LAS TRES TORRES DE HUALILÁN
P
ara un matrimonio que vivía en medio de los profundos desiertos. Solitos vivían los dos viejos, sin tener el consuelo de un hijo que los entretuviera con sus ocurrencias y los esperanzara en la vejez.
No tenían idea del mate; solamente secaban flor de cerro para tomar tecitos.
Una noche rezaron los dos viejitos a la Virgen y a Pachamama y le hicieron una manda: «Querimos un hijo y el poder para alumbrarnos». Esto demandaron los dos viejitos y nada más pidieron.
En seguimiento de una tropilla de guanacos iba un día el viejo cuando vido arderse tres pajuelas sobre una piedra. Allí detuvo sus pasos porque vino a comprender que una Voluntad le dejaba esas lumbres para alumbrarse; entonces sopló esas pajuelas y vido que se apagaban, y volvió a soplarlas y pudo ver que se encendían de nuevo. Las tomó con fineza y se las llevó a su chocha. «Lumbre nos han mandado, vieja», le anotició a su mujer, y lumbre tuvieron en adelante.
Otro día que se apartó en busca de sal, vido que sobre una apacheta lloraba un niño recién nacido, envuelto en unas lanitas de guanaco. Lo tomó en sus brazos el viejo y se volvió corriendo. «¡Ya tenemos un hijo!», le anunció a su mujer, y lo alimentaron con lechecita de vicuña.
No sabían los viejos qué nombre ponerle al niño. Por fin acordaron que cuando llegara el día de San Juan lo bautizarían con agua cristalina del manantial, porque ese día todas las aguas amanecen benditas. Así lo hicieron los pobres viejos y le pusieron por nombre Juan del Mundo, porque el mundo se lo había mandado; pero lo llamaban hijito, no más.
Pasaron unos tiempos y otros más, y se fue criando ese niñito. Cuando cumplió los dieciséis años se ganó a mocito y ya pensó en ayudar a sus padres.
Juntaba leña en el campo y sembraba maíz para mantener a su familia. Otros muchos alivios arrimaba a sus padres en procuras de pagar su crianza. Los tres bultitos vivían con gusto en el medio de esas apartadas soledades.
Un día cayó enfermo el tata viejo y fue para no levantarse más. «Venga, hijito, lo llamó al mozo. Le dejo estas tres pajuelas para que guarde la lumbre de la casa. Se encienden con un soplido y con otro soplido se apagan. Cuando yo me muera procúrese tres cañas del cañaveral, córtelas a mi altura y después de fijarlas en el suelo, coloque una pajuela en cada una de ellas y enciéndalas, y cuando se apaguen solas cavará una tumba al pie del árbol del algarrobo y allí me enterrará. ¿Oye, hijito? ¡Cuídeme mucho a la viejita de su madre!». Esto dijo y se murió el tatita viejo… Lloraron, abrazados, la viejita y el hijo. Mucho lloraron, y el mocito lo veló a su padre como él se lo había encargado. Tres días se estuvieron ardiendo esas pajuelas sobre tres cañas, hasta que una Voluntad las apagó, una por una. Entonces el mocito cavó la tumba y enterró a su padre al pie del árbol elegido. Sobre esa tumba lloraron la madre y el hijo y sobre esta tumba se consolaron esas dos almas puras. Así fueron pasando otros tiempos…
El hijo salía al campo en busca de un alivio y ya volvía con aves que cazaba entre las ramas o con un choique boliado en los llanos. Con esto y unos maicitos que cultivaba en su huerta tenían para comer los dos. En contenido sosiego vivían en medio de tan apartada soledad.
Al cabo de unos tiempos, la madre le dijo: «Se acaban mis días…», y sin más murió la viejita. Con tres cañas labró el mozo los candeleros, sobre los que ardieron las tres pajuelas. Tres noches se mantuvo el velorio, hasta que una firme Voluntad apagó esas lumbres. Cavó la tumba al pie del árbol del chañar y allí la enterró a esa pobre vieja. Lloró el mozo y más se quejó haciendo frente, sólito, a la soledad de esas travesías. En su recado se tiró a llorar porque solamente llorando ganaba un consuelo.
La primera noche vio que salía una lumbre de la tumba de su padre y otra llamita, muy blanca, de la sepultura de su madre y no pudo dejar de mirar que las dos luces se encontraron y que, juntas y unidas, se alejaron, girando a veces, por la soledad de la noche campesina… «No es bueno que mis ojos miren estas cosas de la vida en la muerte», se dijo, y se tapó la cara con su poncho.
Al otro día, después de tomar una agüita caliente con flores de cerro, oyó las hablas de su tatita y su mamita, que estaban el murmullo no más, en apacible conversación. El mozo se hizo de la idea que sus padres volvían a vivir después de muertos. Salió a la resolana con ánimo de ver a los viejitos queridos, pero solo encontró la brillazón del sol quemante. No vio a nadie, mas le seguían llegando esas palabras del amor y la conformidad en la más pura avenencia… «No es bueno que yo escuche las hablas de los muertos queridos», se dijo, y se apartó de su choza. De esta forma y en esta manera fueron pasando otros tiempos y el mocito echó cuentas, que era mucha la soledad que soportaba y que, supuesto que sus padres hallaban consuelo en el otro mundo, era justo que él tirase a vivir en compañía de quienes pudiera mirar y hablar. Estos pensamientos trabajaron su voluntad y fue así que preparó sus bastimentos y se hizo de varios pares de ojotas para salir a rodar tierras. Llegado el día y la hora, se hincó ante las tumbas de sus mayores y sus labios se movieron hablando retenidas palabras de amor agradecido, en señal de despedida. «Adiós, padre… Adiós, madre…», dijo por fin el mocito, y «Adiós y adiós», oyó que respondían las voces profundas del amor sereno.
Cerró la puertita de su casa con tientos, acomodó las tres pajuelas en sus bolsicos, y a eso del anochecer partió en demanda de sus nortes.
Entró a la inmensidad de los campos como quien entra por primera vez al mundo en busca de un justo provecho y conocencia. Larga cuenta fue la de sus días y sus noches de camino. Un amanecer divisó unas serranías azules y se atrajo a ellas con el andar de sus pasos. Semanas y meses caminó sin darse un resuello ni descanso hasta que, en premio, se vio entre floridos faldeos.
Era el lugar más perdido de la tierra. La comarca a la que nadie había llegado: la de la Ansiada Compañía.
En cuanto se hizo la noche dejó el mozo el poncho y las alforjas al pie de un coposo chañar, donde pensó dormir, y se apartó a juntar unas leñitas para hacer fuego. Anduvo unos momentos, pero cuando retornó al lugar, cargado con leña, maravillado se quedó mirando arder un lindo fuego bajo el chañar elegido; linda cama tendida al reparo, y sobre un blanco mantel una cena que lo esperaba. Dejó caer la leña que traía y se quedó pensando si todo lo que era gloria de sus ojos no fuera nada más que neblinas de su entendimiento, o si tenía el poder de lo cierto y verdadero por delante. Se sentó al fin sobre su poncho y calentó sus manos en el fuego regalado…
Pensando y pensando, acordó en su pensamiento que toda esa preciada ayuda era obra de sus padres muertos que, tal vez con el permiso del cielo, acudían a su lado en alivio de sus muchas fatigas.
