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i se quiere entender de qué trata la sociología hay que ponerse previamente en situación de interpelarse mentalmente a sí mismo y de hacerse cargo de uno como una persona entre otras. La sociología se ocupa de los problemas de la «sociedad» y no cabe duda de que todo aquel que reflexione acerca de la sociedad y la estudie forma parte de ella. Pero con mucha frecuencia en la reflexión sobre uno mismo se suele permanecer en un estadio en el que se es consciente de uno sólo como alguien situado frente a otros entendidos como «objetos». A menudo se siente que nos separa de ellos un abismo insalvable. La percepción de una separación de este género, propia de esta fase del proceso de autoconciencia, encuentra su expresión en muchas conceptualizaciones y muchos giros lingüísticos que contribuyen a hacer de ella algo completamente obvio y a reproducirla y reforzarla sin tregua. Así, por ejemplo, se habla de la persona y su medio, del niño y su familia, del individuo y la sociedad, del sujeto y los objetos sin apercibirse siempre de que la persona forma parte también de su «medio», el niño de su familia, el individuo de la sociedad, el sujeto de los objetos. Si se analiza más de cerca se comprueba, por ejemplo, que el llamado «medio» de un niño está constituido en primer término por otras personas, como el padre, la madre y sus hermanos. Lo que conceptualmente establecemos como la «familia», no sería tal «familia» sin los hijos. La sociedad, que con tanta frecuencia se opone mentalmente al «individuo», está integrada totalmente por individuos y uno de esos individuos es uno mismo. Pero nuestro lenguaje y nuestros conceptos están configurados en gran medida como si todo lo que queda fuera de la persona individual tuviese carácter de «objetos» y además, como suele pensarse, carácter de objetos estáticos. Conceptos como «familia» o «escuela» se refieren evidentemente a conjuntos de personas. Pero el tipo habitual de nuestras configuraciones terminológicas y conceptuales las hace aparecer como si se tratase de objetos de la misma índole que las rocas, los árboles o las casas. Este carácter cosificador del lenguaje tradicional y, consiguientemente, también de nuestras operaciones mentales referidas a grupos de personas interdependientes, a los que posiblemente pertenece uno mismo, se pone también y muy especialmente de manifiesto en el propio concepto de sociedad y en la manera como se reflexiona sobre ella. Se dice que la «sociedad» es el «objeto» en cuya investigación se esfuerzan los sociólogos. En realidad, este modo de expresarse contribuye —y no poco— a dificultar el acceso a la comprensión del campo de tareas de la sociología.
El modelo mental que tiene la gente a la vista cuando piensa sobre la relación entre sí misma y la «sociedad» coincide frecuentemente con la siguiente figura:
Figura 1: Esquema básico de la imagen egocéntrica de la sociedad.
En el lugar de «familia», «escuela», «industria» o «Estado» pueden aparecer figuraciones como «universalidad», «ciudad», «sistema» y un sinnúmero de otras más. Sean cuales fueran, el esquema básico típico de la conceptualización predominante de tales agrupaciones sociales y de la experiencia propia que se expresa en ellas coincide en gran medida con la figura reproducida, que presenta a la persona individual, al «yo» individual rodeado por «figuras sociales» concebidas conceptualmente como si se tratase de objetos más allá y extraños al «yo» individual. Entre estos conceptos se cuenta también contemporáneamente el de «sociedad».
La comprensión de las tareas de la sociología, de lo que usualmente se designa como su «objeto», queda facilitada si se reorienta de acuerdo a la siguiente figura la imagen propia de lo denotado por el concepto de «sociedad» y la relación de uno mismo con la «sociedad»:
Figura 2: Una figuración de individuos interdependientes[1] («familia», «Estado», «Grupo», «Sociedad», etc.).
La figura sirve para ayudar al lector a quebrar idealmente la dura fachada de conceptos cosificadores que actualmente obstruye en gran medida el acceso de las personas a una clara comprensión de su propia vida social promoviendo constantemente la impresión de que la «sociedad» está compuesta de figuras externas al «yo», al individuo singular y que este está simultáneamente rodeado por la sociedad y separado de ella por una barrera invisible. En lugar de esta visión tradicional aparece, como se ve, la imagen de muchas personas individuales que por su alineamiento elemental, sus vinculaciones y su dependencia recíproca están ligadas unas a otras del modo más diverso y, en consecuencia, constituyen entre sí entramados de interdependencia o figuraciones con equilibrios de poder más o menos inestables del tipo más variado como, por ejemplo, familias, escuelas, ciudades, capas sociales o estados. Cada uno de estos individuos es, cómo se expresa en términos objetivadores, un «ego» o un «yo». Uno mismo se cuenta entre estos individuos.
Para comprender de qué trata la sociología es preciso —como se ha dicho— entenderse a sí mismo como una persona entre otras. En principio esto suena a trivialidad. Pueblos y ciudades, universidades y fábricas, estamentos y clases, familias y grupos profesionales, sociedades feudales y sociedades industriales, estados comunistas y estados capitalistas, todos son redes de individuos. Uno mismo se cuenta también entre estos individuos. Cuando se dice «mi pueblo, mi universidad, mi clase, mi país», se está expresando esto. Pero igual que hoy se asciende del plano cotidiano en el que tales expresiones son completamente usuales y comprensibles al plano de la reflexión científica, la posibilidad de hablar de todas las figuras sociales en términos de «mía», «tuya», «suya» o aun «nuestra», «vuestra» y «suya» queda fuera de consideración. En lugar de esto, habitualmente se habla de todas estas figuras como si existiesen no solo fuera y más allá de la propia persona que habla, sino fuera y más allá de las personas individuales en general. En este tipo de reflexión, el planteamiento del género: «aquí estoy “yo”» o también «aquí están los individuos singulares y allá las figuras sociales, el “entorno social”, queme “rodean” a mí mismo y a todo “yo” individual en general» aparece como inmediatamente convincente y plausible.
