LA DEMANDA A LAS HORMIGAS

—T

un… tun… —¿Quién es? —Yo, pueh, mi señor juez. —¿Y quién anda siendo usté? —La vecina Sebastiana de al ladito del acequión de las de Gómez.

—Ah… ah… ¿Y a qué anda viniendo?

—Por asuntos de demandas vengo, pueh, ya que no me dejan vivir las enemigas… Pero, ¿hi de’poner demanda en el jujao detrás de cerradas puertas?

—No, pueh. Pero ande esperando unos ratos por ai que agorita, no más, me levanto de dormir la siesta.

—Así ha de ser, pueh, mi señor juez del jujao.

—Dése una güeltita por mi huerta y, de paso, y como quien no quiere la cosa, míreme si entra agua por la acequia regadora; me le allega un chorrito al sandialito y otro a los porotos que ya se me secan, y por último, y como al descuido, fíjese si el sobrante saldrá por el desagüe, que está medio tapao, no sea que se derrame. Al entrar verá un azadón: tómelo y me recorre…

—Sí, señor juez. Le recorro la acequia, le hago y le deshago tapones y sin más, le riego las plantitas.

Bienhaiga la suerte. ¡Onde irá el güey que no are!… Y ya me fui, tamién.

Anduvo doña Sebastiana recorriendo los surcos enchipicados, limpiando acequias, regando las plantitas, desyuyando al paso y mirando por aquí y por allá con celos de dueña y habilidades de hortelana.

Como a las dos horas se levantó el señor Juez de Paz y después de tomar sus matecitos, medio se arrequintó y se fue a ver su huerta. Se había olvidado de doña Sebastiana.

—¡Jesús, por Dios! Al fin lo veo aparecer al señor juez. Mire, pueh, yo venía…

—¿Qué me dice y qué me anda contando, doña Sebastiana?… ¡Ah, sí! Mire: ¡si me había olvidado que usté venía por una cuestión de demanda!

—Ya medio le acomodé su descuidado sandialito y quiera la Virgen que para cuando maduren las sandiyas…

—Sí; ya sé: una sandiyita le tocará. ¿Ya qué vecino o vecina viene a poner pleito?

—¿Vecina o vecino ha dicho?

—Sí, mi señora doña Sebastiana. ¿Contra quién es la tal denuncia?

—Mire, vea señor juez: ni vecino ni vecina. Son las muy picaras de…

—Ah, ya sé. Usté anda queriendo poner demanda contra las del Tapón de Sevilla que cortan el agua dé la hijuela a tierra, con pala y azadón, y no dejan pasar ni gota.

—No mi señor del jujao. Nadita que me va ni me viene con las tales Sevillas y en cuanto a sus tapones, ¡que reclamen los de aguas abajo!, que yo riego aguas arriba y ni medio daño que me hacen. Mi demanda es contra las muy…

—Ah… ah… Ni pueden ser otras que las hijas del Taita Pancho, que ni dejan dormir ni cesan de majaderiar por andar a puras tonadas por el barrio de las Tortugas, y les quitan la paz y el sueño a los buenos vecinos que de noche reclaman un descansito a sus trabajos.

—Las hijas del Taita Pancho no se propasan a molestarme con sus tonadas y parrandas y aunque las masco, pero ¡no las trago! por sus descaros y mala vida, ¡que a Dios rindan cuentas de sus pecados y demasías! que no me toca a mí el andar soliviantando autoridades contra las tales y cuales. No, mi señor juez. Yo no vengo ni hei venío a poner denuncia contra ellas, sino contra quienes me devoran las hacienditas que Dios me dio y la Virgen me las conserva.

—Ah… ah… ¡Agora sí que caigo al centro de la cuestión! Usté viene a demandar a los muy picaros de los Chirinos, que son unos cuatreros de mala ley, que no solo roban haciendas sino que la pasan a Chile a venderlas por el Paso del Portillo, y convoyados con los restos de los pincheyrinos la mediean en haciendas cuatreriadas.

