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uándo se habla, en la segunda mitad del siglo XX, acerca del «desarrollo» de las sociedades es posible referir este concepto a problemas prácticos muy específicos. En la mayor parte de los casos se utiliza este concepto para aludir a los «países en desarrollo». Los gobiernos de estos países se esfuerzan con mayor o menor energía y normalmente con el concurso de sociedades más ricas y poderosas por desarrollar su propio país. «Desarrollar» en este sentido significa, por tanto, una actividad, algo que los hombres realizan con metas muy determinadas y un cierto grado de planificación. El gran objetivo de esta actividad planeada de desarrollo es, a grandes rasgos, algo muy simple: se desea reducir la pobreza relativa de esas sociedades. Se buscan medios y vías para aumentar la renta nacional, es decir: no solo la riqueza a algunos individuos particulares —si bien en la mayoría de los países pobres suele haber individuos extraordinariamente ricos, a menudo más ricos que en los países ricos. Ante tales tareas los divertimentos acerca de si la «sociedad» tiene o no «existencia» al margen de los individuos, de si es algo diferente a una abstracción de la conducta de muchos individuos autónomos, de si son posibles los «individuos» sin sociedades y las «sociedades» sin individuos, pasan a un segundo plano. Se comprende entonces sin dificultades que las sociedades son figuraciones de individuos interdependientes. Si se intenta desarrollarlas, si se desea reducir la pobreza de un entramado humano así y no solo la de algunos de sus miembros, se necesitan determinadas medidas centradas en la productividad y la renta de los individuos integrados en una organización estatal determinada.
«Desarrollar» en este sentido aparece así, en principio, como una actividad humana. Se trata en la mayoría de los casos de la actividad desplegada por personas situadas en posiciones de gobierno y de las actividades de sus auxiliares, de los expertos en desarrollo procedentes de los países «más desarrollados». A los ojos de estos, en particular, la tarea, del desarrollo es una tarea «económica». Se intenta agrandar los potenciales «económicos» de estas sociedades más pobres. Se pugna por incrementar el stock de capital. Se construyen centrales eléctricas, caminos, puentes, ferrocarriles y fábricas. Se intenta elevar la productividad de la agricultura. Pero cuando se ponen en marcha tales «desarrollos» económicos con el limitado objetivo de mejorar el nivel de vida se pone de manifiesto algo singular: el desarrollo de los potenciales económicos de la sociedad no puede llevarse a cabo sin una transformación global de la misma. Es posible fracasar en la ejecución de planes puramente «económicos» porque otros aspectos no económicos pero funcionalmente interdependientes de la sociedad actúen como freno en la dirección opuesta. Es posible que la tarea de «desarrollo» conscientemente orientada al logro de transformaciones económicas asumida por gobiernos planificadores ponga en marcha sin querer desarrollos de distinta naturaleza. Si la actividad de los gobiernos aún puede ser descrita conceptualmente mediante un verbo como actividad consciente de los hombres, como una acción encaminada a «desarrollar» conscientemente, para estas transformaciones no controladas por quienes: planifican y actúan y que son puestas en marcha por ellos de manera no consciente, se precisa una expresión más impersonal. Acciones planificadas, en: forma por ejemplo de decisiones gubernamentales, pueden conducir a resultados imprevistos y no queridos. Hegel llamaba a esto —con cierto optimismo— la «astucia de la razón». Hoy se ve que la responsabilidad de estas consecuencias no planeadas de las acciones planificadas de los hombres recae en la función de estos en el seno de uno de los contextos constituidos por el entramado de las acciones de muchas personas. En su enunciado hay que pasar, por consiguiente, de un concepto de acción a un concepto de función. En lugar de hablar de alguien que desarrolla sociedades hay que hablar de su desarrollo.