Los motivos para ello son diversos; aquí nos contentaremos con indicar tan solo en qué dirección han de buscarse. De una importancia especial, en este sentido, es la presión específica que ejercen las figuras sociales, constituidas por las personas en interacción, sobre esas mismas personas. Esta presión se explica automáticamente porque se confiere a las figuras una «existencia», una objetualidad, fuera y más allá de los individuos que las constituyen. La cosificación y deshumanización de las figuras sociales que se da en la reflexión, favorecidas por la tónica predominante de formación de las palabras y los conceptos, conduce a su vez a la peculiar «metafísica de las figuras sociales» que se usa tanto en el pensamiento cotidiano como en el sociológico y a la que pertenece, como una de sus expresiones más representativas, la representación simbolizada en la figura 1 de la relación entre «individuo y sociedad».
Esta metafísica además, tiene mucho que ver con la natural proyección de modos de pensamiento y lenguaje desarrollados y acreditados en la exploración científica de la dimensión físico-química de la naturaleza a la investigación de los contextos sociales de los individuos. Antes de que fuese posible un acceso científico a los hechos naturales, los hombres se explicaban los imperativos de la naturaleza, a los que se sentían expuestos, recurriendo a los instrumentos de lenguaje y pensamiento derivados de la experiencia de la coacción ejercida por los hombres entre sí. Hechos que nosotros interpretamos hoy como manifestaciones físico-químicas de la naturaleza —el sol y la tierra, las tempestades y los terremotos— se los representaban según el modelo de sus experiencias humano-sociales inmediatas, ya sea directamente en términos de personificación, o bien como emanación de las acciones e intenciones de personas. El paso de este pensamiento mágico-metafísico al pensamiento científico acerca de los aspectos físico-químicos del mundo se basó en buena parte en el retroceso de estos modelos heterónomos e ingenuamente egocéntricos de explicación y en la transferencia de sus funciones explicativas a otros modelos de pensamiento y lenguaje más ajustados a la existencia de una legalidad inmanente a estas interrelaciones de acontecimientos.
En el esfuerzo por aproximar las interrelaciones de la actuación humano-social a nuestra propia comprensión y por procurarnos un fondo cada vez mayor de saber fiable acerca de esas interrelaciones —precisamente esto se cuenta entre las tareas principales de la sociología—, nos vemos confrontados hoy con una tarea análoga de emancipación. También en estos terrenos se encuentran los hombres permanentemente expuestos a la acción de eventos coactivos y tratan de explicárselos para, con la ayuda de este saber, acceder a un mejor control del ciego curso de esas fuerzas coactivas —normalmente carentes de sentido, destructivas y causa de sufrimiento— y poder dirigirlas de tal modo que su curso se cobre menos vidas, cause menos estragos y sea menos absurdo. La tarea de ampliar y hacer más fiable la comprensión de estos elementos coactivos en general y el saber acerca de ellos en cada campo específico de investigación se sitúa, por consiguiente, en el centro del trabajo teórico y de investigación de la sociología. El primer paso en este camino no es, en apariencia, especialmente difícil. No es difícil acceder a la idea de que las fuerzas coactivas sociales que tratamos de conceptualizar son coacciones que los hombres ejercen sobre sí mismos. Pero en cuanto se intenta avanzar a partir de aquí en la comunicación reflexiva se constata que el aparato social de lenguaje y pensamiento orientado al cumplimiento de estas tareas de pensamiento y comunicación sólo nos ofrece o bien modelos ingenuos y egocéntricos, esto es, de carácter mítico-mágico, o bien modelos propios de la ciencia natural. Los primeros se encuentran en todos los casos en los que las personas tratan de explicarse coacciones que se basan sobre la peculiaridad de figuraciones constituidas por ellas mismas junto con otras tan sólo a partir del carácter personal o de los objetivos e intenciones personales de otros individuos o grupos de individuos. Esta exclusión enormemente frecuente de la propia persona o del propio grupo de la explicación de figuraciones constituidas por uno mismo junto con otros es una de las muchas formas de manifestación del egocentrismo ingenuo o, lo que es lo mismo, del antropomorfismo ingenuo que todavía hoy se hace perceptible por doquier en el pensamiento y en el lenguaje relativo a los procesos sociales. Además, se combinan de múltiples maneras con modos de pensamiento y expresión que se aplican a la explicación de regularidades sociales, pero cuyo modelo está constituido por modos de pensamiento y por un lenguaje coherentes con la explicación de las regularidades naturales.
En el proceso de cientifización del pensamiento acerca de lo que hoy, en tanto que interrelaciones de la naturaleza inerte, delimitamos netamente de las interrelaciones humano-sociales, se ha producido una transferencia de términos y conceptos, inicialmente acuñados en el contexto de la investigación científica de las realidades naturales físico-químicas, que se han difundido y han entrado a formar parte del léxico y del fondo conceptual cotidianos de la sociedad europea. Así, palabras y conceptos que obtuvieron su perfil actual primariamente en la investigación de esas realidades naturales, son a menudo transferidas, sin el menor reparo, a la exploración de las interrelaciones humano-sociales. Al igual que las diversas formas de manifestación del pensamiento mágico-mítico, contribuyen también lo suyo al mantenimiento de la inadecuación, reiteradamente observada, de muchos modos de pensamiento y de expresión de curso corriente para la comprensión de los problemas de las ciencias humanas y al bloqueo del desarrollo de un pensamiento y un lenguaje más ajustado a la específica peculiaridad de las figuraciones humanas.
Así, entre las tareas de la sociología se cuenta no sólo la investigación y la explicación de las regularidades específicas a que se encuentran sometidos los hombres en determinadas sociedades o grupos empíricamente observables, o en las sociedades en general, sino también librar al pensar y al hablar acerca de tales regularidades de sus ataduras a modelos heterónomos y desarrollar poco a poco, en sustitución de la terminología y conceptualización acuñadas atendiendo a representaciones mágico-míticas o bien a representaciones científico-naturales, otras que se ajusten mejor a la peculiaridad de las figuraciones sociales formadas por individuos.