—Ni medio que me han hecho los mentados Chirinos y nada que hi perdió con sus cuatrerías, porque, ¿qué vacas ni yeguarizos me van a robar a mí? Si, aparte de mi yegüita cebruna, no tengo más cuatropea que esa sillera. Muy otra, mi señor juez, es la razón y norte de mi pedimento de justicia a la ley que en usté descansa y asienta. A pedirle vengo un poco de su justo balanceo en la legalidá porque mis escasos haberes van quedando mermos por vía de tupidos daños…

—Le salgo al paso a atajarla, doña Sebastiana. ¿Con que no entran en el embrollo ni las Sevilla, ni las hijas del taita Pancho, ni los atropellantes Chirinos? Yo me glorío de conocer este barrio, que es grande y desparramao y de su gente varia, entre malos, güenos y los de medio pelo, pero hágame un lugarcito para decirle que no se me representa en la memoria quién o quiénes pueden ser esos que la andan atribulando y sacando de quicio. Mire, vea, yo me devano los pocos sesos que me van dejando las tupidas desavenencias del barrio, pero hi de llegar a decirle en mi recular ¡que no caigo!

—Si me hubiera dejao hablar dende un principio, ya sabría el señor juez quiénes son las que, por darle el gusto a la dañinería, mermaron mis poquitos haberes y haciendas, óigalo de una vez y no se descamine en las divagadas por ai: ¡son las picaras hormigas coloradas!

—¡Quién me lo iba a decir! Pero vaya sabiendo, doña Sebastiana, que ésa no es agua para mi sed. A este jujao caen los dañados por manos del hombre o ardiles de la mujer, que son los que castigan las leyes que andan imprentadas; los otros dañineros escapan por vía del albañal. ¿Y qué quiere que le diga? ¿En qué códigos se castiga a los irracionales a quienes Dios negó la luz de la razón y por su poquedad no salen del atraso y el limbo?

—Lo que estoy oyendo me dice a las claras que estoy condenada al perdimiento de mis escasos bienes. En mi defensa, levanto voz y pregunto: ¿hi de seguir sufriendo el ataque de las muy dañineras hormigas coloradas? ¿Y el señor juez me quita el habla y los recursos para apelar como dañada? ¿Pa qué sirve toda su letrada autoridá? ¿A qué voy a seguir velando noche y día pa medio criar mis pollitos y palomitas? ¿A qué voy a seguir defendiendo a mis animalitos y los frutos de mi huerta si todos mis afanes se hunden en el hormiguero? ¿No acudo yo en defensa de mi haciendita contra el zorro, el hurón y las culebras y por vía de palo los ahuyento y los castigo? ¿No siembro yo maicitos para mis gallinitas y palomas? ¿No les doy de comer a los pichoncitos en la palma de mi mano para que se críen gorditos? ¿No les persigo los diablejos y garrapatas para que no les chupen la sangre? ¿No les proporciono nido de paja y pluma, y los protejo contra el viento y la lluvia? ¡Todo ha de ser para que las hormigas coloradas se ceben en mis pichones y no dejen ni rastro de higos y orejones ni descarozados! ¡Y todo ha de ser para que cuando yo comparezca al jujao con mis pesadumbres a cuestas me digan con la ley en la mano, que ni el robo se castiga ni hay pena para el atropello! ¡Ya veo que en mis estrechamientos de pobre tan solo me resta llorar las mermas y acabamiento de mis bienes! ¡Ya solamente me quedará el haber sido! ¡Ándate, pobre mujer, que tu campana de palo…!

—Ataje por vida suya, doña Sebastiana… Ataje que me aturulla. El caso y la razón es que yo, como juez, debo obediencia y acatamiento a las leyes y mi proceder está dentro del corralito de los artículos de la ley imprentada que me dice: ¡de aquí partís y aquí llegas! Ni un punto de más, ni un punto de menos; pero ya que con tan antigua y tan buena vecina estoy hablando, le digo y le comunico que no hei de dejarla en el pantano y que me avendré a bajarme a hacerle la justicia que reclama, aunque es de esas que solo Dios y la Virgen comprenden y que los picaros y descreídos toman a risa y chacota. Y vaya sabiendo, vecina, que con esto me salgo y me aparto a ciertos descaminos…

—Ya veo, señor juez, que con usté estoy contando y que las muy dañineras que paran en hormiguero ya pueden ir haciendo las cuentas del castigo …

—Vamos de poco a poco, doña Sebastiana. Bien sabe usté que para que rinda sazonado fruto esta clase de demanda, ha de ser entablada y alministrada con el concurso y la ayuda de dos vecinos creyentes y muy cristianos, como también el juez ajusticiante. Todos han de saber que asisten a un juicio de Dios; que naides se ría ni tome a chacota los cargos contra los acusados y las defensas que son de rigor, porque todo ha de hacerse de acuerdo y conforme a la antigua usanza de nuestros mayores, que arranca desde los tiempos sin memoria y pasada de padre a hijo.