Este proceso de desarrollo global en principio incontrolable y en todo caso no planificado de una sociedad no es, en absoluto, algo enigmático. No se debe a fuerzas sociales «misteriosas». Lo que expresa es la consecuencia del entramado de acciones de muchos individuos interdependientes, cuyas peculiaridades estructurales hemos ilustrado mediante los modelos de juego. En el entramado de las jugadas de miles de jugadores interdependientes no hay jugador individual o grupo de jugadores, por muy poderosos que puedan ser, que esté en condiciones de determinar en solitario la marcha del juego. Lo que aparece en el juego como su «marcha» es lo que se presenta en este proceso como «desarrollo». Se trata del cambio parcialmente autorregulado de una figuración de individuos interdependientes que se mueve en una dirección determinada y que se organiza y reproduce a sí misma. Nos encontramos así con la generación de un equilibrio entre dos tendencias autorreguladoras de esas figuraciones que se mueven en direcciones opuestas: una tendencia a la permanencia y una tendencia de cambio. Con frecuencia, pero desde luego no siempre y no sólo, encuentra representación en grupos humanos diferentes. Es perfectamente posible que grupos de personas que en su disposición consciente traten de asegurar el mantenimiento y la preservación de la figuración existente, refuercen con sus actos precisamente las tendencias de cambio de esta. Es igualmente posible que grupos de personas que busquen conscientemente el cambio, refuercen precisamente las tendencias a la permanencia de su figuración.
Las hipótesis teoréticas predominantes, además, dan preeminencia a las tendencias a la permanencia; se tiende a considerar lo «normal» que una sociedad permanezca en la situación alcanzada mientras no sea desplazada de su equilibrio debido a errores y desviaciones de la norma. Esto, sin duda, es comprensible como expresión de un ideal, sobre todo en un periodo en el que todas las condiciones humanas de vida se modifican constantemente de un modo que, a lo que parece, nadie está en condiciones de controlar. «¿Dónde se puede hallar orden, si es que realmente se puede hacer tal cosa, en medio de este torrente imparable?»[48] Así se expresaba un investigador que se ocupaba de problemas económicos de esta índole. Ahora bien, tal vez el desarrollo de la sociedad haya sido y sea todavía tan enigmático precisamente porque en la reflexión acerca de su naturaleza nos esforzamos menos por comprender y explicar qué es lo que realmente sucede, es decir, nos interesamos menos por establecer un diagnóstico, que por elaborar un pronóstico esperanzados La tarea sociológica, en todo caso, consiste en pergeñar modelos teoréticos del desarrollo social susceptibles de adecuarse mejor que muchas teorías clásicas a la función de hilos conductores teóricos para la investigación empírica y para el dominio de las cuestiones de orden práctico.
Pero la tarea de repensar lo que se entiende por «desarrollo» de manera tal que el concepto de desarrollo no se considere primariamente como un concepto de acción sino como un concepto de función es todo menos una tarea fácil. En la vida cotidiana no es hoy difícil imaginar lo que se entiende cuando se dice «la sociedad se desarrolla». La difusión del aparato conceptual ha alcanzado hoy ya un nivel tal que es posible hablar de «desarrollo» suscitando en los interlocutores la imagen de una transformación impersonal y automática de la sociedad.
No siempre es tan inmediato establecer con claridad que esto no podía considerarse tan evidente, de ninguna manera, hace 300 o 250 años. La noción de «desarrollo», hoy tan común, estaba lejos entonces de la comprensión intelectual aun de los hombres más ilustrados o instruidos de la época. El verbo «desarrollar» y sus derivados solo se aplicaban entonces a la expresión de ciertas actividades humanas, por ejemplo en contraposición a la acción de «envolver». La única huella del significado antiguo de esta palabra que se ha conservado se refiere a los negativos fotográficos. Cuando se habla de su «desarrollo» se utiliza plenamente un concepto de acción. Se desarrolla la imagen oculta. Así podía decirse también muy justamente en épocas pasadas que se desarrollaba un secreto escondido. Ni el concepto ni el contenido que actualmente se vinculan con el término desarrollo estaban al alcance de los hombres de épocas pasadas.
