Crítica de las «categorías» sociológicas

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as dificultades que se encuentran en este campo serían menores si muchas de las tendencias de conceptualización de las que se ha hablado no fuesen además objeto de un especial reforzamiento y consagración por determinados aspectos de las ciencias fisicoquímicas y su elaboración en las teorías filosóficas de la ciencia. En la fase clásica de su desarrollo se consideraba que el objetivo de la investigación física consistía en reducir todo lo que aparece como variable y móvil a saber, a las leyes eternas de la naturaleza. Esta tendencia encontró posteriormente sanción en una teoría filosófica del conocimiento y de la ciencia que consideraba esta reducción de lo que se observaba como móvil y variable a algo inmóvil y eterno como la tarea central de toda ciencia y también, en gran medida, como piedra de toque de la cientificidad de un ámbito de investigación. Los representantes de disciplinas académicas, sin excluir a algunos sociólogos, han tenido un cierto sentimiento de inquietud y tal vez incluso mala conciencia porque por una parte pretendían ser científicos y por otra, sin embargo, no estaban en condiciones de ajustarse al ideal filosófico declarado de ciencia. Sin duda una indagación más pormenorizada podría mostrar que incluso en las propias ciencias físico-químicas la búsqueda de leyes naturales eternas, la reducción de todo cambio a algo eterno e invariable, no juega hoy ya el papel central que le correspondía en la física clásica, Pero para los sociólogos es importante señalar que en tendencia a la reducción a un estado de inmovilidad subyace una valoración que ha venido siendo glorificada por tradición. Se da casi como obvio y se reafirma continuamente a través de un consenso tácito que lo que cambia, dado que es perecedero, es menos importante, menos relevante, en una palabra, menos valioso que lo inmutable.

Es comprensible esta escala de valores. Responde a la necesidad del hombre de remitirse a algo imperecedero. Pero tampoco se puede aceptar sin más que los modos de pensamiento que coinciden con esta necesidad y esta valoración sean los más adecuados para posibilitar a los hombres la exploración científica del mundo en que viven y no en último término también de su mundo más inmediato, el humano-social. Se puede decir que esta tendencia a la reducción científica a un estado de reposo y las teorías de la ciencia que la elevan a ideal han sobrevivido a su fecundidad. Una de las ideas más singulares del hombre es la de que cualquier cambio observable es posible explicarlo siempre como efecto de una causa inmóvil. Una reflexión breve y desprejuiciada puede mostrar que un movimiento sólo puede explicarse por un movimiento, un cambio a partir de un cambio. Es evidente que estas ideas suscitan una cierta inquietud. ¿Es que no hay nada firme, nada inmóvil? Como reza un viejo argumento filosófico, ¿cómo es posible hablar de un cambio si no hay Algo que no cambie y de lo que, por consiguiente, se derive todo cambio?