Hacer esto sería más sencillo si ya actualmente se pudiese presuponer una imagen clara de la fase correspondiente de la emancipación respecto de los viejos modos de pensamiento y expresión mágico-míticos y del desarrollo de nuevos y más apropiados instrumentos en el ascenso de las ciencias de la naturaleza. Pero no es este el caso. Precisamente porque muchos de los conceptos básicos del conocimiento científico natural lentamente desarrollados se acreditan persistentemente como más o menos adecuados en la observación y manipulación de procesos naturales físico-químicos, aparecen a los ojos de sus herederos como algo dado. Las palabras correspondientes, los modos de pensamiento y las categorías científico-naturales, aparecen como algo tan evidente que se imagina que toda persona las posee de por sí. Representaciones como la de una causalidad puramente mecánica o la de una legalidad natural no intencional, carente de finalidades y de plan, que una larga serie de generaciones humanas han ido lenta y trabajosamente desarrollando, en una dificultosa labor intelectual y de observación y al precio de duras luchas en las que no pocas veces se ponía en juego la propia vida, a partir de representaciones y modos de pensar antropomórficos y egocéntricos, y que finalmente a partir de elites limitadas han invadido el pensamiento y el lenguaje cotidianos de colectivos sociales enteros, aparecen a los ojos de las generaciones posteriores sencillamente como las representaciones y los modos de pensar «correctos», «racionales» o «lógicos». Dado que continuamente se acreditan en una medida relativamente elevada en el observar y el actuar, ya no se cuestiona cómo y por qué ha adquirido una medida tal de adecuación el pensamiento humano en relación con este plano determinado de integración del universo.
Se deriva de aquí también el que este desarrollo social del pensamiento y la expresión acerca de las regularidades del acontecimiento natural haya sido descuidado hasta ahora en tanto que problema de la investigación sociológica. La representación filosófica estática del conocimiento científico como una forma de conocimiento «humana eterna» bloquea casi por completo la pregunta por la sociogénesis y la psicogénesis de los modos de pensamiento y representación científico-naturales, pregunta que sería la única que haría posible avanzar hacia explicaciones de esta reorientación del pensamiento y la experiencia humanos. Hoy es habitual que la cuestión sea sofocada antes de que se plantee al contraponerla como «meramente histórica» a la cuestión llamada «sistemática», Pero esta distinción misma es un ejemplo de la insuficiencia de los modelos propios de la ciencia natural para captar los procesos sociales a largo plazo, uno de los cuales es la cientifización del pensamiento. Estos procesos son algo muy distinto de lo que hoy se contrapone en tanto que mera «historia» de la ciencia a un «sistema científico» supuestamente inmutable, de modo análogo a como antaño se contraponía la historia natural de la investigación del sistema solar, que se suponía inmutable.
Responde este bloqueo de los problemas de los procesos sociales de desarrollo a largo plazo a la ausencia hasta hoy de una exposición representativa de la reorientación social a largo plazo del lenguaje y el pensamiento de las sociedades europeas, en cuyo centro figura el ascenso de las ciencias de la naturaleza. Una exposición así sería necesaria para conseguir una imagen más clara y más plástica de esa transformación. Si existiese sería más sencillo hacer comprender que la tarea que se impone hoy también en la sociología, en una fase nueva de la experiencia y la reflexión, en permanente acoplamiento con el caudal creciente de la investigación empírica concreta, consiste en dejar de lado muchos modelos tradicionales de pensamiento y de saber y desarrollar en su lugar, en el curso de las generaciones, otros instrumentos de lenguaje y pensamiento más adecuados a la peculiaridad de los problemas que plantean los entramados humanos.
La emancipación respecto de las representaciones heterónomas, ingenuamente egocéntricas o ligadas a la ciencia natural y de los correspondientes lenguajes y modos de pensamiento no es de ninguna manera más sencilla de lo que fue la tarea correspondiente en el caso de la ciencia de la naturaleza hace dos o tres centurias. Sus exponentes tuvieron que luchar primero y ante todo contra los modelos mágico-míticos institucionalizados de representación y pensamiento; en el presente, los exponentes de esta emancipación a que nos referimos ahora han de prevenirse también contra el uso heterónomo de los modelos, no menos sólidamente institucionalizados que son propios de la ciencia natural.
Aun cuando se sea hasta cierto grado conscientes de que la coerción social es un tipo de coerción ejercida por los hombres entre sí y sobre ellos mismos, con frecuencia resulta apenas posible defenderse de la presión social de articulaciones terminológicas y conceptuales que presentan las cosas como si esa coerción, como en el caso de los objetos naturales, fuese ejercida por «objetos» exteriores a los hombres sobre esos hombres. Muy a menudo se habla y se piensa como si no solo las rocas, las nubes y las tempestades sino también los pueblos y los estados, la economía y la política, las relaciones de producción y los desarrollos tecnológicos, las ciencias y los sistemas industriales, así como otras muchas creaciones sociales similares, fuesen datos extrahumanos que ejerciesen a partir de una legalidad propia y soberana situada más allá de toda acción u omisión humana —esto es, como «medio circundante» o «sociedad» en el sentido de la figura 1-coerción sobre cada hombre, sobre cada «yo». Muchos de los sustantivos que se utilizan en las ciencias sociales —como en la vida cotidiana— están constituidos como si hiciesen referencia a objetos físicos, objetos visibles y tangibles situados en el espacio y en el tiempo, presentes con independencia del conjunto de los humanos.
No obstante, no queremos decir con esto que ya actualmente sea posible avanzar en el trabajo teórico y de investigación prescindiendo de recursos terminológicos y conceptuales de este orden. Por mucho que podamos ser conscientes de su «insuficiencia» en muchos casos no hay todavía medios más adecuados para el pensamiento y la comprensión. Todo intento de liberar consecuentemente de modelos heterónomos de lenguaje y pensamiento el patrimonio lingüístico y científico del que nos servimos para explorar los entramados configurados por los hombres, las figuraciones sociales, y de sustituirlos por modelos de lenguaje y pensamiento más autónomos estaría en principio condenado al fracaso. Hay transformaciones sociales que, en todo caso, solo pueden realizarse como series evolutivas a largo plazo, abrazando a muchas generaciones. Esta es una de ellas. Exige, desde luego, muchas innovaciones en el lenguaje y los conceptos. Pero precipitándola solo se conseguiría comprometer los niveles actuales de comprensión. No cabe duda de que, en determinadas condiciones, algunos términos nuevos pueden imponerse —y frecuentemente con mucha celeridad— en la interacción social entre los humanos. Pero la inteligencia de los nuevos modos de expresarse y de pensar no se desarrolla nunca sin conflictos con los más antiguos y acreditados; requiere una reorganización de la percepción y del pensamiento de muchas personan interdependientes en una sociedad. Un reaprendizaje y un cambio así en el pensamiento de muchas personas, incluyendo su habituación a todo un conjunto de nuevos conceptos o al nuevo sentido de viejos, requiere habitualmente una sucesión de dos o tres generaciones y, con harta frecuencia, un periodo aún más prolongado. Sin embargo tal vez facilite y acelere también una reorientación así el hecho de que la tarea conjunta a realizar esté clara. Aproximarnos a esta clarificación es el cometido que nos proponemos aquí.
