JUAN DE LA VERDAD
T
an manso era este negro esclavo, tan rendido; tan verdadero y tan fiel a su amo, que su rico dueño terminó por darle el bien hallado nombre de Juan de la Verdad. Todos los días es que venía el negro fiel a la casa de su dueño.
—Buen rhía, mi amito.
—Buen día, Juan de la Verdad. ¿Y el toro astas de oro?
—El toro astah rhi oro amaneció bien, mi amito.
Y es que este rico fantasioso tenía un toro, el mejor de cien leguas a la redonda, y como era tan consentido y tan rico le hizo hacer unos cuernos de oro, que encajaban al justo en los del noble bruto. Y era su gloria y descanso hacer pasear al dichoso toro por todo el poblado; y la gente contemplaba embelesada cómo brillaban esas astas de oro en lo mucho de una envidiada gloria. Todos los huasos y gauchos hablaban con la boca llena de palabras, y lo señalaban como cosa de argumento y maravilla.
Y la fama del toro se tendía por campos y poblados de llanos y cordilleras. Todo el mundo tenía que hacer con el toro y sus codiciadas astas postizas. Y era el negro Juan de la Verdad quien lo paseaba por la calle real, con un bozalillo de la más fina hechura, de cuero de guanaco en trenza de dieciséis Lientos, y canutillos de plata; y el toro se regodeaba, dichoso, entre tanta gente mirona que se asomaba de las pulperías, o ya salía del Cabildo, o ya atravesaba la Plaza de Armas tan solamente para curiosearlo y quedarse hablando horas y horas del lindo antojo de un pudiente consentido. Y lo envidiaban los criollos tristes al regalón, porque para él eran las mejores vaquillonas, el pasto más en sazón, segado en el día, y el agua más clara y fresca del manantial… «¡Quién fuera ese toro!», se decían los criollos soñadores, deseando ser como ese bruto feliz.
Y más celo y rendimiento ponía el negro Juan de la Verdad en el cuidado del hernioso animal. Es cierto que esta y no otra era toda su misión.
Un día estaba el amo muy sentado bajo el parral de su patio, tomando mate con otro rico afincado y hablando de sus grandes caudales y de lo lindo de la vida de los ricos, cuando llegó el negro fiel. «Buen rhía, mi amito». «Buen día, Juan de la Verdad. ¿Y el toro astas de oro?». «El toro astah rhi oro amaneció bien, mi amito». Dio unas vueltas el negro esclavo y al ratito se fue por donde había venido.
El rico visitante se quedó con el cominillo de la duda por lo que había oído. Ya no aguantó más y dijo al dueño de casa:
—Dígame, amigazo, ¿por qué le dice Juan de la Verdad a ese negro?
—Porque yo lo bauticé con ese nombre al ver que no mentía nunca.
—¿No miente nunca?
—No hay fuerzas en el mundo capaz de hacerlo mentir a mi Juan de la Verdad.
Caviló y volvió a cavilar el rico visitante. Al fin dijo:
—¡A que yo se lo hago mentir!…
—Ni usted ni nadie me le hace faltar a la verdad a mi negro fiel.
—Mire, mi amigo —interrumpió el visitante—, le hago una apuesta. Juguemos caudal por caudal, a puertas cerradas, a que yo le hago mentir a Juan de la Verdad.
—Si ese es su gusto, me allanaré a cerrar trato; pero vaya sabiendo, amigo, que va a perder sus riquezas… —contestó el amo del negro verdadero.
—¡Trato hecho, mi amigo! Le juego todos mis caudales contra los suyos. Usted va a que no y yo a que sí le hago mentir a Juan de la Verdad.
Llamaron a un letrado para que labrara las escrituras del trato famoso. Llegó el escribano con su pluma y su tintero y trazó en los pergaminos las letras con la fuerza de la ley y la palabra. Dos escrituras hizo, con dos firmas cada una. Dos escrituras a un tenor, enumerando tantas riquezas en ganados, fincas y minas de cada uno; con una relación verdadera de las botijas enterradas, llenas de tejos de oro, onzas, esterlinas, soles, cóndores y bolivianos que contenían. Estamparon su firma y rúbrica los ricos jugadores, y cada uno se guardó una escritura. Entregaron las llaves de sus casas al escribano, para mayor afiance al cumplimiento del trato concertado. Después de terminada la función, se fue el escribano con su tintero, su pluma y sus papeles; y los ricos se dieron la mano en señal de cumplimiento y amistad. Cambiaron otras palabras y al rato se retiró el afincado incrédulo. Maquillando iba sus trampas contra el negro fiel.
El trato era que si Juan de la Verdad no mentía durante siete días seguidos, ganaba su dueño; de lo contrario, lo perdería todo.