Se ve cómo en todos estos argumentos tradicionales juega un papel el esquema de expresión lingüística antes mencionado a la hora de pensar. Hay que imaginarse el río en reposo para poder decir que fluye. ¿No se busca lo inmutable de una sociedad cuando se habla de los universales de la sociedad humana? Lisa y llanamente; no. Lo que se ha subrayado primero es la disposición natural del hombre para los cambios, su dotación constitutiva con órganos que posibilitan un aprendizaje constante, una acumulación permanente de nuevas experiencias y la consiguiente adaptación de su conducta, la modificación de las formas de su convivencia social. Lo que nos parece invariable es la variabilidad específica del hombre surgida de su cambio evolutivo; pero esta variabilidad no tiene nada que ver con el caos. Se trata de un orden de tipo específico. En la investigación de este orden, orden del cambio mismo, se esforzaron los sociólogos clásicos del siglo XIX, hombres como Comte, Marx, Spencer y muchos otros[31]. En el siglo XX, en parte como reacción contra los aspectos especulativos de las teorías sociológicas clásicas del cambio social, poco a poco ha ido adquiriendo peso en la sociología la tendencia a la reducción a un estado de inmovilidad. El movimiento del péndulo en la dirección opuesta fue tan lejos que contemporáneamente la estabilidad y la inmovilidad aparecen a los ojos de los teóricos más destacados de la sociología, sobre todo Talcott Parsons, como rasgos normales de un sistema social y los cambios solo como resultado de perturbaciones del estado normal de equilibrio de las sociedades. No podemos abordar aquí las causas de este aspecto extremado del movimiento pendular[32]. Pero cuando nos referíamos a la necesidad de una reorientación del pensamiento sociológico queríamos expresar también entre otras cosas, que la reacción contra las teorías del siglo XIX centradas en el orden del cambio social, ha ido demasiado lejos en la dirección opuesta, y ha permanecido demasiado tiempo en ella. En una época en la que los problemas del desarrollo social juegan un papel más candente que nunca antes en la praxis social, contentarse con teorías que atribuyen como mucho a los cambios sociales el papel de fenómenos perturbadores supone privarse de cualquier posibilidad de poner en un contacto más estrecho la teoría y la praxis.

Por eso se precisa, efectivamente, una cierta reorganización del pensamiento sociológico y de la percepción sociológica. Actualmente predominan en la sociología un tipo de abstracciones que parecen referirse a objetos aislados en estado de reposo. Incluso el concepto de «cambio social» se utiliza con frecuencia como si se tratase de una situación. En cierto modo se asume la estabilidad como la situación normal y el movimiento como la situación excepcional. Se maneja mucho mejor la problemática de la sociología si no se hace abstracción de los movimientos, del carácter procesual, y si para la investigación de cualquier situación social dada se utilizan como marco de referencia conceptos que den cuenta del carácter procesual de las sociedades y de sus diferentes aspectos. Algo análogo sucede con la vinculación que se establece entre relaciones y objetos relacionados. En consonancia con la tradición antes mencionada muchas expresiones técnicas de la sociología están configuradas como si lo que tratasen de expresar fuese un objeto sin relaciones. La forma actual del análisis sociológico, en otras palabras, hace posible descomponer intelectualmente realidades compuestas en componentes individuales del tipo «variables» o «factores», sin necesidad de cuestionarse en absoluto cómo los aspectos así separados y aislados de un contexto global se encuentran en relación entre sí. En todo caso, la relación aparece como algo posterior y adicional que se suma ulteriormente a un objeto que carece en sí mismo de relaciones y está aislado.

También desde este punto de vista se precisa de una reorientación. Para el orden específico del entramado de que se ocupa la sociología y sus formas específicas de conexión es más apropiado pensar lo relacionado a partir de las relaciones. Los modelos de entramado indicaban ya la índole de los conceptos que se necesitan si no se hace abstracción de la vinculación fundamental de los individuos entre sí. Lo mismo se aplica al concepto de poder. La palabra poder se suele utilizar como si se refiriese a un objeto aislado en estado de reposo. En lugar de esto aquí se ha hecho referencia a que el «poder» expresa una relación entre dos y más hombres o tal vez incluso entre hombres y objetos naturales, a que el poder es un atributo de relaciones y que como mejor se puede utilizar es con referencia a cambios de poder más o menos fluctuantes. Este es un ejemplo de la transformación de un concepto tradicionalmente referido a sustancias inmóviles en un concepto de relación. Hay muchos otros.

Entre estos conceptos se cuenta también uno de los más enmarañados no sólo de la sociología, sino también del pensamiento corriente.

