¡A
h, la soledad de mis campos mordidos por la Noche…!
Nadie podrá convencerme jamás que no hay una Vida que vuelve, celosa, a desandar pasos de los campos en soledad.
Sé que no defiendo ninguna «causa justa» al apartarme en estas cavilosidades a los paraderos del misterio. Sé que no podré explicar ni por qué abordo estos temas que a mí mismo me causan secreto resquemor y lamidos del sufrimiento. Bien sé que todo esto podrá parecer vana fantasía y ensoñación, pero yo mantendré en resguardo por siempre mis reservas. ¡Oh!… Algo se agita y resuella entre los mantos de la noche.
Esto que aquí ocurre lo cuentan los campesinos de los campos más soledosos: los leñadores que por mísero salario esquilman los miserables ripios y arenales de la carcomida vida.
Hay lugares tan alejados, tan apartados de toda presencia humana que al cruzarlos, el Hombre se siente dentro de los alientos en sublevación de la soledad hollada.
Andando por esos desamparos, hoy degradados en desiertos pero partícipes de vida humana en épocas primitivas y elementales, me he enfrentado a la duda lastimante que allí anida, en resguardo, el sentir de los hoy ausentes. ¿Cómo es posible que el Hombre en goce del instinto primitivo no labre en resonancia de inquietudes un recuerdo perdurable en su «habitat»? ¿Es posible que el Hombre, en su penosísimo ascenso milenario, deje un vacío abismal con su ausencia? ¿No quedará allí, aposentada, el aura superior que lo ennobleció? El hombre de pensamiento, aun el más ahincado en la negación, se encariña con el consuelo de que «algo subsiste». Algo queda después de la definitiva ausencia; ese algo desasosiega a quienes presienten su alentar extraterreno, asomante, punzador, misterioso…
En noche que hube de quedarme forzosamente en un «real» de leñadores, trabé relación con unos hombres que esquilmaban restos de leña de campos ya esquilmados. Hachaban troncos de algarrobos que convertían en carbón de cocina. Aquí aconteció lo que narro en voz baja.
Llegué al paradero ya muy avanzada la noche, guiado por ladridos de un perrito y las lumbres de un fuego. Poco baqueano, había perdido el camino de Los Sauces. Con toda complacencia levanté voz en aquellas negras soledades al saludar y pedir permiso a aquellos hacheros para hacer noche con ellos. Fui recibido por dos hombres de edad y un mocito de unos 17 años, todos carboneros. Apenas disponían los pobres de un resguardo de ramas secas. Por esos días debía llegar el carro a mulas a llevarse la carga de carbón y traerles bastimentos y, sobre todo, agua para la bebida. Apenas atesoraban una cuarta de agua amarillenta y maloliente en el fondo del viejo barril. Esto me lo advirtieron cuando les pedí agua para mi mula.
—A usté le podimos convidar un traguito, pero a su mula ¡ni se le ocurra! Seis leguas quedan al balde más cercano. Mañana, ensille de madrugadita y llegará a la aguada antes que se le corte de sed el sumido animal que monta.
—¡Esto es la «travesía», el país de la sed! —me dije. Desensillé mi mula y la aseguré con el lazo para que se engañara con míseros pastos—. Mañana —le dije bajito en la oreja— te daré pasto bueno y mucha agua fresca.
Me allegué con las alforjas bien provistas a mis ocasionales amigos. Les repartí queso, higos pasas y pan. Unos tragos de vino de mi bota los bebieron ávidamente. Muy luego animaron el fuego y, a su lumbre, creció la cordialidad. Tomaban mate y se entretenían con pan duro. El vino animó las charlas y yo inicié mis averiguaciones sobre caudales nativistas. Este «vicio» no lo puedo ocultar.
—¿Cuentos? —me respondió el más viejo—. Ya estoy muy olvidado y no tengo gracia para contarlos. ¿Tonadas? No. No teñimos guitarra para cantar en el desamparo de estos campos y aquí el canto es como bullaranga en un cementerio. Estos desamparados desiertos devuelven las voces cantoras con acompañamientos forajidos y descaminados… Uh, si ya hablamos bajito como si nos asustara despertar a alguien.
