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asta el presente, la autonomía del trabajo de investigación de la sociología, particularmente en el plano teorético, es muy limitada frente a los grandes sistemas sociales de creencias que sirven a la mayoría de los hombres como orientación en medio de las crisis y agitaciones para ellos impenetrables y en buena parte inexplicables. En consecuencia y como muestra el destino del concepto «desarrollo social», la propia ciencia de la sociología ha dependido en su desarrollo en una gran medida del cambio de las relaciones de poder y de la lucha de los sistemas sociales de creencias.
La pregunta que cualquiera que se ocupe de la sociología ha de plantearse a sí mismo, por tanto, reza: ¿hasta qué punto en la elaboración o en la consideración crítica de las teorías sociológicas no estoy buscando en primer término dar validez a una idea previamente existente de cómo deben ordenarse las sociedades humanas? ¿Hasta qué punto admito en las investigaciones teoréticas y empíricas relacionadas con los problemas sociales, aquello que se corresponde con mis propios deseos y aspiraciones y, por tanto, aparto la vista de lo que se opone a ellos? Y ¿hasta qué punto la cuestión que más me interesa es cómo se relacionan entre sí los diferentes procesos sociales, cómo pueden realmente explicarse estos procesos, qué ayuda pueden ofrecer las teorías sociológicas en la orientación, la explicación y, no en último término, también en la solución práctica de los problemas sociales?
La respuesta a este tipo de preguntas, que están en la base de la presente introducción, no admite ambigüedad. No se trata de pedir o de esperar de los sociólogos que tengan convicciones acerca de cómo debe desarrollarse una sociedad y que las expresen. Se trata más bien de que los sociólogos se liberen de la idea de que la sociedad en cuyo estudio se afanan ha de corresponder también realmente ya aquí y ahora, en su presente, ya en su evolución y expectativas, a sus exigencias morales y a sus opiniones acerca de lo que es justo y humano.
El tratamiento de los problemas sociológicos que nos ha ocupado aquí se basa en la convicción de que no tiene sentido y es incluso poco sincero mezclar y confundir estas dos operaciones, que son completamente distintas por lo que hace a su función. Hay personas que dicen que es imposible deslindar las convicciones personales previas y el enfoque científico-teorético, sociológico, de los problemas. Todo el mundo los mezcla, todos estamos comprometidos. Sin embargo, no siempre está totalmente claro qué premisas implícitas se alimenta cuando se hace la apología de la combinación de ideal y teoría en las investigaciones en ciencias sociales. De manera tácita se infiere una especie de armonía preestablecida entre el ideal social y la realidad social. Esta es, en efecto, la premisa implícita de las teorías sociológicas evolutivas del siglo XIX y también de las teorías sistemáticas actuales. Esta visión responde aproximadamente a la concepción de la naturaleza que es posible encontrar reiteradamente en los siglos XVII y XVIII. En aquella época dominaba la idea de que en el fondo la naturaleza estaba organizada de tal modo que correspondía a lo que parece racional a los ojos del hombre o a lo que les parece bueno y útil. De manera similar, muchos teóricos de la sociología asumen como evidente que las sociedades humanas se estructuran o evolucionan de acuerdo con sus propios ideales, y de este modo, se configuran siempre por sí mismas de la manera que resulta apropiada a sus ojos.