Se trata del concepto de «individuo». Tal como se utiliza habitualmente este concepto en la actualidad suscita la impresión de referirse a un adulto sin relaciones con nadie, centrado en sí mismo, completamente solo, que además nunca fue niño. En esta forma circula el concepto por los idiomas europeos de la época reciente, donde ha dado lugar a formulaciones verbales como «individualidad» o «individualismo». Está presente en las teorías de muchos sociólogos, que se toman en vano muchos quebraderos de cabeza estudiando cómo un «individuo» así configurado puede relacionarse con una «sociedad» pensada igualmente en términos de situación y consagrada como sustancia. Max Weber (1864-1920) —un gran sociólogo a la hora de elaborar una visión de conjunto de los datos empíricos, un agudo pensador, como lo demuestra su esfuerzo dedicado a clarificar las categorías fundamentales de la sociología[33] no llegó nunca a solucionar intelectualmente el problema de la relación entre los dos objetos básicamente aislados y estáticos a que parecen referirse los conceptos así acuñados del «individuo» y la «sociedad» por separado. El intento de Weber de introducir su fe axiomática así configurada, el «individuo absoluto» como realidad social propiamente dicha, en un marco teorético gracias al cual la sociología podría acreditarse como disciplina más o menos autónoma, estaba condenado de antemano al fracaso. Sin embargo, esto no menoscaba la grandeza de su obra ni su importancia para la sociología.

Las luchas, los conflictos, los errores y las derrotas de los grandes hombres pueden ser de una gran significación para el desarrollo de una ciencia. Pero pasado cierto tiempo los errores bloquean el camino. El lector avisado de la literatura sociológica clásica constatará por todas partes la presencia de las huellas de este intrincado problema de las relaciones entre individuo y sociedad. El problema era insoluble con el uso aislado, estático y petrificado de estos dos conceptos. Weber trató de eludir la trampa tachando teoréticamente, aunque no en su trabajo empírico, todo lo que se puede decir acerca de las «sociedades» como abstracciones sin una auténtica realidad y concibiendo la sociología como una ciencia generalizadora. El «Estado» y la «Nación», la «Familia» y el «Ejército» le parecían, por consiguiente, «figuras que no significan sino un recurso propio de la acción social de personas individuales». Según él, los enunciados sociológicos abstractos sobre la sociedad no coinciden, ciertamente, con esta multiplicidad de las acciones individuales, pero tienen en cambio la ventaja de la precisión. Al disolver Max Weber en su teoría la «sociedad» en una masa más o menos desordenada de acciones de individuos adultos aislados, centrados en sí mismos e independientes, se situó en una posición desde la cual todas las estructuras sociales, tipos y regularidades observables le parecían irreales. Las estructuras sociales típicas, como por ejemplo las administraciones burocráticas, los sistemas económicos capitalistas o los tipos carismáticos de dominio sólo los podía justificar en tanto que productos artificiales de los propios sociólogos, en tanto que representaciones científicas precisas y ordenadas referidas a algo que en realidad carecía de estructura y de orden.

Así, Max Weber fue en su labor teorética uno de los grandes representantes del nominalismo sociológico: la sociedad humana aparece a ojos de los exponentes de esta corriente de ideas como flatus vocis[34]. Emile Durkheim (1858-1917) se inclinaba más en la otra dirección. También él trató de hallar una manera convincente de sustraerse al callejón sin salida en el que se entra siempre que se contrapone conceptualmente individuo y sociedad en la forma antes descrita como dos datos estáticos. «No hay duda», escribió en De la división du travail social, «de que en la sociedad no se da nada que no exista en la conciencia de los individuos. Por la otra parte, casi todo lo que se encuentra en esta última proviene de la sociedad. La mayor parte de nuestros contenidos de conciencia no se hubieran podido producir en seres humanos aislados y habrían adoptado una conformación completamente distinta en hombres que se hubiesen agrupado de otro modo[35]».