¡Di en el clavo! Ya estaban, en hilván, adquisiciones folklóricas. Era cuestión de seguir la cadena palabrera.
—¿Así que por aquí resuenan otras voces? ¿No será que el campo devuelve los ecos?
—¡Bueno!… Es de pensarlo. Pero a nohotros no nos tienta el hablar fuerte ¡y menos de noche!
—¿Por qué?
—Bueno… Porque pueden atraerse algunas presencias penadoras de estas inmensidades.
—¿Es que hay ánimas en pena por las cercanías?
—Se ve, patente, que usté anda en seguimiento de novedades y nos está tirando la lengua. Le digo por segunda repetida que no es de nuestro gusto tentarnos con «las presencias» porque sobrevienen los castigos. Mejor cambiemos de conversación y así vengo a preguntar sobre cuánto vale el kilo de carbón en los almacenes del poblado.
—¡Hombre! No lo sé.
—Eso es lo que quisiéramos saber porque nuestro patrón, que nos chupa la poca sangre que nos queda, dice y nos vuelve a decir que cada vez está más barato; pero mi compadre Santos me hizo anoticiar, por el contrario, que día a día sube más de precio, como todo. Usté que viene del pueblo, bien pudo traernos lo cierto. Nohotroh, los carboneros del campo, nos quemamos las espaldas al sol hachando troncos, haciendo hornallas en la tierra y en quemar a fuego gobernado hasta conseguir el carbón, sin gozar de un respiro y todo ¿pa qué? Pa medio ganar la sal…
—Así es, amigo. ¡Es el destino del pobre!… Y, dígame: ¿no han encontrado algunas puntas de flecha por aquí?
—Unas que otras. Dicen que son de los indios huarpes, de la antigüedad enterrada. Aquí tiene unas pocas. —Y me alcanzó una media docena de puntas trabajadas en sílice y obsidiana. Las tomé golosamente.
—¿Me las vende? —pregunté, interesado.
—Yo no vendo piedritas: se las regalo.
—Gracias… ¿No han encontrado alguna cosa rara?
—Bueno… Esto que creo es de cobre. —Y extrajo de los pellones de su recado que le servía de cama, una lámina de cobre trabajado. Era un emblema de mando de la extinguida nación huarpe. Representaba el cuello y la cabeza de un ave de rapiña.
—Esto sí que me lo vende.
—No vendo lo que no me cuesta trabajo. Lo encontré sobre un esqueleto de indio. Agora, si nos quiere convidar tragos de vino…
Les pasé nuevamente la bota vinera. Bebieron ansiosamente los tres hombres. Con los empujes del alcohol tornáronse más conversadores los hacheros. Esto es lo que yo buscaba de aquellos huraños. Para hacer más viva la reunión y provocar charlas, llené un jarro y lo dejé a mano. Tenté nuevamente tirarles de la lengua.
—Yo sé —les dije campechanamente— que siempre hay qué decir y qué contar de cosas viejas, a punto de hacerse olvido. Hay casos raros que son ciertos y verdaderos, pero que parecen de sueño y fantasía y que solo se manifiestan en los apartados campos.
—Así será, señor —contestó despaciosamente el más viejo y veterano—. Hay desiertos como éstos que son nidales de la sed y del hambre y sin embargo, con ser aposentos de la tristeza y el aplastamiento, de repente se aparece, como en un soñar, un jardín de fantasías escondidas… —Iba a seguir el viejo cuando quebrantó el silenciar de la noche la novedad de un grito en las cercanías. Era un alarido penetrante, lleno de salientes punzadas. La noche en sueño fue despertada por ese gritar con la solicitación del contesto… Se me dio por pensar que era un viajero perdido que voceaba para hallar un paradero en la noche. Me levanté y tomé resuellos para contestar con mi fuerte grito al requerimiento.