Quizá la misma referencia a las dificultades y a la lentitud de una tal reorientación del pensamiento y el lenguaje relativos a la sociedad dé ya una idea del tipo de coerciones a que los hombres se someten entre sí. Que esas coerciones sociales representan fenómenos absolutamente singulares no sería tan difícil de entender si nuestro pensamiento y nuestro lenguaje no estuviesen tan llenos como están de palabras y conceptos como «necesidad causal», «determinismo», «ley científica» y otros, concebidos sobre el modelo de experiencias en el ámbito de las ciencias naturales físico-químicas. De improviso se trasladan en los hábitos lingüísticos a campos de experiencia de otro tipo, entre otros también al constituido por el entramado humano que denominamos sociedad, porque se ha perdido la conciencia de su vinculación con la investigación de series de sucesos físico-químicos, de tal manera que aparecen como conceptos completamente generales y en parte incluso, con harta frecuencia, como representaciones apriorísticas de interrelaciones de hechos inscritas en todas las personas como parte de su «razón» innata con anterioridad a toda experiencia. Por regla general faltan, para empezar, sencillamente los conceptos adecuados al tipo de interrelación y también a los tipos de coerción, cuyo perfil se quiere delimitar en otros ámbitos de experiencia. Se ha visto en el ejemplo señalado. ¿De qué conceptos especiales y distintivos disponemos hoy para expresar clara y diáfanamente que las coerciones que ejerce el uso de un lenguaje común sobre el hablar y el pensar de cada persona en su relación con las otras personas son de un tipo diferente a, por ejemplo, la «fuerza de gravedad» que de modo legaliforme precipita de nuevo al suelo una pelota lanzada a lo alto? Las sociedades científicas poseen quizás un campo de juego mayor que otros tipos de sociedad para la introducción de innovaciones lingüístico-conceptuales. Pero aun en ellas esa cancha tiene limitaciones. Cuando se somete a un exceso de tensión la elasticidad de ese campo de juego, no solo se corre el peligro de perder la posibilidad de entenderse con otros hombres; con el control por otros del propio pensar y hablar se corre al propio tiempo el peligro de perder también el control sobre sí mismo y, de esta manera, perderse en lo indefinido, en fantasías y jugueteos ideales. Conducir las palabras y los conceptos por entre los poderosos modelos de la física y la metafísica es difícil.
No hay, por tanto, que esperar demasiado de un solo libro. El discurso de una reorientación e innovación tan radical como la que empieza a anunciarse hoy pausadamente en los esfuerzos en torno a la investigación sociológica de las interrelaciones sociales no puede depender sólo de la capacidad imaginativa e inventiva de un único individuo. El trabajo de un solo hombre puede ayudar en este sentido. Pero una reorientación de este género depende de los esfuerzos convergentes de muchas personas, y en última instancia de la marcha del desarrollo social global, de la evolución del entramado humano en su conjunto. Un fuerte empujón procedente de la reorientación intelectual puede influir sobre la marcha del desarrollo social global, en el caso de que la tendencia fluctuante del reparto de poder y de las correspondientes luchas de poder no bloqueen y ahoguen por completo la re orientación. La particular dificultad de la situación actual de las ciencias sociales, como en su tiempo la del pensamiento científico-natural en su secular período inicial, estriba en que la posibilidad del tránsito a un pensamiento menos fantasioso y más cercano a la realidad es más reducida cuanto mayor sea la furia y el apasionamiento de esas luchas es tanto más incontrolable cuanto más fantasioso y alejado de la realidad sea el pensamiento del hombre. El breve período de evolución hacia un pensamiento natural más ajustado a la realidad en la Antigüedad y su decadencia paralela al ascenso de una nueva y poderosa ola de mitologización en conexión con la decadencia de los estados más pequeños y autorregidos sustituidos por los grandes estados imperiales es un ejemplo de la fragilidad de los comienzos tempranos y vacilantes como la transición de un pensamiento social utópico a uno científico en los siglos XIX y XX. El peculiar círculo vicioso en que nos encontramos constituye una de esas regularidades forzosas que requieren una más cuidadosa exploración.
La referencia a él puede bastar, en este contexto, para poner más en claro un aspecto de todo proceso de cientifización que no es hoy siempre objeto de la atención que merece.
Una singularidad que distingue al tipo científico de adquisición de conocimiento del precientífico consiste en la mayor vinculación a las cosas y a la realidad del primero; consiste en que el primero ofrece a los hombres la posibilidad de distinguir a cada paso mejor que antes entre representaciones fantasiosas y representaciones ajustadas a la realidad. Esto puede parecer a primera vista un enunciado excesivamente simple. Pero la fuerte ola de nominalismo filosófico que sigue inundando y oscureciendo al pensamiento epistemológico ha desacreditado en alguna medida el uso de conceptos como «realidad» o «hecho». No se trata aquí en modo alguno de especulaciones filosóficas, sean de tipo nominalista o positivista, sino de una constatación epistemológica que puede comprobarse a través de observaciones singulares y, en su caso, revisarse. Antiguamente los hombres imaginaban que la Luna era una divinidad. Hoy poseemos, de hecho, una representación más ajustada a la realidad, más realista. Mañana puede que se descubran todavía contenidos fantasiosos en la representación actual y que se desarrolle una imagen más ajustada a la realidad de la Luna, de todo el sistema solar y de la Vía Láctea. El nivel de la comparación, el elemento comparativo, es importante en esta afirmación: con él se conducen las ideas salvando los dos escollos filosóficos estáticos del nominalismo y el positivismo en la corriente del desarrollo a largo plazo del pensamiento y el saber. De la dirección de esta corriente es de lo que se habla cuando se destaca, en tanto que una peculiaridad de la cientifización del pensamiento y de la adquisición de conocimiento, la transformación en el sentido de una reducción de los contenidos de fantasía y de un incremento de los contenidos ajustados a la realidad. Para calibrar los cambios en el equilibrio, en la proporción y peso relativos de las imágenes de fantasía y de las imágenes de realidad en las representaciones standard de las sociedades humanas, se precisaría una investigación más detenida de la que es posible llevar a cabo aquí. Ambos conceptos tienen muchas capas. El concepto de imagen fantasiosa, por tomarlo sólo como ejemplo, puede referirse a los sueños nocturnos individuales, a las ensoñaciones y los deseos, a las fantasías, que adquieren una conformación artística, a las especulaciones filosófico-metafísicas, a las creencias o a las ideologías colectivas y a muchas otras cosas.