Al otro día, muy de mañanita hizo pasar el rico tentador ante Juan de la Verdad, como quien no quiere la cosa, una majada de ovejas, entre las cuales iban tres carneros. Las arriaban tres hombres vestidos de mujeres. Él, riéndose con un resto de la boca, se fue a lo de su amigo. Como a la hora de las doce llegó el negro fiel a la casa del amo.
—Buen rhía, mi amito.
—Buen día, Juan de la Verdad. ¿Y el toro astas de oro?
—El toro astah rhi oro amaneció bien, mi amito —dio vueltas su sombrerito agujereado entre las manos, y al rato dijo—: Amito, esta mañana pasó un arreo de lanares, mas no sé si eran ovejas o eran carneros. Los arriaban tres, mas no sé si eran hombres o eran mujeres…
Y se fue el negro fiel con la tranquilidad en el alma y en la mirada, mientras los ricos se quedaban, uno alegre y el otro bastante caviloso.
Al día siguiente el rico de la apuesta hizo pasar por delante de Juan de la Verdad una tropa de potros, entre los que iban tres yeguas. Los arriaban dos mujeres morenas vestidas de hombres…
A eso del mediodía llegaba el negro a la casa de su amo. Lo encontró conversando con el otro rico, que había venido de visita.
—Buen rhía, mi amito.
—Buen día, Juan de la Verdad. ¿Y el toro astas de oro?
—El toro astah rhi oro amaneció bien, mi amito —y se quedó balanceando resoluciones…
—¿Has visto alguna novedad, negro?
Contuvo la respiración el otro rico, al escuchar que el fiel esclavo decía:
—Ninguna, mi amito; salvo que esta mañana pasó una tropa de caballares, mas no sé si eran potros o eran yeguas; los arriaban dos, mas no sé si eran hombres o eran mujeres vestiras de hombres —y dicho esto se fue, pasito a paso.
Allí se quedaron los dos ricos, uno alegre y el otro más que serio.
El rico tentador maquinó otra asechanza. Buscó hasta hallar a un pícaro que había sido titiritero y le pasó buenos patacones para que hiciera… lo que él le dijo al oído.
Esa mañana estaba Juan de la Verdad dándole de beber agua del manantial al toro, cuando acertó a pasar por su lado un viejo barbón que vendía verdades y mentiras. Se arrimó al pobre negro y le ofreció, por poca cosa, una verdad y una mentira… Juan de la Verdad no dijo esta boca es mía. Quedó callado como piedra, y el vendedor estrafalario, después de esperar largo rato una contestación, tuvo que seguir su camino, sin parar de ofrecer su rara mercancía.
La campana anunciaba la hora de las doce, cuando llegó el negro fue a las casas de su amo. En llegando, saludó:
—Buen rhía, mi amito.
—Buen día, Juan de la Verdad. ¿Y el toro astas de oro?
—El toro astah rhi oro amaneció bien, mi amito.
—¿Hay alguna novedad?
—Ninguna, mi amito; salvo que esta mañana pasó uno ofreciendo vender verares y mintiras mas no sé si las verares eran verares y las mintiras eran mentiras… —y se fue el negro con la tranquilidad en el alma.
—¡Mañana se lo hago mentir al negro! —bramó el rico incrédulo.
El amo de Juan de la Verdad sonrió con dulzura y dijo:
—Veremos, amigazo…
Estaba el pobre esclavo al otro día segando con una echona el mejor pasto del alfalfar para la bestia feliz, cuando pasaron por la calle real dos carretas, una tirada penosamente por tres yuntas de bueyes, llevando un alto cargamento. El carretero gritaba: «¡Llevo plomo y compro plomo!». Más atrasito venía otra carreta casi sin carga tirada por una sola yunta de bueyes. «¡Llevo lana y compro lana!», anunciaba el segundo carretero.
Juan de la Verdad apenita si los miró por seguir la corta del pasto para el toro astas de oro.
Antes de mediodía ya estaba el negro en la casa de su amo:
—Buen rhía, mi amito.
—Buen día, Juan de la Verdad. ¿Y el toro astas de oro?
—El toro astah rhi oro amaneció bien, mi amito —dio vueltas el sombrero en la mano y al fin se allanó a decir—: Esta mañana pasaron dos carretas: una con mucho bulto y otra con cuasi nada. Tres yuntas llevaba la primera y una la segunda, mas no sé si la carga era cierta o era mentira… —anduvo un ratito el negro por ahí, mirando volar los pajaritos. Después se fue por donde había venido.
—¿Cómo fue la cosa? —le preguntó el amo confiado al incrédulo.
—La carreta de las tres yuntas iba con los bueyes más flojos y mañosos que tengo y llevaba lana, y la de una yunta era de mis mejores bueyes y llevaba plomo.
—Ja, jay…Ja, jay… —se rio el amo confiado.
