EL NEGRO TRIÁNGULO

A

llá lejos, pero muy lejos, en un poblado que castigaban los vientos de las pampas y las cordilleras, vivía un mozo muy bueno, muy humilde y trabajador. Era querido por cuantos lo trataban por sus prendas y merecimientos… menos por quien él adoraba. Porque es de saberse que este mozo estaba rezando devotamente una mañana a la Virgen y cuando levantó la mirada para descansarla en la Madre de Dios, se dejó deslumbrar por los luceros de una niña que salía de la iglesia. Olvidó su devoción para seguir los pasos de su dueña terrenal. La siguió con renovado amor por calles y plazas, hasta que llegaron a la quinta de ella. Cuando la niña se perdió tras los portales de su casa, el mozo, sin hallar qué hacer, se quedó dando vueltas su sombrero en la mano… Rondando esos tapiales se le pasó el día, pero tarde en la noche se fue a descaminar sus pasos, sin poder hallar su centro. Anduvo como en el aire hasta la madrugada, y por fin volvió a su aposento y se tiró en su cama a llorar el amor…

Antes que saliera el sol, se plantó el mozo frente a la quinta de la niña hechicera, y cuando sonaron las campanas de maitines, vio que ella salía a misa con el libro de oraciones en la mano, seguida por una mulata. La siguió como siguiendo a una estrella bajada a la tierra, sin atreverse a hablarla. Así entraron a la iglesia, y mientras ella murmuraba su rezo, él ofendió a las sagradas imágenes con lo hondo de su olvido y desatención.

Terminadas sus oraciones, la niña se levantó y después de persignarse, salió a la calle. Hecho una pasión ardida siguió el mozo detrás de la amada como entre nubes de rosas, midiendo sus pasos por calles y plazas. A llegar a la quinta de la niña la alcanzó. Con el sombrero en la mano, desgobernó sus palabras: «Niña… Déme una de sus miradas. Alúmbreme con los luceros de sus ojos. ¡Alcánceme una esperanza a mi penar…!».

La niña levantó la vista y lo midió de pies a cabeza con una mirada de odio, y sin decir una palabra entró a su casa y dio un portazo como contestación.

Vagó el despreciado por callejones y huellas del poblado, seguido por su duelo y la sombra caída de su amor derrotado. Desanduvo callejones tierrosos y solitarios, con la suma de los desconsuelos sobre sus espaldas; pero su dolor no mermaba. Al alba, deshecho por tanta lucha vana, llegó a su casa y se sentó en su cama a mirarse ¡tan pobre y tan despreciado!

Acudió a un curandero famoso pidiéndole un remedio para olvidar el amor tirano, y el curandero le dio como cosa de milagro la famosa piedra de besar; pero no sintió alivio el enamorado. Tampoco trajeron tregua a su mal ni los ojos secos de víbora ni la cola del lagarto verde.

Ya no pensaba en trabajar ni en arribar como antes, y viendo que la niña esquivaba con odio sus miradas en la iglesia, buscó el consuelo en las parrandas y borracheras. Se iba a las chinganas llenas de pecadoras y mozos alegres del pueblo, y dejaba pasar sus horas en el revuelto río de cortos placeres y lerdas penas. ¡No podía olvidar, porque en medio del bullicio chinganero, para él se hacía un gran silencio y entre los humos de la fiesta se le aparecía la imagen de la mujer querida!… Desesperado, ganaba la calle y descaminaba pasos en la noche huraña y sus pies lo llevaban siempre a pararse, a deshoras, frente a la puerta de la niña soñada… Allí lloraba el mozo sus lágrimas de amor despreciado, hasta que el sol barría las sombras, y se consolaba siguiéndola hasta la misa de maitines… Una tarde que vagaba triste, triste, sin saber qué hacer, sus propios pasos lo llevaron, sin remedio, hasta la casa de la niña codiciada. Llegó en el mismo momento en que un rico mozo, de la más noble familia del pueblo, paraba su caballo, reluciente la montura en oro y plata, en la puerta de la casa helada. Pudo ver el amante desgraciado, cómo el mozo visitante llamaba con las palmas de sus manos y cómo la misma niña lo invitaba a pasar…

Con el corazón sangrando por los puñales de los celos, lleno de sospechas y ya en el temido desbarranque, se tiró a los campos negados… Caminando horas y horas sin rumbo, fue a dar al rancho de una vieja bruja que velaba en la noche. Contó el mozo sus tremendas desavenencias, con lágrimas que le quemaban la cara. Por fin la maligna abrió juicio y dijo como buena sabedora de los encontrones del hombre: «El único que arregla los pleitos del amor es el Negro Triángulo. No hay otro en esta tierra». Y siguió hablando y tirando cuentas falsas. Muchas palabras terribles cambiaron con el mozo enamorado, hasta que, anunciando la medianoche, dio su tercer canto el gallo pinto.

Largó unas aullantes carcajadas la vieja bruja, en festejo y saludó a las deshoras que libertan las fuerzas desgobernadas de las negruras, y dijo entre risotadas: «¿De qué le sirve al hombre mozo su vida, si se le niega el amor?». Se volvió a reír la vieja maligna y sumó: «¿Y hay dolor más hondo que ver en ajenos brazos el bien codiciado? Vida que soporte estos dolores no es vida, sino una pesadilla de la vida…». «¡Cierto!, exclamó el mozo. Y aquí acaban mis vacilaciones. ¡Dígame para dónde dirijo mis pasos, que mis cuentas ya están echadas!». «Siempre al poniente, hasta dar con unos rodados al pie de la serranía. Al llegar llame siete veces al Negro Triángulo, que él se le aparecerá con el remedio en la palma de su mano…». Sin decir una palabra, el mozo se encaminó al poniente.

Caminó por campos ariscos, empujado por vientos enemigos y remolinos de esperanzas. Caminó y caminó, atropellando quiscales y piedras, cayendo y levantándose en la oscuridad de la noche alborotada. Siguió hasta encontrarse frente a unos rodados hoscos al pie de la serranía. Allí se paró, y dando la espalda a Dios y a la Virgen pura, y de frente a la Enemistad del Mundo, gritó, entregándose sin medida: «¡Negro Triángulo!… ¡Negro Triángulo!… ¡Negro Triángulo!…».

Tomó resuellos, afirmándose en la idea de que otro hombre sería el dueño del bien adorado. Gritó con más ganas: «¡Negro Triángulo!… ¡Negro Triángulo!…».

Sus últimos arrestos cristianos trabaron lucha en su corazón contra el pecado de los espantos… Abrió los ojos y los clavó en el cielo, demandando una guía para esos momentos de descarrilamiento… Y se vio a sí mismo, vagando por la soledad, con alta carga de dolor amoroso a la espalda… Se enderezó con fiereza y gritó: «¡Negro Triángulo!…». Y las fuerzas cristianas le tiraron de sus entrañas «¡No! ¡No!, le clamaban los adentros del pecho herido. ¡No renuncies al dulcísimo Jesús y a su Santa Madre! ¡Guárdate del Ángel Negro! ¡Defiende tu alma: bien que te dio el cielo! ¡Detente! ¡Detente, pecador!».

Volvió a sondear las negruras y le pareció ver en su fiebre a una pareja de enamorados, que a la luz de la luna se paseaban bajo algarrobos floridos, y que se besaban y se abrazaban en el delirio de la noche tibia. Oyó promesas de amor eterno y se estremeció de llameantes celos. Apartó, airado, la sombra severa de la cruz cristiana y, cerrando los ojos con furor, gritó a las negruras: «¡Negro Triángulo!…».

Tardó en abrir los ojos y alcanzó a ver al cielo herido por una inmensa culebrina de fuego. Se abrió el firmamento y se corrió, en un fondo de llamas, la sombra de una espada ondulada. Otras desavenencias celestes hirieron sus ojos y se llenó de congoja al saberse culpable de tanta transgresión, y lágrimas de arrepentimiento lo bañaron vanamente. Sintió que al escapulario bendecido, que su madre le pusiera de niño sobre su pecho cristiano, se le rompía el cordón y caía al suelo, y cuando se bajó a levantarlo vio que un pie, terminado en una gran pezuña partida, trizaba esa reliquia donde sonreía el pastor Jesús… Levantó sus ojos y se encontró delante de otros ojos profundos que dominaban su mirar. Miró con más cuidado y se vio delante de un hombre moreno, alto y buen mozo, que lo contemplaba con aire amigo. «Aquí estoy a tu llamado», le dijo el desconocido, sonriendo.

El mozo enredó sus palabras. Quería hablar, pero sus razones se retorcían como mimbres. El Negro Triángulo se sonrió, dominante, y le dijo: «No haga fuerza por hablar, mi mozo. Soy sabedor de sus males, y para que no haya duda en su pecho, mire esto». Sacó un espejo de su lujoso tirador, le echó su aliento y lo puso delante de los ojos del mozo. Miró y miró el cristal el pecador y vio que se corría la empañadura como una cortina y apareció la niña que lo enloquecía, y a sus pies el rico y enamorado rival que viera entrar a su casa. Valiosos regalos ofrecía el galán, y la niña sonreía, feliz… «¡No! ¡No!, gritó el pecador, apartando el espejo. ¡Que no le entregue su amor, que me pertenece!» «… Que te pertenece si firmas aquí», se dejó decir el Negro Triángulo, desenvolviendo un becerro. Tu firma y tu palabra, y tuya será esa prenda codiciada… «¿Pagaré con mi alma?», preguntó el mozo en agonía. «Amores y riquezas sin medida te daré durante siete años a cambio de tu alma», le esquivó el Negro Triángulo.

Lloró el mozo los rigores de su suerte. Sintió el derrumbe de sus fuerzas y, vencido y empujado, se allanó a la conquista y renuncia. Se hizo un tajo en el brazo, tomó la pluma que el Diablo mojaba en su sangre y firmó el becerro.

