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uan Draghi Lucero nació en Lujan de Cuyo (Mendoza), el 5 de diciembre de 1897. Cinco años después, su familia se traslada a la ciudad de Mendoza, y allí muere su padre, un lombardo de natural soñador, dibujante naval en su patria y constructor de carros y coches en Cuyo. Huérfano a los nueve años, Draghi Lucero vive con su madre, hasta la muerte de ella, en 1944, y tres años después se casa. Esa presencia de la madre se trasluce constantemente en la terneza a la vez íntima y efusiva de su decir literario. Doña Ascensión Lucero, nacida en Tunuyán, pronto ve pasar a manos de rábulas y peritos el patrimonio heredado. Pero es mujer de condición animosa. Con los últimos restos de su fortuna, compra un carro, además de una casa en Las Heras, y se dedica al negocio leñatero con un socio, Daniel Pizarro, cuyano viejo, igual que ella, y hombre de probidad natural. Juan deja la escuela en el tercer grado y se echa con el aparcero de su madre por los desiertos de la extensa región, en viajes que duran a veces días con sus noches. En esas soledades, rodeando el fuego con don Daniel y otros jarilleros, el niño se extasía escuchando, después de comer, las tonadas tradicionales al son de guitarras y los cuentos de encantamiento, de espanto y de picardías, infaltables en las sobremesas nocturnas de provincia.
Poco a poco, y quién sabe por qué misteriosos despliegues del destino, el niño jarillero comienza otra existencia paralela. No vuelve a la escuela. Pero en 1925 ya está escrutando con pasión el enigma de los extintos huarpes y de la población criolla que los continuó en las márgenes de la laguna de Guanacache hoy desecada. Publica tres libros de versos y artículos de historia, funda la Escuela de Apicultura de Mendoza y, con otros, la Junta de Estudios Históricos de la misma provincia, recorte sistemáticamente los campos de Cuyo en busca de los antiguos cantares, y, al fin, su nombre desborda los límites regionales y se proyecta al plano nacional. En 1988, publica el Cancionero popular cuyano, macizo volumen de más de 600 páginas, en que registra, muchos de ellos con la tonada con que se cantaban, los versos —romances, décimas, canciones y coplas— escuchados al folk de las provincias cuyanas en sus viajes de recolección, y no pocos volcados de sus recuerdos de infancia y mocedad. El libro obtuvo de la ex Comisión Nacional de Cultura el premio de Folklore correspondiente a la región Cuyo, un galardón, sin duda, pero chico para una obra de esa magnitud. El autor, modesto o receloso, no aspiró a más.
Si este libro fue una revelación para los estudiosos del folklore, dos años después habría de producirse un acontecimiento análogo en el campo de las letras. Buenos Aires conoció con admiración y asombro un libro singularísimo del mismo autor, escrito en Mendoza y reeditado años después por Kraft, en Buenos Aires. Era un libro desbordante de fantasía, de un decir ingenioso y estilo delicado y suntuoso, exponente de un género insólito. Por notable coincidencia, apareció el mismo año en que otro hombre de letras, Bernardo Canal Feijóo, de cepa santiagueña, y también con un pie en la cultura universal y otro en el país nativo, hacía conocer su libro Los casos de «Juan», de elocución tan sabrosa y sutil como el de Draghi Lucero, pero de expresión mucho más discreta y ceñida, como cabe a un norteño (sobre este punto volveremos) y a un libro con cuentos de animales, no de reyes, niños héroes y dragones. Draghi Lucero lo tituló Las mil y una noches argentinas, y lo anunció como el primer volumen de una serie. La impresión producida en escritores de Buenos Aires la sintetiza Manuel Gálvez en su obra póstuma, imprescindible para conocer por dentro la vida literaria argentina en la primera mitad de este siglo: «Juan Draghi Lucero es muy alto, de largos brazos, de color moreno y de tipo que denuncia la lejana ascendencia aborigen. Conoce de veras nuestra historia. Yo lo admiro profundamente por Las mil y una noches argentinas. Es una de las más grandes obras de nuestra literatura. Lo he dicho varias veces, y lo repetiré. Hice leer este libro extraordinario a varios colegas, y todos opinaron como yo» (Recuerdos de la vida literaria, Buenos Aires, Hachette, 1965, v. IV, p. 318).