Hay innumerables ejemplos, tanto en la literatura sociológica como en otros escritos de época reciente, de este «problema del huevo y la gallina». Ya se valore más a la «sociedad» o al «individuo» y se les postule como la entidad «real» o —como hace poco ha intentado Talcott Parsons— ya se postule unas veces a uno, otras a otro o simultáneamente a ambos (el ego, el «individuo actuante» por un lado, el «sistema social» por el otro) como la entidad real, mientras no se examinen más detalladamente los conceptos que aquí se manejan para verificar su idoneidad, mientras ambos, independientemente de que se les denomine «actor» y «sistema», «persona individual» y «tipo ideal» o «individuo» y «sociedad», retengan el carácter tradicional de sustantivos que parecen referirse primariamente a objetos aislados en estado de reposo, no habrá salida de la trampa intelectual en la que se cae en una situación de estas características.

Observemos ahora detalladamente el concepto de individuo. Cuando se consideran los hechos observables a los que hace referencia no se ve otra cosa sino personas individuales nacidas como niños, que han de ser alimentados y cuidados durante muchos años por sus padres o por otros adultos, que van creciendo lentamente, que posteriormente llegan a mantenerse a sí mismos en una u otra posición social, que quizá se casan y tienen hijos a su vez y que finalmente mueren. Por tanto no es injustificado entender por individuo un hombre que cambia, que no solo, como se expresa en ocasiones, atraviesa un proceso; esta es una expresión del tipo de las antes mencionadas: «el río fluye», «el viento sopla». Aunque contravenga en principio las convenciones lingüísticas y de pensamiento habituales, se ajusta mucho más a la realidad decir que el hombre está en constante movimiento; no sólo atraviesa un proceso, él mismo es un proceso. Se desarrolla. Y si hablamos de un desarrollo, nos referimos al orden inmanente de la sucesión continua en la que en cada caso una figura posterior procede de la anterior, en la que, por ejemplo, no hay interrupción en la sucesión de la niñez por la adolescencia o de esta por el estado adulto. El hombre es un proceso. Entonces, ¿por qué se sirven tan a menudo incluso estudiosos de un concepto como el tradicional de «individuo» que presenta a la persona individual como un adulto carente de relaciones, centrado en sí mismo, solitario, que nunca fue niño, que nunca se hizo mayor? La respuesta es sencilla. Lo que expresa el concepto tradicional de individuo es una imagen ideal. Desde niños se nos educa para ser adultos independientes, centrados en nosotros mismos, separados de todos los otros hombres. Al final se cree o se siente que se es efectivamente lo que se ha de ser, que quizá coincide con lo que se desea ser. Dicho con más exactitud, se mezcla hecho e ideal; lo que se es y lo que se debe ser.

Sin embargo, atribuyéndola solo a valoraciones más o menos conscientes no acabamos de llegar a la causa de esta singular división que se opera en el pensamiento entre los hombres en tanto que individuos y en tanto que sociedad. En última instancia subyace a esta dicotomía una autoexperiencia específica que ha sido característica de círculos cada vez más amplios de la sociedad europea desde el Renacimiento aproximadamente y que tal vez estaba ya presente en germen en algunas elites intelectuales de la Antigüedad. Es una experiencia que hace aparecer a los hombres como si ellos mismos, como si su «mismidad» existiese de alguna manera en su propia «interioridad» y como si en esa «interioridad» estuviese como separada por una muralla invisible de todo lo que queda «fuera», del denominado «mundo exterior». Esta experiencia de sí mismo como una especie de cáscara cerrada, como homo clausus, aparece a las personas que la tienen como inmediatamente evidente. No se pueden concebir que haya individuos que no perciban de esta manera a sí mismos y al mundo en el que viven. No se cuestionan qué es lo que constituye en ellos propiamente la cáscara delimitadora y lo que se encierra en ella[36]. ¿Es la piel la pared del recipiente que contiene el propio yo? ¿Es el cráneo, es la caja torácica? ¿Dónde está y qué es la muralla que supuestamente separa una interioridad humana de lo que se sitúa fuera, dónde está y qué es lo que se encierra? Es difícil de decir porque dentro del cráneo sólo se encuentra el cerebro y en el interior de la caja torácica sólo el corazón y otras visceras. ¿Es este realmente el núcleo de la individualidad, la auténtica mismidad que existe separada del mundo de fuera, y por tanto también de la «sociedad»? Evidentemente estas metáforas espaciales con las que el hombre se atribuye a sí mismo una indemostrable posición espacial en el interior de una cáscara sirven para establecer que en algún sentido ha de ser también él mismo y, cosa difícilmente demostrable, la expresión de una sensibilidad extraordinariamente fuerte y reiterativa del hombre. No se puede dudar de la autenticidad de esta sensibilidad. Lo que hay que dudar es si la idea que se tiene de uno mismo y más allá la imagen del hombre en general que se remonta a esta sensibilidad se ajusta a los hechos.