Aquí no se implica ninguna premisa de este tipo. Los desarrollos sociales, vistos a largo plazo, se mueven ciegamente, sin dirección alguna —tan ciegamente y faltos de dirección como un juego. La tarea de la investigación sociológica consiste en aplicar el entendimiento humano a estos procesos ciegos y carentes de dirección; la tarea consiste en explicarlos y a través de ello, posibilitar a los hombres la orientación en los entramados producidos por sus propias acciones y necesidades, que parecen impenetrables, y en posibilitar asimismo un mejor control de tales procesos. Pero de la misma manera que en su época la transición de una cosmovisión geocéntrica a otra heliocéntrica necesitó de un acto especifico de distanciamiento, también el paso de una visión de la sociedad centrada en torno a la propia persona o al grupo con el que uno se identifica a otra en la que uno mismo o su grupo ya no constituyen el centro requiere un acto específico de distanciamiento. Aquí estriba la dificultad. Para muchas personas es hoy todavía imposible de llevar a cabo, tanto en el pensamiento como en la acción, una distinción entre un distanciamiento sociológico como el que hemos descrito y un compromiso basado en una concepción del mundo o una ideología que por su propia naturaleza hace aparecer en el centro de la imagen de la sociedad que se tiene los problemas e ideales del presente y a corto plazo. Así sucede con frecuencia que parece como si se esperara del estudio de las entrañas de la historia una revelación del futuro, igual que los sacerdotes romanos esperaban antaño lo mismo del estudio de las entrañas de los animales sacrificados. A pesar de todo lo que ha sucedido ante nuestros ojos sigue siendo manifiestamente difícil conformarse con la idea de que si bien los procesos evolutivos de la sociedad humana tal vez podrían explicarse, carecen empero de un sentido prefigurado y de una meta preestablecida —dejando a un lado el sentido y las metas que quizá podrían establecer los hombres para estos procesos, que para ellos siguen siendo en gran medida incontrolables y ciegos, en el caso de que aprendiesen a explicarlos y controlarlos mejor.
Para muchos hombres, indudablemente, es desconcertante que en uno u otro sentido el curso del desarrollo de la sociedad parezca ir en una dirección aparentemente «ajustada» a su propio sistema de valores. Piénsese, por ejemplo, que Condorcet (1743-1794), a quien Comte designaba en ocasiones como su vrai père spirituel, decía en medio de la confusión de la Revolución Francesa que las esperanzas de los hombres para el futuro podían resumirse en tres puntos[50], a saber: el fin de la desigualdad entre pueblos o países, el progreso en dirección a una mayor igualdad de los hombres en el interior de cada país y el perfeccionamiento del hombre. Si se deja cautamente el último punto de lado, es posible afirmar que la evolución de la humanidad se ha movido desde la época de Condorcet en una dirección notablemente pareja a la que él esperaba, pero no se ve con suficiente claridad el problema que se plantea aquí. Los impulsos hacia una reducción de las desigualdades entre los distintos pueblos y países de la Tierra, los impulsos hacia la reducción de la desigualdad en el interior de cada país, verificados desde finales del siglo XVIII, no fueron, desde luego, planificados conscientemente por nadie: nadie los puso en marcha para conseguir objetivos previamente trazados. ¿Cómo se explica entonces —este es el problema— que en aquella época los mecanismos de entramado no planeados o controlables por nadie se moviesen por así decirlo ciegamente en dirección a una mayor humanización de las relaciones humanas? Solo cuando se adquiere conciencia de que esos son procesos ciegos y, por tanto, también de la posibilidad que existe de que, eventualmente, discurran en una dirección opuesta, surge con trazos más definidos de la sombra de la fe en una armonía preestablecida entre ideal y realidad la tarea, propia de la sociología evolutiva, de analizar y explicar tales procesos.
Este problema no se refiere tan solo a los procesos evolutivos relativamente a corto plazo puestos en juego cuando se piensa en las grandes transformaciones operadas desde Condorcet; hay muchas tendencias conocidas de desarrollo a largo plazo que requieren igualmente explicación. Ahí está, por ejemplo, la tendencia a largo plazo hacia una mayor diferenciación de todas las funciones sociales que evidencia el incremento de las actividades sociales especializadas. Estrechamente relacionado con ella está la evolución a largo plazo hacia una mayor complejidad. Ahí está la tendencia a pasar de unidades de defensa y ataque comparativamente pequeñas y de un solo nivel a unidades mayores y de varios niveles. Ahí está el impulso civilizatorio a largo plazo en dirección a una reserva mayor y más igualada de los afectos o a la mayor identificación de los hombres entre sí y como tales —con menor bloqueo por barreras de origen social. Ahí está, al menos en las