La segunda parte, sin embargo, demoró más de lo previsto. El autor tenia compromisos científicos con la Universidad Nacional de Cuyo y le faltaba tiempo para la literatura. Libre, al fin, de esos compromisos por la jubilación, pudo entregaría en 1963, bajo el título de El loro adivino, editada por Troquel en Buenos Aires. La primera entrega constaba de 13 cuentos; la segunda, de solo 4, uno de los cuales, enormemente dilatado, ocupa casi la mitad del libro. En 1964, con el mismo sello de Troquel, publica Cuentos mendocinos, colección de 17 relatos, laureada con el Gran Premio Bienal de Novela 1962-63 de Mendoza, y ahora ofrece, mediante EUDEBA, su cuarto libro del género, Cuentos cuyanos, que sigue por el mismo carril del precedente.
La mayor originalidad de la obra literaria de Draghi Lucero se manifiesta en Las mil y una noches argentinas y en El loro adivino. Sus otros dos libros contienen los ingredientes de su estilo, pero el vuelo imaginativo del autor está moderado por la exigencia de la anécdota. Porque aquellos desarrollan, por un excepcionalísimo proceso de crecimiento interior, cuentos tradicionales de encantamiento, morales o de picardías; en cambio, éstos tienen los pies en la tierra: amplían, estofan, cincelan y esmaltan anécdotas y caracteres reales o verosímiles, que el autor extrajo de la tradición o de las mentas, o que supo vivir en sus años mozos. Pero si los primeros son los más especiales, imposible es pasar por alto las obras maestras incluidas en los últimos: «Árbol castigado», por ejemplo, o el personaje del juez, en «La demanda a las hormigas», ambos pertenecientes a este volumen, son inolvidables. No estamos aquí frente a la fácil sazón regionalista, consistente en presentar viejas lugareñas de nombres estrafalarios, que en su pintoresco hablar zahieren indignamente las fechorías de los chicos, la conducta alocada de las mozas y las descomposturas causadas en la plácida existencia provinciana por las novedades de los tiempos (aunque a veces no se libra él tampoco de caer en estas tentaciones, como en el umbral de «La pericana», narración de Cuentos mendocinos) No es una retórica traída del folklore para adornar un relato urdido con mente urbana, ni salpicaduras regionales en una anécdota universal para darle visos autóctonos. Es la composición de una vertiente local, vivida por el autor, sin interrupción, desde la infancia hasta la madurez, y de otra universal, bebida en los libros, bajo el acicate de una vocación avasallante, pues no es fácil que un chico que deja la escuela en el tercer grado para ir al desierto a recoger jarillas termine sumergido en archivos y bibliotecas, garrapateando fichas y llenando cuartillas. En ningún momento dejó Draghi Lucero de llevar esa existencia de dos vertientes. La recolección en sus fuentes de la literatura folklórica lo tuvo mucho tiempo recorriendo los campos de Cuyo, y hasta adquirió la costumbre de escribir en medio del campo en la obscuridad, con grandes letras, solo cuidando de mantener el paralelismo de los renglones. Era uno de sus modos de impregnarse, y de impregnar su obra, con el aliento de la tierra natal, al parecer más cargado de esencias atávicas durante la noche. Sin duda, Draghi Lucero no inventó el género miliunanochesco, mucho menos el regionalista y memorialista, que cuenta en nuestra literatura con antecedentes ilustres: Sarmiento, Cañé, Fray Mocho, Payró, Lynch, Quiroga, Dávalos, Güiraldes, Burgos, Mateo Booz, Castellani y otros. Su ubicación es más circunscripta, porque casi nunca inventa el germen del relato; a eso se debe que no escriba novelas. Siempre está adherido a un elemento tradicional, popular, común. No quiere desarrollar las simientes de su poder creador; quiere expresar un sentir de latitud ilimitada, en que él, los demás —vivos y muertos—, la tierra, los astros, las plantas, los animales y los espíritus de la otra vida que andan en el mundo constituyen una realidad inconsútil, una yuxtaposición y superposición de capas y corrientes sin confines distintos. Esa experiencia total de las zonas claras y tenebrosas de la Creación explica por qué el estilo de Draghi Lucero se torna en ocasiones brumoso y ectoplasmático. Digamos, de paso, que su padre tenía achaques humanitarios y espiritistas, en tanto que la personalidad de su madre se adivina muy neta, con perfiles tradicionalistas y católicos.