Siguiendo sus pensamientos, ya probó un bocado y lo halló tan en sazón y a su gusto, que fue comiendo todo lo que los platos le ofrecían. Calmó su hambre, y por último, gustó un tecito de flores de cerro con miel silvestre. «¡Qué buenos son mis padres!, se decía el mozo con las voces interiores. Hasta después de muertos bajan a la tierra a servirme…». Ya se hizo como la media noche y el fueguito quiso como apagarse. Es hora de dormir, pensó el mozo, y se acostó en la regalada cama. Feliz y confiando en lo alto, se fue quedando dormido.
A las deshoras despertó de su sueño y entre los silencios de esas inmensidades, sintió que alguien dormía con él, en su cama… «Será el pobrecito de mi padre que ha bajado a hacerme compañía», se dijo entre dulzores de preciados recuerdos, y en este engaño feliz, volvió a dormirse.
De madrugada lo despertó el cantar de los zorzales y calandrias. Todavía se dejó estar al calor de los ponchos de vicuña y luego se levantó y fue en busca de leña para el fueguito, pero a su vuelta, cargado con ramas y tronquitos, encontró en su real un fuego prendido y ya servido el té de flores con miel silvestre y tortilla al rescoldo. «Es ayuda de mis padres», se repitió el mozo, y gustó de esos regalos. La cama había desaparecido. Solo quedaban los dos ponchitos suyos y las alforjas. Cuando quiso apagarse el fueguito, pensó que era llegado el momento de seguir su viaje. Acomodó sobre sus hombros las alforjas y los ponchos, y después de agradecer en sus pensamientos tanta ayuda y consuelo enderezó sus pasos sierra adentro. Caminó repechando las alturas, y en esto se pasó la mañana. A la hora de las doce, dejó su carga al pie de un peñasco y se apartó en busca de unas leñitas para encender lumbre; pero cuando volvió, le fue dado nuevamente a sus ojos gloriarse, mirando un lindo fuego y almuerzo servido sobre un limpio mantel. «Son mis padres quienes allegan tanta ayuda a mis trabajos», volvió a decirse el mozo, y gozó de la regalada comida y fuego recibidos en campos de soledad.
No bien quisieron apagarse esas llamitas, recogió sus pobres cosas el caminante y siguió sus nuevos pasos; pero en cuanto se apartó por la senda, fuego, mantel y platos se volvieron neblinas en la nada del aire.
Siguió sus andanzas el errante. Toda la tarde caminó, bajando y subiendo cerros, hasta que vino el anochecer de las sierras. Buscó el reparo de una hondonada, donde dejó sus ponchos y alforjas, y se apartó con miras de recoger leñitas para encender su fuego; mas le volvió a ocurrir que, en volviendo, se detenía a mirar las vivas llamas amigas y la cena servida sobre un mantel en hoja, y la envidiada cama tendida al reparo. «¡Cuánto les debo a mis padres!», se volvió a decir, sacándose el sombrero, sumiso. Al calor del fuego gustó la cena en la paz de la noche y después el tecito de flores. Luego, cuando se sintió solicitado por el sueño, se acostó en la regalada cama. Pronto se dormía, pero a las deshoras se despertaba y muy luego tuvo la certeza de una dulce compañía entre las cobijas. Cruzado su pecho por dulzuras, no pudo retener la mano y acarició la cara de quien se cobijaba junto a él. «¡Es mi santa mamita, que ha bajado del cielo para hacerme compañía!», se dijo al notar una cara de mujer. En los más puros sentimientos se acosquilló su corazón amante. Luego lo venció el sueño.
Bien de madrugada se despertó, alumbrado por un lindo fuego que ardía cerca de su cama. Ya estaba servido su desayuno. Con él se regaló el viajero. Luego apartaba sus cosas y seguía por la solitaria senda. Caminó y caminó sin merecer un descanso.
Ese día, a la hora del almuerzo, se aparecieron los platos de su gusto y regalo, y cuando se propuso acampar, al anochecer, halló fuego amigo, cena codiciada y blanda cama tendida. No se cansó de alabar a sus padres, hasta quedarse dormido en el silencio de la noche. El bramido de la sierra lo despertó, pero cuando se restablecieron los silencios, pudo saber por los celos de su oído, que a su lado respiraba alguien que lo acompañaba entre las cobijas de su cama. Se contuvo unos momentos, y después, vencido por el dulce cariño, estiró su mano y acarició, con la mayor fineza, una cara de mujer; pero tan suave rostro palpó, que al momento dejaba de pensar en su madre, la arrugada viejita, para sospechar en un ángel rosado y sonriente. El corazón le golpeaba el pecho con furia. Era una mujer la que dormía con él, y él hervía en mil encontrados pensamientos. Su corazón, una fragua donde ardían entrechocadas preguntas y respuestas, se desasosegaba sin hallar su centro. No podía, en tanta lucha, retomar el hilo del buen gobierno… Por fin, alineando a medias sus pensamientos, se sentó en la cama y con temblores en la mano, palpó la cara de su acompañante. Sintió que ella se despertaba y oyó que le decía, alejándose en las profundidades de la noche:
No me toques ni me mires
ni me vuelvas a tocar…
Yo no soy tu padre o madre;
soy un amor de los campos
que a tu lado dormirá…
Sin lograr otro sueño en la tendida noche, quedó el mozo, perdido en el temblor de sus pensamientos. Así lo hallaba el día, y cuando se levantó y salió a juntar leña para encender fuego, creía que el encanto y mujer que le había hablado se apartaba para siempre de su lado, negándole toda ayuda; mas al volver a su real encontró de nuevo lumbre ardiendo y desayuno servido. Comió el errante y luego emprendió su marcha por tanto campo. Se paraba a pensar el mocito y su pensamiento lo trastornaba. Esa noche encontró fuego, cena y cama. Avanzada la noche se acostó, pero allá, en las deshoras, al despertarse, tuvo que atajar a sus manos con el todo de su voluntad para no tocar el encanto y mujer que dormía con él. El último sueño lo venció. Cuando lo despertaron los rosicleres del alba, ya había huido su compañía y se encontró solo en la cama.
