La mutabilidad natural del hombre como constante social

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odemos intentar determinar en qué se diferencian determinadas sociedades humanas y en qué se parecen todas las sociedades humanas. En una consideración más detenida estas dos líneas de investigación aparecen como no divisibles. Los hombres que intentan formarse una clara imagen de las peculiaridades básicas comunes a todas las sociedades, de los universales de la sociedad humana, han de disponer en su sociedad de un fondo consistente de saber acerca de las diferencias de las sociedades humanas y, a la inversa, la masa de informaciones acerca de las diferencias entre sociedades no pasa de ser una acumulación, una agregación de singularidades incoherentes mientras no se posea una imagen empíricamente fundamentada de las coincidencias de todas las sociedades posibles en tanto que marco de referencia para la elaboración intelectual de las investigaciones concretas. En el marco limitado de una introducción a la sociología de las características de la presente no es posible llevar a buen término tal tarea, pero sí dar algunas indicaciones relativas a los problemas aquí suscitados al objeto de facilitar, de esta manera, el acceso, a un tratamiento más extenso de los mismos.

Esto es tanto más necesario cuanto que el acceso a estos problemas requiere una considerable reorientación de los hábitos consagrados de pensamiento. Nada hay de sorprendente aquí si se clarifica la situación en la que se encuentran los hombres en sus esfuerzos por lograr una mejor comprensión de las sociedades que configuran ellos mismos en su interrelación. En un trabajo de siglos se ha logrado reunir conocimiento en alguna medida seguro acerca de las conexiones de los hechos que se dan en los planos relativamente más simples de integración simbolizados para nosotros por conceptos como «materia» y «energía» y que, en el estado actual del saber, ateniéndonos sólo al orden de magnitud de los aconteceres, engloban tanto la región de las partículas subatómicas como la de los sistemas de la Vía Láctea. En este ámbito la ampliación del conocimiento y de las posibilidades de control ha avanzado a un ritmo sorprendente. La isla del saber asegurado que nos hemos construido en el océano de nuestra ignorancia ha crecido, por lo que hace a los hechos de la naturaleza, con tal velocidad que solo la preocupación predominante de los hombres por su suerte cotidiana y sobre todo por sus miserias actuales les impide hacerse una imagen coherente de este desarrollo del conocimiento y de su significación para la sociedad humana y en particular también para la imagen que los hombres se hacen de sí mismos. Lo mismo sucede en el plano de integración inmediatamente superior, el de los organismos. En la praxis del trabajo científico, aunque no siempre en la reflexión teorética acerca del mismo, se abre paso cada vez más la idea aparentemente paradójica de que las interrelaciones más organizadas pueden ser relativamente autónomas con respecto a las menos organizadas. Paulatinamente va afirmándose la convicción de que los elementos físicos organizados como organismos, como plantas y animales, poseen una legalidad y unas peculiaridades estructurales específicas que son imposibles de comprender si se procede a una reducción a los procesos físico-químicos; que, con otras palabras, las unidades organizadas de un plano superior de integración poseen autonomía relativa frente a los sucesos del plano de integración inmediatamente inferior y que se requieren formas de pensamiento y métodos de investigación específicos para captar de un modo adecuado en el trabajo científico las formas de conexión de los planos superiores de integración.

Lo mismo vale en relación con el plano de integración observable inmediatamente superior constituido por las sociedades humanas. También en ellas, unidades que consideradas en sí mismas como pertenecientes al plano anterior de integración están vinculadas entre sí por conexiones funcionales específicas pero de un modo totalmente nuevo y distinto a como se vinculan las unidades físicas en el plano biológico. El hecho de que a menudo se concibiese en el pasado a las sociedades como si fuesen una especie de supraorganismos se debe a que la capacidad de comprensión conceptual se limitaba en principio a poner en el centro de atención los datos comunes de los niveles inferior y superior de integración, pero todavía no las diferencias que fundamentaban la autonomía relativa.