sociedades políticas, la tendencia a la reducción de la desigualdad en la distribución de los niveles de poder. Ninguna de estas tendencias avanza de manera rectilínea, ninguna avanza sin luchas a menudo muy duras. No faltan cambios sociales en la dirección opuesta. Pero en los tiempos modernos se ha hecho habitual hablar de cambio social sin tomar en cuenta la posibilidad de cambios sociales en una dirección definida, bien a una mayor o a una menor diferenciación y complejidad. El concepto «desarrollo social» se refiere sólo a cambios en dirección a una mayor diferenciación y complejidad. Sin embargo, quizás habría que utilizarlo en relación con todo cambio orientado. El verdadero problema es su estructura. Muchas de estas tendencias evolutivas a largo plazo pueden seguirse, a pesar de todas las fluctuaciones, durante centenares o miles de años. La planificación o la ejecución de tales transformaciones estructuradas es algo que supera el poder y la previsión de los hombres. ¿Cómo explicar la consistencia con la que las sociedades humanas se desarrollan en una dirección determinada a lo largo de períodos prolongados? ¿Cómo se explica, por ejemplo, que a pesar de todas las regresiones las sociedades humanas se dirijan por sí mismas perseverantemente hacia una mayor diferenciación funcional, hacia una integración en un número mayor de niveles, hacia mayores organizaciones de defensa y ataque? Difícilmente se puede esperar diagnosticar y explicar de manera suficiente los problemas sociológicos de las sociedades actuales si se carece de un marco de referencia teórico-evolutivo que permita comprobar cómo han surgido las formas, sociales actuales de otras formas anteriores y contemplar y diagnosticar cómo y por qué surgieron de este modo específico de otras. Así, por ejemplo, es difícil hacerse una idea clara de las peculiaridades estructurales distintivas de un estado nacional mientras no se disponga de un modelo teórico de la evolución de los estados dinásticos y su conversión en estados nacionales y, más allá, del proceso a largo plazo de formación de los estados en general[51].
Quizá sea útil dar aquí al menos un ejemplo del tipo de conceptos de medida con cuya ayuda es posible determinar diferentes estadios de series de desarrollos sociales muy a largo plazo. La triada de los controles básicos se cuentan entre los universales de la sociedad. El estadio de desarrollo de una sociedad se puede determinar:
Tanto en su evolución como en su funcionamiento respectivo en un estadio dado de desarrollo, los tres tipos de control son interdependientes. De los dos primeros puede decirse que, con muchos retrocesos, la dimensión de las posibilidades de control va creciendo lentamente al compás de la evolución de la sociedad. Pero de ningún modo crecen en la misma medida. En la situación actual de las sociedades humanas, por ejemplo, es un dato muy característico que las posibilidades de control del entorno natural extrahumano sea muy grande y crezca por otra parte más rápidamente que el control de las conexiones interhumanas. Esta diferencia se refleja entre otras cosas en el nivel de desarrollo de las ciencias naturales y sociales. Las últimas se encuentran en gran medida atrapadas en un característico círculo vicioso del que pudo desembarazarse el conocimiento de la naturaleza en un estadio temprano de la evolución social pasando muy trabajosamente de la perspectiva mítico-mágica a la perspectiva científica. En pocas palabras: cuanto más incontrolable sea para el hombre un contexto determinado, tanto más afectivo será su pensamiento acerca de él y cuanto más afectivo, cuando más cargado de fantasía, sea su pensamiento sobre ese contexto, tanto menos estará en condiciones de elaborar modelos adecuados relativos al contexto dado y, en consecuencia, menos podrá llegar a controlarlo.
También cabe caracterizar los controles básicos recurriendo a las fórmulas tradicionales. El primer tipo de control se corresponde con lo que habitualmente se llama desarrollo de la organización social. En cualquier caso, el fenómeno doble de la diferenciación creciente y la creciente integración de los agrupamientos sociales es un ejemplo de la expansión de este tipo de control. El proceso de civilización constituye un ejemplo del tercer tipo de control. Tiene una posición especial, porque en el caso de los dos primeros tipos de control es posible, con alguna simplificación, dar una caracterización hablando de aumento o disminución de los controles. Pero el autocontrol es otra cosa. Un proceso de civilización se puede caracterizar en una medida muy insuficiente hablando sólo de aumento de los controles. Precisamente porque la ampliación del control de la naturaleza y las modificaciones del autocontrol no son menos interdependientes que la ampliación del primero y de los controles sociales sea quizás útil advertir de antemano contra la interpretación mecánica que hace de la interdependencia meramente un aumento paralelo de los tres tipos de control.