Pero hay un tipo de fantasía, a saber, aquellas que son simultáneamente contenidas y fecundadas por el contacto estrecho con las observaciones factuales, que juega un papel completamente insustituible en el proceso de cientifización y de la progresiva conquista de la realidad por el hombre. Los filósofos nominalistas que eluden insertar en sus consideraciones y elaborar conceptualmente la compleja relación entre fantasía y realidad, difícilmente pueden estar en condiciones de explicar a su audiencia cómo es posible que la creciente cientifización del pensamiento relativo a contextos extrahumanos aumente también las probabilidades del hombre para, en constante realimentación, conseguir en la práctica que disminuyan los riesgos que esos desarrollos entrañan para el hombre mismo y encaminar aún más derechamente esos desarrollos a sus propios objetivos. ¿De qué otra manera, por ejemplo, puede expresarse en conceptos el aumento del bienestar y la mejora del estado de salud del hombre en una serie de sociedades sino diciendo que nuestro pensamiento y nuestro saber en estos campos está menos cargado de intuición y fantasía, es menos mítico-mágico y se orienta en mayor medida a la objetividad o la realidad?
Muchas personas, y los sociólogos no son los menos en hacerlo, hablan hoy de las ciencias con un malestar notable y en ocasiones con un cierto desdén. «¿Qué nos han aportado todos estos descubrimientos científicos?», se preguntan, «máquinas, fábricas, grandes ciudades, bombas atómicas y ese terror que significa la guerra científicamente conducida». Quizá no se ha dicho hasta hoy con la suficiente falta de ambigüedad que esta argumentación es un caso típico de supresión de una explicación inoportuna y de su relegamiento (displacement) a una más oportuna. La bomba de hidrógeno que en definitiva fue desarrollada a petición de los estadistas y que llegado el caso sería utilizada por orden de estos sirve como una especie de fetiche, algo en que descargar el propio miedo, mientras que el auténtico peligro está en la amenaza recíproca que suponen los grupos humanos hostiles y en parte interdependientes por esa mista hostilidad, de la que los afectados no conocen salida alguna. La lamentación por la bomba y los científicos que la hicieron posible con sus investigaciones orientadas a la realidad es un pretexto que sirve para encubrir la propia cuota de culpa en la recíproca amenaza o, en todo caso, la propia perplejidad ante la aparente inevitabilidad de la amenaza de unos hombres para con otros, al tiempo que se evita el esfuerzo que supone buscar una explicación más realista del entramado social que conduce a una paulatina escalada de amenazas entre grupos humanos. Algo similar sucede con la lamentación de que nos hemos convertido en «esclavos de las máquinas» o de la técnica. A pesar de todas las pesadillas inventadas por la ciencia ficción, las máquinas carecen de voluntad propia. No se inventan a sí mismas, no se fabrican a sí mismas y no nos fuerzan a ponernos a su servicio. Todas las decisiones y actividades operadas por ellas son decisiones y actividades humanas. Las amenazas y coacciones que atribuimos a las máquinas son siempre, consideradas más de cerca, amenazas y coacciones de grupos humanos interdependientes producidas en sus recíprocas relaciones con ayuda de las máquinas. Son, con otras palabras, amenazas y coacciones sociales. Cuando la explicación del propio malestar por la vida en las sociedades científico-técnicas industriales se desplaza a las bombas o las máquinas, a los científicos o los ingenieros, uno se sustrae a la tarea difícil y tal vez también incómoda de procurarse una imagen más clara, más ajustada a la realidad de las estructuras de los entramados humanos, especialmente de las situaciones conflictivas inherentes a ellos, siendo así que la responsabilidad por el desarrollo y la eventual utilización de las armas científicas o por las inclemencias de la vida en las grandes ciudades tecnificadas y en las fábricas recae en esas estructuras. No cabe duda, ciertamente, de que estos desarrollos tecnológicos contribuyen a la orientación del desarrollo de los entramados humanos. Pero jamás es la «cosa en sí» sino su uso y empleo por hombres insertos en el tejido social lo que explica las coacciones ejercidas sobre los hombres, el malestar experimentado en él por los hombres. Es a la fuerza destructiva de los hombres, no a la de la bomba atómica, a lo que estos han de temer o, dicho con más exactitud, a la fuerza destructiva de los entramados humanos. El peligro reside no en los progresos de las ciencias de la naturaleza y la técnica, sino, en el aprovechamiento de los resultados de la investigación y los inventos tecnológicos por los hombres bajo la presión de una interdependencia que los entrelaza y de las luchas ligadas a ella por el reparto de las posibilidades más variadas de poder. En la presente introducción a la sociología se hablará poco de estos graves problemas. En ella se va a tratar sobre todo de ayudar a hacerse cargo de la evolución de la imaginación sociológica y el pensamiento sociológico encaminados a la percepción de estos entramados, de estas figuraciones que los hombres constituyen entre sí. Pero el recuerdo del ejemplo de estos graves problemas de entramado puede ser de utilidad a título introductorio.
La fijación engañosa de las ideas en fenómenos conocidos y tangibles como las bombas atómicas y las máquinas o, en sentido más amplio, en la ciencia natural o la tecnología y el oscurecimiento de las causas efectivas, sociales, del miedo o el malestar que se siente, son altamente sintomáticos de una de las estructuras básicas de la época contemporánea. Se trata de la discrepancia existente entre la capacidad relativamente alta para dominar en forma adecuada o realista problemas del acontecer natural extrahumano y, en cambio, la capacidad relativamente escasa para acceder a los problemas de la convivencia humano-social, para dominarlos con análoga regularidad.