Ese día se repitieron sus andanzas y las atenciones de una amorosa Voluntad; mas el mozo sentía por momentos que la punzante curiosidad lo empujaba a descubrir tanto misterio. Otras veces se llamaba a prudencia… Así lo encontró esa noche, y gustó del fuego, mantel y cama que le ofertaba una solicitud escondida a sus miradas, y cuando despertó, pasada la medianoche, y sintió el calor de una compañía entre las cobijas, más fue su desasosiego y lucha por tocar y mirar, y más se encendió su pecho, figurándose que era una hermosa niña, la que a su lado se llamaba a dormir. En estas luchas huyeron las horas de la noche… Sin hallar una calma, se propuso esperar despierto el amanecer para contemplar con la luz del día a su compañía. Aguantó el porfiado sueño hasta que quiso colorearse el cielo, pero en un descuido medio se le pegaron los ojos… Al abrirlos de nuevo se encontró ¡tan solo en su cama!
Mientras caminaba ese día, fijo el pensamiento en lo que le pasaba, se le representó, con la fuerza de una tentación, la luz tan clara de sus pajuelas… «¡Ah!», se dijo el mozo rodador de tierras, y maquinó con sus más escondidos pensamientos, mientras avanzaba por cuchillas y faldeos.
Al anochecer se propuso dormir al reparo de un peñasco; en llegando se encontró con el regalo del fuego encendido, la cena servida y la cama que llamaba al descanso. Allí gozó el mozo de esas ayudas, y cuando fue hora de dormir, metió la mano con el mayor disimulo al bolsico del tirador y retiró las tres pajuelas. Se tapó con los ponchos de vicuña, y mientras se apagaba el fuego, se fue quedando dormido…
Despertó con el pensamiento fijo de oír y ver y tocar. Primero oyó la tan suave respiración de alguien que compartía su cama. Con el mayor de los cuidados tanteó un cuerpo, y ya decidido a proceder, se fue enderezando hasta sentarse en los pellones. Retiró las tres pajuelas de debajo de la almohada… Se inclinó sobre el bulto que le hacía compañía y sopló suavemente…
Tres pajuelas se encendieron en los mantos de la noche y alumbraron a una niña ¡tan jovencita!, que dormía sonriendo. Era apenas morena. La gracia de su cara no encontraba palabras de ponderación para retratarla. Una sonrisa asentaba en sus labios y mejillas, y más hechicera se le antojaba al mirón. Arrebatado por contemplarla, el mozo le corrió un poco las cobijas… Se le ofrecieron dos senos vírgenes que acabaron de despertar sus desvaríos. Acercó sus pajuelas encendidas, con la mano izquierda en alto y apoyado en su derecha, y se inclinó a devorar con sus ansiosos ojos ese nido de hermosura. Sus labios buscaron los labios de la dormida y los besaron con pasión quemante. Besos dormidos le devolvieron los dormidos labios, pero al momento despertó la hechicera y sus ojos se nublaron de espanto. «¡Ay!», se quejó ¡tan dolorida!, y de un soplo apagó todas las luces de las pajuelas, al tiempo que desapareció de la cama… oyó su voz en la noche.
Ya de lejos, llorando, se oyó su voz en la noche. Decía:
Adiós, mi mocito ingrato,
¡Mil días me buscarás!
Mi paradero se llama:
Tres Torres de Hualilán…
Y su voz se hizo tan lejana, que se adivinaba que en vuelo huía por las sombras de la noche.
Se tomó el mozo la cabeza con las manos y se perdió en sus imposibles. Así, sin hallar palabras de consuelo, vio venir el amanecer y el día en la oscuridad de su derrota. Cuando salió el sol halló que la cama regalada había desaparecido y solo se envolvía en sus dos hilachentos ponchitos. Herido por tremendo abandono, recorrió los alrededores en busca de una escasa leña. Con la ayuda de sus pajuelas logró encender lumbre para hacerse un tecito de flores del campo.
Se dio cuenta de que toda ayuda había terminado para él. Al hilo de una esperanza acordó salir de aquella comarca de encantamiento y averiguar dónde se escondían esas Tres Torres de Hualilán, refugio de su amor encantado. Esto acordó el mozo y en seguimiento de esta pasión encarriló sus pasos. Caminó días y más días, desandando camino, hasta que al fin se encontró en el mismo portezuelo de entrada a la sierra. De allí ganó los llanos y siguió por ancho campo abierto. En demanda de Las Tres Torres de Hualilán iba, cada vez con mayor ardimiento y determinación.
Caminaba el mozo y caminaba con ansias, devorando leguas sin parar, en seguimiento de su amor. De día y de noche sus ojos veían a la niña dormida. Se le representaba en la tierra y en el cielo con sonrisa hechicera, llena de prometimientos. Detrás de esa pasión encarrilaba sus pasos.
Más y más caminaba el mozo. Pasaba los llanos de la sed y del desabrimiento y entraba a otros llanos, de las travesías inacabables. Comía patay, que hacía de la algarroba, y papillas de la tierra y miel silvestre y la fruta del chañar. Y llevaba la cuenta de sus días de camino.
Meses caminó en la dirección que nace el sol, sin ver rastro de gente, hasta que una noche se detuvo a mirar una luz muy lejana. Siete días marchó en su demanda, hasta dar con esa lumbre. Era un viejito cabrero que vivía solito en el desamparo de esos campos. Llegó a su ranchito el mozo y después de pedirle la bendición entró en hablas con él. Sordo y cegatón era el viejito y mucho le costó al caminante sacarle el hilo de palabras.
—¿Dónde quedan Las Tres Torres de Hualilán, tatita viejo?
—Donde quedarán, pues… Nunca supe dónde asientan esas torres. El Viento Sur ha de saber dar razón de ellas.
—¿Dónde se alzan los paraderos del Viento Sur?
—Donde se alzarán, pues… Caminando, caminando contra de ese viento dará con su paradero.
—Así será, tatita viejo —contestó el mozo, tirando sus planes.
Durmió esa noche en el ranchito del cabrero. Al otro día, antes que pintara el alba, recogió sus pilchas y se fue a los sures lejanos.
Meses y meses anduvo en su demanda, y tantas leguas devoró, que al fin llegaba a divisar unas casas blancas. «Mañana llamaré a esos portales», se dijo el mozo, acampando junto a un chañar.
Al otro día, bien de mañana, vio que de esas casas salía la punta del viento. Avanzó el mozo y por fin llamó a esos portales. Al llamado de sus palmas, salió una vieja, muy vieja, apoyada en un palo nudoso.
—¿Quién es el osado que llega al paradero de m’hijo? —se dejó decir la vieja, tratando de distinguir al forastero con sus turbios ojos.
—Yo soy, mamita vieja —contestaba el mozo con el sombrero en la mano—. Apuros tengo por hablar con su hijo, el Viento Sur.
—Grandes han de ser tus trabajos, andariego, para que te aventures a tanto —le respondió la vieja, medio invitándolo a pasar adelante.
Entró al aposento el mozo y le contó a la Madre del Viento cuál era la razón y fuerza que lo llevaba, y tanto alabó a la niña que dormía con él, que la vieja se secó unas lágrimas, muy penosa.
—Siendo esa la razón que lo trae —se dejó decir—, yo amansaré a mi hijo cuando llegue de su carrera y le pediré audiencia y atención para su demanda.