Se impone, en este contexto, hacer referencia al carácter problemático de esta imagen del hombre como un homo clausus, sin que sea posible abordar los muy amplios problemas que se abren en este contexto[37]. Aquí basta con dejar sentado que en último término es esta autoexperiencia y esta imagen del hombre lo que proporciona a la idea de la «sociedad» como algo externo a los individuos o de los «individuos», fuera de la sociedad, su persistencia y su fuerza de convicción. El vano bregar de los teóricos de la sociología con estos problemas lo muestra con sobrada elocuencia: «Por consiguiente», escribía Durkheim, «debemos considerar los fenómenos sociales como algo separado de la conciencia de los sujetos que elaboran ideas al respecto; debemos investigarlos desde fuera, como objetos externos, pues este es el papel en el que se presentan ante nosotros. Si esta existencia externa es solo aparente, entonces la ilusión desaparecerá en la misma medida en que avance la ciencia y en este caso se contemplará cómo el mundo exterior, por así decirlo, retorna al mundo interior.»[38]

Durkheim luchó durante toda su vida en vano con este problema. El modo como lo planteó muestra muy claramente el estrecho parentesco existente entre los problemas centrados en la existencia de los fenómenos sociales «fuera» en su relación con

los individuos y su conciencia «interior» y los más viejos problemas epistemológicos que giran en torno a la existencia de objetos «fuera» y su relación con el sujeto individual del conocimiento y; su «conciencia», «espíritu», «razón» y sus congéneres «interiores». Max Weber se aproximó de otra manera al problema. No obstante, aunque quizá fue menos explícitamente consciente de las dificultades que Durkheim, no aparecieron menos claramente en su caso. Así, por ejemplo, distingue entre acciones individuales que son «sociales» y otras que no lo son, es decir, puramente «individuales». La problematicidad de esta distinción aparece claramente en algunos ejemplos, Así, verbigracia, no es en su opinión una acción social el hecho de desplegar el paraguas cuando empieza a llover. Pues la acción de abrir el paraguas no se dirige en su propio sentido a otros hombres. Max Weber no se detiene, obviamente, a pensar que sólo en determinadas sociedades hay paraguas, que estos no se producen y se usan en todas las sociedades. De manera análoga considera como no social un choque entre dos ciclistas y sólo como sociales los insultos y los golpes que eventualmente seguirán al choque, Weber considera como no-social toda acción que se dirija sólo a objetos inanimados, aun cuando de toda evidencia el sentido de una roca, una corriente o una tormenta puede tener para un individuo y por tanto para su actuación en relación con ellas puede ser muy diferente en sociedades simples que viven con sistemas mítico-mágicos de creencias y en sociedades industriales más secularizadas. El pensamiento de Max Weber está en gran medida determinado por la sensibilidad hacia la necesidad de que en algún lugar haya una frontera, un muro de separación entre lo que ha de ser considerado como individual y lo que merece ser considerado como social. Se ve aquí de nuevo hasta qué punto esta problemática está determinada por la idea de que el concepto de «individuo» se refiere no a un hombre que es y ha devenido tal, sino más bien a un hombre pensado como situación.

