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ás de un lector abrirá este libro creyendo que se trata de una colección de cuentos folklóricos, simplemente recogidos y transcriptos por un estudioso de nuestros acervos populares, pero es un equívoco que conviene aclarar en este punto de partida. Don Juan Draghi Lucero, más que un recopilador, fue un verdadero patriarca de nuestra literatura de raigambre tradicional, como lo fueron Ricardo Rojas, Juan Carlos Davalas y Bernardo Canal-Feijóo, entre algunos otros que integran una lista tan reducida como selecta. Y este conjunto de cuentos no es un producto científico, sino una de las más grandes obras de nuestras letras, como afirmó sin vacilación Manuel Gálvez, para añadir luego: «Lo he dicho varias veces y lo repetiré. Hice leer este libro extraordinario a varios colegas, y todos opinaron como yo». Para llegar a tan notable resultado debieron conjugarse en él la voz del juglar que improvisa en base a lo que oyó en el cauce del viento de antes, con la del escritor de garra. Dicha tarea no es sencilla, como lo prueba la escasez de ejemplos. Los cultores del folklore literario, por un método romántico que viene del lingüista y filólogo alemán Jakob Grimm y su hermano Wilhelm, al que ellos mismos traicionaron, se apegan por lo común a lo que hoy dicta el grabador, sin intento alguno de transcribir el texto del sistema de la oralidad al de la escritura, los que poco tienen en común. Las esporádicas ocasiones en que se proponen contar el relato a su modo, suelen caer en mistificaciones idealistas, falsificando con estereotipos de cuño europeo el lenguaje y la mentalidad del campesino y el indígena, o librándose a un regionalismo de bajo vuelo y abundantes modismos, los que entorpecen y hasta impiden su lectura, al desdibujar la riqueza de la historia con una pátina lingüística que raya lo paródico. Draghi Lucero no transcribió, sino que reelaboró creativamente el gran caudal de materiales que recogió en su continua errancia por las cicatrices de su tierra, sin traicionar su esencia ni su estilo.
Pero este reconocimiento de sus méritos no debe llevarnos a soslayar el atípico camino que siguió Don Juan, el que no estuvo alfombrado por pétalos de rosa. Nació el 5 de diciembre de 1895 en Los Nogales, provincia de Santa Fe, por un azar del destino, pues sus padres se hallaban accidentalmente allí. Poco después fue inscripto en el Registro Civil de Lujan de Cuyo, Mendoza, provincia en la que luego viviría y con la que se lo identificaría, como uno de sus hijos más fieles. Se jactaba de haberla recorrido palmo a palmo, y también de haber viajado bastante por el resto de Cuyo, lo que le permitió conformar una visión regional y no local. Su padre fue un mecánico y dibujante venido de Módena, Italia, que murió cuando él tenía diez años. Por ser el mayor de cuatro hermanos, debió salir a pelear la vida y endurecerse tempranamente, como el personaje-narrador de Don Segundo Sombra, con el que le gustaba compararse. Su madre, oriunda de Tunuyán, no recibió mayor respaldo familiar en esa difícil situación, por lo que nuestro autor recordaría aquel tiempo como un derrumbe y una expulsión de ese paraíso que se supone que es toda infancia. Dejó entonces la escuela primaria, y lo aprendido hasta entonces, aunque cueste creerlo, fue la única educación formal que tuvo, sin contar los cursos aislados, como el que realizó con eminentes folklorólogos en la Universidad de Carolina del Norte, Estados Unidos. Esto último no debe hacernos suponer que viajó mucho por otros países y las demás regiones de Argentina; se puede decir, por el contrario, que fue un hombre apegado a su tierra en todos los sentidos. Lo que nunca descuidó fue la educación informal, que lo llevaba a leer hasta altas horas de la noche a la luz de una vela, pues de día debía trabajar para sostener a su familia. La vida lo fue conduciendo por múltiples caminos, como la apicultura, el periodismo, la historia y la geografía. Realizó en cada uno de ellos entusiastas aportes, fundó y presidió instituciones —como la Escuela de Apicultura de Mendoza, la Sociedad de Historia y Geografía de Cuyo y la Junta de Estudios Históricos—, obtuvo cátedras universitarias y dirigió el Instituto Nacional de Historia de la Universidad Nacional de Cuyo, trayectoria académica que sería coronada con su ingreso a la Academia Argentina de Letras en 1966, y la recepción del cargo de Doctor Honoris Causa de la mencionada Universidad, en 1986.