Patay y leche de vicuña le sirvió la vieja, pero no bien acabó de comer el mozo, se sintieron los primeros alborotos del Viento Sur.
—¡Escuéndase, mozo, en este arcón, que ya llega el rabioso de m’hijo! —le pidió la vieja, y el mozo se escondió a tiempo.
Comenzó a remecerse el techo y los corredores del caserón con los embates del Viento Sur. La pobre vieja salió afuera y le tiró flor de cenizas calientes para calmarlo y llamarlo a sosiego. Por fin hubo media calma y llegó en un remolino de aire y nieve. Bajó de lo alto y pisó tierra en sus portales. «¡Carne humana jiede aquí!», vociferaba, encrespado, estremeciendo la casa y aporreando árboles y pastos. Era un alto mozo de blancas y duras carnes, pelo rubio y ojos azules. Sus brazos emplumados se estremecían continuamente, como demandando acostumbrado vuelo. Con un quillango cubría parte de su cuerpo. «¡Quién se va a aventurar por estas soledades, m’hijo!, le decía su madre, calmándolo y tirándole flor de ceniza. Quién podría vencer a las lejanías, tan apartadas… Cálmese, m’hijo y acompáñeme a tomar una agüita caliente…». Por fin el Viento Sur se fue llamando a la calma y entró al aposento; se allanó a sentarse y recibió un techo de flor de cerro.
Cuando la vieja lo vio calmado a su hijo, le fue diciendo, de a poquito, la cuenta de sus noticias. Por momentos tiraba a enojarse el Viento Sur; entonces, la madre le arrimaba palabritas de cariño y avenencia y copitos de flor de ceniza, hasta verlo en calma y sosiego. Cuando lo vio en mansedumbre, es que le dijo: Vea, pues, m’hijo; es que ha llegado a sus portales un mozo muy dolorido. Detrás de un cariño enderieza sus pasos y ese cariño se esconde en «Las Tres Torres de Hualilán…». «¡Que se presente a mi vista ese hombre!, gritó el Viento Sur, empinándose con renovados enojos. ¡Que salga ese gusanillo que cruza mis campos!». «¡Sur! ¡Sur!, le gritaba ella. ¡Sosiega, Sur!». Salió el mozo de su escondite y la pobre vieja anduvo trastabillando por sujetar a su hijo en su afán de encarar al forastero. Le pasó flor de ceniza por la frente, y con esto y palabras de sosiego consiguió medio, medio reducir a su hijo a la paz y a la quietud… Cuando el mozo lo vio calmado y en disposiciones de atender sus hablas, le contó, rendido, el rosario de sus trabajos. Tanto dolor y derrota había en sus decires, que se le rodaron las lágrimas a la Madre del Viento Sur, y a su duro hijo se le nubló la vista. «Nunca, a lo largo de mis correrías, he llegado ni cerca de Las Tres Torres de Hualilán, dijo. Nunca rocé sus murallas con mis fríos que acarician… Es cosa averiguada que no se alzan en las tierras que refresco… Tal vez el muy malo de mi hermano, el Viento Norte, las conozca y castigue con sus maldecidos calores… Camine hasta sus dominios y tome razón de sus noticias, y aquí acaba la cuenta de mis palabras». Esto no más dijo el Viento Sur, y saltando de su asiento, salió en vuelo por sus portales con todo el frío del invierno. Bramando, se lanzó contra el Norte.
Allí se quedó el mozo, bien triste. Quemantes lágrimas se le salieron de sus ojos. Viéndolo sufrir la vieja, lo consoló con sus pocas palabras. Allí, sentados los dos a la orilla del fuego, cambiaron razones de amistad y ayuda. La vieja le contó que ella era también la madre del Viento Norte y que pasaba medio año en la casa de cada hijo, calmándolos, porque ellos eran enemigos a muerte; que cada vez se odiaban con más furia. «Poco menos de seis meses faltan para que mi hijo Viento Sur me lleve en sus mantos hasta las fronteras de mi otro hijo. Allí me dejará en tierra y vendrá Viento Norte y me alzará en sus neblinas tierrosas, hasta dejarme en su caserón oscuro. Cuando esto suceda, ya usted ha de estar por llegar al paradero de Norte. Yo lo calmaré y le sacaré noticias sobre lo que anda buscando…». Agradeció el mozo la ayuda de la vieja, y sin esperar más, salió de esos portales en demanda del Viento Norte…
La cuenta de sus pasos se anotó en muchos días y noches de camino sin treguas. Arribando un día a las fronteras de los vientos contrarios, maravillado se quedó viendo la lucha de los hermanos enemigos.
Llegó de sus dominios el Viento Norte y sin hacer caso de las señaladas fronteras, las atropello, haciéndolas astillas, y dio en avanzar a los ajenos dominios. En eso se hizo presente el Viento Sur. Venía con el frío del invierno y chocó con los calores quemantes de su hermano. Se arremolinaron los dos vientos, mordiéndose las carnes con furor. El Viento Norte le arrojaba brasas ardiendo al Viento Sur, pero este le respondía tirándole copos de nieve a su hermano enemigo, el Viento Norte, que se defendía con un poncho. Una vincha le sujetaba la cabellera renegrida. Moreno, quemado por los soles, lucía profundos ojos negros. Era la pasión desatada. Sus brazos emplumados levantaban inacabables remolinos tierrosos en un continuo agitarse.
En un aparte que hicieron en la lucha, se laceraron las carnes vivas. El Viento Norte castigaba a su hermano con puñados de carbones encendidos, mas el Viento Sur le respondía con tupidos copos de nieve y escarchas. Los enemistados aguantaron estos castigos, retorciéndose de dolor, sin ceder en sus porfías. Más nieve y brasas encendidas cambiaron, con los restos de tanta furia. De repente el rubio Sur agitó sus brazos emplumados, y los aires fríos se precipitaron contra las divisorias…
Retrocedió el moreno Norte, revoliando su poncho. Se levantaron remolinos de aire quemante, que tiró contra las barreras. Chocaron los alientos fríos contra los calientes y se oyeron truenos fragorosos, y se oscureció el día con las torvas pasiones enemigas. Relámpagos enceguecedores trizaron las negruras. A su luz cambiante se distinguían los hermanos enemigos, agitando sus brazos emplumados, convocando a sus alientos contra los del rival. Se agrandó la lucha y ya fueron huracanes los que chocaron entre sí. Los ardientes resuellos del Norte tostaron con sus fuegos encendidos los flancos del huracanado Sur, pero entonces subió el castigado a las infinitas alturas y desencadenó una tempestad de nieve y granizo, y paralizó los arrestos enemigos. Retrocedió a sus arenales asoleados el moreno Norte, y recogiendo todos los hálitos quemantes, los enfiló en punta de flecha contra la nieve y el granizo enemigo. Llegaron los aires llameantes y fundieron nieves y quebrajaron los fríos. En su loca temeridad atropellaron los dominios del Viento Sur. A ponchazos y remolinos, corrieron a los fríos a las lejanías, con el rescoldo de sus fuegos… El mozo oyó que se alejaban tantos ruidos tormentosos de la lucha y vio renacer la calma en esos campos alborotados. Salió de la caleta donde se amparaba y volvió a seguir rumbo Norte.