Esto no significa que preconicemos la existencia de una muralla ontogenética entre los fenómenos naturales inanimados y los vivos y, dentro de estos últimos, entre los no humanos y los humanos. Significa sólo que en el esfuerzo por lograr un dominio conceptual del universo observable se alcanza la comprensión de una articulación específica del universo en diferentes planos de integración. Tras muchos intentos de poner mejor en consonancia los medios lingüísticos y conceptuales con esta articulación observable, aparece cada vez más claramente que el núcleo de todas, las dificultades con las que hay que enfrentarse es el siguiente: cuando en el curso del habitual reacoplamiento científico de la observación con el pensamiento y del pensamiento con la observación se llega al resultado de que en un plano superior de integración hay formas de conexión, tipos estructurales y tipos funcionales, en una palabra fenómenos de las especies más diversas que son distintos de las formas de conexión, de los tipos estructurales y funcionales del plano de integración anterior, que los primeros no pueden explicarse a partir de los segundos, que poseen una autonomía relativa frente a estos y que requieren para su comprensión medios conceptuales diferentes de los desarrollados para la comprensión del plano de integración precedente, cuando se constatan estos hechos, habitualmente los otros entienden —y tal vez el propio sujeto se entiende a sí mismo también así— que se postula una ruptura de la continuidad ontogenética y con ella, en el fondo, una escisión del universo en esferas absolutamente desconectadas, una física y otra metafísica, por ejemplo. Cuando se señala, por el contrario, que en el ámbito de las experiencias socialmente controlables de los hombres, que son las únicas susceptibles de darnos informaciones fiables acerca del mundo en que vivimos, no hay observación alguna que pueda justificar una tal escisión del universo en pianos de integración absolutamente desconectados y separados, una escisión absoluta por ejemplo entre el mundo de lo viviente y el de lo inanimado, uno se expone fácilmente al malentendido de que se quiere implicar que las peculiaridades diferenciales del plano superior de integración pueden explicarse de manera adecuada y suficiente por recurso al plano inferior de integración o, con otras palabras, que todas las formas de manifestación del plano superior de integración pueden reducirse a las del inferior. La compatibilidad de una continuidad ontogenética plena entre planos de integración distintos con la autonomía de cada uno de estos frente al anterior, con la existencia de formas de conexión peculiares de cada uno e irreductibles, es una idea que no es fácilmente comprensible de entrada, pero a la que conducen, basta donde se puede ver, muchos progresos de las ciencias biológicas y ahora desde luego también de las sociológicas. En último término la autonomía de las ciencias biológicas frente a las físicas y de las sociológicas frente a las biológicas se apoya, por su parte, en esta autonomía de los ámbitos de sus objetos respectivos.

Hay muchas cosas que apuntan en esta dirección. Conceptos como «nacimiento» y «muerte» sólo tienen sentido en relación con tipos de integración del plano biológico. No hay equivalente suyo en el plano de la integración anterior, característico tanto del átomo como de los sistemas de la Vía Láctea, aunque también hay formas de transición. Vuelve a aparecer en este ejemplo el hecho de que el concepto de integración tal como se utiliza, aquí incluye formas específicas de desintegración, en este caso el fenómeno de la muerte, exactamente igual como anteriormente el concepto de «orden» se utilizaba en un sentido que incluía obviamente el «desorden». Algo similar sucede también en el caso de la sociología.

Nos encontramos aquí formas específicas de integración y desintegración, orden y desorden, encontramos formas de conexión, determinados tipos estructurales y funcionales, distintos de los de todos los planos anteriores de integración e irreductibles a ellos, aun cuando ontogenéticamente constituyen un continuo de desarrollo único aunque articulado.