Se oyó gemir al Ángel de la Guarda, que desde ese momento, y regando los peñascales con sus lágrimas ardientes, se apartó para siempre de su lado. Lloró su humillación el Ángel de la Compañía y tomó el rumbo del cielo, a dar cuenta a Nuestro Señor de su derrota en la tierra de los hombres…

Desde este instante los pasos de este mal vendido ya no tuvieron más gula que la que le trazó la Negra Potestad.

De repente se hizo manifiesta la Salamanca, casa del Diablo, y las brujas en los descampados. De fiesta estaban los malignos por la nueva conquista del Negro Triángulo. Allí entraron los dos, el vendido y el comprador, y pasaron por entre el turbión de burla a lo sagrado. El Negro Triángulo adoctrinó a su conquistado y le señaló nuevo rumbo a sus pasos. Siete tinajones llenos de tejos de oro, y trajes, y joyas deslumbrantes le apartó, y luego hablaron mucho y cruzaron señas ciertas para siete años. Antes de que el gallo anunciara con su tercer canto el fin de las deshoras, el Negro Triángulo y el mozo que vendiera su alma cambiaron las últimas palabras. Al momento de despedirse, el Malo se arrancó un cabello y se lo pasó al conquistado, pidiéndole que al dormir lo pusiera en su cama…

Se oyó en esto la señal del gallo, y tanta falsía se desplomó en tremenda descompostura. Se desvanecieron, se fueron, se ausentaron las espantosas formas en los nacientes rosicleres del nuevo día.

Atontado el mozo, comenzó a bajar los contrafuertes, ganó los cañadones, luego los ríos secos y después salió al llano inmenso. Entró al fin a su casa y se tiró en la cama, molido y sin alientos. Fiel a su promesa, sacó del bolsillo el cabello del Negro Triángulo y se acostó con él… Al rato estaba durmiendo el pecador, pero se agitaron sus cobijas y asomó la cabeza una culebra crinuda, del grosor del brazo y de vara y media de largo. Después de refocilarse con el calor de las cobijas, bajó por una pata de la cama y anduvo por los cuartos, tomando posesión de la casa…

Era el cabello del Diablo. Era «La Familiar»…

Después de dormir como un plomo, se despertó el mozo ya casi al anochecer. Abrió los ojos y lo primero que vio fueron siete tinajones por los cuales salían los tejos de oro y joyas. Levantó la vista y encontró lujosos roperos, cuyas puertas abiertas dejaban ver trajes que ni los más ricos dueños de carretas usaban.

Se vistió y recorrió su casa. En todo había metido alguien la mano, desde la alcoba hasta la pesebrera. Habían muebles tallados, con incrustaciones de plata y oro. Todos los aposentos tenían ricas alfombras, y se echaba de ver el derroche y la riqueza por todas partes. El antes desolado patio lucía una fuente de piedra, donde rumoreaba un cristalino hilo de agua cayente. Loros y otras aves vistosas parloteaban y cantaban bajo el enarcado parral del patio. El comedor relucía de tanta vajilla de loza pintada. Aparadores y mesas como para servir eternos banquetes decían que la vida era linda si el lujo y el amor convidaban sus caricias. Se allegó hasta la pesebrera y allí se quedó pasmado, admirando a un brioso pingo oscuro brillante que lucía una estrella blanca, de siete picos, en la frente. Mirándolo, se pedía campo para correrlo. Ahí, en lindo caballete, se floreaba una montura chapeada que era un primor…

Fuerte suspiro levantó su pecho. ¡Todo era suyo! ¡Todo lo podía gozar durante siete años!… Y ahí paró ya su pensamiento.

El pecador tiró sus cuentas permanentes. Nueva vida se le ofrecía y nueva vida se dispuso a gozar. Sin la sombra de una pena, se bañó y se roció con agua florida. Abrió los roperos y tardó mucho en elegir entre los mejores trajes. Se puso camisa y medias de seda. Calzón ajustado y botas charoladas con remates blancos. Chaquetilla de terciopelo con bocamangas y botones de fantasía y sombrero alto; al cuello, un pañuelo airoso de seda morada. Se echó unos puñados de joyas a los bolsillos y fue a la pesebrera a ensillar su caballo.

Le puso un bozal trenzado con finos tientos, y luego el freno con cabezada de cadena de plata y roseta de oro, las riendas de fantasía, trenzadas con canutillos de plata. Asentó sobre el lomo el pelero tejido y luego las caronas ribeteadas de charol, y arriba la montura chapeada en plata con estrellas de oro y estribos trompa de chancho, labrados con incrustaciones de plata. Apretó la cincha y luego colocó los pellones de peinado merino y el sobrepellón laboreado. Finalmente, la sobrecincha con relucientes esquineros. Recogió su talero cabo de plata y montó su caballo, a lo rey.

Hizo caracolear a su pingo sobre su propia sombra, y viendo que era una seda en la boca, lo acarició con las espuelas nazarenas de plata y oro, y el caballo piafó pidiendo cancha… Ganó el patio y abrió la puerta de calle. Volvió la cara para solazarse mirando a su casa y ¡vio salir de su alcoba a una gran culebra negruzca, con crines en la cabeza! El jinete miró con espanto a la arrastrada, que se retorcía en la puerta de su dormitorio, tomando el fresco, y agachó la cabeza, pensando que nada le debía espantar en adelante… Su vida ya no era su vida. Hincó las espuelas al sillero y ganó la calle real, a gran galope atravesado…

Hizo rayar su pingo en la casaquinta de la niña. Se bajó y ató al sillero en el palenque y después de batir con fineza las manos, entró al patio haciendo sonar sus espuelas.

Salió la niña hechicera y apenas lo vido al mozo se sonrojó y lo invitó a la sala. Animado el galán, le tomó la mano y le habló de lo grande de su cariño con palabras elegidas. Allí el enamorado le pidió permiso para adornarla con un collar de perlas finas y una pulsera de diamantes. La niña, encendida en vivos colores, corrió a mirarse en el espejo, y viéndose más hermosa, le sonrió al mozo con fino encanto… Conquistada, mandó la niña a su esclava mulata que trajera el brasero y la caldera con agua y la gaveta de los vicios, y ella misma, con su blanca mano, cebó matecitos dulces al galán y le convidó bizcochitos almibarados. Así pasaron las horas hasta que el reloj del cabildo dio las doce campanadas… Hora de irse. Se despidió el mozo, apretando finamente la mano de la niña. Quedaron en que volvería al otro día, al atardecer. Se retiró el enamorado, y al montar a caballo, notó que se movía un bulto sobre el techo de la casa de la niña. Miró con toda atención y cayó en cuenta de que era el Negro Triángulo que lo saludaba, muy su señor, con la mano…

Al otro día fue puntual a la cita. Nuevos regalos y nuevas promesas adelantaron el camino apetecido. Ya comenzaron a tirar planes estables y a cultivar un cariño verdadero. Y se repitieron las visitas, y el niño del amor ajustó los lazos de unión y buenaventura.

No habían pasado dos meses cuando ya se casaban los enamorados y fueron a vivir a la casa del mozo. Allí pasaron meses de dicha inmedible, gozando los primores del amor ansiado… Corrieron los días y semanas en dulce encadenamiento, sin una pena ni la sombra de un dolor.

Cuando se cumplió el plazo y la hora que Dios fija en las alturas, la señora dio a luz un blando niño: espejo del padre. No sabían dónde ponerlo, de tanto que lo querían y todo eran mimos y besos y caricias.

Fue creciendo el niño regalón, entre el cariño y la riqueza. Como buen criollo, su rendido padre le hizo traer una monturita chapeada de Chile, ¡y era de verlo al gauchito y huaso, jinete en un guanaco mansito, con botitas de potro y espuelitas!… Y el criollito mimado le decía a su cabalgadura:

«¡Amos, naco! ¡Amos, naco!…». ¡Uhs! El padre se moría de gusto y encanto; pero, de repente, en lo mejor de su gusto, se estremecía mirando la culebra que vagaba por su casa, a la que todos se habían acostumbrado a fuerza de verla y ser mansita.

Cuando el niñito cumplió cinco años su padre lo colmó de preciados regalos. Le dio una fiestita y lo aturulló con regalos tan diferentes. Hasta música hubo, pero cuando más alegres estaban todos, el hombre se llevó las manos a la cabeza y se puso a llorar a gritos. Se asustó el niño y más la señora, que ya venía sumando sospechas de hacía tiempo… Con palabras engañosas, el hombre dijo esto y lo otro para calmar la casa. El niñito pronto se olvidó de todo, pero la esposa comenzó a mirarlo profundamente y fue hilvanando hechos y más hechos y se sumió en un mar de dudas lastimantes.

—Contame, marido, la razón de tus llantos.

—Mujer, son cosas de mi corazón enfermo…

Y se fue labrando un abismo de dudas y sospechas en esa casa, donde todo fue cariño y confianza.

Así pasó otro tiempo. Cuando festejaban los seis años de edad del regalón de la casa y más engañados estaban todos en la fiestita familiar, el padre, con los ojos espantados, se arañó el pecho y se sacó sangre de la cara, en un arrebato de llantos infinitos. La madre mandó al niño a dormir a su pieza y ella se encerró en la alcoba con su marido. Ya habían madurado demasiadas sospechas y quería saber la verdad, por tremenda que fuera.

—Ahora y no después vas a decirme la razón de tus tribulaciones. ¡Ahora mismo has de hablar!