Diez días llevaba ahora caminando por los dominios del Viento Norte cuando sintió los fríos del Viento Sur azotándole las espaldas, en su avance contra el Viento Norte, que ahora venía derrotado por el frío de los hielos sureños.
Caminaba el rodador de tierras, fijo su pensamiento en la niña que besó dormida, y, caminando, soñaba amores con ella en Las Tres Torres de Hualilán, y cortos se le hicieron los días, semanas y meses de marcha contra los vientos que soplaban ahora del Norte.
Una mañana mereció divisar los techos de un caserón oscuro. Para allá encaminó sus pasos. Nueve días tardó en llegar a los portales del Viento Norte y batir sus palmas, anunciando su llegada.
Arrastrando sus pies salió la vieja Madre de los Vientos. Mucho se asustó al ver al mozo. «Norte es enconado y más terrible que Sur, le dijo, y si mucho me costó calmarlo al de los aires fríos, más me costará llamar a razón al de los alientos quemantes. En mala hora llega, pero pase a tomar un tecito de flores para que se entone. En cuanto sienta los primeros aires, corra a esconderse en el petacón que está en la alcoba».
Siguieron hablando la vieja y el caminante. Ella se hizo contar de nuevo por el enamorado todas sus andanzas y esfuerzos, y volvieron a rodar lágrimas de sus ojos resecos. En eso estaban, cuando se sintió agitación en la hojarasca y en los árboles y pastos. «M’hijo es que llega», gritó la vieja, y corrió el mozo a su escondite.
Ya se remecieron los techos y el calor se hizo manifiesto. Oleadas de viento caliente azotaban el caserón y lo sacudían con furia. Más aumentó ese furor, hasta que se oscureció la tarde por el tierral arrastrado, y en tanto alboroto y desavenencia, pisó tierra el Viento Norte, en un remolino que se aquietó en sus mismos portales. Olfateó con furia y gritó, afiebrado: «¡Carne humana jiede aquí! ¡Carne humana jiede aquí!». Y atropelló al aposento con los ojos hechos dos brasas. «¡Que salga ese!…, bramó el Viento Norte…». «¡Quién puede llegar por estas lejanías, m’hijo!», le decía su madre, chicoteándole las polleras con tanto aire colérico. A las trastabilladas, medio pudo tomar una jarra de agua y le rociaba la cara a su hijo. Casi consiguió calmarlo. Agua y más agua le tiraba al enfurecido, hasta que logró conformarlo un poquito. De repente, se le desalaron de nuevo los rabiosos acaloramientos al Viento Norte y se levantó de un salto y tiró todo por tierra, y la pobre vieja anduvo, ya caigo, ya levanto. Por fin, a fuerza de rociarle la frente con agua y de pasarle palabras de avenimiento, medio se calmó.
Le sirvió un tecito con flores de cerro, y cuando lo vido sentado y casi en calma, aventuró la pobre vieja dos palabritas… «¡Carne humana jiede aquí!», gritó de nuevo, levantándose enfurecido, y tiró trastos al suelo y se dio a buscar al intruso. «¡Norte!… ¡Norte!… ¡Norte!…, le clamaba su temblorosa madre. ¡Calma esos rencores! ¡Calma, Norte, hijo mío!».
Agua y más agua le tiraba la pobre vieja en procuras de calmarlo, y lo fue consiguiendo de a poquito. Le rociaba la cara encendida, mojándole el cabello y la frente. Con esto le arrancaba suspiros de paz y avenencia. A las cansadas se llamó a sosiego el encrespado y dejó que su madre le hablara despaciosamente. La pobre vieja le fue contando, como para calmarlo, que había una vez un mozo que perdió a sus padres y que se tiró a rodar tierras; pero que un amor de los campos le hizo compañía en su cama; que vencido por la curiosidad y las ansias, perdió ese bien al alumbrarla y besarla en su arrebato… Lloró la viejecita y su hijo Norte se quedó balanceando el peso de tantas penas… «¿Y si ese mozo llegara a su casa, mi hijo, a pedirle una ayudita?». «¡Uh!», respondió Viento Norte… «Aquí está ese pobre. A pedirte noticias viene y ahora mesmo se irá». «¡Que se presente a mi vista!», se puso a gritar Norte, levantándose encrespado. Salió el rodante del petacón, con el sombrero en la mano, y pidió con voz dolida que le dijera dónde quedaban Las Tres Torres de Hualilán. «¿Las Tres Torres de Hualilán?», se repitió, sacándose sangre de los labios el Viento Norte, y sumiéndose en la mar de pensamientos… No; no están en mis dominios, pero como en un sueño me parece habérselas oído mentar al Rey de los Pájaros… Has de seguir rumbo al Norte, costeando la sierra, y a los muy muchos días darás con su paradero, en la copa de un chañar altísimo… «¡Y ya tiré mucho caudal de mis palabras con uno de los odiados hombres que dejan rastro en mis campos sin mi permisio!». «Me voy ya mismo», contestó el mozo, ganando los portales y corriendo a refugiarse en el hueco de un peñasco, al tiempo que el Viento Norte agitaba sus brazos emplumados y se arrastró a correr al ras del suelo y levantó tierrales y desencadenaba aires calientes, y arena arrastrada, castigando esos lugares. Toda la noche azotó el fiero Norte la comarca, hasta que a eso de la madrugada se llamó a calma y sosiego… Salió el mozo de su escondite y se alejó a todo lo que daban sus pasos. En demanda de su pasión iba.