A primera vista puede parecer poco claro por qué es necesario divagar tanto para hablar de los universales de la sociedad humana, pero hay pocos problemas en cuyo tratamiento la confusión sea tan grande como el de la relación entre la sociología y la biología. Una y otra vez nos encontramos aquí, por un lado, con tendencias que reducen los problemas específicamente sociológicos a los biológicos y, por otro, con tendencias a tratar los problemas sociológicos como si fuesen autónomos e independientes de la biología, como si todo lo relativo a ellos fuese únicamente cosa de los seres humanos como tales, La autonomía de la sociología en relación con la biología se basa en última instancia en que los hombres son organismos, ciertamente, pero organismos en cierto sentido únicos. Esto es lo primero que hay que constatar cuando se habla de los universales de la sociedad humana. El dato central e irrevocable de todas estas sociedades es la naturaleza humana. Pero la unicidad del hombre en relación con otros seres vivos se muestra ya en el hecho de que la palabra «naturaleza», cuando se aplica a los hombres, desde ciertos puntos de vista tiene un significado distinto al que se utiliza en otros contextos. En otros contextos se entiende por «naturaleza» lo que no varía, lo eterno, lo inmutable. Se cuenta entre las peculiaridades del hombre el hecho de que por naturaleza pueda cambiar de manera específica. Su integración en la sociedad lo muestra elocuentemente. Una buena y seria pregunta de examen, que todavía se formula aunque muy raramente, sería: ¿cuáles son las peculiaridades estructurales del hombre que hacen posible la historia? O, para formularlo con mayor precisión sociológica: ¿Qué peculiaridades biológicas son premisas de la variabilidad y particularmente de la capacidad de desarrollo de las sociedades humanas? Material empírico de prueba para responder a esta pregunta hay para dar y tomar. El hecho de que no se formule explícitamente se deriva en gran parte de que las diferentes ciencias humanas, y por consiguiente también la biología y la sociología, realizan sus labores teóricas y de investigación no ya en autonomía relativa, sino casi absoluta. Sus premisas teoréticas son por tanto en gran parte tan distintas que es difícil ponerlas en consonancia. Por otro lado, en las últimas décadas ha aumentado en forma considerable, debido sobre todo a las investigaciones de la escuela etológica, la comprensión de la estructura de las sociedades animales y en especial de la naturaleza de las relaciones de los animales entre sí. Pero estos y otros resultados de la investigación a menudo sirven solo y a pesar de las intenciones de sus promotores, para subrayar las diferencias entre las sociedades animales y la humana que remiten a su vez a diferencias en la naturaleza o, por decirlo con mayor precisión, en la constitución biológica del hombre y de otros organismos. En pocas palabras: la estructura de las sociedades constituidas por los seres vivos no humanos solo cambia cuando cambia la estructura biológica de esos seres. Los animales de la misma especie forman siempre con muy pocas variantes locales sociedades del mismo tipo. El motivo es que la conducta que han de manifestar entre sí les viene específicamente prefigurada, con mayor o menor margen para modificaciones limitadas, por las peculiaridades estructurales hereditarias de su organismo. Por su parte, las sociedades humanas pueden cambiar sin que se altere la constitución biológica del hombre, sin que cambie la especie. No existe ni el más mínimo motivo para suponer que la transformación de las sociedades preindustriales europeas en sociedades industriales se debió a un cambio de la especie humana, de la estructura biológica del hombre. El lapso en que se verificó este cambio fue demasiado corto como para tomar siquiera en consideración la idea de un cambio en la especie. Y lo mismo vale para la evolución social de la humanidad —de los cazadores y recolectores a los agricultores y ganaderos o de los grupos tribales preestatales a la formación de la sociedad organizada como Estado—, vale para las transformaciones sociales que en épocas muy distintas y en regiones completamente diversas de la Tierra se han verificado en idéntica dirección y, hasta donde sabemos, con total independencia unas de otras.

Este es un ejemplo contundente de la autonomía relativa del ámbito objeto de la sociología frente al de la biología y, en consecuencia, también de la diversidad de tareas de la sociología y la biología: los cambios en las sociedades animales son aspectos de una evolución biológica. Las relaciones sociales de las especies animales inferiores al nivel humano se transforman en función del conjunto de la constitución biológica de tales seres vivos, pero las relaciones sociales y la conducta de los seres vivos pertenecientes a la especie homo sapiens pueden transformarse sin que cambie su constitución biológica. Nos hallamos así ante la tarea de indagar la «naturaleza», el «carácter» de estas transformaciones sociales y sus explicaciones sin recurrir a teorías biológicas o recurriendo a ellas sólo en la medida en que estas teorías puedan explicar cómo es posible que las sociedades humanas y por tanto también la conducta y las vinculaciones de cada hombre en la sociedad cambien sin que lo haga la naturaleza del hombre, su constitución biológica.