Retorció sus manos el hombre, clavó su vista en el cielo y, cayendo de rodillas a los pies de su esposa, lloró la suma de sus amargores… Apenas calmado, comenzó a contar el principio de su caída, cuando un silbido lo interrumpió. Volvió la cabeza y miró, espantado, que la culebra «La Familiar» se había arrollado en la pata de la cama y levantando la cabeza, silbaba de rabia…

—¡Y esa culebra maldita! —gritó su señora, rebelándose—. ¿A qué se debe que yo no pueda echarla ni siquiera de mi aposento? ¿Por qué ronda, celosa, en torno de vos? ¿A quién está vigilando?… Hombre caviloso. ¿Por qué nunca te confiesas en la iglesia? ¿A qué se debe tu soledad y palabras de espantoso abatimiento?

—¡Estoy condenado! —gritó el hombre, arrastrándose por el suelo.

—¿Has faltado a Dios?

—¡Vendí mi alma al Diablo para conseguir tu preciado amor!

—¡Aparta! ¡Aparta de mi lado, mal cristiano! —clamó ella con la suma de los espantos, corriendo a la camita de su hijo y protegiéndolo con las dos manos. Arropó a su criatura y sin volver la cabeza ganó luego la calle y fue a refugiarse a la iglesia.

Allí quedó el vendido, tirado en el suelo, en un derramar de lágrimas y lamentos. Sintió que apiaba de la dignidad de hombre, y tanto, que la culebra cerduda se arrolló en su pierna y le acariciaba el pecho.

—¡Bajé a lo último! —gritó en su desamparo, y no queriendo profanar el aposento de su esposa, se ganó el fogón de la cocina. Allí lo siguió, amorosa, la culebra, personero del Mandinga.

Y en esta pena y esta derrota pasaron días, y pasaron semanas y se corrió un mes. A medianoche, queriendo acabar de una vez con sus martirios, salía al patio y llamaba a gritos al Negro Triángulo… Al fin le contestaba una voz que venía de los bajos de la tierra: «Faltan catorce días…».

Allí, en tremenda soledad con «La Familiar», se encadenaba a la espera de la noche del arreglo de fieras cuentas.

Y unos días pasaban lerdos y otros ligeros, y se cimbraban palabras perdidas, en un vano despedirse de la vida, de su mujer y de su hijito adorado… Vanos deseos lo cercaban de borrar su pecado y merecer el perdón de Dios para gozar de una muerte cristiana. En tan tremendo penar, se le acabaron las palabras y las lágrimas y solo atinaba a llamar al Tentador, que se lo llevara de una vez, pero una voz apagada le contestaba: «Faltan siete días…».

La última semana fue de suma de los males. Ya caminaba, ya se paraba; tan presto corría como se tiraba al suelo. De pronto, se encerraba en una pieza a oscuras, queriendo librarse de «La Familiar», pero la culebra lo llamaba desde afuera con cariñosos silbidos, y él, vencido y amansado, salía a la resolana y se dejaba acariciar por el animal horroroso… En tanta baja lucha se corrieron los últimos siete días y llegó, por fin, el día temido de la cuenta.

El condenado se puso a rezar con devoción, pero cada vez que se golpeaba el pecho le respondía una carcajada de los bajos de la tierra… En este luchar de fe y de burlas, él encomendó a Dios a su mujer y a su hijito querido, y cuando más se reían de sus últimos pedidos, con más furor rezaba en su agonía… Así se corrieron sus últimas horas y llegó el anochecer y la noche.

Dando un terrible alarido de arrepentimiento y tirando por su salvación, se encerró en un cuarto y echó llave a la puerta y la atrancó fuertemente. Encendió velas y se consagró a oración.

Cuando el gallo anunció la medianoche, siete golpes llamaron a su puerta, pero él contestó rezando en alta voz. Le respondió una carcajada lastimante y pudo sentir un roce en la pared, como si una culebra grande subiera hasta el techo, y sintió pisadas como de gente y ya pudo darse cuenta cómo, entre varios, hacían un agujero en el techo de caña y barro… Miró con atención y ya vido que pasaban las puntas de horquillas de fierro. Un rato más y estuvo hecho el boquete por donde se descolgó «La Familiar», primero, y apenitas tocó el suelo, se convirtió en un diablo menor, y luego se descolgaron seis diablos más, cada uno con una horquilla terrible y en un santiamén lo sacaron por el agujero del techo y, ensartándolo en sus armas, desplegaron sus alas de murciélago… Así, soltándolo unos y acapujándolos otros en los aires, se lo llevaron por los caminos de la noche hacia los Infiernos.

Cuando más gritaba el condenado, más se reían los diablos… Algún tiempo después, el señor obispo vino a la casa y la libró de toda potencia infernal. Roció el piso, las paredes y el techo con agua bendita, en nombre del Señor. Así pudieron volver a habitarla la madre y el hijo. Ella juntó todos los muebles y riquezas debidas al Negro Triángulo y los quemó, y se hizo de mueblecitos sencillos. Anudaron de nuevo su vida, la madre y el hijo, en la honrada pobreza y el temor de Dios.

Fue creciendo el niño y haciéndose fuerte y cada día más amartelado de su mamita. Cuando cumplió sus diez años ya era un jinete de recursos. Acompañaba a la iglesia a su madre y se hizo devotísimo de Jesús, a quien rezaba con todo rendimiento; pero porfiaba preguntando por su padre: «Se lo llevó Dios a su lado, hijito», le contestaba su madre entre amargos suspiros; y el niño se sumía balanceando dudas…

Siguieron los tiempos. El hijo soñaba con ser mocito y ganarse a hombre. De noche escuchaba, conteniendo el aliento, los cuentos de los arrieros y carreteros, y así se fue informando del mundo y sus desavenencias. La sed de rodar tierras le comenzó a trabajar el pecho y hasta forjaba aventuras de hombre resuelto y sin miedo.

El día que cumplió dieciséis años, ya más hombre que niño, le pidió a su madre, con el mayor rendimiento, que le contara la vida toda de su padre, por quien se le iba el caudal de su cariño.

La madre se calló un rato, y después de rodársele quemantes lágrimas, dijo: «¡Permita Dios, hijo mío, que no seas desdichado como tu padre!».

Esto no más hubo dicho su madre, cuando el mocito y niño se sintió prisionero de curiosidad inmensa. Rogó y volvió a rogar a su madre que le contara, punto por punto, la vida y andanzas de su querido padre, y tanto rogó el amartelado que al fin la madre se allanó a contar a su tierno mocito, desde el principio hasta el fin, toda la cadena de desdichas del condenado. El mocito escuchaba, conteniendo la respiración. De cuando en cuando, tristes suspiros libertaba y hacía ademanes de coraje contra el Negro Triángulo. La noche se pasó en esta relación, con el recuerdo de tanto mal y el fin terrible del pecador. Cuando terminó su madre, el mocito se sentía ya hombre, porque se afirmaba en la fe y en el coraje. Se puso de pie y llevó de la mano a su madre hasta el altar familiar, y allí, humillados y creyentes los dos, se fortificaron rezando al Nazareno.

Cuando terminaron sus oraciones, el niño hecho ya hombre se enderezó y dijo:

—Mamita, voy a libertar a mi padre del poder del Negro Triángulo.

—¡Hijito! —le pidió ella—. Nadie ha vuelto con vida de los Infiernos, y solamente el intentarlo es empresa loca y vana.

—Con la ayuda de Jesús Nazareno, yo iré, mamita, y lucharé con el Negro Triángulo, hasta que me entregue a mi padre.

Estas y otras palabras de sentimientos cambiaron en opuesta porfía la madre y el hijo. En eso se oyeron las campanas de la iglesia y el mocito pidió permiso a su madre para ir a sus devociones. «Vaya, hijito», contestó ella, pasando de la pena a la esperanza.

Al entrar a la iglesia, rogó al sacerdote que lo dejara rezar todo el día ante la imagen del Nazareno y corrió a hincarse frente al Salvador del Mundo. Allí humilló todos sus arrestos, y con voz traspasada, más que rezar, contó la historia de su desgraciado padre; sus desdichas en un amor sin esperanzas, su desesperación inmensa pensando en un rival afortunado y, por fin, su caída sin remedio en los brazos del Tentador del Mundo… Mezcló oraciones en alabanzas a la Virgen Madre, y con su voz de plata y oro entregó pedazos de su corazón tan puro… Las campanas dieron doce campanadas, y el mocito seguía ante la imagen venerada… Las campanas dieron las cinco de la tarde, y las rodillas del orante sangraban, pero no cedía en su porfía. Por fin llegó el anochecer y la iglesia se llenó de sombras, pero más florecía la fe en el mocito cristiano, y sus labios parecían rosas de tanto santificarse con oraciones sentidas y ruegos al Nazareno, por el autor de sus días… Las campanas dieron nueve campanadas, y por fin se quedó en silencio el orante y vio, maravillado y ansioso, que en el templo oscuro resplandecía finamente la faz de Jesús, iluminando el altar… Más se iluminó la cara del Nazareno, y luego le sonrió entre las brasas del martirio. De pronto se fue animando toda su figura, y moviendo lentamente sus brazos, la imagen venerada se desprendió el cordón de sus sagrados hábitos y luego retiró una espina ensangrentada de su corona de martirio, y pasó con su diestra al mocito el cordón y la espina… Por un momento más siguió iluminada con la luz azulosa la santa imagen, pero luego, en un desmayar de serafines, se fue apagando mansamente, hasta sumirse en la oscuridad del templo.

El mocito besó los hábitos sagrados del Nazareno y, después de persignarse, salió de la iglesia, saboreando la majestad de la gloria…

Llegó a su casa y se acostó, luego de poner en su cabecera la espina ensangrentada y el cordón del dulce Jesús.

Durmió con todo el buen sueño. Al otro día, al abrir los ojos, quedó maravillado mirando con embeleso que el cordón bendito se había convertido en un hermoso lazo y la espina en un fuerte puñal… «Con estas armas invencibles, se dijo, yo venceré al Negro Triángulo». Corrió con estos sagrados presentes a la pieza de su madre y contó el milagro de la imagen del Nazareno, y atropellando palabras y razones, ya pidió el permiso para salir en busca de su padre. «Que se haga la voluntad del Señor, hijito», contestó ella, y se pusieron en aprestos para el fiero viaje.