—Por ese lado descuide el señor juez, que llamaré al vecino Mardoqueo Morales que las defienda y a mi compadre Ranulfo de los Ríos que les haga los cargos.

—No, mi doña Sebastiana. Su compadre Ranulfo ni puede asistir ni tomar parte en el pleito porque, por ser compadre, le tocan las generales que la ley comprende. Han de ser, defensor y acusador, dos vecinos mayores de edá, casados en santa ley, de buenas y cristianas costumbres y muy quitados de toda cosa de masonería.

—¡Jesús, por Dios!… Bueno. En siendo así, lo petardearé al vecino don Juan de los Santos Arena, aunque anda con sorderas, las rodillas tembleques y fallo de la memoria.

—Para el lunes que viene, día de las ánimas benditas, yo me apiaré en su honrada casa y procederemos con la ley de Dios; pero sin carga de curiosos ni gente descreída y dados a la risión, porque ya se van yendo los tiempos de la antigua derechura y nos llueve gente malvada, con ideas anarquistas que todo lo echan a perder. Es a causa de aso que nos azotan plagas y atrasos del Cielo que anuncian el fin del mundo.

—Ya me voy yendo, señor juez. Con los dos vecinos nombrados lo esperaré el lunes, si Dios quiere. —Hasta ese día, si Dios dispone, y de paso, córteme Tagüita que ya me está inundando la huerta y hágame un güen tapón, que no me caigan golpes de agua a media noche.

Al lunes siguiente, pasada la siesta, se apeó de su cabalgadura el Juez de Paz en el muy limpio ranchito de doña Sebastiana. Entretenidos con el mate, lo esperaban la dueña de casa, acompañada por don Mardoqueo Morales, don Juan de los Santos Arena y otro vecino, un tan don Hilario no sé cuántos que se le pegó a don Juan en vías de ayudas porque la sordera y el temblor de rodillas lo tenían que ya me caigo y ya no te oigo. Nadita que le gustaba a doña Sebastiana el tal acompañante por lo culillo, tuturuto y enredista, pero ¿qué le iba a hacer?

—Pase el señor juez y tome resuellos, que deseguidita nos allegaremos a ver tanto daño y desolación.

—Güeñas tardecitas les dé Dios a todos y vamos viendo y vamos mirando dónde paran y anidan las demandadas.

—¿Un matecito con toronjil, señor juez? —¡No, mi señora demandante! ¡Ni una sed de agua puedo avanzarme a recibirle! Podría cargárseme la acusación de vendido y acomodado… Y, sin más, vamos yendo.

—Ya pase el señor juez y vénganse los testigos, que todo enseñaré con ajuste a la verdá y sin un refalo de lo cierto y verdadero… Por aquí… Por aquí… ya estamos al llegar al hoyo de la guarida, aposento de las picaras dañinas que tanto anal y devoro me hacen.

—Conténgase, doña Sebastiana, y ajústese a lo que le prevengo: usté haga los cargos sin insultos ni agravios si quiere que se haga la justicia. Yo soy juez y no me ladeo ni pa una ni pa la otra parte… Ah… ah… ¡Carámpano, digo! Aquí había sabido estar el hormiguero acusado. ¡Humm! Y bastante grandecito que es. Sí; bien que lo veo y lo estoy mirando y bien que lo están atestiguando estos tres honrados vecinos que nos acompañan. Ahorita vamonos yendo y por el mismo senderito de las hormigas las hemos de seguir hasta llegar al mesmo lugar donde… la trabajan. Ah… ah… Vamos andando y vamos viendo para la comprobación del fundamento de la demanda.

—Por aquí… Por aquí. ¡Y bien derechito que van las muy pillas!