Los estándares sociales de nuestro pensar y percibir, de nuestra adquisición de conocimiento y de nuestro saber están escindidos de un modo peculiar. En el ámbito de los contextos naturales extrahumanos, todas estas actividades se proyectan en una medida elevada y además creciente a la realidad. El ámbito parece ser infinito. Pero en su interior crece, a la par que el trabajo científico sistemático, el fondo de saber relativamente seguro, de saber más realista, y lo hace acumulativamente y con gran continuidad. El estándard de autodisciplina, de apartamiento de las motivaciones personales egocéntricas y la consiguiente objetividad del pensar y el observar en el trabajo científico y tecnológico apoyado en un control recíproco de los investigadores comparativamente eficaz, es bastante elevado. En cambio, es relativamente reducido el margen para la influencia sobre los resultados de la investigación por fantasías egocéntricas o etnocéntricas no susceptibles de contención y control mediante una cuidadosa confrontación con investigaciones concretas. La elevada medida de autocontrol en el pensamiento relativo a esos contextos naturales y la medida consiguiente de objetividad, realismo y «racionalidad» del pensar y actuar en estos ámbitos no es, desde luego, prerrogativa exclusiva de los especialistas de la investigación. En la actualidad forman parte ya de las actitudes básicas de los hombres de las sociedades más desarrolladas en general. Conectadas con la tecnificación de la vida en su conjunto, incluso de la más privada, gobiernan también todo el pensamiento y la acción del hombre. De todos modos, en la vida privada sigue existiendo un margen para las fantasías egocéntricas referidas a los contextos naturales y con mucha frecuencia los hombres son conscientes de ellas en tanto que tales, en tanto que fantasías personales.
En contraste, el margen existente en las mismas sociedades para el funcionamiento de las fantasías egocéntricas y etnocéntricas como factores determinantes de la percepción, el pensamiento y la actividad en el ámbito de la vida social, que no se conectan con los problemas científico-naturales y tecnológicos, es aún comparativamente muy grande. Incluso los especialistas de la investigación, los representantes de las ciencias sociales, apenas disponen de estándares comunes de control recíproco y de autocontrol que les permitan deslindar en una medida creciente y con la misma seguridad que sus colegas de las disciplinas científico-naturales representaciones fantasiosas personales y arbitrarias, imágenes desiderativas políticas o nacionales, de un lado, y modelos teoréticos proyectados a la realidad, susceptibles de contraste a través de investigaciones empíricas, de otro. Y en el grueso de la sociedad el estándar común del pensamiento sobre problemas sociales permite a la gente entregarse hasta tal punto a fantasías colectivas, sin reconocerlas como tales, que el parangón con la dimensión del pensamiento fantasioso acerca de los hechos de la naturaleza durante la Edad Media no está fuera de lugar. En la Edad Media se hacía a los extranjeros y en particular a los judíos culpables del surgimiento de la peste y se procedía a matarlos en masa. Entonces no se disponía de manera general de explicaciones más cercanas a la realidad, científicas, para fenómenos como las muertes masivas por epidemia. El miedo todavía no contenido por un saber más realista, el pánico a los inexplicables horrores del contagio, la pasional ira ante un ataque inaprensible pero amenazador se descargaba, como sucede con tanta frecuencia, en fantasías del grupo dominante que hacían aparecer a los más débiles socialmente, a los marginales, como agresores, como autores del propio sufrimiento, lo que conducía a su asesinato masivo. En el siglo XIX, en cuyo transcurso las epidemias de cólera todavía en repetidas oleadas a las sociedades europeas, se puso finalmente freno a este tipo de enfermedades masivas por contagio gracias al creciente control estatal de la asistencia sanitaria, los progresos del conocimiento científico y la difusión de las formas científicas de explicación de las epidemias. Y, en definitiva, en el siglo XX la aproximación a la realidad del saber científico-natural y el bienestar social que posibilita, así como la puesta en práctica de esos conocimientos mediante las adecuadas medidas de protección, han llegado finalmente a un nivel tal en el ámbito de la higiene pública que por primera vez desde la densificación de su población casi ha desaparecido en Europa el peligro que representaba para la gente el contagio por enfermedades epidémicas masivas de este género, habiendo sido casi completamente olvidadas por la población actual.
Ahora bien, por lo que hace a la convivencia social, los hombres están aún en gran medida, en cuanto al pensamiento y la acción, en el mismo nivel de desarrollo representado por el pensamiento y la conducta de los hombres medievales frente a la peste. En estos terrenos las personas se encuentran todavía hoy expuestos a inquietudes y motivos de depresión que les son inexplicables; y dado que no pueden vivir sus desgracias sin una explicación, las explicaciones vienen dictadas por la fantasía.
El mito nacionalsocialista constituye en nuestros días un ejemplo de este tipo de explicación de necesidades e inquietudes sociales que buscan descargarse en la acción. Al igual que en el caso de la peste, también aquí se descargó la angustia suscitada por unas miserias y miedos de carácter social en gran parte incomprendidos en explicaciones fantasiosas que marcaban a las minorías socialmente más débiles como instigadores y culpables, conduciendo así a su asesinato. Se ve aquí ya la existencia simultánea, característica de nuestra época, de un dominio altamente realista y orientado objetivamente de los aspectos físico-técnicos y unas soluciones fantasiosas de los problemas sociales, para cuyo dominio y explicación objetiva o bien no hay voluntad o no hay capacidad.
La expectativa nacionalsocialista de solución de los problemas sociales a través del exterminio de los judíos es tal vez un caso extremo de un fenómeno hoy aún universal en la vida social de los humanos. Ilustra la función de explicaciones fantasiosas de las miserias y los miedos sociales cuyas explicaciones reales no se quiere o no se puede asumir. Es además sintomático de una contradicción no menos característica del pensamiento contemporáneo el hecho de que en este caso se intentase disimular las fantasías sociales con un velo científico-natural, biológico.