Cuatrocientos días caminó sin un descanso ni una tregua; mas el día final de su cuenta, paró en lo alto de un pedrusco a pensar que solo le faltaban doscientos días y sus noches para llegar al paradero del Rey de los Pájaros, quien le daría las ansiadas noticias de Las Tres Torres de Hualilán, y con este engaño y con esta esperanza se agachó a caminar, persiguiendo la imagen de la niña dormida que besó en su amor ansioso. Días y más días de porfiado avanzar, sumaron meses de camino, venciendo llanos y cordilleras. Ya estaba cercano el plazo de los mil días que fijó la niña para llegar a Las Tres Torres de Hualilán… Nuevo caminar, y con mayores ansias y esperanzas, hasta que se corrieron otros días y se acortó el resto de la cuenta. Por fin se halló frente a un chañar solitario que alzaba su copa a cincuenta varas de altura. En llegando, pidió hablar con el Rey de los Pájaros. A su solicitud bajó de un volido un cóndor viejazo con aires de gran señor. Hombre y pájaro se pasaron el habla en un pedir y dar de noticias de la tierra y de los altos aires. «No, dijo el Rey de los Pájaros, no conozco el lugar donde se alzan Las Tres Torres de Hualilán; pero una vez, en una gran fiesta que yo di a toda la pajarería de los desparramados campos, un jote viejo, muy borracho, habló de esas torres; dijo que él las conocía». «¡Por lo que, más quiera, mi señor Rey de los Pájaros, haga llamar a ese jote viejo y pídale que me dé razón de esas direcciones!». «Es el caso, contestó el Rey de los Pájaros, que yo no sé cómo se llama ese jote, y no sabiéndolo, ¡es tan vano su pedido!». «¡Ay!, se quejó el mozo. ¿Será posible que todas mis andanzas sean perdidas? ¡Solo doce días me quedan de plazo! ¿Habrá alguien más desgraciado que yo en este mundo?». Y le contó, punto por punto, su vida y sus muchos atrasos. Se le corría el raudal de lágrimas al viejo Cóndor Rey, oyendo esos rigores. Consoló al mozo, acariciándolo con sus alas y sus patas. «No llore más, caminante, le dijo el pájaro poderoso. Yo convocaré a todas las aves corredoras y de vuelo y les haré las preguntas que debo y puedo hacer, mi mozo de la mocería». Ya mandó el Rey de los Pájaros llamar a su trompa, y en cuanto llegó un aguilucho con su corneta reluciente, le ordenó que a todo pulmón convocara a cuanto pájaro encerraba su dilatado reinato. Para entonarlo, le convidó un vaso de chicha y alabó sus pulmones. Contentísimo, subió a la copa del chafiar el aguilucho trompa, y ahí se hizo chiquito soplando a más no poder. Ante la voz de mando de su Rey, comenzaron a llegar miles y miles de pájaros corredores y voladores; chiquitos, medianos, grandes y grandotazos; pájaros de agua y los de tierra, y el Rey de los Pájaros los hizo desfilar, uno por uno, frente al mozo, quien les preguntaba: «Amigo, ¿conoce Las Tres Torres de Hualilán»? «¡No, señor; no las conozco!», le contestaba cada uno… «Bueno; vayan saliendo y volando de aquí», les ordenaba su Rey a esos bichos de pluma.
Tanto volador convocado llegaron a nublar el sol de esos campos. ¡Era de ver las nubes y nubes de pájaros infinitos!
Así, de este modo y con estas preguntas y respuestas, se pasaron seis días, y el pobre aguilucho trompa la porfiaba, soplando y soplando en su corneta. Tomaba unos tragos de chicha para rehacer sus gastadas fuerzas, y volvía a soplar con más ganas; pero cada vez, venían menos y ya no le daba más ese pecho dolorido y sin vientos.
Ya el enamorado no podía manejar los carrillos de tanto repetir: «Amigo, ¿conoce Las Tres Torres de Hualilán?». «No, señor; no las conozco». «Bueno; vayan… saliendo… y… volando…», apenas si medio podía decir el pobre viejo, Rey de los Pájaros…
La tarde del séptimo día ya no llegaron más pájaros, y el trompa dejó de tocar, y se cayó de las ramas al suelo de puro rendido y sin resuello. «Amigo, le rogó el mozo, después de alisarle las plumas, que se le habían desacomodado con el suelazo. Amigo, júntese los últimos vientitos que le queden y ayúdeme en otras llamaditas más». Y le ayudó al aguilucho trompa a subir al chañar. Reunió sus últimos amagos de fuerza el pájaro de la corneta, se compuso el pecho dolorido, tragó bocanadas de aire y, empinándose al límite, alcanzó a dar tres toques fuertes con su instrumento, y cayó desmayado y se pegó otro suelazo tremendo… De balde miró el mozo los aires del cielo. Ni un pájaro se veía volar, ni cerca ni lejos, en el azul distante. Se pasaron unos ratos largos y seguían desiertas las alturas. «Mi batalla es perdida», se dijo en los adentros de su pecho el mozo, y escondió la cabeza entre las manos en las cenizas del desaliento… Al rato se secó las lágrimas y se quedó mirando al suelo, cuando, de repente vido correrse una sombra a su lado. Levantó la vista y pudo ver a un jote que, dando círculos, planeaba sobre su cabeza. Por fin, ese volador pudo hacer pie en tierra, y, a las ladiadas, se vino derechito a su Rey. «¿Qué se le frunce a Su Socarrial Majestad?», le dijo al Rey de los Pájaros, mientras eructaba su vino y asado. «¡Ya te hi dicho que no te presentís borracho a mi presencia!», le contestó el Rey de los Pájaros, hecho una furia y queriéndosele ir arriba; pero el enamorado lo contuvo con una mano y preguntó al jote borracho: «Diga, amigo: ¿conoce por casualidá Las Tres Torres de Hualilán?». «¿Que si las conozco?… Uh… Si de allá mesmo es que vengo llegando…», le contestó el jote, al tiempo que se enredaba en sus patas y caía de una pieza al suelo a dormir su borrachera.
El mozo recibió como un hondazo en la frente, alcanzó a retroceder unos pasos y cayó a tierra desmayado. Esto no más vido el Rey de los Pájaros, y de tan cansadazo como estaba, se quedó dormido ahí mismo. ¡Lo vieran cómo roncaba!
Con el frío de la noche se recobró el rodante, desvariando. Recordó lo ocurrido y se levantó de un salto. Vido al Rey de los Pájaros y al borracho jote viejo, y los zamarreó a los dos para despertarlos; pero todo fue en vano. Roncaba el jote y más roncaba el Rey. «¿Qué puedo hacer?, se preguntaba el mozo en su desesperación. ¡Haré fuego y los calentaré, a ver si vuelven en sí!», se reclamaba el enamorado, y recogió leñas y con sus pajuelas encendió una fogata grande. Arrimó al calor del fuego al Rey y al jote y los zamarreaba de nuevo; pero era empresa perdida. Desesperado, le tiró una jarra de agua fría al jote borracho, pero ni con esto dejó de roncar. «¡No vaya a ser el Diablo y se muera de una pulmonía!», pensó, y al momento envolvió al jote borrachón en sus dos ponchos y más lo arrimó al calor del fuego, cuidándole con celo el cogote y cabeza peladas. Con el calorcito ya quiso difariar el jote… «¡Pongan más chicha en mi cachito!», decía, «que yo quiero festejar a la niña que se casa en Las Tres Torres de Hualilán…». «¿Qué niña se casa? ¡Déme sus señas! ¡Hable! ¿Cómo es ella?». Y el mozo lo remecía con furia… «¡Póngale chicha al cachito!…», porfiaba el jote en sueños, y volvía a sus ronquidos, y alcanzaba a mover las patas y alas soñando con mudanzas floridas… «¡Ah, jote borrachón!, le gritaba el mozo, poniéndolo cabeza abajo y cabeza arriba. Dame noticias de la niña de Las Tres Torres de Hualilán… Decime una palabrita siquiera…». «¡Échele chicha al cachito, pulpera!…», repetía el jote en sueños y daba grititos de guapeza, haciendo ademanes de sacar su cuchillo. «Mejor será que lo deje dormir la tremenda curadera», se dijo el mozo, y lo dejó tranquilo al jote al calor del fuego. Cada tanto lo daba vuelta de un lado para otro, que no se fuera a tostar con tanto calor de las llamas… El pobre caminante se allanó a pensar en la paciencia.
