LOS TÍOS CHIQUITOS

E

n enero de 1950 se le adjudicó a don Pablo Riofrío por el Consejo Agrario Nacional un lote de tierra de 10 hectáreas. Habíase casado don Pablo en 1932. Ese año le nació Pablito, quien casó en 1951 y tuvo su primer varoncito el mismo año. El viejo don Pablo, ya con doce vástagos, había hecho la cuenta de retirarse de… y ganarse a cuarteles de invierno, pero se anotició de que el inciso C del artículo 49 de la Ley Nacional N° 12.636 acuerda un premio del 5% del valor total del predio, en este caso de 80.000, por cada hijo que nazca después de la adjudicación.

—¡Caramba! —le advirtió don Pablo a su consorte—. Es de pararse a pensarla…

El resultado fue que, en 1950, cayó este esforzado agricultor a la Gerencia de la Sección Colonización con la feliz noticia que le había nacido ¡el décimo-tercer vástago!

El señor Gerente lo felicitó efusivamente y sobre el pucho ordenó, con todo énfasis, que se le descontara al adjudicatario don Pablo Riofrío la suma de 4000 pesos m/n. del precio total del predio adjudicado. Contentazo se retiró el viejo a festejar el acontecimiento en el primer despacho de bebidas con unos buenos tragos de tintillo.

Al año siguiente, en la alegre mañanita de un lunes, entró el viejo agricultor Riofrío a la Gerencia con la misma novedad. Nuevas felicitaciones y nueva quita de otros 4000 pesos. Derecho se fue el trabajador del agro a hacer sumas y restas a un boliche, pero se le embarullaron las cuentas al son de un clarete que hacía zancadillas.

El año de gracia de 1952, en cuanto abrió sus puertas la institución agraria, cayó don Pablo con la grata noticia que le había nacido una preciosa nena. ¡Sería agricultura,!, porque todos los de su sangre sentían amor por la tierra. El Gerente lo hizo pasar a su despacho para charlar un rato con él. Lo felicitó muy mesuradamente, lo miró y lo volvió a mirar con mucha curiosidad y atención y le deslizó ciertas preguntitas. A todas respondía con un entonado y fuerte sí el hortelano Riofrío, menos cuando se le inquirió si había agrandado sus muy cortos cultivos.

—No —tuvo que admitir—: pero el año que viene ¡plantaré viña y sembraré papas y zanagorias!… —Bueno: eso es lo principal, don Pablo —le previno el Gerente—. La República Argentina necesita acrecentar su población, especialmente la agraria, que para eso se adjudican tierras casi regaladas. Es una vergüenza que en tres millones de kilómetros cuadrados, apenas lleguemos a una población de veinte millones; pero ante todo y ¡por sobre todo! nuestra patria debe producir ¡y producir tres veces más de lo que produce!

—¡En ésas andamos!… —le interrumpió el viejo.

—En ésas ¡no andamos! —le retrucó el Gerente—. ¡Cada vez producimos menos en agricultura! Todo se vuelven aprestos con batallas del maíz, batallas del trigo y con tantas batallas, ¡cada vez cosechamos menos! Nuestro lema de argentinos debe ser: ¡menos discursetes y más trabajo! ¡Producir y producir! ¡Necesitamos divisas! ¡Muchas divisas para…!

—¿Y para qué diablos son esas famosas divisas? Yo, por más que me empino y me alargo pensándola, no alcanzo a divisar…

—La verdad, don Pablo, es que a todos nos pasa igual: por más que nos empinemos ¡no se dejan divisar las divisas! Bueno, ¿qué le estaba diciendo? Ah, sí… Sobre la producción, que día a día se va más barranca abajo. Y, a propósito, amigo Riofrío: me han informado que sus hijos mayores, en vez de trabajar la tierra que les ha caído como del cielo, ¡se vienen a Mendoza en bicicleta a hacer de lustrabotas! ¡Está bonito eso! ¿Por qué no cultivan la tierra que usted tanto pidió para hacerla producir? ¡Explíqueme esto!

Pero don Pablo se defendió bizarramente. Era cierto que sus hijos mayores se venían a la rumbosa avenida San Martín a lustrar los zapatos de los parlanchines puebleros; pero, en cuanto a los chiquitos ¡eran liones para el azadón! ¡Había que verlos hacer maravillas con palas y azadas! ¡Si era de pararse a mirarlos detrás de los surcos y camellones! ¡Si hasta se persignaban con la pala! … ¡Ah!