—¡No conteste! —me ordenó el viejo, valiéndosele los ojos, espantado y en afán de salvación—. ¡No conteste, se lo mando!
Me invadió el miedo. De repente hice cuentas que estaba sólito entre desconocidos. Podrían matarme. Tal vez querían que no viniera ningún testigo…
—¿Por qué? —pregunté alarmado.
—¿Por qué? ¿Quiere ser tragado por los reprofundos? ¿No malicia quién tira ese anzuelo en vías de la tentación y el agarre?
—No comprendo… Ha de ser un viajero perdido en los campos, cercado por la noche, que pide una contestación para encontrar gente amiga.
—Si fuera un viajero perdido, ¿por qué no gritó antes? ¿Por qué tira sus gritos después que llegaron las Deshoras? ¿No cae en la cuenta que es pasada la medianoche y que «ése» grita en vías de tentación y apoderamiento? ¡Esperó a que el gallo diera la señal con su tercer canto para que abrieran sus portales las Deshoras!
—¿Los portales de las deshoras?
—¡Usté quiere saber mucho y nada sabe de los descaminos en las obscuras del campo! La noche es de Nuestro Señor hasta el tiempo y la medida que va del anochecer a las doce. No bien se vence este medir, sale de sus fuegos el Rey de las Negruras a desandar los caminos del Hombre. Abiertos de par en par sus portales, asoma primero y luego sale el Tentador: viene a largar los anzuelos de la Noche. En la desolación de estos campos, él desparrama sus gritos pegajosos pidiendo una contesta y ¡pobre del que se tiente en responderle! Para el tentado solo cabe la perdición… A ver: siéntese a comer con nosotros el pan de la noche y atienda para que aprenda. Esto se le digo a usté y con palabra ajustada para el que anda curioseando y aguaitando los campos, sin alvertir que lo guía una ceguedad. Aténgase a lo que voy a decirle, que es cierto y verdadero. Siéntese y quédese quieto y no se salga de las defensas de las lumbres de este fuego si no quiere ver cosas de espanto.
Me senté. Parecíame entrever en la obscuridad circundante a las muecas espantables de la Cavilación.
—Una vez, siendo mocito de la edá de éste, ¡Dios lo libre y lo proteja! —dijo el viejo leñador señalando al adolescente—, hachábamos leña en un campo que está entre San Luis y La Rioja. Eran de soledad y desamparo esos desiertos. Cada mes venían carretas a bueyes a llevarse el carbón, y a traernos bastimentos y agua, aunque había por allí unas bateas de piedra que recogían algo de lluvias. Una noche… —Las obscuridades fueron horadadas por otro gritar trasminante, ya más cercano. Esta vez, puesto ya en alarma, lo oí en caviloso vigilar. Contenía este grito un reclamo de contestación, como quien pide algo de alguien. Se me antojó la mitad de una señal que pide la otra mitad para llegar a ser. Había industria hechiza en este reclamar en la perdida noche. Mas también se traslucía al dueño y mandón de los campos. En ese gritar cabían cien gritos menores, desde la solicitación tierna y lastimosa hasta el alarido acaudillador de voluntades … Los cuatro hombres al amparo del fueguito nos apretujamos en un mismo sentir de hermandad ante los arañantes asomos de las Deshoras.
—Déjelo al Tentador que tienda sus redes… No vendrá. Lo que le iba contando, señor, ocurrió en aquellos campos, tan o más solitarios que éstos. Lo llevo grabado en los hondos del recuerdo, como que fue un lunes que supo ser dos de agosto. Habíamos cumplido con la tarea de leñar y estábamos como agora, cuatro hombres arrimados a la lumbre del fuego. Pasada la medianoche y ya en el dominio del Enemigo, contábamos chascarros y tomábamos algunos tragos de vino, cuando se dejó oír el mesmo grito que ahora nos desasosiega… Un hachador puntano, que de sobra era valiente, se puso de pie y contestó con guapeza al Grito de la Noche.
—No conteste, amigo —le aconsejó el más viejo de todos.