Al otro día se despertó el Rey de los Pájaros y el trompa, pero el jote borracho la seguía durmiendo y difariando con chichas y fiestas de casamiento. El caminante lo volvió a remecer con furias, hasta que el Cóndor Rey le dijo que, por lo menos dos días acostumbraba a dormir sus curaderas. Sin saber qué hacer, se tiró a caminar el mozo por los alrededores, pero a cada rato volvía a cuidarlo al jote, que no se le chamuscara al lado del fuego.
Ese día y esa noche se pasaron tan despaciosamente que el enamorado retorcía sus manos con desesperación. Por fin quiso amanecer el segundo día, y el mozo, ya reventándole la impaciencia, le quitó los ponchos y le pegó cachetadas en la cabeza pelada y pellizcones por el cuerpo, y como si esto fuera poco, le roció, la cara con agua fría… Estornudó tres veces el jote, soltó unas palabras gruesas en que hasta al mismo Rey de los Pájaros lo ponía por los suelos, y tanto que lo tuvo que contener el mozo, que si no, se lo come. Luego empezó a abrir un ojo el jote y ya hizo mención de seguir durmiendo. «Si acostumbra dormir hasta tres días sus borracheras este jote sinvergüenzonazo…», decía el Rey. «Esta vez se va a conformar con dos», le respondió el enamorado, y le zampó un balde de agua fría en la cabeza. Ya abrió los ojos el dormilón, y después de desparramar mocos y estornudos, volvió a sus insultos. «¿Dónde quedan Las Tres Torres de Hualilán? ¿Dónde quedan, jotecito lindo?». «¿Las Tres Torres de Hualilán?». «Sí, Las Tres Torres». «A tres días de vuelo», le respondió el jote. «¿Y cuántos días de camino a pie?». «¡Ni en trescientos días se llega, por tanta serranía que hay que trepar!». «¡Ay!, clamó el mozo. ¡Y yo tengo que ver a la niña de Las Tres Torres de Hualilán dentro de tres días, si no, todas mis fatigas son perdidas!». Y contó al jote la peleada historia de su vida, punto por punto… Se enterneció el jote y se puso a llorar a cántaros, y el Rey de los Pájaros más lagrimiaba, enternecido. Los dos voladores hablaron en su lengua, con palabras y ademanes de ayuda y consuelo. «¡Güeno!, dijo el jote por último al mozo. Si me da de comer ya mesmo una docena de conejitos del cerco y se pilla otra docena para que yo coma durante el viaje, entonces lo cargo sobre mis lomos y levanto vuelo y me lo llevo, y si alcanzan las juerzas, asentaré en la más alta de Las Tres Torres de Hualilán». «¡Ah, mi jotecito querido!, deliró el mozo, abrazando y besándole el pico al jote borrachón. ¡No tendré cómo pagarle este favor en el resto de mi vida!». «Con que me dé conejitos todos los días para comer, estaré pagado», le contestó el viejo volador. «Hasta el día de su muerte cuente con los conejitos, mi amigazo…». Ya salió para afuera, y, más veloz que el pensamiento, cazó a cuanto conejito del cerco echó el ojo. No bien enteró la docena se los trajo al jote, que al tiro se los fue enguyendo de uno en uno. Ya se puso panzonazo y salió a caminar por la resolana, para bajar la comida. Mientras paseaba al solcito, se iba alisando las alas con el pico y recomponiendo los tremendos buracos que encontraba en su viejo y gastado plumaje.
Al rato se hizo presente el mozo con la otra docena de conejitos para el viaje. «Y ahora, le dijo el volador; cómase un buen asado y lleve charqui para el viaje, que en las alturas da más hambre que otro poco…». Al momento, el caminante se hizo asar un lomo de guanaco y se lo comió, y el Rey de los Pájaros le apartó un poco de charqui para el camino. En esto se fue haciendo el anochecer y llegó la hora de la partida. Se despidieron del Cóndor Rey y subieron al chañar alto y coposo. Allí el mozo se enhorquetó a caballo en el jote y se encomendó a Pachamama y a la Virgen.
El jote era el más grande de todos los jotes y con fama de ser el mejor volador a cien leguas a la redonda; pero estaba medio viejón y enviciao en la chicha de algarroba y todo eso lo mermaba… «Bueno, dijo el jote, afírmese bien en mi lomo y ni se le ocurra hacerme cosquillas, porque ¡al suelo nos vamos a ir los dos! Si llega a tener miedo, cierre los ojos y ya no le digo más…». Y del pimpollo más alto del chañar se largó el jote con todo el poder de sus viejas alas… Sea por el peso que llevaba o sea por lo viejo que era, el caso es que se fue abajo el volador con el mozo a peteco. Aletazos aquí y aletazos allá, fue perdiendo altura y se vino contra el suelo. Pegó un grito de guapeza. «¡Huija!», y logró entonarse, y a menos de una vara pudo afirmar su vuelo y pasó rasando los pastos y esquivando chañares y algarrobos. Dejó plumas en tanta rama, pero, medio medio llegó a tomar su rumbo por esos llanos. A medida que se le calentaba el cuerpo, fue ganando una que otra vara de altura, y como a la hora, ya pudo aletear sin peligro de llevarse las arboledas y peñascos por delante. Al anochecer ya volaba a más de cien varas del alto. «Déme un conejito, mozo, que con el susto me ha bajado hambre». «Allá va uno», le contestó el viajero, pasándoselo. Se lo comió de una sentada el jote y siguió volando sin parar.