Nueve pares de herraduras apartó el mozo para encarar las serranías y llenó las alforjas de un todo; apartó ponchos y ropas y completó sus aprestos.

Llegó el día de la partida. La madre y el hijo se lo pasaron hablando bajito, en un suave cambiar de razones. Hablaron y hablaron hasta que llegó la noche y, juntos, se ganaron a la orilla del fuego. La madre le cebó los últimos matecitos al hijo y le alcanzó sus palabras de ánimo y buen consejo, y cuando el gallo anunció la medianoche, fueron al corral y ensillaron el caballo, y pocos instantes después, el mocito se arrodillaba ante su madre y le pedía su bendición.

—Dios lo bendiga, hijito, y guíe sus pasos por el terrible mundo —le dijo su madre como rezando, con las manos puestas sobre la cabeza del mozo—. Dios lo bendiga y lo guíe…

Se besaron con lo fuerte del cariño y ya el mocito se enhorquetó en su caballo y salió resuello a la calle real. «¡Adiós!», y «¡Adiós!», se dijeron al separarse en la oscuridad de la inmensa noche.

Dieciséis años contaba el mocito.

En demanda del Negro Triángulo iba…

En su cinto se atravesaba el puñal, espina que fue de la corona ensangrentada de Jesucristo, y arrollado en las ancas del sillero, descansaba el lazo trenzado, cordón que fue del hábito del Nazareno…

Ya galopaba, ya marchaba el rodante animoso en su caballo. Tomó la huella de las carretas y después se apartó por la senda, rumbo a las cordilleras.

Y siguió su camino las noches y los días. En rescate de su padre marchaba, soportando el sol de las travesías y el frío de las noches más solitarias. Cuando se le gastaba un par de herraduras, le clavaba otro nuevo a los cascos de su caballo y porfiaba por pedregales amargos, trepando siempre ariscas cordilleras.

Así anduvo un año entero, hasta que, al fin, bajó a un valle reparado y se detuvo junto al ranchito de un viejo cabrero. Se allegó el jinete, con el sombrero en la mano, y lo saludó: «Buenos días le dé Dios, tantita viejo». «Buenos días le dé Dios, m’hijo. Abájese y largue el sillero». Se bajó el mocito y desensilló el caballo, que corrió a revolcarse y a pastar en el abra, y él se arrimó al fogón del viejito y tomaron mate.

Cambiaron razones y palabras de entendimiento. Al preguntarle al forastero por el motivo de sus andanzas, contó el recién llegado la fuerza que empujaba su viaje y el norte que llevaba, y tanta fiereza y sentimiento puso el mozo en sus palabras, que el viejito lloró. Luego dijo al viajero:

—Cosa de diez años hará que una noche oí pasar por las alturas los lamentos de un condenado y las risadas de los malditos que lo llevaban a los Infiernos. Siguiendo por esta senda, sin salirse de ella, dentro de siete días desembocará en los mogotes de Inapire Mapú. Desde ese momento entrará en los dominios del Negro Triángulo. Siga su marcha sin detenerse, que mientras vaya resguardado por el puñal bendito, se hará invisible a toda maligna potestad. De noche, cuando acampe, ate a su caballo con el lazo, que estará sobre seguro, y cuando en las deshoras cordilleranas sienta llamados, gritos desgarradores y los insultos que sublevan, empuñe su puñal y gríteles: «¡Jesús va conmigo!», y toda la enemistad se llamará a silencio. Mientras ande por esas serranías ha de ver a su vecindad cosas de espanto que caen del Infierno, que está justamente arriba de esos lugares; y cuando más espesas sean las sombras verá en las alturas el resplandor de tanta llama. Siga su camino, mezquinando vista y oído, hasta que logre llegar a una casa de piedra, cerca del más hermoso manantial de la sierra, donde nace el agua de la salud y de la alegría. En esa casa vive y alienta una vieja antiquísima. Tiene ya un montón de siglos por edad. Es la madre del Negro Triángulo y ya chochea de tan reviejaza que es; sin embargo, tiene amagos de mala y lumbraradas de fina inteligencia. Alléguese a su lado, muy humilde y desvalido, y pídale alojamiento tan solamente por una noche. Ella se lo negará, pero usté convídele cigarritos de chala que le gustan mucho, y mientras esté pitando, vuélvale a pedir permisio por tan solamente una noche… En cuanto se lo dé, váyase con su lazo sagrado y enlace a un caballo negro crines de oro, que en cuanto le corte un manojo de crines, la vieja caerá en cama, enferma, y ya no podrá hacerle daño. Ate bien ese caballo a un peñasco y déjelo que se vaya consumiendo de hambre y sed. En cuanto al manantial de la salud y la alegría, échele nueve cruces, que el Negro Triángulo baja todos los días de los Infiernos a beber sus aguas y en cuanto lo vea con cruces no podrá pasar un trago de agua y solamente por la sed se puede rendirlo… Proceda con firmeza y fe en Jesús y su camino se le allanará.

Otras palabras de gobierno le dio el buen viejito, y así llegaron al filo de la medianoche. En eso se sintió un bramido que arrancó de la lejanía y se vino rodando por los cerros el clamor de tanta piedra y soledad…

—Es el bramido de la sierra, mozo, que lo está desconociendo —dijo el viejito cabrero.

Avivaron el fuego y siguieron hablando en la inmensidad de esos campos desavenidos. Al rato tendió el mocito su recado y se acostó, después de encomendarse al Señor.

Al otro día de mañanita, lo recordaron los zorzales campesinos con el silbido de sus cantos. Ensilló su caballo y después de tomar unos mates con el viejito cabrero, se le hincó con el sombrero en la mano y le pidió su bendición.

—Écheme su bendición, tatita viejo.

—Que Dios lo acompañe, mocito.

Se dijeron adiós y adiós y el mozo emprendió su viaje, sierra adentro.

Apenas se hubo alejado el rodante, se deshicieron las cabras, el corral y el rancho del viejo cabrero. Todo se deshizo en las neblinas de la mañana y al viejito se le cambiaron las ropas y la faz, y se tornó en el Nazareno. Vestía los hábitos sagrados, pero le faltaba el cordón. El Jesús del Ande se perdió por el caminito de las cabras.

Siete días trepó cordilleras el mozo, hasta desembocar en la desolación de Inapire Mapú. Se alzaban bravíos peñascos y duras nieves, formando penitentes. Esa era la patria del Negro Triángulo sobre la tierra. Desde este momento se enfrentaba a la Enemistad, que de solo nombrarla da espanto. El mocito echó pie a tierra y cayó de rodillas, rezando con el fervor de su fe impagable. Ya purificado, volvió a montar y siguió cordillera adentro.

A su encuentro comenzó a salir la Enemistad. Oyó de pronto que alguien manejaba su nombre al viento, como si su nombre fuera una asquerosidad; pero él negó oídos a las palabras cortantes y apuró su buen caballo. De vez en cuando aparecían sobre los aires, formas increíbles de animales horrorosos; mas él negaba su mirar a las visiones y se concentraba en su empresa. Cuando mucho lo apuraban las señales enemigas, porque hablaban de su madre con palabras arrastradas, ponía en alto su puñal y decía: «¡Jesús va conmigo!», y era el renacer de la calma en los campos de la Enemistad. De noche tendía su recado al reparo de un peñasco y ataba a su sillero con el lazo, que pastara en los coirones. Ponía su puñal en la cabecera y después de rezar se acostaba a dormir. Una noche sintió claramente el mocito pasar sobre su cabeza los gritos y ayes de un condenado y las risotadas de los diablos que lo llevaban al Infierno. Escuchó un rato con el corazón encogido, hasta que se perdieron a lo lejos tantos y tantos lamentos.

De mañanita ensillaba su caballo y emprendía nueva marcha, pero algunas veces tiraba de las riendas, espantado, al ver cómo caían de lo alto manos chamuscadas que estiraban y encogían sus dedos de dolor. Otra vez aprisionaba su mirada una calavera que sobre un peñasco se reía a carcajadas, machacando sus muelas y colmillos. En otra ocasión se pasmaba mirando a dos piernas en el sendero, que porfiaban por pararse, afirmándose una en la otra, y tanto batallaban que al fin podían dar unos pasos ligeros y volvían a caer en tierra, temblorosas… A veces eran dos manos arañando peñascos, en porfías por subir, como si fueran grandes arañas, hasta que después de vana lucha caían a tierra vencidas. Viéndose cercado el mocito, apelaba a su puñal y palabras milagrosas y volvía a reinar el azul quieto de las serranías, Así, entre tanta ofensa y algarabía y sufriendo al oír cómo hacían rociar el nombre de su madre entre el escándalo y las bajas burlas, alcanzó a llegar un día al último mogote, desde donde se divisaba un valle reparado y, en el fondo, la casa de la madre del Negro Triángulo.

A la mañana siguiente mereció pararse frente a la casa de piedra. Después de apiarse golpeó sus manos librándose muy bien de decir «Dios gracia». Volvió a llamar con más fuerza, y al rato largo salió una vieja flaca y larga, apoyándose en la pared. Tenía los ojos nublados de tanto que había visto a lo largo de los tiempos. Le temblaban las piernas porque había caminado siglos y siglos por la tierra, pero todavía levantaba alguna voz de vida y de pujanza.

—Buenos días, mamita vieja —gritó el mozo con el sombrero en la mano.

—… Parece que están hablando a lo lejos —se dijo la viejaza, tirando miradas torvas a todos lados—. ¿Quién ha de ser?…

—¡Buenos días, mamita vieja! —le gritó el mozo al oído.