—Le tengo dicho y le llevo prevenido, doña Sebastiana, que no avance insultos contra las inculpadas. Aténgase a dar relación cierta y verdadera de los hechos, sin avances ni propaso en las palabras. —Por aquí… Por aquí… ¡Y ya llegamos también al lugar del daño y mire y vea el señor juez a las osamentas blanquiando de mis pichoncitos de palomas que sirvieron para el devoro de las muy… ¡Bueno! ¡Que se engulleron de noche mientras yo dormía! ¿No da borujones de rabia ver tanto daño y atropello? ¡Y esto que ya tiré a la basura otras osamentas de pichones!… Que ya va pa la docena que me han comido. Y agora miren y vean lo que queda de mis pasas de uva que yo guardaba p’al invierno. ¡Ni los hollejos que me han dejao! ¿Y qué me cuentan de ese saco que estaba llenito de higos secos? ¡Miren lo que va restando, y aguaiten el tupido batallón de dañineras que entran de vacío y salen con tamaña carga al hombro, y que no dejan de mis higos sino la punta del palito. ¿No levanta rabia ver todo esto? ¿No se les encrespa el cuerpo ante el patente robo y picardía? ¿Pa eso trabajé yo tarde y mañana pelando y secando las frutas de mi huerta? ¿Quién sale a responder de los daños y…? —Sí; estoy viendo y mirando, vecina, lo ocurrido; pero, no se me avance en palabras ladeaduras porque agorita me voy y la dejo. Yo ¡soy juez! Y que naides venga a tentarme con torcer mi rumbo de justicia. A ver: el vecino don Mardoqueo Morales que, como defensor, se ponga a mi derecha y don Juan de los Santos Arena, quien, como acusador, se gane a mi izquierda.

—Yo soy Mardoqueo Morales, vecino honrao y de los más antiguos del barrio de las Tortugas y si mi padre fue decurión como lo fue mi agüelo, mal podría yo salir en defensa de los delitos de las hormigas, cuanti más, las muy ladronas, me han acabao una botija de arrope con cascos que guardaba en mi alacena. Yo me hallo más para ser acusador porque con justa razón les guardo rencor. Que don Juan de los Santos Arena baje a ser defensor de las dañinas si es que no le remuerde la conciencia. —Señor juez: yo, como dueña de casa y empujada a pleito por las dañineras, hi de informarle que se han cambiado los papeles. Agora don Mardoqueo quiere acusarlas y don Juan de los Santos Arena, tan solo por compromiso, se allanará a la defensa de las muy…

—¡Carámpano, digo! ¡Cuasi la descompusimos al todo! Güeno, que el defensor esté a mi derecha y el acusador se gane al contrario lado y ya, sin más, vamonos yendo al fondo de la cuestión. Que hable el acusador, pero antes descúbranse los hombres, elévense en el pensar hasta Dios y los Santos y sepan que el Cielo nos asiste con su Divina Majestá.

—Yo vengo y digo, señor juez, que estas hormigas coloradas son de lo más pior que anda por sobre el haz de la tierra. Himos visto cómo se han comido los pichoncitos de palomas que por ser ¡tan tiernitos! no tuvieron ni juerzas ni plumas para pujar voliditos en resguardo de sus vidas. ¡Lo atestiguan sus osamentitas blancas! Y mejor es que no hablemos de las pasas de uva y de los higos que agora están hechos migas en el fondo del hormiguero, amén de otros daños que dejo pasar por alto. ¡Todo se lo llevan en son de robo y garrería! ¿Qué higuito y qué pasita de uva le quedan para pasar el invierno a doña Sebastiana? ¡El recuerdo de lo que fue suyo y con la boca amarga al recordar lo mucho que le costó procurar bastimentos a su alacena! Tan solo por lo visto y sin reparo en otros daños que quedan por destapar, por las que hicieron y las que están haciendo es que yo, en mi papel de acusador, yo levanto voz para decir con todas las letras que ¡matarlas es poco! ¡La pena del violín y violón pido para ellas, señor juez!

—Y esto que me olvidé de mostrarles los sacos de orejones que me han comido y que, para escarnio, solo me dejaron los carozos pelados.

—¡Silencio, señora, hi dicho! La demandante no tiene voz de acusación ni…

—¡Ah! ¿Y los daños que yo soporto? ¿Y mis sacrificios perdidos?

