La investigación científica de las ciencias

L

a tradición filosófica de la teoría del conocimiento y de la ciencia se basa sobre una hipótesis acerca de la relación entre forma y contenido del pensamiento o, para expresarlo de otra manera, entre categorías y contenidos del saber, entre métodos científicos y objetos de la ciencia, una hipótesis que ha sido transmitida como la pura evidencia, sin revisión, de una generación a otra. La hipótesis en cuestión dice que la «forma» del pensamiento humano es eterna e inmutable, por mucho que puedan variar los contenidos. Este supuesto recorre como un hilo rojo muchas consideraciones de la teoría filosófica de la ciencia. Se estima que una ciencia se identifica por el uso de un determinado método, con independencia del carácter específico de su objeto. Comte se opuso decididamente, sobre la base de su posición sociológico-evolutiva, a esta separación de forma y contenido, de método científico y objeto de la ciencia, de pensamiento y saber. Se puede, señalaba implícitamente, distinguir pero no separar. «El método», escribía, «ha de ser tan variable en su aplicación, ha de ser tan ampliamente susceptible de modificación en función de la naturaleza específica y la complejidad de los fenómenos a que se refiera en cada caso, que todos los conceptos generales relativos a un método y a su utilización serían excesivamente indeterminados. Ya en las ramas más simples de las ciencias no hemos separado la teoría y el método; menos aún hemos de pensar en proceder así cuando tratamos de los complejos fenómenos de la vida social… Por esta razón no he intentado presentar una exposición de la lógica del método de la física social antes de ocuparme con la exposición de la ciencia como tal.»[11]

Comte señala aquí un problema que desde entonces ha permanecido casi completamente ahogado: la cuestión de la relación entre forma de pensamiento y saber. Que el saber de la humanidad ha experimentado cambios en el curso de su evolución, que se ha ampliado y ha ido abarcando cada vez más ámbitos del mundo con una fiabilidad y una adecuación crecientes, está suficientemente demostrado por los controles cada vez mayores, que los hombres están en condiciones de imponer a los acontecimientos de su mundo. En el presente es habitual imaginar que si bien el saber puede ser cambiante y crecer, la actividad misma de pensamiento del hombre está sujeta a leyes eternas e inmutables. Ahora bien, esta separación ideal entre una forma eterna del pensamiento y sus contenidos cambiantes no se basa sobre una investigación de las verdaderas circunstancias, sino que se deriva de la humana necesidad de seguridad que lleva a descubrir detrás de todo lo cambiante un absoluto inmutable. Muchos hábitos de pensamiento y muchos conceptos profundamente arraigados en los idiomas europeos favorecen la impresión de que la reducción de todo lo que nosotros podemos observar como cambiante y móvil a un estado inmutable absoluto es la operación intelectual natural, necesaria y la más fecunda que se puede realizar en la reflexión acerca de problemas, particularmente de problemas científicos. Una consideración más exacta muestra que la tendencia a remontarse a algo inmutable en la reflexión acerca de lo que se mueve tiene bastante que ver con una valoración inconsciente que Comte habría diagnosticado como síntoma de un modo de pensamiento teológico. Se acepta como obvio que un algo inmutable que se oculta en o detrás de todo cambio posee un valor superior al cambio mismo. Esta valoración se pone, de manifiesto en la teoría filosófica de la ciencia y el conocimiento, entre otras cosas, en la idea de que existen formas de pensamiento eternas conmutables —representadas, por ejemplo, en las «categorías» o en las reglas de juego de lo que llamamos «lógica» —que están en la base de los pensamientos comunicados por el habla o la escritura de los hombres de todos los tiempos.

Pero como sucede con tanta frecuencia, también la suposición de que las leyes de la lógica, que se tienen por inmutables, constituyen leyes efectivamente observables del pensamiento de todos los hombres, se deriva de una inadvertida confusión entre el hecho y el ideal. Aristóteles, que fue quien confirió su descollante significación al concepto de la lógica, entendía por tal, en lo esencial reglas de la argumentación e indicaciones acerca de cómo elaborar argumentos en la disputa filosófica y acerca de cómo descubrir fallas en el contrario. La idea de que la «lógica» se ocupa de la prueba de leyes eternas del pensamiento parece que se vinculó con el legado aristotélico sólo en la Baja Edad Media o aún posteriormente. En el uso actual de la palabra «lógico» se confunde una afirmación, la de que las leyes de la lógica son eternas y de validez general, con la otra, a saber, que se trata de leyes que constituyen el fundamento del pensamiento efectivamente observable de los hombres de todas las sociedades y de todos los tiempos. Lo mismo vale en relación con la afirmación de que existe un solo método científico. También en este caso se presenta una prescripción y un ideal como un hecho. El tránsito de una teoría filosófica de la ciencia y el conocimiento a una sociológica, iniciado por Comte, se basó entre otras cosas en que Comte no colocaba en el centro el modo de proceder de una ciencia, sino que se esforzaba por descubrir cuáles son los rasgos característicos del proceder científico, es decir, los que distinguen al pensamiento científico del precientífico. Tan solo sobre la base de una tal investigación «positiva», es decir, científica, de lo que aportan realmente las ciencias, de una investigación en la que los objetos de indagación científica sean las propias ciencias, será posible construir una teoría científica de la ciencia. Cuando se avanza en esta línea se comprueba pronto que la idea de que en un determinado método científico, por lo general el de la física, puede proyectarse a todas las otras ciencias como un modelo de validez eterna es la expresión de un ideal específico. Los filósofos se adjudican en este caso el papel de jueces que determinan cómo hay que proceder para ser considerado científico. Esta mixtura filosófica de ideal y hecho, esta entronización del método de una ciencia particular, la física clásica, como método científico por antonomasia ha lastrado hasta hoy, como ya significó Comte, el desarrollo autónomo de la sociología.