Pero es preciso retroceder hacia el adolescente agobiado por las responsabilidades y a la vez acuciado por un gran deseo de conocer, pero no sólo lo que podían ofrecerle los libros que desordenadamente caían en sus manos, como ocurre con los autodidactas, sino también —o sobre todo— el mundo que le iba revelando la gente más humilde en las sendas de su provincia, y en especial los arrieros y carreteros, un sector de la sociedad campesina que se iba sumiendo ya en el olvido, desplazado por el ferrocarril. Libreta en mano, e imponiéndose un método, registraba esos relatos traídos a menudo de muy lejos, junto a poemas y cantares anónimos. Se trataba por lo común de un lenguaje colmado de arcaísmos, que patentizaba la gran huella humanista del Siglo de Oro, tan opuesto al viejo oscurantismo español. En este sentido destacaba Draghi Lucero a los laguneros de Huanacahe, entre los que vivió un largo período, cuyos arcaísmos hispánicos insertos en una sociedad de origen huarpe se explicaban por los realistas que se refugiaran allí durante las guerras de la Independencia. Rozando la antropología, decía Don Juan que se debe convivir con la gente, pues no podía uno presentarse de golpe ante ella y pedirle el material que atesoraba. Para evitar esta forma de paracaidismo «científico» se quedaba dos o tres meses en un sitio, hasta ser considerado como uno más. Abría así el oído a los cuentos que se contaban de noche junto al fogón, aunque sin revelar un especial interés, a fin de no suscitar desconfianza. Para que todo resultara más fluido, les llevaba azúcar, yerba, cigarros y otros pequeños regalos, y se ponía a contarles los cuentos que sabía, a plantearles adivinanzas e incluso a cantarles antiguas tonadas. Para que cayeran en la trampa, cometía errores voluntarios en un relato, permitiéndoles así el orgullo de corregirlo, confesando con ello que lo conocían. Su vida fue así un continuo rodar detrás de esos adobes con los que luego armaría Las mil y una noches argentinas y casi todos sus libros. Rescató también del olvido más de un centenar de canciones y danzas antiguas de Cuyo, recogidas más tarde en su Cancionero Popular Cuyano, con el que se sumó, al igual que Orestes Di Lullo y Guillermo Alfredo Terrera, al proceso recopilador inaugurado en 1926 por Juan Alfonso Carrizo, cuando la Universidad Nacional de Tucumán publicó su Cancionero de Catamarca.
Salvo algunas excepciones, este libro se integra con cuentos maravillosos, acaso el más deslumbrante y complejo de los géneros de la narrativa folklórica. Pero tal complejidad no los hace imprevisibles. Todo lo contrario, pues su estructura, basada en la repetición (aquí el número tres suele ser clave), el paralelismo y otros recursos, no nos depara grandes sorpresas ni fuertes estremecimientos de terror, pero nos permite ingresar en un mundo encantado, donde al final triunfan el bien y la justicia. Prueba de ello es el vértigo en que nos sume «Las tres torres de Hualilán», tal vez el más alucinante y el mejor estructurado de sus cuentos, o los combates colmados de transformaciones maravillosas, como el que ocurre en «El cuerpo sin alma». No faltan aquí por cierto los auxiliares mágicos, obtenidos como señal de gratitud por favores realizados en forma desinteresada, que permitirán al héroe afrontar situaciones que de otro modo le hubieran resultado fatales. En estas historias no hay mayores jerarquías sociales. Los más humildes dialogan de igual a igual con los reyes, a los que entrevistan sin solicitar audiencia, para casarse finalmente con sus hijas, tras sortear difíciles pruebas o salvar al reino o la princesa de un peligro. A veces, como en «Donde irás y no volverás», el rey se convierte en el Brigadier General, transposición realizada seguramente por el autor para adaptar la historia a la Argentina del siglo XIX, sin que esto modifique la estirpe de un relato que está ya, aunque contado con otros elementos, en la tradición española, e incluso en la del África Central, como se lo oí contar y cantar a un griot del Congo. En este cuento de difusión universal, Draghi Lucero introduce también referencias a los Incas, como el pájaro verde que llora «por la muerte del Incarreal Atahualpa, hijo del Sol que nunca muere», buscando así un anclaje en la historia andina que no resulta a la postre poco feliz, pues la estructura del relato nada tiene que ver con los mitos de este pueblo, tanto en sus contenidos como en lo formal.