Esa noche contrató el rico de las asechanzas a tres catiteros riojanos que fueran a ofrecerle catitas al negro verdadero, pero hablando a la moda de San Juan. «Trato hecho», dijeron ellos.
Limpiando al dichoso toro estaba el pobre negro, cuando se le acercaron los tres catiteros. «¡Catitas de San Juan, nuestra santa tierra!», ofrecieron, mostrándole varios pares de catitas parleras. El negro apenas les ladeó una que otra mirada y se quedó: ¡chilín campana!… Al fin se fueron los catiteros. Hablando a lo sanjuanino iban.
Antes de las doce llegó el negro a la casa del amo:
—Buen rhía, mi amito —saludó con el sombrero en la mano.
—Buen día, Juan de la Verdad. ¿Y el toro astas de oro?
—El toro astah rhi oro amaneció bien, mi amito —ahí se dejó estar el negro, como si tuviera ganas de decir algo.
—¿Hay alguna novedad?
Y el rico visitante temblaba cuando oyó al negro decir:
—Ninguna, mi amito; salvo que esta mañana pasaron tres catiteros hablando a lo sanjuanino, mas no sé si son de San Juan o de La Rioja… —esto dijo el negro, y se fue, feliz y libre de toda carga.
Al otro día estaba rascando el lomo del toro confiado a su cuidado, cuando acertó a pasar a su lado una mujer embarazada, con una perra ¡tan panzona! Se le arrimó a Juan de la Verdad y le dijo: «Si me da un pedazo de carne para esta perra preñada, le regalaré el mejor perrito de su parición…». El negro echó a la perra tan solo un resto de mirada, pero no soltó ni media palabra. Al fin la mujer se aburrió de tanto esperar y se fue con su perra. Les cimbraba el vientre para un lado y otro a las dos cuando caminaban.
A eso de las doce el negro llegaba a lo de su amo.
—Buen rhía, mi amito.
—Buen día, Juan de la Verdad. ¿Y el toro astas de oro?
—El toro astah rhi oro amaneció bien, mi amito —daba vueltas al sombrerito mugriento entre las manos y no se quería ir…
—¿Ocurre alguna novedad?
Se achicó el rico de las asechanzas cuando el negro dijo:
—Ninguna noveráh, mi amito; salvo que esta mañana se arrimó una mujer con una perra. Las dos venían muy abultadas de barriga, mas no sé si en la mujer eran trapos o una guagua al nacer y si en la perra era preñez o era agua… —y dicho esto se fue, tirando piedritas al aire. —
—¿Cuál era la trampa? —preguntó el confiado al incrédulo.
—La mujer se puso trapos y a la perra le tuve tres días sin beber una gota de agua, y esta mañana la hice comer charqui, muy salado, y se bebió tres baldes…
—¡Pobre animalito! —dijo sonriendo el dueño de Juan de la Verdad.
La prueba del sexto día no figurará nunca en ningún libro ni historia escrita por hombre alguno. Fue la trampa tan maliciosa y sopesada, y tan limpiamente supo librarse Juan de la Verdad, que no habrá letra para escribirla ni papel que la contenga en todos sus recovecos y lumbraradas.
Por fin llegó el día de la última prueba. El séptimo era, y el rico incrédulo, viendo ya vencidas a sus máquinas engañosas, donde hubieran caído los más avispados de los llanos y de la sierra, y puesto en trance de perder lo cuantioso de su fortuna, apeló a los consejos de una fina curandera y bruja. «¿Cuál es la mejor arma para luchar en viveza contra un hombre?», preguntó a esa mujerona, y ella le dijo: «¿Cuál ha de ser sino la mujer?». Se le alumbró el entendimiento al rico y ya tiró sus planes bien medidos.
Se fue a la más lujosa chingana del poblado y apalabró a la más bonita y vivaracha de las pecadoras… Mucha plata es que le dio a la pintada niña, con tal que hiciera lo que él le señalaba, punto por punto. Y después de cruzar otras palabras y señas, se fue el rico, más que seguro de su triunfo.
Al momento la pecadora se vistió con los vestidos más transparentes; se puso polvo de olor y colorete en la cara y avivó el rojo de sus labios con malvarrosa, y ensombreció con tintura sus ojos negros y se perfumó con agua florida. Hecha una reina, con ligeras muselinas, cambray y holandillas y botincitos ajustados y finas medias de seda, la perdición de los hombres salió de la chingana y se dirigió a lo de Juan de la Verdad.
Acariciando estaba el pobre negro el lustroso pelo del envidiado toro, cuando vido venir a una niña más linda y deslumbrante que el mesmo sol. Y llegó la niña y se sentó a su lado porque estaba muy cansada y le pidió unos traguitos de agua fresca… El negro quiso resistir al principio, pero ella le dijo con su voz de cristal que se moría de sedienta, y ya vaciló Juan de la Verdad, y sin saber cómo, ya salió corriendo para volver con un jarrito de agua. Bebió la niña a sorbos, mientras el pobre negro bebía sus perfumes y sus ojos se le desgobernaban por mirar lo que las sedas medio querían ocultar… Traguito que la niña bebía, traguito que Juan de la Verdad iba entregando sus resistencias… Al fin vino a quedar más blando que un capullito de algodón.