El planteamiento filosófico tradicional del problema es egocéntrico porque se limita a la cuestión de cómo un individuo puede lograr conocimientos científicos. Sin embargo, los individuos siempre han tenido que adquirir previamente, en el curso de determinados procesos de aprendizaje y a través de mecanismos de socialización, determinadas «formas de pensamiento», categorías específicas, ciertas maneras de poner en relación entre sí observaciones individualizadas[12]. Cuando se supone a las «leyes inmutables del pensamiento», como aparecen en muchas ocasiones en la filosofía clásica, como la herencia de una evolución social del pensamiento y el saber a lo largo de milenios, hay que preguntarse si la tradicional separación entre formas de pensamiento consideradas como inmutables y contenidos de conocimiento variables tiene propiamente alguna justificación real. Constituye sin lugar a dudas un mérito de Comte su abandono de este egocentrismo ingenuo de la tradición filosófica orientada de acuerdo con el pensamiento científico-natural y su reconocimiento del pensamiento precientífico, del pensamiento mediante el cual los hombres relacionan de otra manera entre sí los acontecimientos singulares, como una condición necesaria, como una forma de pensamiento necesariamente precedente del pensamiento científico. Es probable que haya ido demasiado lejos al suponer que de acuerdo con la ley de los tres estadios las formas precientíficas de conocimiento tenían necesariamente que transformarse en científicas. Esto es algo que depende más bien de la orientación del desarrollo social global. Pero Comte no fue, con seguridad, demasiado lejos al afirmar que todos los modos científicos de pensamiento han debido derivarse de modos de pensamiento precientíficos, que los primeros, que él denominaba teológicos o metafísicos, constituyen los modos de pensamiento más primarios, más espontáneos, si bien, seguramente, no los más objetivos y acordes con la realidad. Con esto se anunciaba otro «giro copernicano». Pero el hecho de que más de cien años después estas observaciones no hayan tenido casi ningún eco, que no hayan sido recogidas, ulteriormente elaboradas y transmitidas a la conciencia de amplios círculos sociales como parte integrante del conocimiento sociológico, constituye una muestra de las dificultades a que se enfrentó y sigue enfrentándose la consumación de tal giro.

Hubo una época en la que los hombres tenían por evidente que la Tierra descansa inmóvil e inmutable en el centro del universo. En el presente muchos hombres tienen por evidente que sus propios modos de pensamiento son, a un tiempo, los modos de pensamiento inmutables de todo el género humano. Permanentemente se afianzan en esta creencia a través de la experiencia de que estos modos de pensamientos científicos, «racionales», se acreditan sin tregua tanto en el trabajo empírico de investigación como en su aplicación práctica en el campo de la técnica. Parecen ser tan directamente los modos «correctos» de pensamiento que los diferentes individuos llegan a imaginarse que les fueron conferidos por la propia naturaleza en forma de su «entendimiento» o de su «razón» —con total independencia de su propia educación en una determinada sociedad, con total independencia de esta sociedad. No pueden recordar, y tampoco lo estudian, lo difícil que fue en el marco de su propia sociedad la derivación de modos de pensamiento científicos a partir de los precientíficos y la promoción de aquellos a un lugar de predominio en todas las capas sociales. Pero como se desconoce qué desarrollo social específico posibilitó en los países europeos —que prosiguieron el desarrollo del patrimonio de saber y pensamiento acumulado en muchas otras sociedades de la humanidad— el tránsito al pensamiento científico —en principio limitado al contexto natural— cada cual entiende automáticamente su propio pensamiento y comportamiento «racional» acerca de las interrelaciones naturales como un don inherente, en su obviedad, a la propia naturaleza. Cuando se constataba que en otras sociedades existían hombres mucho más dependientes, en lo relativo a su comportamiento hacia las fuerzas de la naturaleza, del influjo de ideas precientíficas, mítico-mágicas, se presentaba automáticamente como un rasgo de debilidad, de inferioridad[13].

Es posible que las formulaciones de Comte hagan difícil aprovechar la brecha que él trató de abrir en los muros del viejo edificio doctrinal de filosofía y derribar así por completo esos muros. La tipología secuencial del pensamiento, descrita por él de acuerdo en esto con los hábitos intelectuales de su época en términos de «ley», puede tal vez entenderse mejor si se la presenta como un desarrollo de las estructuras de pensamiento en una determinada dirección, que configura ella misma un aspecto del desarrollo de las estructuras sociales. Comte era completamente consciente de esta conexión, poniendo en relación la dominancia de formas mítico-mágicas de pensamiento con la hegemonía de las capas militares y sacerdotales y el predominio de formas científicas de pensamiento con la hegemonía de las capas industriales. Desde su época el fondo de saber social sobre el desarrollo de la sociedad humana se ha ampliado en tal medida que no sería difícil ajustarse en una medida mayor a las diferenciaciones y a las complejidades de estas interrelaciones.