La palabra fantasía suena muy inocua. No se discute aquí en modo alguno el papel completamente insustituible y altamente constructivo de las fantasías en la vida de los hombres. Al igual que la diversificación de los músculos de la cara, que la capacidad para sonreír o para llorar, también la capacidad de fantasía forma parte en plenitud de los singulares atributos del hombre. Pero aquí hablamos de fantasías de un tipo muy determinado o, dicho con mayor exactitud, de fantasías que ocupan un lugar errado en la vida social de los hombres. Faltas del control ejercido por un saber objetivo, se cuentan —especialmente en situaciones de crisis— entre los impulsos menos dignos de confianza y, con demasiada frecuencia, más homicidas de la acción humana. En tales situaciones no se precisa de ninguna enfermedad mental para desencadenarlos.
Hoy se acepta con mucha frecuencia la idea de que los contenidos fantasiosos que juegan un importante papel en el enderezamiento de la acción y el pensamiento colectivos de los grupos hacia sus objetivos son meramente fingidos; no serían otra cosa sino velos propagandísticos estimulantes e incitantes tendidos por hábiles grupos de dirección para cubrir unos objetivos altamente «racionales» o «realistas» fríamente fijados y estipulados en función de sus «coordenadas de intereses». Esto sucede, como es natural. Pero a través del uso del concepto de «razón» en expresiones como «razón de Estado», del concepto de «realismo» en expresiones como Realpolitik y a través del uso de muchos otros conceptos de este orden se favorece la muy extendida presunción de que las deliberaciones llamadas «racionales» y orientadas a la objetividad o a la realidad juegan habitualmente el papel más importante en las fijaciones sociales de objetivos de los grupos humanos en sus confrontaciones. El uso actualmente predominante del concepto de «ideología» revela —incluso entre sociólogos— idéntica tendencia. Pero un examen más atento permite constatar sin mayores dificultades hasta qué punto se interpenetran, en la imagen de los «grupos de interés» las visiones fantasiosas y las representaciones más realistas. El planeamiento realista y consciente de sus objetivos de los desarrollos sociales con recursos a los modelos científicos de desarrollo es sólo una conquista, apenas suficiente, de la evolución más reciente. Y los propios modelos de desarrollo son de todo punto incompletos, carecen todavía de la correspondencia lo bastante ajustada con las cambiantes estructuras sociales. Toda la historia es hasta hoy, en el fondo, un cementerio de sueños humanos. A corto plazo a menudo los sueños se cumplen; pero a largo plazo acaban casi siempre en un vaciamiento y destrucción de su ser y su sentido precisamente porque las metas y las esperanzas están intensamente penetradas por fantasías, de tal modo que el curso efectivo del acontecer social les depara severos golpes, una confrontación con la realidad tras otra y acaba desenmascarándolas como irreales, oníricas. La esterilidad característica de muchos análisis de ideologías se deriva, no en último término, de la tendencia a tratar a estas como construcciones intelectuales en el fondo «racionales», concordantes con los auténticos grupos de interés, y a descuidar su carga de afectos y fantasía, su irrealidad egocéntrica o etnocéntrica como expresión de un ocultamiento calculado de un núcleo altamente «racional».
Piénsese, por ejemplo, en la situación actual de crisis entre los grandes estados, que en una medida creciente condiciona y eclipsa a las situaciones conflictivas en el interior de los estados de todo el mundo. Los representantes de estos grandes estados parecen soñar, en conjunto, que poseen un carisma nacional incomparable y que solo a ellos y a sus ideales corresponde la dirección del mundo. Las discrepancias de intereses, dato más realista y que podría explicar la enorme escalada de los preparativos bélicos, son bastante difíciles de descubrir. La diversidad de las praxis sociales, evidentemente, es menos amplia que lo que da a entender la discrepancia de los ideales y sistemas de creencias. Es la colisión de los sueños lo que confiere a las recíprocas amenazas de las grandes potencias —y, desde luego, no solo de las grandes potencias— en una gran medida su dureza e inevitabilidad como hipotéticas diferencias de intereses que podrían denominarse «reales». En el estadio actual de la evolución de la humanidad, que alcanza a todos los continentes, esta polarización reviste un considerable parentesco estructural con la antigua polarización centrada en el marco europeo, con la colisión de los sueños de los príncipes y señores de la guerra católicos y protestantes. En aquella época los hombres estaban dispuestos a matarse unos a otros en masa por uno u otro sistema de creencias con la misma pasión con que hoy parecen dispuestos a matarse en masa unos a otros porque unos prefieren el sistema de creencias ruso, otros el americano y otros el chino. Hasta donde puede verse es sobre todo la discrepancia entre estos sistemas nacionales-estatales de creencias y los carismas de las respectivas misiones nacionales (que por lo demás tienen ya muy poco que ver, en conjunto, con el análisis de los antagonismos clasistas intraestatales de Marx, un análisis que en su épica estaba relativamente muy vinculado con la realidad) lo que hace que este tipo de inextricable entramado resulte impenetrable y, por tanto incontrolable, para quienes están insertos en él.