¿Pero es que no veían, podría preguntarse, cómo los niños se desarrollaban hasta convertirse en adultos? ¿No veían que su propia sociedad se desarrollaba? No, no lo podían ver y no lo veían. No podían conceptualizar y por lo tanto no podían percibir lo que «veían» de la misma manera que nosotros. Se precisaba aun la labor intelectual de varias generaciones y la prolongación continua y acumulativa de la elaboración social de experiencia y conceptos, en constante interrelación entre sí, antes de que un concepto como el vinculado al verbo «desarrrollar» pudiese reformularse en términos tales que todas las personas de una misma sociedad e idioma llegasen a identificar el término no con la representación de una acción, sino con una sucesión impersonal y en buena parte autorregulada de sucesos orientados en una determinada dirección.
Uno de los motivos por los cuales durante largo tiempo fue extraordinariamente difícil para los hombres imaginarse un proceso más o menos regulado de las características que consideramos aquí como simultáneamente ordenado y estructurado e involuntario y no planeado es que esta noción no respondía a los interrogantes que suscitaban los hechos en cuestión y que eran los que interesaban. Estaba en directa contraposición a las escalas de valor y a los sistemas de creencias dominantes. De hecho, se adquiere una comprensión más clara de la función y el significado actual del concepto si se tienen en cuenta las diferencias a que tuvo que enfrentarse su formación. Una de las dificultades principales, si no la principal de la conceptualización de determinados cambios observables en términos de desarrollo tenía que ver con las expectativas anticipatorias que se abrigaban al plantear interrogantes a los cambios observables. El objetivo fundamental perseguido en todo cuestionamiento de fondo de lo que se observaba como una realidad cambiante consistía en buscar detrás de todas las mutaciones o en todas las mutaciones una realidad inmutable. Solo se aceptaba como satisfactoria una respuesta a interrogantes referidos a cambios observable cuando indicaba como su fuente un objetivo definitivo. Y dado que los hombres formulan todas sus preguntas de un modo tal que esté en consonancia con la hipótesis anticipatoria de lo que es para ellos una respuesta satisfactoria, su interrogación se planteaba ya en términos de dirigir por anticipado la atención, en la búsqueda de una respuesta, al objetivo que podía dar un sentido. Las preguntas se orientaban al desvelamiento de la «esencia», del «principio fundamental», de la «ley fundamental» de la «causa primera», de la «meta última» o de otras explicaciones entendidas como eternas e inmutables. Se quería saber qué se escondía detrás del constante fluir de los acontecimientos. Nuevamente plantea esto la existencia de una valoración prefigurada. Implícitamente se confería un valor superior a lo inmutable y un valor inferior a lo cambiante. En virtud de ellos aparecía como tarea obvia del conocimiento reducir lo último a lo primero. No: es posible seguir aquí el lento y penoso camino a través del cual llegaron los hombres a relativizar primero esta escala de valores inserta en todo: esfuerzo de conocimiento y finalmente a romperla en algunos ámbitos del saber. Esta escala de valores y las formas de pensamiento, los métodos de investigación y los tipos de planteamiento que le corresponden no se apoyan en un examen explícito de su adecuación a su objeto, sino en las necesidades previas de los hombres que se interrogan, necesidades del tipo de las que se expresan en la pregunta formulada más arriba: «¿Dónde se puede hallar orden, si es que realmente se puede hacer tal cosa, en medio de esté torrente imparable?». El orden en este sentido significa eo ipso algo que no cambia que ayuda a los hombres en el terreno de las ideas a evadirse del torrente inquietante.
