna medida sorprendente de la transición a un pensamiento más científico acerca de las sociedades, transición que se inició hacia finales del siglo XVIII y que fue continuada posteriormente en los siglos XIX y XX. Por una parte es posible lamentarse de que la autonomía de las teorías sociológicas y también del planteamiento y la selección de los problemas, desde el punto de vista empírico, sea todavía relativamente reducida en lo que se refiere al pensamiento no reflexivo y extracientífico acerca de los problemas sociales. Pero, por otra parte, no se puede dejar de preguntar cómo fue posible que en un período de confrontaciones sociales tan fuertes algunas personas fuesen capaces de emanciparse de esas luchas y de sus consignas como para dar, al menos, los primeros pasos en la vía del esfuerzo científico en favor de un esclarecimiento de las interrelaciones sociales.
Ayuda mucho a la comprensión de la sociología y de su objeto, la sociedad, recordar que también las luchas y enfrentamientos sociales de los siglos XIX y XX, es decir, de la época de la industrialización, experimentaron una peculiar despersonalización. De una manera progresiva, los hombres han ido conduciendo durante estos siglos sus enfrentamientos sociales no tanto en nombre de personas determinadas como en nombre de determinados principios y artículos de fe impersonales. Con frecuencia, porque nos parece evidente, no nos damos cuenta de lo peculiar y singular que es que en estos siglos los hombres no combatan ya en nombre de determinados príncipes encaramados en el poder y de sus generales o en nombre de sus religiones, sino sobre todo en nombre de principios y artículos de fe impersonales como «conservadurismo» y «comunismo», «socialismo» o «capitalismo». En el centro de: cada uno de estos sistemas de creencias sociales, en cuyo nombre han luchado los hombres, está la cuestión de en qué modo han de organizar estos su propia vivencia social. No solo la sociología y las ciencias sociales en general, sino también las ideas rectoras de las luchas en las que los hombres se han visto envueltos, dan a entender que en este período los hombres empezaron a verse a sí mismos, en términos diferentes a los del pasado, empezaron a verse en términos, de sociedad.
Hasta hoy mismo, sin duda, es realmente difícil para muchas personas hacerse cargo de qué es lo que realmente entienden los sociólogos cuando dicen que el objeto que intentan estudiar es la sociedad humana. Por tanto, tal vez sea útil al objeto de comprender mejor el propósito de la sociología tener presentes las circunstancias bajo las cuales los hombres, no solo en la sociología, sino también en sus controversias no científicas, empezaron a interpretarse a sí mismos en términos de sociedad.
No es posible entender el cambio estructural de la autopercepción humana significado en el hecho de que los hombres se combatan cada vez más en nombre de los grandes «ismos» mientras no se tenga claro qué cambios de la convivencia humana misma se han reflejado en esta transformación de la autointerpretación de los hombres.
Los cambios en cuestión son ampliamente sabidos; pero no siempre se conceptúan clara y terminantemente como cambios sociales estructurales. Actualmente son vistos sobre todo en términos de lo que viene a significar el concepto de «acontecimientos históricos». Se toma en consideración, en otras palabras, una gran cantidad de singularidades ocurridas en los diferentes países en proceso de industrialización durante los siglos XIX y XX. En Francia tuvo lugar una revolución. Los reyes y los emperadores fueron y vinieron. Finalmente se constituyó una República por la que habían luchado partidos burgueses y obreros. En Inglaterra se promulgaron leyes de reforma que dieron el derecho de voto a burgueses y obreros, y posibilitaron a sus representantes el acceso a las instancias de gobierno. La House of Lords perdió poder y la House of Commons ganó. Finalmente Inglaterra se convirtió en un país gobernado por representantes de los grupos burgueses de la industria y de los obreros industriales. En Alemania las guerras perchadas contribuyeron al derrocamiento de las viejas capas aristocráticas dinásticas-agrarias-militares y al ascenso de gente procedente de lo que eran entonces las capas «inferiores» de la burguesía y de la clase trabajadora hasta que finalmente, tras muchas oscilaciones pendulares, se llegó también aquí a la sustitución de las antiguas asambleas estamentales por asambleas de representantes de partidos, los parlamentos. Podríamos seguir la enumeración. Las singularidades, ya se ha dicho, son ampliamente sabidas. Pero la percepción científica no está hoy en día organizada todavía de tal manera que entre la multitud de detalles sea visible la homogeneidad de la dirección del desarrollo que pone en ella de manifiesto. Los árboles no dejan ver el bosque, la reflexión no ha accedido aún al problema de por qué motivos en el desarrollo de estos y otros países se llegó, en conexión con una creciente cientifización de los controles de la naturaleza, con el incremento de la diferenciación profesional y otras tendencias, a una transformación del conjunto del tejido humano en una misma dirección[20]. Justamente este es el problema sociológico. Es difícil captar qué entienden por «sociedad» los sociólogos si no se ve este problema. Si se llega a ver aparece, detrás de toda la diversidad de la historia, llena de singularidades, de cada uno de estos países diferenciados, el paralelismo estructural existente en la dirección de todo su desarrollo social global.