—¡Ah!… No muy güenos —contestó la antiquísima—. ¿De dónde sale este bulto que parece un hombre chiquito? ¿A qué pone la planta del pie por los dominios de m’hijo, el poderoso? ¿Quién le acordó permisio para pisar estas comarcas? ¡Pobre de usté si se topa con m’hijo! Ya lo veo hecho miñango.

—Mamita vieja —contestó el mocito a gritos—. Déme permisio para alojarme por esta noche aquí. Mañana seguiré mi viaje…

—¡No doy alojamiento a naides en mi casa, yo! ¡Y váyase ya mesmito, antes que baje m’hijo y barra el suelo con usté!

El mozo armó un cigarro de chala y se lo pasó a la vieja.

—Fume este cigarrito, mamita vieja —le dijo al tiempo que encendía el yesquero.

La vieja, que hacía años y años que no fumaba, tomó el cigarro de un manotón y se lo puso en los labios temblones. En cuanto el mozo le arrimó la yesca se puso a pitar esa antigüedad, hecha una gloria en su gusto. Mandó humo al pecho y lo devolvió por las narices y se gloriaba con esto. Dele y dele echar humo, pronto se le acabó el cigarro y ya se avino a pedirle otro al mozo.

El forastero fue armando otro, muy despaciosamente, y mientras lo hacía le preguntó si lo dejaba alojarse por esa noche…

La vieja se dejaba decir que sí y que no, y se perdía en un parloteo del que no se cosechaba nada en claro.

Acabó el mozo de armar el cigarro y lo puso delante de los ojos de la viejaza: «¿Me da permisio para alojarme aquí esta noche?».

Sí y no volvía a decir la vieja. Que sí, murmuraba cuando olía el tabaco, y que no, cuando dejaba de olerlo. Con las ganas de pitar que tenía, más se le desgobernaban las palabras y se hacía un enredo en un ir y venir de razones. Al fin el mocito le encendió el cigarro, y mientras la vieja echaba una humazón por las narices, maneó su sillero, y desatando el lazo, se corrió para el abra, donde divisó un caballo oscuro tapado, con una estrella de siete picos en la frente y relumbrándole las crines de oro, que le caían por el cogote… Avanzó cauteloso, con el lazo, preparando la armada, cuando dio un bufido el pingo del Negro Triángulo y se arrastró a corcovear y tirar coces al aire. Era un potro salvaje tan hermoso como bravo, pero arisco como él solo.

Por fortuna, el abra estaba rodeada de cerros altísimos, cortados a pico, de manera que, gobernándose con cuidado, se podía acercársele al parejero crines de oro. Así lo hizo el mocito, y ocultándose detrás de un peñasco, le tiró la armada cuando pasó a todo escape el pingo soberbio… ¡Erró el gauchito su lazada! Ansioso, no midió bien el tiempo y la distancia. Humillado y prometiéndose mayor tino y fineza de mano, se deslizó pegado al suelo hacia donde iba el caballo crines de oro.

Y el pingo fogoso, después de capear la armada del lazo con toda maestría bufando y con la cola en alto, encrespada, hizo resonar sus cascos por el abra. «¡Ah, pingo!», se dijo el mozo, con el lleno de su admiración criolla. Retozó a su antojo el hermoso bruto y luego se allegó al manantial de la salud y la alegría a beber de esas fuertes aguas.

El mocito repasó sus cuentas y, apurándose, alcanzó a llegar a esconderse detrás de un peñasco que se alzaba junto al manantial. Preparó la armada del lazo y en cuantito el caballo probó el agua y levantó la cabeza, le cerró la armada en el cogote.

Se acosquilló el pingo soberbio y ya reclamó campo para correr, ufano. El mozo, que era un gauchito baquiano, hizo pie firme en un altito y esperó el cimbronazo… Llegaron a arquearse los dos, pero tuvo que ceder el bruto a la baquía y firmeza criolla. Ya aprisionado el caballo, sintiendo el gobierno de una firme mano, se doblegó a la voluntad del hombre. Agachó la cabeza y siguió al mozo, que lo llevó hasta una piedra que sobresalía como un palenque. Allí lo ató con nudos campesinos, y con su puñal, que cortaba un pelo en el aire, le rebanó las crines de oro… Con esto se aseguraba de la vieja, que al momento cayó a la cama, muy quejosa de salud y sin gobierno de razón. Eran las doce del día, y sabiendo que a la hora de la siesta bajaba el Negro Triángulo, corrió a seguir sus trabajos para encarar la tremenda lucha.

No habían pasado dos horas cuando, entre la una y las dos, se oyó en las alturas como un trueno descompuesto que alborotó el firmamento. Se corrió una culebrina colorada de vivientes llamas y se abrió el cielo y abortó un bulto negro, de figura de hombre toruno. Ligera, se corrió una nube parda y se estiró del cielo a la tierra, formando una escalera de incontables peldaños… Por ella fue bajando a la tierra el Negro Triángulo, ¡tan seguro y tan soberbio!

El mozo miró maravillado semejante poder y atrevimiento, pero más apresuró su tarea. Estaba haciendo unas cruces de palo, labradas con su cuchillo sagrado para encarar al Maldito.

Bajó y bajó escalones la Negra Potestad hasta que llegó al haz de la tierra. Tembló el abra al recibir la planta del Malo. En llegando, se encaminó a casa de su madre. El mozo escuchó de lejos y pudo oír gritos de la vieja y de su hijo en sus parloteos. Al rato salió el Negro Triángulo, bastante descompuesto. No comprendía por qué su madre estaba enferma cuando su salud estaba resguardada en lugar seguro… «¡Uh!… ¡Algo raro anda pasando por aquí!», murmuraba, y se encaminó a grandes pasos, con un vaso de cobre en la mano, hacia el manantial de la salud y la alegría.

Llegó el Negro Triángulo y temblaron las aguas del manantial ante su presencia, como si sintieran el peso de su poder y su tiranía. El Malo se sentó, muy pensativo, a la orilla de la gran taza natural de piedra y apoyó su frente en la mano. Estaba triste, porque triste es la Negra Potestad en su ser y entendimiento… Triste porque se le representa el momento aquel en que por sus faltas es desbarrancado por Dios desde la gloria misma… Triste porque por más mal que haga, él estará siempre en el centro de sus males, con los que gimen y lloran en los fuegos quemantes del Infierno… Suspiros hondos agitaron el pecho del Negro Triángulo, allí, al lado de las aguas de la salud y la alegría, que él bajaba a beber todas las siestas para no consumirse de sed y de tristeza entre tanta lengua de fuego y lamento. Al fin se resolvió a alegrarse con la vida y alegría de los frescores cristalinos y se agachó a sacar un jarro lleno…; pero se quedó con el brazo estirado. En el momento de llenar el jarro cayeron al tazón del manantial tres cruces de madera, labradas con el cuchillo sagrado de una espina de la corona del Nazareno. Tres cruces nadaron en el agua y a su sola vista tuvo retortijones el Mandinga.

Dando un alarido cíe furor tiró el jarro a las alturas y pateó la tierra, y le asomaron llamas por ojos y boca. El grueso de sus insultos y a quien iban dirigidos no es de decirse ni es de oírse por boca y oídos humanos. El río crecido de sus odios iba contra Dios y el poder de la cruz, pero por más que alborotara, no podía apagar su sed y sus tristezas con el agua de la salud y la alegría.

Después de vomitar incendios se fue adonde estaba su pingo regalón, y acostumbrado como estaba a jinetearlo en pelo, llegó no más y de un salto lo montó y lo hizo arrancar a toda furia. Corrió el parejero hasta donde le permitió el lazo y clavó la cabeza en el suelo, al tiempo que su jinete salía limpiamente por el cogote y, domador como era, caía parado con la suma de las habilidades huasa y gaucha. Allí se quedó, tirando cuentas; no acertaba a explicarse lo que había ocurrido. Ya quiso hacer caminar a su caballo por el abra, pero solo podía hacerlo dar vueltas alrededor del peñasco, hasta donde permitía el lazo, que por ser de quien era, no había de ser visto por sus ojos ni cortado por su mano. Allí estuvo forcejeando con el todo de sus arrestos, hasta que, rabioso y empecinado, sacó su puñal y tiró tajos en el aire, queriendo cortar lo que aprisionaba a su sillero; mas su cuchillo rebotaba sin herir tan siquiera un tiento del lazo sagrado. Tanto porfiar y porfiar, al fin la Negra Potestad perdió los estribos. «Por aquí anda alguien maquinando burlas… Que no llegue a pillarlo, porque ni el recuerdo le va a quedar medio sano…». Siguió tirando bolazos, pero viendo que todo era perder tiempo y paciencia, dio un bramido de fiereza y acudió a formarse la nube parda, estirándose en infinitos escalones hasta perderse en las alturas del cielo. Por ella subió el Negro Triángulo hasta llegar a los mismos Infiernos, que abrieron sus negras puertas para recibirlo. Ya se deshacía en el aire la nube parda; sus escalones se fueron confundiendo con engaños de la vista y de la imaginación.

Más conforme el mocito, se allegó a la casa de la viejaza. Ahí estaba esa antigüedad, soltando quejas y palabreos turbios, y entre tanta desavenencia se le salió el decir que las estaba pagando por haber dado alojamiento a un enemigo. Parece que malició la viejaza que el mozo estaba cerca porque, haciéndose la santita, le dijo: «Mocito forastero, alcánceme un jarrito de agua». «Ni de miedo se la alcanzo», le contestó él, y se alejó.

Al otro día de mañanita, no bien doró el sol la cresta del Ande, se levantó, hizo fuego y tomó su mate el luchador. Luego se puso a la tarea de hacer cruces de todos los tamaños con su cuchillo. Dejó algunas en el medio de la senda y tiró otras al tazón de piedra del manantial; en este trabajo se le pasó la mañana, y ya, cuando fue la hora de la siesta, entre la una y las dos, volvió a sentirse la resquebrajadura del firmamento. Se corrió la terrible culebrina de luego viviente y se abrieron las puertas infernales, y entre el rojo de las llamas volvió a sobresalir la sombra negra y cachuda del Malo. Ya se formó la escalera de una estirada nube y por ella, paso a paso, el Negro Triángulo bajó a esta tierra.

