EL CHILENITO TRISTE

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escansábamos a la sombra de un sauzal de la finca de don Julio Álamos, en el Barreal de Calineasta, cuando mi compañero me advirtió:

—Ahí vienen llegando dos chilenitos.

Miré. Dos hombres, uno de edad y otro joven, avanzaban hacia nosotros. Venían a pie, cansados, con sus alforjas y ponchos al hombro. Llegaron y con elegidos modos nos saludaron:

—Buenas tardes, caballeros.

—Buenas, ¿de Chile?

—De Chile, nuestra tierra, atravesando tremendas cordilleras. ¡Siete días de caminar entre peñascales! ¡Por la capucha!… ¿No es que tienen algunas tareas para estos buenos trabajadores? —No tenemos. ¿Para dónde van?

—Donde hallemos trabajo, allí pararemos; San Juan, Mendoza…

Seguimos la conversación. Supimos que el de edad era de Santiago y el joven, de Coquimbo. Venían a la Argentina en busca de trabajo. Animosos los dos, alimentaban esperanzas de progresar y volver a Chile con capital para establecerse.

Los invitamos a quedarse esa noche en nuestra casa. Aceptaron. Luego en la cena, sentados junto al fuego, nos pasamos muchas noticias de uno y otro lado del Ande. Yo les informé que todos los veranos me trasladaba a Santiago a investigar en su gran Archivo Histórico. Cité nombres de historiadores chilenos, del director del Archivo, del conservador de la Sala J. T. Medina, de periodistas y autores amigos. De casi todos ellos tenían noticias los dos inmigrantes, con gran admiración de mi compañero que se escandalizaba que dos pobres «rotitos» que la miseria empujaba fuera de su patria, tuvieran informaciones propias de los cultos. Entonces, resumiendo mis observaciones efectuadas en Chile y el conocimiento que tengo del pueblo de mi patria, le aclaré que el peón chileno es, generalmente, más estudioso que el argentino y más hecho a los sufrimientos en un medio más hostil; precisamente ese luchar sin treguas lo hace más habilidoso e informado que el nuestro, que vegeta en un medio carnívoro.

—Pero, ¿y el gran aporte de sangre europea que solo nosotros, los argentinos, tenemos?

—Las tradiciones criollas del tipo gauchesco que, por nacionalismo y orgullo se mantienen en la Argentina, hacen que el elemento de origen extranjero se pliegue a muchas de nuestras tonterías. Los que viajamos por el extranjero hemos podido calar hondo sobre esto.

Mi amigo se enojó y de las resultas de la acalorada discusión que se armó entre estos dos cuyanos, salieron a relucir don Juan Facundo Quiroga, don Juan Manuel de Rosas, Sarmiento y otros prohombres que aún nos calientan el seso, aparte de los ingleses que nos comen la mejor carne… Los chilenos comenzaron a asustarse y pidieron permiso para irse a dormir. ¡Venían tan cansados!

Al otro día, en la cocina, mientras nos desayunábamos con unas «achuritas» y tomábamos mate, reanudamos nuestra conversación. El de mayor edad contestaba las preguntas con mucha soltara, en cuanto al más joven, era tímido y reservado, pero muy atento y de sangre liviana. Realmente era simpático. Se veía que el mayor dirigía con imperio a su joven compañero y que éste era sumiso a sus directivas. Ambos se mostraban animosos para la lucha y se esperanzaban con un mundo nuevo. Creí necesario darles algunas informaciones sobre Barreal:

—Aquí hay algunos chilenos ricos, como Álamos, Ossa y otros, pero andan centenares de chilenos pobres y la mayoría de los nativos de este lugar, emigraron a las ciudades de San Juan o de Mendoza. Se van en buscas de mejoras y ocurre que los chilenos, para estar más cerca de su patria, se quedan aquí y esto los atrasa, porque este lugar no tiene industrias. Solo se crían algunas ovejas y vacas y se cultivan manzanares. —Observé que mis palabras producían penosa impresión en los chilenos que ¡ya habían caminado mucho!

—La Argentina es muy grande —les aclaré— y sus pueblos están muy alejados unos de otros; los que quieren triunfar deben ir a los poblados, no quedarse en estos caseríos sin vida. ¡Hay que seguir caminando! Un camionero amigo, que va a San Juan cada dos días, los llevará sin cobrarles nada. ¡Anímense!