No abundan en la literatura mundial las muestras del género miliunanochesco. La racionalizada era moderna lo sustituyó por los relatos policiales y de aventuras. Pero que subsiste la apetencia por la evasión y la comunión trascendentales lo prueba el auge de la literatura, generalmente ilustrada, de «fantaciencia». Los folkloristas suelen dividir los cuentos tradicionales —es decir, antiguos, anónimos, con mil variantes— en cuatro grandes grupos: 1) maravillosos, de hadas o de encantamiento; 2) religiosos y morales; 3) humanos o novelescos, y 4) de animales. Podemos agregar dos grupos menores: los chistes (cuentos humanos de un solo tema y caracterizados por dichos más que por hechos) y los cuentos de espanto, que están indecisos entre los cuentos propiamente dichos (al margen de la realidad y en que nadie cree) y los casos supersticiosos (episodios real o verosímilmente ocurridos a tal persona del ambiente cierta vez que topó con seres del otro mundo).
En la literatura de Occidente, durante la Alta Edad Media, llamada también en los manuales época oral o anónima, tuvieron difusión los cuentos morales y religiosos, que se codeaban con las leyendas (distintas de los cuentos en que son creídas por un elemento de verdad, histórica o geográfica); y se entiende que así fuera por la necesidad de adoctrinar amenamente a la multitud iletrada; pero no menor difusión tuvieron otros dos grupos: los cuentos novelescos, en especial aquellos de picardías (por excelencia, mujeriles), que los franceses llaman fabliaux, y los cuentos animalísticos, cuyas colecciones solían llamarse ysopetes (de Esopo); estos cuentos de animales poseían también una función moralizadora por la facilidad con que, mal o bien, podía extraerse de ellos una enseñanza o moraleja. Los cuatro grandes autores de cuentos populares vueltos a contar del siglo XIV -Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, Boccaccio, Chaucer y el Infante Juan Manuel— sacaron sus temas de la tradición religioso-moral y novelesca. Un siglo antes, el joven príncipe que luego se inmortalizaría con el nombre de Alfonso el Sabio había mandado traducir del árabe Calila y Dimna, una colección de cuentos indios ya bien conocidos en el siglo vi, cuya versión sánscrita es, con sus más y sus menos, el célebre Panchatantra, y en el cual los animales parlantes desempeñan un papel principal.