Mascando rabia venía. Apenas llegaba, enderezó para la casa de su madre, y no bien entró ya se oyó la gritería de la requeteviejaza y de su hijo. Ya levantaban el techo de la casa a voces porque al Malo no se le iba que su madre había de saber algo de lo que ahí pasaba; pero la viejaza, por no dar su brazo a torcer, se hacía la inocente. Al fin salió el Negro Triángulo y se dirigió al manantial. En el camino anduvo a los tropezones, y tantas veces estuvo a punto de caer, que al fin reparó que la senda estaba sembrada de cruces. Cada vez que pasaba sobre una de ellas se le trababan las piernas y solo su baquía lo libraba de seguidos suelazos. Aullidos soltó de rabia al darse cuenta de que una mano enemiga lo iba cercando poco a poco. Llegó al manantial de la salud y la alegría, y se le salieron chorreras de bramidos al ver las aguas con nueve cruces nadando. Lo llevaba la sed, la rabia y la tristeza al manantial y allí fue aumento de estos males, sin poderlo remediar. Echó luego una mirada por el abra y divisó a su precioso pingo, echado al lado de una piedra. Se le acercó y pudo verlo con los ijares hundidos por el hambre y la sed. Había comido hasta las raíces de los pastos en el redondel que le permitía el lazo. El Malo se sentó en cuclillas y lo estuvo acariciando a su regalón. Ya se le quería retratar el costillar sobre el pelo lustroso. Mirando tanta prueba de humillación, no insultó, pero dejó escapar un «¡Uh!… ¡Si lo llego a pillar a ese!…», que contenía todo el odio y furor que lo soliviantaba. De repente se puso de pie y convocó a la nube parda. Se volvió a formar la escalera maravillosa y por ella, paso a paso, se perdió el Diablo entre las temidas alturas.

Muy entregado a su tarea estaba el hijo amante el tercer día de prueba cuando, a la hora de la siesta, contempló el trizamiento de los cielos, y después de tantos signos de espanto, asomaron vivos fuegos, y de entre ellos, el Negro Triángulo. Por la tendida nube parda fue bajando, fue bajando, con lo despacio de su rabia. Ya antes de pisar tierra, viendo su dominio vejado por tantas cruces, comenzó a desfogar su furor tremendo. Con maña ganó la casa de su madre. Allí pudo ver a la vieja, ya quemada por la sed y muy acosada por la enfermedad. Hablaba con lo más turbio de su voz y todo se volvía un pedir de agua, sin medida… Salió el Malo sorteando signos enemigos, y después de no pocas eses, consiguió sentarse a la orilla del manantial de la salud y la alegría. Allí miró las nueve cruces, balanceándose alegremente en las aguas. Se le retorcía cada vez más el estómago. Con furia se alejó hasta donde estaba echado su caballo. Al pobre pingo se le podían contar todas las costillas, y los ijares ¡tan hundidos! La bestia miró a su dueño como pidiéndole agua, por favor, y esto acabó por trastornar al Negro Triángulo. Dando un lastimante aullido convocó al huracán arrastrado de la sierra y, fiel, llegó un viento desatado con tierra y nieve, y zarandeó las cruces de un lado para otro. Muchas saltaron en pedazos, con gran alegría del Malo, pero otras pudieron mantener su forma y figura en los embates del aliento enemigo.

Corrió el mozo y tiró de nuevo al manantial las cruces que el viento había barrido. En eso llegó el Negro Triángulo a beber agua, pero se le quebró su esperanza viendo que por un lado sacaba cruces el viento y por otro volvían a aparecer. Mandó calmar al arrastrado y se paró a contemplar lo poco que había conseguido con tanto alboroto. Al fin, por no alegrar a su enemigo con rabias vanas, se terció el poncho al hombro, convocó a la tendida nube parda y volvió a ganar las alturas con medidos pasos. De repente se le veía patear esos escalones, sin decir una palabra. Con estas y otras muestras de rabia se corrieron el día cuartano y el quinto día.

Entre la una y las dos del sexto día se remeció el cielo y se quebró en dos pedazos. Cayeron brasas y tizones a la tierra y entre tanta descompostura asomó el Negro Triángulo en el borde del Mundo… Ya se tendió la nube parda con su gradería incontable y con bien medidos pasos bajó la Potestad de los Espantos. En cuanto pisó tierra se deshizo la nube, y ya miró alrededor el Malo. Su rebelde campo, al que ningún hombre se había gloriado de pisar, se humillaba con las heridas de cien cruces clavadas en tierra. Era ya más que burla y desafío. Tragando insultos caminó, esquivando uno que otro signo enemigo. En esa forma llegó el altivo Negro Triángulo hasta la cama de la viejaza. Allí se encogía el bultito de su madre. Ya llegaba al trance de la muerte. De balde juntaba los resecos labios, en porfías de armar una palabra. Después de batallar la garganta quemada para tomar resuellos: «¡Agua!», clamaba, y volvía a dispersar sus alientos. Casi no respiraba la pobre y sus menguadas fuerzas no alcanzaban para darse vuelta en la cama. ¡Pronto terminarían esos siglos y siglos de vida que había soportado en la tierra! Al Negro Triángulo se le crisparon las manos, viendo que por momentos lo reducían a fuerza de bien pensados golpes. Sin decir una palabra salió y buscó su caballo. Allí, tirado al pie del peñasco, estaba como muerto. Ya era un montón de huesos sostenidos por el cuero. Se le juntaban espantosamente los ijares y las costillas ya se le salían… ¡En eso paraba el mentado pingo crines de oro, su sillero elegido!

Acarició ese montón de huesos y apenas si el bruto pudo levantar la pesada cabeza. Con ojos desorbitados, parece que quiso reconocer a su amo, pero todo se volvió amago de relincho, y ya volvió a clavar la cabeza en el suelo… El Negro Triángulo contuvo el río de su rabia y, como pudo, se fue hasta el manantial de la salud y la alegría. ¡Nueve cruces balanceaban esas aguas!…

Con el estómago ardido por la sed y el pecho quemado por la rabia, allí se dejó estar mirando el poder de la porfía enemiga que lo iba acorralando sin remedio. «¡Si yo medio alcanzara a ver al que me hace esta guerra!…», se decía en sus furores, y tiraba vistazos bruscos para todos lados y daba vueltas los peñascos buscando a su enemigo, pero el mocito estaba a pocos pasos de él, con el puñal sagrado que lo hacía invisible a toda maligna potestad. Allí se manejó el Negro Triángulo, maquinando venganzas, hasta que al fin se llamó a sosiego y se puso a considerar que toda la grandeza de su poder y todo el peso de su temida gloria era un puro juguete de un paciente enemigo… Hizo memoria que jamás nadie ni siquiera pensó en desafiar su fuerza, y viéndose ahora con los brazos caídos, con sus labios resecos y sin poder tomar un sorbo de agua, y ya sintiendo que su entendimiento se le nublaba, ganó a saltos la punta de un cerro y desde allí levantó su voz, la que cimbraba el poder. «¡Huracanes!, gritó. ¡Granizo! ¡Truenos! ¡Lluvias! ¡Centellas! ¡Culebrinas!». Y un alboroto de los cielos le contestó. Reventaron mil truenos y se corrieron culebrinas de cegante luz, mientras caían centellas enceguecedoras y vientos desatados; y granizo y lluvia torrencial completó tanto desbarajuste.

Rodaron peñascos de los cerros, se resquebrajaron mogotes y retembló la tierra azotada, y entre relámpago y relámpago sobresalía la soberbia estampa del Negro Triángulo que, en la punta de un cerro, gustaba tanta enemistad de los elementos.

El mocito alcanzó a guarecerse en una caleta de piedra, sobre el manantial de la salud y la alegría. Allí se encogió al límite, aguantando el castigo de tanta Potencia desatada. Veía volar las cruces por los aires revueltos y quedar descalabradas al perder lo sagrado de su forma.

Retemblaba la tierra, castigada por tanta enemistad, pero más se redoblaba la furia tormentosa, como si con tanto castigo hallara calma la rabia del Negro Triángulo. Media tarde duró el alboroto, hasta que de pronto: «¡Haya calma!», apaciguó el Maligno, y tanto alboroto se alejó, retumbando, por las fragosidades del Ande. Rajó al momento el Diablo, rumbo al manantial, a beber agua, con los labios astillados por la sed terrible de seis días… Corrió y corrió en afán de tragar aguas como ríos correntosos para calmar sus caudales de sed. Ya alcanzó a ver el manantial limpio de toda cruz, y apurando su carrera, llegó y se tendió en el suelo para beber como a él le apetecía. Ya estiraba sus labios, ya los mojaba, cuando cayó una cruz al agua y luego otra y otra… Y volvieron a nadar nueve cruces, que manos enemigas le arrojaban para su humillación y escarnio…

El Negro Triángulo no dijo una palabra. Se levantó y, digno y altivo, terció su poncho criollo al hombro, convocó la nube parda y fue subiendo escalón por escalón…

¡Quedaba un día de lucha! El mocito no se dio punto de descanso. Era ya muy tarde cuando se fue a acostar. Se encomendó al Señor y durmió con su puñal a la cabecera.

Nuevo día anunció el gallo y el hijo amante rindió sus oraciones de buen cristiano. Purificado y fortalecido, se dijo que ese era el día terrible. Día siete de la lucha en que había que vencer o morir sin escape. Se encomendó al Señor y fue al manantial de la salud y la alegría a beber sus aguas fortificantes.