Sólo a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, tras algunos intentos anteriores, se comprueba un progresivo desplazamiento del énfasis en la valoración de lo que se observa como cambiante. Tal cosa sucede inicialmente en algunos ámbitos limitados del conocimiento científico. Determinados cambios sociales, de los cuales se han mencionado algunos —especialmente la demanda de transformaciones sociales durante y después de la Revolución Francesa, los mecanismos de mercado en condiciones de una concurrencia relativamente libre, el progreso científico— liberan la capacidad de imaginación de los hombres haciéndoles más capaces de percibir interconexiones que no encajaban en el esquema tradicional. Esto hizo posible que los hombres se imaginasen un orden no determinado por la reducción de todo cambio a un principio inmutable, sino más bien definido como un orden del cambio. Los hombres empezaron a descubrir tanto en la naturaleza como en la sociedad transformaciones que no se podían explicar en base a causas o presencias inmutables y externas a ellas. El ejemplo más conocido de esta progresiva reorientación de las interrogaciones científicas de la búsqueda de lo inmutable a la búsqueda del orden inmanente del cambio mismo es la reorientación que supuso el paso de la clasificación estática de los organismos, primero aristotélica y posteriormente linneana, a la noción darwiniana de un orden evolutivo en cuyo despliegue —con algunas involuciones— se derivan ciegamente, sin finalismo alguno, seres más complejos y diferenciados a partir de los menos diferenciados y más elementales.
La diferencia entre la concepción aristotélica de la sociedad y posteriormente, por ejemplo, la de un Montesquieu, por un lado, y la de Comte, Spencer y Marx, por otro, constituye otro ejemplo de esta reorientación. Los últimos situaban en el centro de su visión la cuestión del orden inmanente del cambio. Cierto que tuvieron predecesores, pero los fundadores de la sociología sustentaron con mayor énfasis que nunca, antes y en estrecho contacto con pruebas empíricas la concepción general de una evolución de la sociedad. Lo que encontramos en las teorías del desarrollo de los grandes sociólogos del siglo XIX es, sin duda, tan solo un impulso en esta dirección que, como es sabido, fue difuminado en el siglo XX por un impulso en la dirección contraria. Ahora bien, con este incipiente apartamiento científico de la reducción ideal de lo que se observaba como cambiante a algo concebido como inmutable, se dio un paso de gran importancia en la dirección de una mejor adaptación de los instrumentos conceptuales humanos a las realidades observables.
La reacción contra las teorías sociológicas evolutivas del siglo XIX, que se inició en el siglo XX, fue extraordinariamente intensa. Comparado con la masa rápidamente creciente de conocimientos concretos acerca del desarrollo de las sociedades humanas actualmente a disposición de quien se interese por el tema, el saber sobre el que podían apoyarse los sociólogos en el siglo XIX era muy limitado. Por consiguiente, para ellos resultaba más fácil percibir una gran línea en la evolución de la sociedad humana. Su capacidad de percepción no se encontraba aún desbordada por la masa de detalles que se han de tener en cuenta en la labor de síntesis y de elaboración de modelos. Veían el bosque más claramente que los árboles. Nosotros propendemos a que los árboles no nos dejen ver el bosque. Con frecuencia la masa de datos concretos que se conoce hoy acerca del desarrollo de las sociedades parece no encajar en un esquema homogéneo de la evolución de la sociedad; sin lugar a dudas, ya no se incardina tan bien en los modelos sinópticos de la evolución de la sociedad que nos legaron los grandes pioneros de la sociología del siglo XIX.