El grupo restante, de los cuentos maravillosos, permanecería ajeno a las letras occidentales, y seguiría confinado a la tradición oral hasta fines del siglo XVII, cuando Perrault publicó sus Cuentos de antaño, y principios del siguiente, cuando el orientalista Galland reveló a Europa la famosísima rapsodia de relatos persas, indios y bizantinos, aumentados, ornamentados y sazonados por narradores árabes, que se conoce con el título de Las mil y una noches. Sin embargo, setenta años antes, en el reino de Nápoles, un caballero de buen humor, vitalidad desbordante y pluma frondosa, llamado Juan Bautista Basile, había escrito en su dialecto natal un libro de cuentos de hadas bajo el título de II Pentamerone ossia Lo cunto de li cunti (El Pentamerón o El cuento de los cuentos) Este libro excepcionalísimo permaneció virtualmente ignoto, reservado a la curiosidad de algunos eruditos, hasta que lo redescubrió en nuestro siglo un insigne filósofo y polígrafo, Benedetto Croce, quien no tuvo a menos distraer su tiempo para traducir al italiano los cincuenta relatos de Basile, que llenan dos nutridos volúmenes.
Podemos recordar otros escritores ilustres que aliñaron con sumo arte literario temas de cuentos de hadas, y hasta crearon algunos, como Hans Andersen, el más conspicuo de ellos, o bien, que estiraron y condimentaron con caudaloso gracejo y castiza locuacidad sucedidos grandes y menudos de otros tiempos fastuosos, como, por ejemplo, Ricardo Palma. Pero Basile es único: toma los cuentos maravillosos, con sus episodios nucleares, tales como los recuerda la gente del pueblo o los narran los contadores de cuentos, y los vuelve a narrar, con el relleno de su propio ingenio y las galas de su personalísima pluma. En esto, Basile supera a madame d’Aulnoy, a Tieck y a los demás escritores que quisieron relatar de nuevo, a su manera, viejos cuentos maravillosos de la tradición oral. No podemos incluir a los hermanos Grimm, porque, aun cuando Guillermo, el menor de ellos, los escribió con una gracia incomparable, lo hizo tratando de que pareciera, no su estilo, sino el estilo fresco y sencillo que —no muy acertadamente— pensaba debía, ser el estilo del pueblo. Por lo demás, los hermanos Grimm eran filólogos y no literatos.
Draghi Lucero es el Giambattista Basile del siglo xx. No tiene la vitalidad de su antecesor, pero lo supera en el caudal emocional y metafísico. Su estilo, aun conservando barroca sensualidad, como cuando describe manjares y mujeres, posee otro carácter, que no puede precisarse sino acumulando impresiones, que se suceden o se funden en inimitable concierto: es tierno, florido, sentimental, galano, sabroso, malicioso, melifluo; en fin, usando términos que la tradición criolla entiende sin necesidad de definición exacta, querendón y decidor. En él, las voces de los libros y las del diario decir agreste se entrelazan, conviven en singular maridaje, y echan brotes peregrinos, apareciendo donde menos se las espera y remozándose con desinencias pluralizadoras, como ávidas de cósmica proliferación. Bajo la magia de su pluma, los temas de los cuentos populares, tan parcos en diálogos y descripciones, se alargan, se enredan, se cargan de galas, de intenciones, de vida palpitante; a veces, los episodios trasmigran de un cuento a otro, y varios cuentos vierten parte de su caudal en uno. Se lo puede ver cotejando los temas que enhila Draghi Lucero con los correspondientes relatos folklóricos, según aparecen en las compilaciones chilenas, ya que el país de Cuyo no ha documentado aún, o no ha publicado, su novelística tradicional. En realidad, Cuyo es, culturalmente, una provincia chilena, y en la prosa de Draghi Lucero se trasuntan con innegables correspondencias la gracia gentil, el primor, el gusto barroco por la ornamentación que caracterizan los preludios de las cuecas y tonadas, y que contrastan visiblemente con la gravedad contenida y escueta de los tristes, estilos y vidalas del cancionero norteño-rioplatense. Es que en él se han conjugado milagrosamente el juglar y el literato, el que dice y el que escribe. El resultado no podía menos de ser exclusivo: precisamente, milagroso. Estas Mil y una noches argentinas, como no perdía ocasión de repetir Gálvez, son algo extraordinario. Cuando su autor deje de contarlas, quedarán definitivamente inconclusas.
Bruno C. Jacovella