Quiso saber cómo había amanecido la madre del Negro Triángulo y se paró un rato al lado de la cama de la viejísima. Mucho tuvo que atinar el oído para oír los restos de su resuello. Todavía alentaba un hilo de vida, que apenitas batallaba con la muerte…

Salió para ver qué era del caballo crines de oro. Se arrimó al lado de esa osamenta cueruda, y tuvo que animarlo a gritos para que medio quisiera levantar una oreja, ¡tan sumido y acabado estaba! Ya no abría los ojos y ni hacía amagos de querer levantar la cabeza del suelo. El mozo, siempre desconfiado, le cerró más el lazo en el filoso y delgado cogote, y sin más, se entregó a la tarea de labrar más cruces de madera. Antes del mediodía se alzaba sobre la casa de la madre del Negro Triángulo una fuerte cruz y otra le hacía sombra al caballo moribundo.

Y la hora de la siesta llegó. Entre la una y las dos se corrieron los portales de los Infiernos, en un sinfín de crujidos y culebrinas serpenteantes. Aparecieron lenguas de fuego por entre las abiertas puertas, y cabalgando en ellas, se asomó el Enemigo del Mundo. Se corrió la nube parda y tendió su gradería del cielo a la tierra y, paso a paso, bajó el Negro Triángulo…

En cuanto llegó a la tierra se fue, muy despacioso y digno, a la casa de su madre. Crujió los dientes de encono cuando vio el signo cristiano en lo alto de la casa. Puso su oído sobre el bultito que estaba debajo de las cobijas y alcanzó a escuchar los últimos temblores de su corazón en agonía. La dio vuelta con cuidado y amor y la miró en sus ojos mortecinos. La besó en la frente y salió, sin decir palabra. Calladito, calladito, buscó a su caballo, y cuando se paró ante ese montón de huesos, se agachó a acariciarlo. Suavemente palpó con su diestra por los altibajos de los huesos salientes… Para no hacerlo gastar la última fuerza que todavía anidaba en sus restos, no lo llamó ni le dijo riada, y supo contenerse con resignación cuando la sombra de la cruz cayó sobre su mano. Se levantó, se acomodó su poncho al hombro y fue a sentarse al lado del manantial de la salud y la alegría. No quiso ni mirar sus aguas, seguro como estaba de que las cruces ofenderían su vista. Cien signos enemigos se levantaban en los mejores puntos del abra, quebrando el mirar de sus ojos.

Se sentó, midió un largo suspiro de gobernada serenidad, y por fin levantó su voz profunda:

—Sea de esta vida o de la otra; sea hombre o sea mujer; gente de razón o fiera de los desiertos; tenga la figura que tenga, o ya sea una sombra con poder y entendimiento quien me hace esta guerra, quiero que se aparezca a mis ojos; que muestre su figura y que levante su voz, que yo quiero oír sus razones. Parlamentos y treguas pido para que cambiemos palabras de entendimiento. Yo empeño la mía de contener mi rabia y el poder de mi brazo mientras se me aparezca el que me atribula y me encona…

Esto dijo el Negro Triángulo, y guardó silencio en espera de la debida contestación.

El mocito, que estaba a pocos pasos del Malo, resguardado y hecho invisible por cargar el puñal que fue espina ensangrentada de la corona de martirio de Jesús, se resolvió a mostrar su figura al Enemigo y entrar en parlamentos con él. Retiró su puñal de la cintura y, siempre listo y vigilante, lo colocó al alcance de su mano, sobre una piedra. Con esto se hizo manifiesto a los ojos del Maligno, que pudieron distinguirlo poco a poco, y al fin, mirarlo con todo el poder de su vista.

Así pasaron unos momentos…

—¡Con que vos habías sido! ¡Vos! ¡Un mocoso poniéndome en estos trances!… ¡No te atropello porque está mi palabra de por medio! —bramó el Negro Triángulo, conteniendo apenas sus furores. Hizo muecas terribles y más de una vez estuvo a punto de saltar sobre el mocito, pero supo gobernarse y fue calmando lo terrible de su rabia y ardimiento. Ya más aplacado, pudo decir—: ¿A qué viene toda esta guerra y atropellos por tu parte? ¡Quiero oír tus razones!

—Más de diez años van que gime mi padre en tus Infiernos. Has de entregármelo ahora mismo o seguiremos en guerra.

—¡De mis Infiernos nunca salió ni saldrá nadie!

—Seguiremos luchando, entonces. Altas ayudas me guían y acompañan.

—Te daré riquezas, amores… Poder, gloria y entendimiento.

—¡A mi padre me has de dar!

Caviló un rato el Negro Triángulo. Al fin preguntó:

—¿Ysi no te lo entrego?

—Tu madre y tu caballo morirán hoy mismo, que hoy se cumplen los siete días de sed y de hambre.

Ahí se quedó el Diablo, hablando solo. Se le enrojecía la cara de rabia al sumar las cuentas de la guerra… Bajaba a considerar las derrotas que aguantaba a la de la Cruz, pero su impagable orgullo más lo hacía sufrir si arriaba banderas… Por ratos se animaba y por ratos se tiraba atrás. En estos vaivenes anduvo subiendo y bajando su palabrerío, hasta que al fin de tanto caldear su pensamiento y por amor a la reviejaza de su madre, se allanó y dijo:

—Por primera vez, en siglos y siglos, me allano a hacer este trato, pero ¡lo juro por las llamas coloradas!, esto no volverá a suceder en los tiempos venideros, así se hundan cielo y tierra… Dame las señas de tu padre.

Con lágrimas en los ojos dio el mocito esas señas tan recordadas.

—Te entregaré a tu padre —aclaró el Negro Triángulo—; pero has de limpiarme el manantial y el abra toda de esa… suciedad, y has de reponerle las crines de oro a mi caballo, y has de irte de aquí mañana mesmo.

—Trato hecho —contestó el mocito.

Se apartó unos pasos el Mandinga y se puso a hablar a gritos con los Infiernos. Pidió que sacaran de las llamas al padre del mocito y que lo bajaran a la Tierra, y convocó a la nube parda, que acudió a rehacerse en larguísima escalera. En un abrir y cerrar de ojos comenzaron a dar cumplimiento a sus temidas órdenes. Revivió la culebrina celeste, se hicieron patentes las puertas infernales y por la trizadura de los espantos aparecieron unos puntitos negros de entre las llamas… Esos puntitos comenzaron a bajar por la tendida escalinata, pasito a paso. Afinando la vista podía distinguirse que eran siete diablos menores que venían sosteniendo a un hombre, ¡tan enfermo y fatigado!

Al ver el mocito que era su padre quien salía de los Infiernos, perdió la cabeza de tanta alegría… Sin atinar a resguardarse con el puñal sagrado, se apartó hasta donde descansaba la escalera infinita de la nube, y desde allí, en el colmo de la felicidad, le hacía señas a su tatita,… De repente, un alumbrón de su alma le previno del peligro y tiró a irse donde descansaba el puñal sagrado, pero se encontró con… el Negro Triángulo. Miró esa cara y vio que de sus ojos salían lengüitas de fuego; que su cabello se partía para ostentar dos salientes cachos. Contempló con espanto que esa figura se afirmaba en la tierra sobre patas que clavaban grandes uñas partidas, y reparó que en su propio hombro descansaba un brazo del Malo, terminado en una potente garra de tigre.

Levantó su voz el Negro Triángulo…

—Fácil te fue la guerra, amparado por quien te dio su poder y resguardo. Gozo te dio el verme acorralado, y más la gozaste al ajustar el cerco, sin misericordia, para reducirme a pedir treguas y parlamentos… Vos sos el vencedor y yo soy el vencido. ¿Por qué no sostienes las miradas de mis ojos a los que no quema el fuego abrasador? ¿Por qué hoy humillas tus ojos valientes? Contempla las potencias del toro en mi testa. Mira lo fuerte de mis pies, hundiendo en la tierra sus pezuñas y mira, por fin, esta garra que doblega al puma cordillerano descansando en tu hombro acobardado. Bastaría que acariciara tu delgado pescuezo para que dejaras de resollar para siempre…

El mocito bajó sus ojos, doblegado y vencido por tanto signo de potente fuerza y malignidad. En su rendimiento trató vanamente de hallar las huidas palabras de una oración.

—Para que sepas apreciar lo grande de mi fuerza la segunda del mundo, y en las deshoras, la primera, has de mirar cómo ese peñasco arde hasta convertirse en vidrio. ¡Fuego de mi poder —bramó—, toma posesión de ese peñasco, hasta reducirlo! —y los ojos del mocito contemplaron cómo se alzaban llamas azules sobre el peñasco y a fuerza de quemante fuego lo fueron reduciendo a un montoncito de vidrio—. ¡Eso mismo podría hacer con vos, mocosillo, pero es mi alta palabra y no otra cosa la que te protege y resguarda en este momento! No te convierto en un puñado de liviana ceniza porque te dije que sabría contenerme… Anda, mocosillo, recoge ese puñal que te resguarda y líbrate de mi vista, y no te avergüences de haber sudado de espanto ante mi presencia, que los criollos más valientes de la sierra y los llanos, los que juegan su vida en el filo de sus cuchillos, tiemblan como azogados al sentirme en sus cercanías… Vaya, mozo —dijo por último, dulcificando su voz—, que su empresa es de tal temeridad que ningún hombre se atrevió a encararla…

Corrió el mozo hasta donde estaba el puñal sagrado y, atravesándoselo en su cinto, logró desaparecer de la vista del Malo.

Le parecía al mozo que había penado siglos de agonía… Miró escaleras arriba y ya vio patente a su padre. Casi no podía caminar el pobre de tanto que había padecido en los Infiernos. Le ayudaban a sostenerse los diablos menores, y cuando ya le faltaban pocos escalones, vio el hijo que el pobrecito de su padre venía todo chamuscado por los fuegos.