La niña, calmada su sed, le pasó unos confites al negro, que se los tragó enteros, de puro amoscado que estaba; pero ella le puso otros confititos en los labios, arrimándosele mucho. Luego le dio chancaca y otros dulces cautivadores, mas ya las redes tentadoras habían aventado las defensas del huraño desconfiado. Ya el celoso cuidador del toro astas de oro no era el de antes, y en vez de defenderse, era él quien pedía más, goloso y atropellador…
La niña bonita tuvo que contenerlo cuando él se descolgó con solicitaciones de amor. Tuvo que contenerlo, y si es cierto que fue cediendo de a poquito, puso sus altas condiciones como precio… Le temblaron las carnes a Juan de la Verdad cuando oyó lo que tan dulces labios le decían: «A cambio de la gloria, mi negrito, la vida y las astas de oro del famoso toro…». «¡No!», gritó el negro fiel, «Entonces, ¡ni se te ponga nada de lo dicho!», le contestó la niña hechicera… Y ahí fue el sufrir de un negro, tan ardiente como fiel.
Siguieron luchando la tentación y la lealtad, y hubiera vencido el bien, pero los vestidos de seda eran cristales por donde se transparentaba lo que llama y desgobierna. Al fin cayó el negro y dio en firme su palabra. Por una noche de gloria daría la vida y astas del toro confiado a su cuidado.
¡Ah, Juan de la Verdad!
Entre sedas y rosas se pasó la noche, en un ir y venir del cielo a la gloria y de la gloria al cielo… Más linda hubiera sido si las horas no corrieran, pero el gallo anunció el nacimiento del nuevo día. A la salida del sol, la pecadora reclamó de Juan de la Verdad el justo pago de los tan gustados amores.
Se levantó el negro, se vistió y se puso el poncho. Luego tomó su puñal y se allegó a la pesebrera, donde guardaba al toro astas de oro. Se le acercó al noble bruto, empuñando el acero bajo del poncho, y cuando el toro más descansaba sus ojazos confiados en los de Juan de la Verdad, el negro traicionero se le acercó más, le tanteó los encuentros y —¡ay!— de golpe le hundió su puñal en las carnes, buscándole con porfía el corazón. Tristes balidos dio el confiado bruto, bañándose en sangre, hasta que se le doblaron las patas. Cayó en un gran charco rojo. Allí entregó sus últimos resuellos y se le fue la vida con el último ronquido.
Con las manos ensangrentadas, Juan de la Verdad arrancó las astas de oro engarzadas en los cuernos del toro y se las entregó a la pecadora de la tentación. Adiós y adiós se dijeron los dos, y ella, gozando su triunfo, se fue a llevar las astas brillantes al rico de la apuesta, mientras Juan de la Verdad se tiraba al suelo a llorar su traición…
El sol subía por el cielo en el transcurso de las horas y más sufría el pobre negro tentado, pensando qué le iría a decir al amo más confiado y consentido de la tierra… En un mar de quejas se balanceaba Juan de la Verdad. Al fin llegó la hora de ir a la casa del amo.
Lloroso se fue caminando… Queriendo y no queriendo, daba un paso adelante y dos atrás, y cuando encontraba un poste se sacaba el sombrero y ensayaba: «Buen rhía, mi amito», «Buen rhía, Juan rhe la Verá», se contestaba él mismo. «¿Y el toro astah rhi oro?».
«¡Ay! ¡Ayayay!… ¡Ayayita!, mi amito», gritaba él, arrepentido, y se tiraba las motas, espantado…
Al fin de tanto dar vueltas y de andar a los traspiés, pudo llegar a los portales de la casa de su amo. Lo divisó que estaba hablando lo más tranquilamente con el otro rico, que desde hacia una semana lo visitaba todos los días. Hecho una lástima avanzó Juan de la Verdad, con el sombrero bailándole en la mano.
Sin voz ni resuello se paró ante su amo, y temblando y humillado alcanzó a decirle:
—Buen rhía, mi amito…
—Buen día, Juan de la Verdad. ¿Y el toro astas de oro?
—¡Ay!… Al toro astah rhi oro lo degollé, mi amito.
—¡Ah! ¡Ah!… Y las astas de oro, ¿qué las hicistes?
—¡Ay!… ¡Las regalé, mi amito, a cambio de un gustacito más lindo!…
—¡Lindo, mi negro Juan de la Verdad! ¡Venga un abrazo, que la mitad de la apuesta es tuya!…