—¡Qué no voy a contestarle! —retrucó el ardidoso puntano y como luego llegara un segundo grito, ya más cercano y avasallante, el tentado por la Malignidad, contestó a esa nueva señal con el todo del desafío… Valiente y de temeridá era el hachador puntano; a qué negarlo y a qué deslucirlo, pero…
—¿Qué pasó después? —pregunté ansioso y arañado por ariscos puntazos.
—¡Lo que es el destino del hombre! Se oyó el tercer grito: el que marcó el fin y el acabo de los llamados, y el mocetón puntano se bebió un jarro de vino, se empinó al límite y contestó con el todo de su gritar al Tentador, ya en las cercanías… Como no ocurriera nada en esos instantes, se sentó muy orondo y tiró puyas a todos nohotroh, que estábamos abatidos. Así pasaron unos ratos y otros y ya íbamos a acostarnos en nuestros recados, cuando el puntano se quedó con la vista clavada en un desconocido que allí estaba en la más llena presencia. El forastero se hizo manifiesto con todo su ser y estar. Asentaba en peso y en abarque de ojos. Nadie había visto ni oído cuándo ni cómo llegó. Yo alcé mi mirar y pude ver, con apagamiento y ofensa de mis ojos, a un hombre moreno, muy bien puesto. Lucía botas y se cubría con un poncho rojo y negro. Un gran sombrero alón le cubría la cabeza, pero lo que no olvidaré en los restos de esta vida, fue el mirar de esos ojos que parecían mansos y cuasi apagados, pero que trasminaban y forzaban al obedecimiento, tras apagar toda resistencia en el retroceder del cristiano. El forastero que sobresalía en la obscura noche, dueño de todos los silencios y sin gastos de ademanes ni desparramar palabras, descansaba el peso de su mirar dominante en el ardidoso puntano que se trabara con los tres llamados de la tentación. Posaba en él los fuegos del mirar, como si por fin hallara lo que en vano buscó por las lejanías. Sin mudanzas en pestañeos, allí se dejaba estar el aparecido, de frente a su cosecha, sin hacer caso de nohotroh como si no fuéramos nadie y allí no se contara más que uno: el descarriado… Todos nos conteníamos, trabados en un estar en ser, apenas pestañeando y respirando, como quienes cumplen un mandato del Encanto. Al rato sé puso de pie el hachador tentado y sin decir palabra; ni siquiera mirarnos, siguió paso a paso al que se manifestara «en presencia», que se ausentaba, noche adentro… Salió nuestro compañero de las lumbres del fuego y se adentró a los silencios como si lo llevaran atado y sometido. Se fue y se fue. Oímos sus últimos pasos como si bajara a los reprofundos… Nunca más se supo nada de él. Se hizo humo. Desapareció para siempre. No se hallaron rastros de sus pisadas, ni noticias de su paradero, ni mentas de su nueva morada. ¡Se lo tragó la tierra…!
Un tercer grito, ya más cercano y porfiado, partió en dos la soledad tenebrosa. Mi alma, puesta entre los filos, le sumó todas las malignidades. Sentí estremecimientos y ahogos. Mi mula bufaba con espantos y hacía enviones de dispararse.
—No se asuste, don. Ya remató su tercer grito el Tentador y ya falta poco para que las Deshoras vuelvan a la nada. Dio su cantar primera y segunda vez el gallo en anuncios del Retorno; a su tercer canto volverán las fuerzas vencedoras de Nuestro Señor… Además, vamos a rezar las Doce Palabras Redobladas.
Y a una señal del viejo hachador, retornado a la austera actitud bíblica, los otros dos hombres entraron a la creencia con mansedumbre en la voz. Comenzaron la letanía: Una, ¿qué es una?, la Virgen parió en Belén y siempre quedó pura. Dos, ¿qué son dos?, las dos Tablas de la Ley. Una, ¿qué es una?: la Virgen parió en Belén…
Encogido en la Noche, me perdía en los caminos del lastimado cavilar.