—¡Silencio vuelvo a decirle por segunda repetida! Si se falta a las leyes de la justicia, ¡pego la vuelta y me voy! ¡Carámpano, digo…! ¡Hum! A ver: que hable el defensor de las hormigas, don Juan de los Santos Arena.

—¿Cómo ha dicho? Ando con sorderas…

—Que hable usté. ¡Que defienda a las hormigas!

—¿Y qué voy a defenderlas si estoy viendo y mirando tanto daño!

—¡Usté tiene que defenderlas porque en usté recayó el cargo de defensor de las hormigas!

—¿Qué me está diciendo, señor del jujao?

—¡¡Que su deber y norte es defender a las acusadas!!

—Y, güeno… Las hormigas ¡por ser hormigas! tienen que causar daños y petardear a todos.

—No, señor. ¡Usté debe defenderlas con su leal saber y entender. Levante razones a favor. Póngase en el caso de las trabajadoras del verano para pasar el invierno…

—Es que se me hace duro defender a las dañi…

—¡Defiéndalas o se pierde el pleito!

—Y, ¡güeno! La hormiga tiene derecho a comer, a vivir, como todo animalito de Dios. Si no come ¡se muere de hambre! Y, entonces ¡hace bien! Y acabo, porque se me está revolviendo …

—Güeno. Ya les alcanzó defensa. Agora pensaré con la luz de la razón y sin perderme en los mil caminos de la duda, de los ladeos, del acomodo… ¡Humm! ¿De qué se está riendo usté, vecino don Hilario?

—A mí me acosquilla la risa de ver que si la vecina Sebastiana quiere ahuyentar a las dañinas hormigas no apele a tizones ardiendo y a desparramarle rescoldo hirviendo al famoso hormiguero… ¡Qué me vienen a mí con demandas y otras musarañas!

—Quien viene a estarse riendo de la justicia, así sea contra el género humano o los animales dañineros, ni es cristiano ni cree en Dios, y ¡nadie le da cabida con miras de escarnio en esta junción de los justos balanceos! Así, pues, yo vengo y se lo digo y se lo ordeno, que se retire, que se aparte y que se vaya de mi lado. No quiero burlescos ni descreídos caídos en herejía ante mi fallo. ¡Carámpano, digo!… Güeno, y agora que se fue el descreído enredista, déjenme hundirme en los hondos de la conciencia… ¡Humm! Yo bajo a comprender las razones de la Vida, así sea en el hombre o en el irracional, sin mirarles que sean grandes o que sean chicos, blancos o negros, bonitos o fieros, derechos o torcidos. Y poniéndome la mano en el corazón y mis dos ojos en la balanza de los justicieros; mirando por el bien de todos y el multiplico del animal y los frutos; celando por la justicia y la razón del vivir y levantando mi fe en Dios y en los Santos que nos miran dende el Cielo, yo, juez medianero y con celos del más justo balanceo, vengo a proclamar mi fallo: ¡Que se vayan las hormigas! ¡Plazo de tres días para dejar esta honrada casa y no dañarla más!

—¿Y se mudaron las hormigas?

—Al tenor de la sentencia dictada: ¡a los tres días cumplieron el fallo!

Doña Sebastiana se levantó de madrugadita para gozar la función y fue a plantarse al lado mismo del hormiguero y poco se le hizo el mirar de sus dos ojos para el curioseo.

Allí, a las puertas del hormiguero demandado, se convocaron todas las hormigas como a campana tañida. Celebraron junta con desasosiego y alboroto hasta que, a las cansadas, arribaron al acuerdo. Pusieron a la reina en medio de ellas y rompieron la marcha, llevándola en alto como a la Virgen en la procesión, y siguieron y siguieron por un senderito hasta salir fuera de la heredad de doña Sebastiana, que se daba el gustazo de seguirlas paso a paso y largándoles todas las puyas y sátiras que largan los desbocados.

—¿Y adonde se fueron esas hormigas?

—Siguieron y siguieron su caminar y no pararon hasta entrarse a la misma huerta de don Hilario, que tan a chacota tomó la demanda a las hormigas. Allí mismo hicieron su gran hormiguero y, muy sus señoras, ¡se solazaron en hacerle al incrédulo los mismos daños que le habían hecho a la vecina doña Sebastiana!…