La aparición de ciencias que se fijan como tarea especial investigar las sociedades es, por sí misma, un aspecto de la evolución específica de las sociedades estatales en esta fase, caracterizada entre otras cosas por una cientifización creciente del control de la naturaleza, en forma por ejemplo de las fuentes de energía puestas en juego por los hombres, y por el consiguiente crecimiento de la diferenciación profesional. Pero sólo se reconoce la conexión entre esta incipiente cientifización del pensamiento acerca de las sociedades y el cambio estructural de las sociedades estatales, en las que acontece esta evolución del pensamiento, cuando se adquiere conciencia del paralelismo, de los puntos comunes existentes en la orientación de las evoluciones de conjunto a las que nos hemos referido.
No obstante, este paralelismo de la evolución se pierde fácilmente de vista cuando se concentra la atención en una única esfera, sea la económica, la política o la social, de esa evolución. Esta es una de las dificultades que se presentan aquí. Bien sea que se aborde la industrialización o la cientifización, la burocratización, la democratización, la nacionalización o la urbanización, cualquiera de los conceptos usuales, para hacer referencia a los paralelismos de las transformaciones estructurales, se procede destacando un u otro aspecto singular. Actualmente nuestros instrumentos conceptuales no están lo bastante desarrollados para poder expresar con claridad en qué consiste la transformación global de la sociedad a la que nos referimos y establecer la relación existente entre los diversos aspectos particulares.
Pero justamente esto, centrarse en los aspectos comunes de una transformación que afecta tendencialmente no solo a una esfera, sino a todas las esferas de las relaciones humanas, es la tarea sociológica que nos planteamos. La mejor manera de hacerlo —tal vez provisionalmente— sea reconducir idealmente en sentido humano todos los conceptos algo deshumanizadores que se suelen utilizar para la caracterización de este proceso. La industrialización, en definitiva, no significa otra cosa si no que más y más personas hacen profesión de empresarios, empleados u obreros; la cientifización de los controles naturales significa que más y más hombres trabajan como físicos o ingenieros; la democratización significa que se confiere un peso mayor en el poder a la «plebe» de antaño. Lo mismo se aplica a las diferentes esferas en que solemos subdividir idealmente a las sociedades: la «económica», la «política» y la «social». Todas ellas se refieren a conjuntos específicos de funciones que los humanos realizan tanto para sí mismos como para los demás. Si se contempla la política, la economía y todas las otras «esferas» como conexiones funcionales de personas interdependientes se pone de manifiesto que una censura conceptual que no se refiera al mismo tiempo a un modelo sociológico de su contexto induce a error en la investigación de los problemas sociales. Basta reflexionar sobre un fenómeno como los impuestos. Los impuestos, ¿son un fenómeno «económico», «político» o «social»? La decisión acerca de cómo han de repartirse las cargas impositivas, ¿es puramente «económica», o es «política», «social» o, antes bien, es el resultado de equilibrios de poder entre diferentes grupos humanos como el gobierno y los gobernados, las capas ricas y las pobres, susceptibles de una determinación sociológica bastante precisa?