—Bueno, bueno —tuvo que atajarlo el Gerente—. No comprendo bien eso de que los grandes, que tienen fuerzas para el trabajo de la tierra se vengan a lustrar zapatos y que los chiquitos, que ni tienen alientos ni saben lo que hacen, sean los esforzados labriegos.

—¡Son verdaderos liones para cultivar la tierra! ¡Hay que verlos… Ah!

—Bien; la semana entrante irá el Inspector por su lote para verificar los adelantos que se hayan efectuado. Él me informará sobre lo que hacen esos lioncitos…

En el mes puntero de 1953 volvió a plantarse en la puerta de la Gerencia don Pablo Riofrío para que le anotaran el nacimiento de su decimosexto vástago y, de paso, no se olvidaran del descuentito… Sí, se trataba de un niño que, por lo llorón, prometía ser un tigre para el trabajo. El Gerente, muy preguntón y mirón, fue atajado habilidosamente en sus avances pregunteros sobre el progreso de los cultivos, con grandes ponderaciones a la labor de los chiquitos. Cierto era que los grandes no sentían amor por el arado, pero ¡los chiquitos!… Había que atajarlos para que no zanjaran todo el terreno con acequias que iban de aquí para allá y de allá para acá. Era como una «idea» con que habían sido agraciados por herencia de los antiguos Riofrío, mentados labradores guaymalleninos, que nivelaron y rozaron los campos más rebeldes, de sol a sol y sin parar hasta dejarlos con cosecha en puerta… ¡Ah! Los Rio-frío… Hechos estaban a manejar palas y azadones y, en tratándose de cultivos, ¡nadie los igualaba ni en dándoles ventajas! Lo único que los desanimaba es que si antes el peso valía y se hacía respetar como buen criollo de ley, ahora, por causa de los gringos, había aflojado tanto que cualquiera lo pordelanteaba… Y sobre este punto, ¿por qué no le rebajaban el precio de lote? ¡Era lo justo! Si bajaba el peso, ¡debían bajar todos los precios para que la bajada fuera a la par y no lo aporrearan, acuadrillándolo por todos lados!

—No —le puso valla el Gerente—, y sepa que con la baja de la moneda usted sale ganando porque el precio del lote es el mismo de antes y usted ahora cobra mucho más en sus trabajos particulares.

Se fue el viejo Agricultor, pero el Gerente no tuvo mucho tiempo para olvidarlo porque ese mismo año volvió y con cara alegre y noticiera. Se lo hizo pasar.

—¡Qué! —le inquirió el Secretario—. ¿Ya viene con la noticia que le nació otro niñito?

—No, señor. Pero el año que viene…

—Para el año que viene solo falta medio mes. Estamos en diciembre.

—Y, ¡bueno! Lo esperamos para enero. ¿No podrían acreditarme ahorita mismo el cinquito por ciento para darme el alegrón de Navidad y Año Nuevo? ¡Cuanto antes, mejor, y teniendo en cuenta que el peso se sigue desbarrancando, ¿no podríamos darle un envioncito a la descontadita y levantarla, como buenos criollos, al diez por ciento?

Gerente y Secretario no pudieron contener la risa.

¡Había descubierto la forma novedosa de pagar su tierra don Pablo Riofrío!

La verdad que tanto niño se criaba a la buena de Dios en la descuidada huerta. Olladas de zapallos, camotes, choclos y mazamorra se engullían todos los días y claro que los amasijos y el honor no descansaban. Con tecitos de yuyos se curaban los resfríos y otras dolencias propias de la edad temprana. La robusta señora de Riofrío pedía a sus parientes y vecinos todos los sacos viejos, dados de baja, y medio les acortaba las mangas. Y para que no se cayeran y pudieran sostenerse en tan pequeños hombros, les agregaba otra hilera de botones y ojales … Y era de verlos por atrás, porque los niñitos ¡siempre iban!, a la larga hilera de sacos viejos que caminaban sin que se les viera las patitas, ya que los caminantes sacos caían hasta el suelo. Era la casa de los sacos que caminan levantando tierrita…

Lo cierto es que necesité, en I960, hacer limpiar una acequia regadora de mi chacra. Encargué a Blito que me buscara un peón. Blito es el hijo mayor de Pablito, el primogénito de don Pablo Riofrío, y como ya eran tres los de este nombre, se lo llamaba simplemente Blito. Es laborioso, imperativo y ¡más que ejecutivo!

—¿Y por qué no me da a mí el trabajo? ¡Yo se lo tomo por 250 pesos!