Por otra parte, sin embargo, precisamente porque ni estaban sobrecargados de cono cimientos muy concretos ni eran conscientes de las lagunas de sus propios conocimientos, estos pioneros podían, con la mayor buena fe y de un modo altamente fecundo, llenar las lagunas de sus conocimientos recurriendo a especulaciones muy imaginativas que en gran medida, estaban determinadas asimismo por los agudos problemas sociales de su propio tiempo. Prácticamente todos los pioneros de la sociología evolutiva del siglo XIX estaban gobernados en sus ideas por el problema de un orden nuevo y mejor que, como creían y esperaban, se iba a realizar en un futuro no lejano. Todos ellos consideraban evidente que el universo humano sería mejor que su propio presente. Compartían, como una especie de religión social común, la idea de que la sociedad evoluciona en el sentido de un progreso continuo. No obstante, lo que consideraban como progreso, debido a la diversidad de sus ideales sociales y políticos, era ya radicalmente distinto. La idea que Marx tenía del progreso era muy diferente de la de Comte y la idea de Comte no era la misma que la de Spencer, Pero todos ellos compartían la concepción de una evolución más o menos «automática» de la sociedad en dirección a un orden social mejor. La idea que se hacían de este orden, su imagen ideal del «futuro mejor» constituía el criterio principal del que se servían para establecer niveles de superioridad o inferioridad en la sucesión de estadios de evolución anterior de la sociedad. En este sentido, todas las teorías sociológicas evolutivas del siglo XIX revelaban un carácter fuertemente teológico. También en este sentido recaían en la vieja noción de que había algo más o menos inmutable que constituía el marco de referencia de todos los cambios. Tampoco Marx estaba totalmente en condiciones de liberarse de la idea de que el mecanismo impulsor principal del desarrollo social, la lucha de clases, las contradicciones internas de la sociedad, tocaría a su fin con la victoria del proletariado y, por tantos también lo haría el desarrollo de la sociedad tal como lo hemos conocido hasta ahora. Así se sitúa, en última instancia, al término de estas ideas acerca de los cambios, la noción de un estado inmutable y final de la sociedad como punto de referencia y escala de medida: el ideal realizado.
No cabe duda de que la constante mixtura de referencias factuales e ideales sociales en los modelos de la evolución social elaborados por los grandes sociólogos del siglo XIX comparte la responsabilidad del hecho de que, durante todo un período, las teorías de la evolución de la sociedad no hayan jugado papel alguno en la sociología del siglo XX[49]. Lo decisivo en esta reorientación del pensamiento sociológico del estudio de la dinámica a largo plazo de las sociedades al análisis de los problemas vinculados a situaciones sociales de corto plazo y, en primer término, al estudio de los problemas estáticos del presente más estricto, fue, no obstante, no tanto la crítica a los modelos evolutivos clásicos como la impregnación de las teorías sociológicas del siglo XX con ideales socio-políticos que presentaban a determinadas sociedades existentes como el valor máximo. En cierta manera, se arrojaba al niño junto con el agua sucia del baño. Porque se acogía con hostilidad los ideales de los sociólogos clásicos expresados en sus modelos de la evolución social, se echaban simplemente por la borda muchos resultados fecundos de su labor intelectual, entre ellos sus esfuerzos por investigar el cambio social en términos de un cambio estructurado.
De manera congruente con los ideales centrados en determinadas sociedades contemporáneas, los esfuerzos de los teóricos de la sociología se dirigen actualmente a la elaboración de modelos de la sociedad en estado estacionario, a los «sistemas sociales». Si todavía hay interés por los problemas de las evoluciones a largo plazo, se intenta abordarlos conceptualmente a través de la reducción de las diversas fases de la evolución social a tipos estáticos de sociedad como, por ejemplo, la «sociedad feudal» o la «sociedad industrial». La cuestión de cómo pasan las sociedades en su desarrollo de una fase a otra ha desaparecido del círculo de intereses de los teóricos más destacados de la sociología. La inmutabilidad se considera teoréticamente como la situación social normal. A ella se refieren actualmente conceptos básicos de la sociología como «estructura social» y «función social». Los problemas de la transformación de las sociedades aparecen como problemas adicionales, a los que se dedica un capítulo aparte en los manuales bajo la rubrica de «cambio social». A este «cambio social» mismo no se le atribuye ningún orden inmanente. De nuevo se vuelve a la vieja idea de que hay que referir los cambios a algo inmutable considerado como la realidad auténticamente «ordenada» y estructurada. El gran avance operado por la sociología del siglo XIX en dirección al reconocimiento de la existencia de un orden y una estructura inmanentes al cambio mismo, por de pronto, se ha vuelto a perder. En esta perspectiva, como ya se ha dicho, el «orden» no equivale digamos, a «consonancia» o «armonía». El concepto indica que el decurso del cambio no es «desordenado», «caótico», que la manera como surgen las formaciones sociales posteriores de las que les preceden es susceptible de determinación y explicación. Conseguir esto constituye en realidad la tarea de una sociología evolutiva.