El joven se sumergió en penosas profundidades de la cavilación. Se notaba que sufría y su penar lo tornaba más simpático. Tendría aquel mocetón unos 20 años. Su perfil purísimo mostraba una frente despejada, nariz recta, proporcionada, un bigotito pintón y una graciosa barbilla; pero sobresalían sus ojos grandes, de mirar triste y profundo. Eran ojos parlantes a fuerza de ser expresivos… Carecía del mundo de su maduro compañero; mas eso lo beneficiaba precisamente: el carecer de aquella experiencia que torna materialistas, descarados y antipáticos a los hombres. Su tristeza y humildad predisponían a la simpatía y a la protección. Esto se lo dije en voz baja a mi compañero, pero él explotó:

—¡Serás bárbaro! —me dijo—. A este tipo se lo comen crudo en Mendoza, pero el otro, el maduro, es el que puede triunfar: se ve que es muy ducho y que no se las traga.

Para deshacer la mala impresión de mis palabras, me referí a cosas nimias.

—Aquí —les informé— al ulpo le llaman cocho. —Y les traje unos puñados de este trigo tostado y molido.

—Miren qué cosa… —repuso el viejo. Se puso de pie, oteó al sol mañanero y le hizo señas a su compañero. Le dijo—: Llegó la hora de irnos. Gracias, caballeros y hasta que Dios mande. —Era la despedida. Yo había escrito dos líneas a mi amigo camionero y se las entregué al joven. Ambos se habían acomodado las alforjas al hombro, recogieron sus ponchos y chamantas y ganaron la calle pedregosa. Tomaron las dereceras del caserío.

Los vimos alejarse con tristeza. ¿Adonde irían? ¿Qué caras, qué modos soportarían en su peregrinaje por trabajo? ¿Por qué tienen que ocurrir estos dramas en las tierras de promisión de América? ¿Saben los «patriotas» que nos gobiernan de estas calamidades?

—Vas a ver —comentó mi amigo— que el viejo se acomoda lo más bien y el joven, o se despabila del todo o se lo llevan los diablos…

Era por febrero de 1948.

Pasaron los tiempos. Con el trajín de la vida se me fue borrando el recuerdo de los dos chilenitos trashumantes… Pero no hace una semana, estando en la feria de Mendoza, siento que me presionan suavemente el brazo; me doy vuelta y me encuentro con un changador que me mira con sonrisa cordial. Me dice:

—¿A que no se acuerda de mí?

—No —le confieso—; pero su cara la he visto en alguna parte, hace tiempo.

—Hará unos diez años. Allá en el Barreal de Calingasta.

—¡Ahora caigo! Usted es uno de los dos chilenos que venían llegando. ¿Cómo le va?

—¡Cómo me ha de ir! ¡Trabajando a lo buey! Gano changuitas y así la paso.

—¿Y su compañero, el chilenito triste?

—¡¿El chilenito triste?! ¡Qué lesera! De golpe hizo la gran changa de su vida y allá lo tienen.

Pensé que habría cometido algún delito y estaría en la cárcel. Sondeé despacio para no zaherir.

—Dígame: ¿se le fue la mano en algo?

—¡Se le fue hasta el codo!

—¡Caramba! Y con ese modito triste que tenía…

—¿Modito triste? ¡Era un macuco de los más finos!

—Pero, parece que lo cazaron, nomás.

—¡Y bien casado! En fin, allá se quedó el señoron, en San Juan.

—A ver: cuénteme las andanzas de aquel mozo de Coquimbo.

—Del Barreal pasamos a Jáchal en un camión. Allí nos conchabamos en la finca de una viuda muy rica. Trabajamos de peones para sembrar un cebollar. La tal viuda, ya viejona, tenía una hija y la tal hija era la que dirigía la finca. Se entendía con todo y parecía muy viva, pero resultó una lesa…

—Explíqueme, amigo.

—En dos palabras se lo digo todo. ¡Todo! ¿No viene la niña rica y se enamora perdidamente de mi compañero y antes que la madre la enderezara, van al Registro Civil y se casan?

—¡Por la Diabla! ¿Y por qué no se quedó usted allá, con su compañero, ya rico y señorón?

—¡¿Yo?! ¿Yo trabajar para él? ¡Qué más se lo quisiera ése! ¡Al tiro me le aparté y aquí me tiene…! ¡En Mendoza y a las changuitas!