—¿No es mucho, Blito?

—¿Quiere que le regale el sudor de mi frente? ¡Y sepa que se lo dejo baratito porque hago trabajar a mis tíos!

—¿A sus tíos?… Bueno: ésa es cuenta suya. ¿Cuándo terminará la limpieza?

—¡El sábado que viene! —Y ya en funciones, salió corriendo a su rancho en procura de herramientas.

Tres días después quise verificar cómo iba el trabajo. Me zumbaba en las orejas aquello de los tíos… En llegando al principio de la acequia, distinguí a Blito que trabajaba afanosamente y, en la otra punta, a su hermanito que cimbraba en su diestra una larga varilla de mimbre. Capataceaba, vigilante y enérgico. Pregunté al empresario cómo iba la obra.

—¡Lindo, nomás! —me contestó, animoso—. Para el sábado que viene queda todo terminado ¡y vaya aprontando el bolsillo porque quiero mi biyuya!

—Está bien, Blito: le pagaré al recibir el trabajo. Pero, ¿no era que le iban a ayudar sus tíos?

—¡Y ahí los tengo, con palas, azadones, picos y horquillas, pues! ¡Qué! ¿No los ve cómo trabajan? —Y señaló hacia adelante.

Miré con redoblada atención y pude ver, ¡sí, señor!, que los montes que tapaban la acequia temblaban reciamente aporreados. Me arrimé a curiosear y distinguí, semitapados por las malezas, a cuatro niñitos, a cual más chiquito y vivaracho, todos enchufados en sacos de adultos. Estos sacos se contorsionaban increíblemente y de adentro salían pujidos y resollidos impresionantes. Ninguno de los cuatro sobresalía del borde de la acequia… Comencé a amoscarme. Pregunté:

—¿Y qué hace aquel que está allá, en la punta de la acequia, con esa varilla?

—¿Ése? ¡Es mi hermanito! ¡Le pago para que me vigile a nuestros tíos! ¿Qué, no ve que está a la salida y con la varilla lista?

—Pero, Blito… No comprendo ni jota: ¿quiénes son aquí los famosos tíos?

—¡Esos cuatrito que están ahí a pujidos con palas, horquillas, picos y azadones! —Y señaló con enojo a cuatro niñitos de 4, 5, 6 y 7 años de edad—. ¡Ésos son mis famosos tíos!

—¿Y por qué ha de estar aquél allí, sin trabajar y amenazando con esa varilla?

—¿No le dije, y vuelvo a decirle, que para atajar a los grandes tiitos que quieren escaparse? —¡En mi vida he visto una cosa igual! —¡Es que la que aquí se anda viendo no la pensaron ni los diablos de los infiernos! ¡Y toda la culpa la tiene el viejo cascarudo de mi agüelo, que le da por hacerse el gallo castizo! —¿Y qué tiene que ver su abuelito con todo esto? —¿Que qué tiene que ver? ¡Hum!… ¡Ya anda curcuncho con los años que carga, pero no le afloja! ¡Y lo que más rabia me da es que yo, por ser el mayor y más formal de los nietos, tengo que soportar todas las que hacen estos tíos chiquito! ¡Me hacen morir de vergüenza en la escuela!… Yo estoy en segundo grado y los dos tíos más grandecitos, en primero infantil, y en el recreo, por hacerme rabiar los muchachos, me gritan: «Chey, Blito: mira lo que están haciendo tu grandes tíos!» Y sueltan las carcajadas a costa mía. Y yo, delante de todo el mundo, tengo que hacer de sobrino fenómeno de estos famosos tíos chiquitos. ¡Ya me tienen patilludo! —Y miró con rabia y ganitas de írseles al humo a los cuatro pioncitos que forcejeaban con los montes. Los chiquitos, que ya conocían los sopapos del sobrino, dejaron las descomunales herramientas y se aprontaron a huir. Parecían quirquinchitos dentro de la caparazón de los grandes sacos.

—Francamente, Blito, es la primera vez que veo estas cosas.

—¡Estoy hasta la coronilla! A mí me gusta tener tíos grandes, bigotudos y barbones, como lo es mi tío Amancio, pero ¡que se me descuelguen con tiitos de cuatro jemes, que no me llegan ni a la rodilla, es pa terminar con mis aguantes!

—Bueno; pero ellos no tienen la culpa.

—¿Que no tienen la culpa? Ah, ah… ¿Ya qué se meten, entonces?

—A qué se meten, ¿a qué?, Blito.

—¿A qué se meten a ser tíos si no les da el cuero pa tanto?