El elemento medieval europeo se manifiesta no sólo en el orden feudal, sino también en las devociones extremas de las que hacen gala algunos personajes, como se lo ve en «El Negro Triángulo», cuento que potencia la más cruda dialéctica del Bien y del Mal. Para ser fiel a la historia, el autor exalta aquí sin cortapisas estos aspectos conservadores de la cultura popular, no siendo él un creyente ni un allegado a los poderes de este mundo. Pero la humanidad del relato aflora luego, en el rescate del fuego del Infierno que hace el hijo de su padre, condenado no por un afán de riquezas ni de poder, sino tan sólo por el amor de una mujer. En «El Media Res», relato recogido también por María Inés Palleiro y otros investigadores del país, lo que lleva al cazador a vender el alma al Diablo es simplemente el hambre que aqueja tanto a él como a su familia, motivado por el mismo Demonio, al vaciar el campo de los animales con los que se alimentaban. Aquí la metáfora es aún mejor: el poder reduce a los humildes al hambre, y en esta circunstancia les exige que vendan el alma para sobrevivir. En tal venta, entonces, no hay pecado, o se peca a medias.
La extensión de los cuentos excede ciertamente a la de nuestros relatos folklóricos, lo que indica que más allá de sus concesiones a la oralidad, de cuyo aliento busca imbuirse, impera la complacencia del escritor. A diferencia de la monumental obra árabe de la que toma el título, no hay aquí cuentos encadenados, ni tampoco metidos uno dentro de otro como las muñecas rusas, los que se dan en llamar «cuentos encajonados». Su recurso es reunir relatos breves y anécdotas en un solo relato de larga duración, al que añade los adobos de su erudición histórica, fruto de 25 años de estudiar documentos coloniales en los archivos, y también de sus conocimientos geográficos, que le permiten estirarse en precisas descripciones del paisaje físico, que casi no existen en los cuentos tradicionales.
Tampoco se encontrará aquí esa refinada base sensorial y sensual que caracteriza a la gran obra de la literatura árabe, pues tal espíritu no tiene nada que ver con la construcción de la realidad propia de nuestros criollos, marcada por una austeridad expresiva reñida con todo regodeo en el lenguaje, a lo que se une la gran reserva mostrada cuando se refieren al amor, al que ven como una inconfesable —aunque necesaria— debilidad. Las pocas escenas amorosas son tratadas aquí con la misma distancia púdica que pone el cuento popular, en el que hasta describir el más discreto de los besos parece avergonzar al narrador. Nunca el lenguaje se carga de erotismo, pero sí de ternura, de un amor abstracto por la materia narrada, lo que le impide extremar la crueldad y el horror, como si eso fuera a deshumanizar la historia. Esta se monta, como se dijo, sobre la estructura clásica de los cuentos maravillosos, que Draghi Lucero conoce muy bien, sin haber realizado probablemente estudios formalistas. Su estética, acompañada siempre por una sana ironía, se respalda en la ética y se compromete con la verdad y la justicia. El cuento «Juan de la Verdad», en el que el personaje es un esclavo negro, constituye una expresa afirmación de este valor hoy tan relegado. Don Juan reconoce lo duro que era aquel tiempo en que se asomó al mundo, con patrones que exigían jornadas de trabajo de hasta dieciséis horas y disponían a su antojo del destino de la gente. Este recuerdo lo llevó a tomar siempre partido por los pobres, por los explotados, aunque sus denuncias nunca traicionan la literatura con el panfleto.
El estilo de estos cuentos no es parejo, pues en unos el autor busca conciliarlo en mayor medida con el de la oralidad, y en otros, como en el caso de «El mal guardián», se aleja un poco de esta matriz para construir un texto pensado desde los recursos de la escritura, lo que le permite un mayor vuelo en el manejo de las metáforas y un uso menor de modismos. Cabe señalar que cuando estos últimos aparecen en el texto suelen venir en bastardilla, lo que implica, por parte del autor, no asumirlos como propios (cosa que sí hace, por ejemplo, el narrador de Don Segundo Sombra), produciendo en consecuencia un efecto de extrañamiento que se aproxima a la parodia, aunque esto queda finalmente redimido por el amor a dichos mundos que envuelve a toda la literatura de Draghi Lucero. Se permite además una serie de neologismos que sospechamos son de su invención, que no van en bastardilla.