También esto ofrece un ejemplo de la dinámica específica de los entramados sociales, de cuya investigación sistemática se ocupa la sociología. En este plano no son personas aisladas e interdependientes las que forman entre sí figuraciones específicas sino grupos interdependientes de personas organizadas a escala estatal-nacional. Pero también en este caso la experiencia propia de la gente se configura como si las unidades, de las que la gente habla en primera persona, es decir, no sólo en singular sino también en plural, no sólo en términos de «yo» sino también de «nosotros», fuesen unidades completamente autónomas; ya desde pequeños, en la escuela, se aprende que el propio estado nacional posee una ilimitada «soberanía», esto es, una independencia absoluta de todos los demás. La imagen etnocéntrica de una humanidad compuesta por muchos estados se asemeja, por tanto, a la imagen egocéntrica de la figura 1. Las elites del poder y muchos miembros de las naciones o, en todo caso, de las naciones que son grandes potencias, se ven a sí mismos situados en el curso de la humanidad como una fortaleza, cerrada, rodeada y al mismo tiempo separada de todas las otras naciones ajenas. Tampoco en este caso se alcanza en el pensamiento y la acción apenas el estadio de autoconciencia a que responde la figura 2 si en lugar de personas se toma como unidad a naciones. La imagen de la propia nación como una nación entre otras, la comprensión de la estructura de las figuraciones que forma la propia nación en su interdependencia con otras, no ha sido desarrollada hasta ahora sino muy débilmente. Sólo en raras ocasiones se tiene a la vista un modelo sociológico claro de la dinámica del entramado de estados, algo así como la dinámica del «clinch congelado» de las grandes potencias por el cual cada uno de los así enlazados, por miedo a la ampliación del poder de los otros, trata de aumentar su propio potencial, estimulando con esta justificación el miedo de los otros, lo que les impulsa a su vez a esforzarse por lograr un aumento ulterior de su potencial, cosa que vuelve a impulsar en la misma dirección los esfuerzos de sus adversarios. Como no hay aquí ningún árbitro que disponga de las suficientes posibilidades de poder como para deshacer este clinch, sin la simultánea comprensión por parte de todos los protagonistas de la dinámica inmanente de la figuración que constituyen entre unos y otros y sin hacer de esa comprensión norma para la acción, difícilmente podrá quebrarse el carácter forzoso de esa dinámica y la subsiguiente escalada del esfuerzo por la ampliación de los potenciales de poder. Actualmente, en lugar de esto predomina entre los adversarios interdependientes y sobre todo entre las oligarquías de partido que dominan en todas partes la idea de que sólo la referencia a los otros, al adversario y a su «equivocado sistema social», a sus «peligrosas creencias nacionales», es susceptible de explicar el sentimiento propio de estar bajo amenaza y el esfuerzo permanente por ampliar el propio potencial de poder. Todavía no se contempla a uno mismo y a su propia acción como componente integral de la figuración cuya dinámica inmanente demanda esos esfuerzos. La rigidez de los sistemas nacionales de creencias polarizados impide en todas partes a las oligarquías de partido gobernantes percibir con la suficiente claridad que ellas mismas, las tradiciones de partido y los ideales sociales que les sirven para la legitimación de su apetencia de poder pierden constantemente credibilidad con el peligro de enfrentamientos bélicos que ellas mismas contribuyen a crear, con el derroche de las riquezas creadas por el trabajo humano en la producción de medios dirigidos al uso de la violencia y, desde luego, con el uso efectivo de esta. De nuevo nos encontramos con este caso y en forma paradigmática ante la simultaneidad de un dominio altamente realista de los problemas físico-tecnológicos y una manera en gran medida cargada de fantasía de abordar los problemas interhumanos y sociales.
Si uno mira a su alrededor no es difícil descubrir otros ejemplos de esta discrepancia en la conducta de nuestros contemporáneos en relación con los contextos naturales o con los contextos sociales. Entre sus consecuencias se cuenta el hecho de que con demasiada frecuencia las personas imaginan que debido a una especie de «racionalidad» innata, es decir, con total independencia del concreto estadio evolutivo del conocimiento y el pensamiento social, están en condiciones de abordar los problemas sociales con idéntica orientación objetiva que los físicos o los ingenieros en su relación con los problemas científico-naturales y tecnológicos.
Así, hay en nuestros días gobiernos que muy frecuentemente —y quizá de buena fe— pretenden que pueden dominar «racional» o «pertinentemente» los agudos problemas sociales de sus países cuando, en realidad, no hacen sino cubrir las brechas del conocimiento concreto, aún relativamente rudimentario, acerca de la dinámica de los entramados sociales con doctrinas dogmáticas basadas en la fe, rutinas heredadas o expedientes condicionados por los intereses de partido a corto plazo, adoptando las decisiones, en la mayoría de los casos, a la buena de Dios. Por consiguiente, siguen siendo en gran medida juguetes de cadenas de acontecimientos que entienden tan poco como los gobernados que se someten a sus dirigentes confiando que estos podrán poner bajo control los peligros y las tribulaciones que les acechan, que por lo menos saben a dónde van. Y por lo que hace a los aparatos de la administración, a la burocracia, no es quizás inadecuado decir, como era ciertamente la intención de Max Weber, que en cuanto a su estructura y al comportamiento de los funcionarios públicos se ha hecho más «racional» en comparación con siglos anteriores; pero no es nada adecuado decir como Max Weber que la burocracia actual es una forma «racional» de organización y que el comportamiento de los funcionarios públicos es un comportamiento «racional». Esto es enormemente engañoso. Así, por ejemplo, la reducción burocrática de las interdependencias sociales a departamentos administrativos individualizados con una estricta delimitación de competencias e integrados por especialistas jerárquicamente organizados y grupos oligárquicos de dirección que raramente son capaces de reflexionar más allá de su propio campo de atribuciones —por no mencionar aquí sino este aspecto— tiene un carácter mucho más de forma de organización tradicional y no examinada a fondo que el de una forma de organización «racional», pensada y constantemente ajustada en función de las tareas de su incumbencia.
Puede que esto sea suficiente. Quizá con ayuda de estos ejemplos sea posible contemplar con algo más de claridad, bajo ciertos aspectos, el ámbito de problemas cuyo tratamiento se propone la sociología. El hecho de que el plano humano-social del universo esté formado por personas, por nosotros mismos, nos induce a olvidar fácilmente que su desarrollo, sus estructuras y sus modos de funcionamiento, así como su explicación son para nosotros, para los hombres, algo en principio no menos desconocido que el desarrollo, las estructuras, los modos de funcionamiento y las explicaciones de los planos físico-químicos y biológicos y que han de ser algo a descubrir poco a poco en no menor medida. La cotidianidad de la frecuentación con nosotros mismos disimula con facilidad el hecho de que nosotros somos en el presente aún en una medida mucho mayor una región relativamente inexplorada, una mancha blanca en el mapa del saber humano menos conocida que los polos de la Tierra o las superficies de la luna. Muchas personas sienten temor ante una ulterior exploración de esta región, de la misma manera que antaño hubo hombres que sintieron temor ante la exploración científica; del organismo humano. Y, como entonces, también hoy argumentan algunos de ellos que la exploración científica de los hombres por los hombres, que ellos no desean, no es posible. Ahora bien, la impotencia con que los hombres, faltos de una comprensión sólidamente fundamentada de la dinámica de los entramados humanos formados por ellos mismos, se encaminan a ciegas de unas autodestrucciones modestas a otras cada vez mayores y de una pérdida de sentido a otra, despoja su atractivo a la ignorancia romántica como ámbito de acción de los sueños.