—Pero… ¿qué culpa pueden cargar los pobrecitos?

—¿Qué culpa? ¡Hummm!… ¡Que no los conoce, diga mejor! ¡Se hacen los zorritos muertos pero la llevan bien guardada! Cómo quiere que no esté aburrido si año a año me hacen otra vez sobrino de un tiito ¡o tiita! Y lo pior es que yo solo tengo que cargar con las burlas de todo el mundo y no solamente en la escuela sino en todo el vecindario. Vea la que me pasa con el almacenero de la esquina que, cada vez que voy, me sale con un: «Mira, Blito, decile a tu famoso tío Nicanor que como lo pille otra vez robándome los caramelos ¡lo voy a dejar derechito a guascazos!» ¿Y el verdulero? ¿No me viene con un: «Atendeme, Blito, que ese tío más chiquito tuyo, ese que parece un conejito del cerco, se me sube a la carretela y no me deja zanagoria sana. Vos aconséjalo a tío, porque si no…» ¿Y el vecino Landa? Me cae todos los días con que: «Has de oírme, Blito, que ese tiito tuyo, facha de patito cieneguero, se me entra a la güerta y no me deja un durazno…» O la señora del herrero que, en plena calle y delante de todo el mundo, sale a gritarme: «¿Hasta cuándo, Blito, voy a soportar a tus hermosos tíos que no me dejan un vidrio sano con sus famosas hondas?» ¡Resulta que yo soy el paga cuetes de todos los tiitos que me han caído y me siguen cayendo!

Miré a los cuatro Riofriitos que, alarmadísimos, habían dejado de aporrear a los montes por abarajar el sartal de acusaciones que les caían encima. El miedo los atribulaba y la única defensa era, como siempre, la huida en desparramo, pero el sobrino capataz vigilaba la salida varilla en mano. Me miraron los pobrecitos pidiendo mi protección. Los entendí: me arrimé a ellos y, a guiños y gestos, les garanticé la paz. Con esto retornaron todos al trabajo y palas, picos, azadones y horquetas volvieron a atacar los montes. Al rato solo se oían desiguales resollidos.

Y llegó el sábado, día consagrado al arreglo de cuentas. Fui a examinar la acequia. Estaba más o menos limpia de malezas, sí, señor, pero ¡a lengüetazos! En parte, demasiado raspada y en otras con pasto salado y tronquitos de arbustos sin arrancar. Se lo reclamé a Blito, pero me contestó con furor contenido:

—¿Y qué quiere que haga con estos que se meten a ser tíos? ¡Los pongo a trabajar para que medio se hagan gente y me pagan con las del chancho rengo! ¡Buenos varillazos les voy a arrimar a los cuatro juntitos en cuanto salgamos! Y no se crea que la sufren mucho porque se encogen como tortuguitas dentro del gran saco que les ha caído encima y más es el ruido que las nueces!

Me acerqué a los cuatro niñitos. Los muy habilidosos, por señas y guiñaditas, me pedían que les pagara primero a ellos. Entendí perfectamente. Dije al sobrino empresario:

—Blito, le voy a pagar lo convenido, pero que cada uno reciba su parte para que no le levanten calumnias de tramposo.

—¡Eso es lo único que me está faltando!

—¿Qué le parece este reparto?: a usted, 100 pesos; a su hermano cuidador, 50; a Sofanor, 35; a Nicanor, 30; a Lindor, 20, y a Antenor, 15. Son justos los 250 pesos tratados.

—¡Aquí sí que me paro a reclamarle que no es trato! De mí no se aprovechan mis tíos, que se vuelven puros pujidos y a los montes ¡ni caso que les hacen! ¡Éstas son mis cuentas bien sacadas! Yo, 140 pesos; mi hermano, 40; Sofanor, 25; Nicanor, 20; Lindor, 15, y el gran Antenor, como el chancho más petiso, que se contente con la colita de 10 pesos. ¡Todas las noches me lo paso refinando y volviendo a refinar estas cuentas!

—Bueno, Blito, así se hará. ¡Que se arrimen todos los Riofriitos a la paga! —Se precipitaron en montón y les fui entregando, ¡a los tíos primero!, lo que les correspondía. Y no bien arrebataban los billetes salían huyendo el primero, el segundo, el tercero y el cuarto saco, sin que se les vieran las patitas, rasando la tierra y levantando gran polvareda…

¡Demoré la paga a los sobrinos hasta ver guarecerse el último tiito con saco y todo en su casa!