Este libro, convertido ya en un clásico de nuestras letras, se publicó por primera vez en 1940, en una edición de autor. En 1954, la Editorial Guillermo Kraft lanzó en Buenos Aires una segunda edición, más pulcra. En 1967, el Centro Editor de América Latina tuvo a su cargo la tercera edición, y hay una cuarta del Gobierno de la Provincia de Mendoza, de 1992. Todas ellas están ya completamente agotadas, por lo que esta reedición, efectuada a partir del texto de la de Kraft, posee el mérito de devolver a las librerías una obra que no puede faltar en ellas, tanto por el gran significado que tiene en la historia de nuestra cultura, como por el placer enorme que proporciona su lectura. Sería de desear que un proyecto editorial futuro sumara a la misma los cuentos de El loro adivino (1965), prologado por León Benarós, y los de El pájaro brujo (1972), libros a los que el autor consideró la segunda y tercera parte respectivamente de Las mil y una noches argentinas.
Don Juan empezó a escribir a los 24 años obras de teatro, tarea que abandonó pronto por no existir compañías teatrales en Mendoza. Se dedicó entonces a los cuentos, pero también este camino le fue espinoso, pues luego de lanzar con éxito Las mil y una noches argentinas tuvo que esperar hasta 1964 para publicar sus Cuentos mendocinos y los poemas de Al pie de la serranía. En 1966, Eudeba le publicó El hachador de Altos Limpios, y en 1969 salió El bailarín de la noche, cuentos a los que estimaba especialmente. En 1988, vio la luz Y los ríos se secaron, como secuela del Premio Sudamérica de Artes y Letras, en el que me tocó ser jurado.
Todo fue tardío en la vida de Don Juan, pero al igual que las lentas carretas de antaño, no dejó de alcanzar su destino. Se casó a los 52 años, con Paula Yolanda Costábile Argumedo, quien aceptó subirse a un automóvil desvencijado para seguirlo en sus interminables travesías. No tuvo hijos que administraran su legado, aunque de ello se ocupan hoy los que siguieron el rumbo que marca su estrella. Publicó su primera novela, La cabra de plata, a los 82 años. Sus mejores recuerdos se remontaban a los fogones de la inmensa noche campesina, cuando oía, recogido en sí mismo como si asistiera a una ceremonia sagrada, las canciones antiguas acompañadas con guitarras y los cuentos maravillosos contados por humildes arrieros, así como las crónicas de las sufridas andanzas de esos seres trashumantes a los que el progreso fue cubriendo con su niebla, hasta convertirlos en apariciones fantasmales, semejantes a los enigmáticos personajes de sus propias historias, donde no faltaban terribles artificios de curanderas ni brujas que acudían, lúbricas y presurosas, a encontrarse en la Salamanca con el Señor de las Tinieblas. Pero no todo era el imperio del Mal, pues a veces el buen Dios bajaba del cielo montado en un burro a impartir justicia, castigando a los ricos y soberbios y consolando o premiando a los pobres. Ya don Juan Draghi Lucero no está entre nosotros, pero sus creaciones ganaron el mismo prestigio que él adjudicaba a los más antiguos veneros de la tradición oral, sumándose a esa memoria larga que nutre la identidad de los pueblos. Escribió hasta el final, sin parar, quejándose de que sus dos últimas novelas no hallaban editor, siempre con la cabeza repleta de historias que la vida no le permitió seguir recreando, pues había sido ya muy generosa con él y a los 99 años hay que pensar en el descanso, en reintegrarse mansamente a la tierra. Al final dijo que lo importante era haber hecho un camino lleno de amor, pues nada esperaba del más allá. «Creo que después de la muerte está la nada», sentenció sin que le temblara la voz. Pero en parte se equivocó, pues aunque su carne esté ya en polvo disuelta, su obra alcanzó el raro don de la inmortalidad.
Adolfo Columbres. Buenos Aires, noviembre de 2001.