Antes de que pisara tierra, ya el mocito lo acapujó en sus brazos y lo llenó de besos y caricias, «¡Tatita! ¡Tatita querido!», le gritaba en el colmo de la felicidad. Lo cargó como si fuera una pluma y se lo llevó al manantial de la salud y la alegría. Allí le dio a tomar muchísima agua, para que calmara su sed de tantos años y recobrara fuerzas y esperanzas y los gustos perdidos. En las palmas de sus manos gustaba el hijo amante que su rescatado padre bebiera las aguas milagrosas, y el pobre quemado chupaba basta la última gota, con furia… Al momento ya se echó de ver el poder milagroso del manantial prohibido. Comenzaron a volverle los colores a la cara y ya abrió con ganas los ojos y miró las sierras, y luego, esperanzados suspiros levantaron su hundido pecho, pidiendo los caudales de la vida… «¡Tatita mío!», le decía su hijo cariñoso, embelesado en la contemplación de su padre, y el hombre ya medio pudo sonreírle…

El Negro Triángulo y los siete diablos menores contemplaban esta función con el lleno de sus ojos. Mirando estaban cuando uno de los diablos más sonsos se rascó la cabeza y le preguntó a otro diablo: «¿Qué diablos se contiene todo esto?». «Bueno, mozo, levantó su voz el Maligno; hora es ya de cumplir la palabra empeñada. Yo cumplí la mía». «¡Sí!», le gritó el mocito, y en un santiamén sentó a su padre en lo blando de un pellón y corrió hasta donde estaba el caballo del Negro Triángulo, con un lebrillo de agua milagrosa, que le puso al alcance de la boca; sacó el manojo de crines de oro, y cuanto se las arrimó al cogote del mancarrón moribundo, se le pegaron solas, como si tuvieran imán. Sin parar un instante lo desenlazó al bruto, y a fuerza de paciencia y baquía hizo que la pobre bestia mojara la punta de la lengua en el agua de la salud y la alegría. Al tiro se animó el sillero, como con fuerza prestada, y ya estiró el cogote y se bebió sin respirar toda el agua… Con esto comenzó a revivir, y para completar la obra, el mocito corrió y cortó unas brazadas de pasto tierno y se lo puso al lado. Aunque crujiéndole los huesos, ese resto de caballo comenzó a engullir el pasto fuerte de la sierra. Otro y otro lebrillo de agua milagrosa hicieron que el pobre pingo medio pusiera tiesas las orejas ante cualquier ruidito… En esto estaba el mozo, cuando se sintieron los gritos de la viejaza que, gracias a las crines cíe oro, recobraba la vida y sus arrestos. Allá se fue el Negro Triángulo a parlotear con su madre viejísima, y al rato ya se oyó la gritadera de los dos… No se sabía si eran risotadas o rabias tremendas, porque entre los demonios todo lo arreglan a gritos y atropellos…

Volvió el mocito donde descansaba su querido padre, y viéndolo más reanimado, hizo un fueguito para tener brasas, y ya ensartó los lomos gordos de un guanaco para hacer un rico asado. Viendo que estaban los siete diablos menores con las narices tan largas, mirando todo como buenos sonsos, los puso a todos que hicieran un pozo bien hondo y largo para enterrar las cruces. Comenzaron a cavar los diablos con azadones y palas, pero en lo mejor se trabó una terrible pelea a arañazos entre ellos porque el más sonso de todos, cavando con su azadón, le rebanó la cola a otro diablo. Se armó una de a pie, terrible. Tuvo el mismo mocito que intervenir entre tanto diablo y aconsejarles calma y conformidad. Volvieron al trabajo los demonios menores, y ya iban muy adelante con el pozo, cuando el más palangana de todos volvió a abrir la boca y ¡fras!, de un azadonazo lo dejaron chupino. Esta vez tejieron el gran bochinche. Ya no fueron arañazos sino mordiscones y azadonazos y palazos, en una tremolina enconada. De balde el mocito les clamaba paz y entendimiento. Aquella era una pelea de terribles gatos negros… Temiendo mayores males, corrió, y a gritos llamó al Negro Triángulo, y en cuanto apareció el Maligno y medio medio les tiró un grito, se quedaron tiesos todos los diablos menores, temblando y con los ojos blancos. «¡A trabajar!», les ordenó con voz de amo y señor, y ya todos se dieron vuelta a cavar la barranca, y entonces al mocito se le soltó una tendida carcajada, viendo a dos diablos rabones entre cinco coludos.

En cuanto estuvo hecho el pozo, el mocito se metió al manantial de la salud y la alegría, sacó las nueve cruces y las enterró. Ya vino el Negro Triángulo y de una sentada se bebió todita el agua del nacimiento. Más alegre, esperó a que alumbrara más y llenó varios jarros y corrió a llevársela a la viejísima de su madre, que clamaba por un traguito.

Siguió el mozo enterrando cruces hasta no dejar ni una. Ya fue la hora de volverse a los infiernos el Negro Triángulo y los siete diablos menores.

Volvió el Maligno a convocar la nube parda y cuando estuvo hecha la escalera llegó el momento de despedirse. Dos palabras cambiaron: «¡Hasta nunca!», dijo el Mandinga, y «¡Hasta nunca!», le respondió el mocito. Cruzaron una última mirada, pero ya la guerra había terminado. Enderezó el Negro Triángulo para sus temidas alturas con el recobro de su poder terrible, inmortal. Su poncho al hombro, como buen criollo; y después de silbarle a su caballo crines de oro, que le contestó con un medio relincho sumiso, se hizo chiquito a fuerza de alejarse a los altos… Mucho más atrás, y armando camorra unos contra otros, iban los siete diablos menores. Dos de ellos llevaban la cola cortada en la mano, y de repente, armaban coloradas tremolinas en la escalera y se venían rodando escalones abajo cuadras y más cuadras, hasta que medio podían hacer pie y volvían a trepar de nuevo, y así, entre camorras y bonanzas, se perdió en las alturas tanta maldad y descompostura. Al fin se abrieron las puertas de los Infiernos, y allá se los tragó a todos, al grande y a los chicos, para bien de este mundo.

El mocito retornó al lado de su amoroso padre y, juntos, comieron el gordo asado de guanaco. El pobre rescatado hacía sonar el gualguero cada vez que tragaba algo… Años y años había estado sin pasar un trago y ahora se solazaba con la carne gorda y el agua fortificante de la salud y la alegría.

Hablando y tirando cuentas de futuras felicidades se les cerró la noche. Volvía a preguntarle el padre por su esposa, y a medida que el hijo le hablaba de ella, al pobre rescatado se le hacía verla con los brazos abiertos para rehacer la rota vida, y en este cambiar de esperanzas llegó la medianoche y fue la hora de dormir. Tendieron el recado y allí durmieron el padre y el hijo, resguardados por el puñal bendito.

En cuanto el gallo anunció el nacimiento del día, se levantó el mozo, pilló su caballo y después de ensillarlo llenó muchos chifles de agua del manantial de la salud y la alegría, y bebieron hasta más no poder para gozar de sus fuerzas.

Quería el sol dorar las altas crestas del Ande cuando el mocito, con su padre en ancas, emprendía la vuelta a su casa. Al pasar por delante de la casa de la madre del Negro Triángulo, pudieron ver a la vieja levantada, con un tremendo garrote en las manos, que los maldecía con furia. Ellos pasaron en silencio, pero en el momento de trasponer el abra, volvieron la vista y alcanzaron a ver al caballo crines de oro, que pastaba en lo mejor y más verde de un reparo. Se encomendaron al Señor, de rodillas entre los peñascales, y luego apuraron al sillero y ganaron los faldeos. Pasaron los mogotes y paramillos, hasta que al fin de porfiar días y noches llegaron a los ríos secos y ya pudieron salir al plan de los llanos.

Siguieron y siguieron en sostenida marcha. Meses y meses galoparon por sendas, hasta que al fin cayeron a las huellas de las carretas.

Marcharon por la huella, galopando con la fresca y descansando las horas del sol rigoroso. Los apuraba el llegar a la ansiada casa, y animaban al buen sillero. Otros meses porfiaron en la marcha sin parar, hasta que un buen día, divisaron las arboledas del poblado nativo…

Una mañanita, día de gloria y provecho, cuatro manos batieron sus palmas, llamando a los portales de su casa.

—¡Dios gracia! —dijeron con gusto y alegría.

—¡Dios gracia! —contestó una mujer cristiana, saliendo al encuentro—. ¿Quién es?

—¡Un hijo con un padre rescatado! —y no alcanzaron a decirse más porque hubo fiesta porfiada de besos y abrazos… Las lágrimas no dejaban hablar a esas tres almas puras, que más gozaban las caricias en silencio.

Al día siguiente la iglesia del pueblo solo fue para el padre, la madre y el hijo. Allí rezaron los tres, desde el amanecer hasta cerrada la noche siguiente. Por sus bocas se volcaron las oraciones que guarda el corazón cristiano. Todo el día musitaron plegarias esos labios creyentes y todo el día humillaron sus carnes, hincados en el duro piso. Así se pasó la mañana y la tarde, y cuando llegó el anochecer y la noche, cuando se obscureció la iglesia porque se consumieron los cirios, sobre la corona de espinas del Nazareno, brotó la luz de una luminaria azulosa y fue entonces que el mocito se puso de pie y después de besar los sagrados hábitos de la imagen, depositó a sus plantas el puñal y el lazo milagrosos, con cuya fuerza y poder llevó adelante su empresa, que solo de nombrarla da espanto.

Se persignaron los tres devotos y salieron del templo, tomados de la mano; livianos de sus culpas y llenos de cantora alegría.

Al otro día la imagen del Nazareno tenía una espina más en su ensangrentada corona de martirio y lucía el cordón que durante dos años faltó a sus sagrados hábitos…