La respuesta a este problema es bastante simple. Basta con esbozarla aquí brevemente. Por naturaleza, esto es, debido a la constitución hereditaria del organismo humano, la conducta humana está organizada del tal manera que los impulsos innatos la determinan en menor medida que los impulsos debidos a la experiencia individual y al aprendizaje. No es que los hombres por su constitución biológica puedan aprender a dirigir su conducta en mayor medida que otros seres vivos, es que su conducta debe de ser dirigida por el aprendizaje. Un joven humano no sólo puede sino que debe desarrollar en gran medida a través del aprendizaje el esquema de su conducta para poder sobrevivir. Considerada tan sólo como dispositivo «técnico» la dirección de la conducta activada por el aprendizaje individual, es decir, por una acumulación de experiencias que se guardan en la memoria y que en cada situación pueden actualizarse y ser utilizadas para formular diagnósticos y pronósticos, es muchísimo más eficiente que la dirección de la conducta —su adaptación a situaciones cambiantes— por medio de mecanismos hereditarios y, en este sentido, ciegos. El dispositivo ampliado del aprendizaje, favorecido en el hombre por el desarrollo del cerebro, de la musculatura de la garganta y el rostro y de las manos tiene como condición por tanto una reducción, una retirada, por así decirlo, de la dirección ciega, automática e innata de la conducta. En casi todo el reino animal y desde luego en la evolución de los mamíferos es posible seguir una transformación evolutiva en esta dirección. La conducta de las ranas está determinada en una mayor medida por mecanismos innatos, por mecanismos reflejos e instintivos, que la de los erizos y los zorros y la de estos últimos, a su vez, también en mayor medida que la de los simios humanoides. Pero aunque la modificabilidad de la conducta por el aprendizaje y, consiguientemente, el retroceso de los impulsos innatos de la conducta es mayor en los simios humanoides que en los estadios anteriores de la evolución biológica, resulta reducida en comparación con la que se registra en los hombres debido a su organización biológica[29]. Nos encontramos aquí con otro ejemplo de la compatibilidad, frecuentemente malentendida, de una continuidad ontogenética con un salto a nuevas estructuras. La variabilidad biológicamente dada de la emisión de sonidos por medio de los cuales los simios humanoides pueden comunicarse entre sí en su vida social y la posibilidad de que experimenten modificaciones por el aprendizaje son muy considerables en comparación con los animales cuya organización representa un estadio anterior de la evolución. Pero son extraordinariamente limitadas si las comparamos con la variabilidad y la posibilidad de modificación de la emisión de sonidos de que son capaces los hombres en su comunicación social. En los hombres las formas innatas de emisión de sonidos producidos por el organismo hasta cierto punto automáticos, casi espontáneos en determinadas situaciones desencadenantes, como por ejemplo el gemido, el suspiro o las formas involuntarias de la risa, están todavía rudimentariamente presentes, pero en tanto que medio de comunicación se encuentran sobrepuestas por sistemas de signos que no son innatos sino que han de ser adquiridos a través del aprendizaje de otros y que constituyen fenómenos únicos en el reino animal: los lenguajes, que son tan variables como las sociedades, de los que se sirven como medio de comunicación y de relación.

La comparación entre los sistemas de señales innatos y solo limitadamente modificables por el aprendizaje con los que se hallan reducidos los seres vivos situados por debajo del nivel evolutivo de homo sapiens con los sistemas de señales aprendidos del tipo de los lenguajes proporciona una imagen muy clara de las tareas especificas de la sociología. Al igual que las sociedades humanas, también los lenguajes con que se comunican los hombres entre sí son posibilitados por la organización biológica del hombre. Sin la estructura anatómica y fisiológica propia de la laringe humana, de la cavidad bucal y de la lengua, sin una particular disposición de músculos y nervios, sin la formación de una región motora de lenguaje en el lóbulo frontal, en una palabra, sin la disposición biológica del hombre para el aprendizaje, no se puede entender lo que es característico de la vida social del hombre. Pero gracias a esta desvinculación relativa y biológicamente condicionada de los mecanismos biológicos, gracias a la específica dependencia del hombre en crecimiento del aprendizaje de otros, nos encontramos en las sociedades humanas con un objeto, con un tipo de orden, con formas de conexión distintas de aquellas de las que se ocupan los biólogos. Esta liberación respecto de los mecanismos innatos de la conducta determinada por la constitución biológica del hombre, la variabilidad ilimitada en sus bases naturales de la experiencia y la conducta humanas y la dependencia constitutiva del niño humano del aprendizaje de otros hombres se sitúan, por consiguiente, en el centro de lo que hay que decir cuando se habla de universales de la sociedad humana.