Todavía pasará algún tiempo antes de que dispongamos de conceptos comunicables que hagan posible investigar esos procesos sociales de conjunto. En el presente contexto basta con hacer referencia a una transformación central de la figuración social global. Uno de los rasgos comunes básicos de la evolución que tuvo lugar en la mayoría de los países europeos durante los siglos XIX y XX fue un desplazamiento específico de los lugares ocupados en el poder. Las posiciones de gobierno han venido siendo gradualmente ocupadas, en sustitución de las muy minoritarias elites basadas en la propiedad o los privilegios hereditarios, por los representantes de las organizaciones de masas, de los partidos políticos. Actualmente los partidos o, como se suele decir con frecuencia, los «partidos de masas», constituyen hasta tal punto un dato obvio de nuestra vida social que incluso en las investigaciones científicas no se va más allá de la descripción o la iluminación de su superficie institucional. Ya no se busca una explicación de por qué en todas esas sociedades el régimen oligárquico de pequeños grupos dinástico-agrarios-militares de privilegiados dejó antes o después, de una u otra manera, paso a un régimen oligárquico de partido, independientemente de que tuviese carácter pluripartidista o de partido único. ¿Sobre qué cambios estructurales se basó el hecho de que en todos esos países las clases señoriales de siglos pasados perdiesen el poder en beneficio de los sucesores sociales de lo que en aquellos siglos se solía llamar el pueblo común? Considerado históricamente, todo esto es bastante conocido, pero en lo tocante a multitud de detalles, no existe ni mucho menos la suficiente claridad acerca de la gran línea común existente en la transformación de las conexiones funcionales entre los hombres, en la transformación de las figuraciones que los hombres constituyen entre sí. Consiguientemente, tampoco se captan con la suficiente claridad los problemas sociológicos que suscita a la reflexión este curso paralelo de las evoluciones de las diversas sociedades estatales. Su historia es, bajo muchos aspectos, distinta. Y, sin embargo, ¿cómo es posible que la dirección en la que se desplazaron los equilibrios de poder en esos países fuese la misma?
Démonos por satisfechos aquí con dejar planteada la cuestión. Tal vez sea de ayuda, en alguna medida, en la tarea de hacer más comprensible de qué se ocupa la sociología precisar un problema sociológico-evolutivo de este orden. No se puede entender el surgimiento de la sociología sin tener presente esta transformación de unas sociedades oligárquicamente gobernadas por privilegiados hereditarios en sociedades gobernadas por los representantes destituibles de los partidos de masas y sin recordar algunos de los aspectos de la transformación social global que se evidenció en este desplazamiento de poder. Puede decirse que las ciencias sociales y sobre todo la sociología y los sistemas de creencias de los grandes partidos de masas, las grandes ideologías sociales, por muy distintas que puedan ser, por lo demás, ciencia e ideología, son criaturas de la misma hora, manifestaciones de idénticas transformaciones sociales. Bastará con destacar aquí algunos aspectos de esta interrelación.
Pero si se contempla la orientación del desarrollo global de estas sociedades en los últimos dos o tres siglos se comprueba que no sólo se han reducido los diferenciales de poder entre gobernantes y gobernados, sino también los existentes entre las diferentes capas de la sociedad. La dependencia respecto de sus campesinos de los terratenientes aristócratas en siglos pasados, o la dependencia de los oficiales respecto de los soldados profesionales, era considerablemente menor que la dependencia del empresario industrial respecto de sus obreros o que la del oficial de carrera respecto de los ciudadanos en uniforme legalmente obligados a entrar en quintas. Este incremento de los potenciales relativos de poder de la masa antaño mucho más impotente de la población en el curso del desarrollo social puede hacerse patente en difusas manifestaciones de insatisfacción y apatía, en amenazadoras agitaciones y actos de violencia, si los equilibrios institucionalizados de poder no se corresponden con los potenciales efectivos de poder de las capas más numerosas. Pueden expresarse en un específico comportamiento electoral o en huelgas, en manifestaciones de los partidos y de los movimientos de masas con sus diversos sistemas de creencias sociales, cuando se han desarrollado regulaciones institucionales de los contrastes de poder y métodos para la constante adaptación legal a relaciones cambiantes de poder —en todo caso, en el curso de la transformación global de las sociedades que solemos designar a través de aspectos parciales como «industrialización», se reducen paulatinamente los diferenciales de poder entre todos los grupos y capasen tanto estén integrados en el ciclo funcional en perpetuo cambio de estas sociedades. Esta restricción alude a que en el curso de esta creciente diferenciación social y la subsiguiente integración, determinados grupos sociales experimentan permanentemente limitaciones en su ámbito de funciones o aun pérdidas de funciones, con la consiguiente mengua de sus potenciales de poder, Pero el movimiento de conjunto es una transformación en el sentido de una reducción de todos los diferenciales de poder entre los diversos grupos, incluidos los existentes entre varones y mujeres y padres e hijos.
Es a esta tendencia a la que hace referencia el concepto de «democratización funcional». No es idéntica a un desarrollo en el sentido de la «democracia institucional». El concepto de democratización funcional se refiere a una modificación de la distribución social del poder que actualmente puede manifestarse en diferentes formas institucionales, es decir, por ejemplo, en sistemas unipartidistas no menos que en los pluripartidistas.