Se hicieron presentes las estrellas de la noche, y el mozo, a caballo en jote en esas alturas, vio más cerca a la niña de su pasión. Cerró los ojos para más atraerla. A su lado la trajo con la fuerza de su pensamiento. Besos y abrazos le amagó en su alocamiento amoroso… «En cuanto me haga otras cosquillas, ¡nos hacemos torta de un suelazo los dos!», le advirtió el jote, conteniendo rabia y risa. Se reportó el mozo y le pidió perdones. «Pa que no se me duerma, mozo, y no se me mande abajo, le voy a contar la historia de la niña de Las Tres Torres de Hualilán». «No le perderé palabra, amigo jote», lo animó el mozo, afinando su oído con ansiedad. «Ha de saber, es que principió el jote, que antes que llegaran los terribles godos, gobernaba un pariente del Incarrial estas tierras, y aconteció que, al derrumbarse el imperio del Tahuantinsuyu, este gobernante mandó construir tres torres de piedra labrada y lustrada, en memoria y recordación de sus parientes vencidos. Son Las Tres Torres de Hualilán, que marcan los límites del sur del acabado Imperio. Allí se refugió él y sus parientes Incas, pero con el andar del tiempo llegaron nuevos conquistadores, y ya solo queda, como única heredera de los Hijos del Sol, la niña llamada de Las Tres Torres de Hualilán, y ella, por ser la última depositada de la sangre de tan alto linaje, sufrió un encanto de la Voluntad Enemiga. Al cumplir esta niña sus doce años fue arrebatada de lo alto de una torre y llevada a las sierras del lugar de la Ansiada Compañía. En esa comarca debía vagar en forma invisible, hasta que llegara un hombre no nacido de mujer y durmiera con ella siete noches, sin verle la cara. Con eso quedaba roto el encanto y podía volver a sus Tres Torres de Hualilán y casarse con él, y sus descendientes prolongarían la raza de los Hijos del Sol… Pero si, por desgracia, su compañero de cama no resistía las siete noches de la prueba y la llegaba a mirar, encendiendo luz, entonces ella debía volver a Las Tres Torres de Hualilán, y a los mil y un días casarse con un conquistador español…, y ya la están por casar a la pobre porque se le cumple el plazo…». «Apura, Jote, ¡apura esas alas!», le gritaba el mozo, queriendo ayudarlo con peligrosos enviones. El jote viejo aleteaba en la negrura inmensa de los campos dormidos… Volaron y volaron toda la noche, y al amanecer, el volador se comió dos conejitos más y con esto dio más brío a su vuelo.
Más volaron al otro día, ganando leguas y leguas. Cuando se entraba el sol se comió cuatro conejitos para aguantar el vuelo de la noche.
Se apareció el lucero de la tarde y el mozo veía en la estrella reluciente a la niña y volvió a estirar los brazos para alcanzarla, y tanto se estiró que cruzó con sus talones la barriga del jote. «Ay… Ja, jay… Ja, jay… »Se rio el volador y cerró las alas, mandándose abajo, a las risadas… «¡No lo volveré a hacer!, gritó el mozo, abriendo las piernas. ¡No lo volveré a acosquillar, jotecito amigo!…». Otras carcajadas largó el jote, vencido por las cosquillas y siguió perdiendo alturas… «¡Acuérdese del duro suelo!», le gritó su jinete, y el jote pudo cortar tanta risión y medio formalizarse. Sacó seriedad y fuerzas del peligro y dio tremendos aletazos para mantenerse en el aire y luego recuperar alturas… «¡Si me vuelve a hacer cosquillas, ni el… registro nos va a quedar sano!», le advirtió a su jinete. «No volverá a suceder, amigo jote. Y ahora ha de contarme por qué están de fiesta en Las Tres Torres de Hualilán». «Ha de saber, mozo, es que le contestó el jote, que se celebran los esponsales de la niña con el conquistador Mallea. Han sido convocados todos los caciques y toquis comarcanos para las bodas, que se celebrarían a los ocho días después…». «¿Y cuántos días faltan para esas bodas?». «Mis cuentas andan variadas, mozo; pero han de faltar uno o dos días…». «¡Apura, jote! ¡Apura esas alas!», imploró el mozo, queriendo ayudarle a volar.
Volaron toda la noche y otros tres conejitos se tragó el jote para hacerse de nuevas fuerzas. Pasaban por entre mogotes y riscales tan altos y escabrosos que de solo verlos daba espanto. «Vamos llegando a las fronteras de Catalve, le anotició el jote. Ya estamos en los dominios de Hualilán». «¡Apura, jote! ¡Apura esas alas!», imploraba el mozo en su agonía. Apenas pudo el volador apurar sus alas. El cansancio lo iba trabajando y solo le quedaban dos conejitos para reponer tan gastadas fuerzas.
Mucho faltaba para medio día, pero el volador, no pudiendo más de hambre, le pidió los dos últimos conejitos al mozo… Se los tragó de golpe y siguió su cansado volar. «A media tarde veremos Las Tres Torres de Hualilán, como tres puntitos negros perdidos en los campos». «¡Apura, jote! ¡Apura esas alas!», clamaba el mozo. «No puedo, contestó el jote. El sueño me va aletargando. ¿Le quedan más conejitos?». «Ni uno, se quejó el mozo; pero aquí va el resto del charqui». «¿Nada más nos resta?». «Nada más, jote». «Malo, malo», contestó el que vuela, rezongando. Siguieron cortando los aires hasta que después de medio día divisó el mozo tres puntitos negros a lo lejos. «¡Apura, jote! ¡Apura esas alas!», volvió a implorar el hombre no nacido de mujer. «Ya se me cierran los ojos de sueño», le contestó el jote, bostezando. «En cuantito se quiera dormir ¡lo pincho con mi cuchillo!», le advirtió el jinete, sacando su arma del cinto… Con esto el jote se avivó un poco y quiso como apurar el vuelo, pero a la hora ya comenzó a las cabeceadas. Viendo que se iban abajo, el mozo le hizo un rayoncito por el lomo y medio logró avivarlo. Para distraerlo y quitarle el sueño se puso a gritar en esas alturas. Cuando se cansó de dar gritos comenzó a sacar la cuenta de los conejos del cerco que le iba a regalar cada día, si lo dejaba con bien en las torres. Con estos y otros artificios fueron ganando distancia… Ya distinguían claramente Las Tres Torres de Hualilán. «¡Apura, jote! ¡Apura esas alas!», le rogaba con lastimera voz. El volador convocó sus últimas fuerzas y repechó con furia. En eso llegaron a un valle en el que dominaban las tres torres famosas. El viajero, en su alegría, hasta quiso tirarse al suelo, pero el jote lo llamó a prudencia, anunciándole que ni el recuerdo le iba a quedar sano. Cambiaban palabras, cuando se sintió el tañer de una campana clara. «Es la campana de cobre, aclaró el jote, y toca cuando anuncia la llegada de un bien esperado…». «¡Ah!», suspiró el mozo, hinchando su pecho gozoso. Ya revoloteaba el jote sobre las torres y pudo medio enfilar a la más alta. Sacó fuerzas de donde ya no le quedaban y quiso asentar… Medio se le pegaron los ojos y chocó con la terraza de la torre principal. Descalabrado quedó el volador, y el jinete, solo con la fuerza de su pasión pudo rehacerse. En eso sonó otra campana de voz ¡tan cristalina! «Es la campana de plata que saluda la llegada de un Inca», advirtió el jote a punto de dormirse. De golpe se abrieron doradas puertas de bronce y apareció la niña desencantada, ¡más hermosa que el sol!, y se precipitó al encuentro del amado… Se abrazaron con furia y se besaron con loca pasión… Sonó entonces la tercera campana, la del más dulce son, y alcanzó a decir el jote, ya durmiéndose: «La campana de oro que anuncia el casamiento de dos Hijos del Sol…».