Este hombre-situación es un mito. Si se entiende al hombre individual como un proceso cabe decir, en todo caso, que a medida que crece puede adquirir una mayor independencia respecto de los demás hombres —aunque esto sólo sucede en sociedades que aportan al individuo un cierto margen para la individualización— pero nunca podrá dudarse de que toda persona ha dependido en gran medida de los demás cuando niño, que en esa etapa habrá tenido que aprender primero a pensar y a hablar de los otros. Incluso el sentimiento de la plena separación de los demás, de la clausura de la propia mismidad en el interior de uno, es, hasta donde puede verse, extraño para el niño pequeño. La imagen del homo clausus no cuadra con los niños.

No puede dudarse de que las dificultades que se presentan una y otra vez cuando se intenta resolver de manera convincente el problema de la relación entre lo que se define como individuo y lo que se define como sociedad tienen mucho que ver con el carácter de ambos conceptos. Cuando se intenta desembarazarse en alguna medida de la presión de las imágenes que despiertan se tropieza en principio con un estado de cosas muy simple a que se refieren esos conceptos. Uno se refiere a los hombres en singular, el otro lo hace en plural. Cuando esto se plantea así empieza a flexibilizarse un tanto la peculiar autoexperiencia que hace aparecer las cosas como si el hombre individual estuviese fuera y más allá de todos los demás hombres. No es posible concebir un hombre aislado autosuficiente, sin que existan o hayan existido otros hombres en el mundo. Por tanto, la imagen del hombre que se necesita en el estudio de la sociología no puede ser la de un hombre aislado, de un homo sociológicus. Es manifiesto que el punto de partida necesario para el estudio de la sociología es una imagen del hombre en plural, pluralidad de hombres en tanto que procesos abiertos e inter dependientes. Los modelos de juego que antes hemos considerado ya decían algo a este respecto. Desde el momento de su nacimiento el hombre empieza a jugar juegos con otros hombres. Ya grite o ría, incluso el niño pequeño tiene sus triunfos. Pero para hacer justicia a la ilimitada dependencia del hombre con respecto a los otros, se necesita una cierta corrección de la autoexperiencia ya mencionada. Da la impresión de situarse fuera del juego de los demás. No es posible comprender las tareas de la sociología mientras no se esté en condiciones de interpretarse también a uno mismo como una persona entre otras y en juego con otras.

Formulada de este modo la reorientación que se impone parece sencilla e incluso trivial. Pero no lo es, pues el tránsito de la experiencia de sí mismo como un ser al que se contraponen los demás hombres, tanto la «sociedad» como los «objetos» como algo «externo», separado de la propia «interioridad» por una muralla invisible, está tan profundamente arraigada en sociedades altamente individualizadas, caracterizadas por un elevado nivel de reflexión intelectual, que se precisa un nuevo impulso de autodistanciamiento antes de que sea posible asumir con todas sus consecuencias la idea aparentemente simple de que todo hombre es un hombre entre otros. Los actos de reflexión, que en las sociedades diferenciadas se toman por cada uno de sus miembros como algo obvio, implican actos de autodistanciamiento, de distanciamiento de los objetos del propio pensamiento. En el curso de la evolución de la sociedad humana los hombres se sienten tanto más intensamente seres individuales separados de los objetos naturales y de los demás hombres cuanto más, debido a su aprendizaje social, la reflexión y la conciencia se introducen, para controlar y contener, entre los propios impulsos espontáneos de acción y los demás, los otros objetos naturales. Por eso no es nada sencillo conjugar la comprensión de que el sentimiento de que existe un muro que separa la propia «interioridad» y el mundo de «ahí fuera» es un sentimiento genuino con la comprensión de que no existe un tal muro. En efecto, para lograr una tal comprensión se precisa un nuevo impulso de autodistanciamiento. Solo con su ayuda se está en condiciones de reconocer lo que aparece como efectivamente existente, como distancia separadora entre uno mismo y «otros», entre el «individuo» y la «sociedad».