PANCHO PÉREZ, ¡VALE PLATA!

A

lcancé a conocerlo en el solar de la señora Carmen A., en Corralitos.

Don Pancho era tan de la casa que se sentía alcanzado por todas las alegrías y pesares de sus patrones. Tendría unos 90 años cuando murió, en 1950. Había venido de Chile por 1907.

Ocurrió así: montado en su yegua, llegaba de su tierra. Al pasar frente a las casas, se le ocurrió entrar en lo montado a pedir «una agüita».

La dueña de casa mandó a un chinita que fuera al botijón de la destiladera y con un jarro de cobre sacara agua fresquita y se la pasara al forastero.

Bebió lentamente el jinete y se solazó mirando los anchos corredores de la gran casa de campo. Unos instantes se dejó estar como deleitoso mirón.

—¿Por qué no se apea y se queda aquí por esta noche? —le alcanzó el habla atenciosamente la dueña de casa.

Sintió el cordial choque de la inesperada invitación el forastero; vaciló un momento en un vaivén de pensamientos opuestos y, por fin, hizo mención de  apearse…

¡Cuarenta y tres años se quedó en esa casa don Pancho Pérez! ¡Para irse de allí tuvo que bajar a llevarlo la misma Muerte!

Él era de Rancagua. Se vino a la Argentina «por un capricho». Eso repetía él a los preguntones imprudentes, pero cuando el vino lo achispaba, cuando «el thrago» le adormecía las vigilancias y daba salida a los quejidos del alma, se le salía el decir en voz bajita, muy bajita y escoltada por lágrimas abortadas, que era «porque su hijita había perdido el crédito». Entonces don Pancho Pérez lloraba, pero lloraba como hombre. No sollozaba ni hacía aspavientos de mujeres. ¡Se le abortaban las quemantes lágrimas! Mas su noble faz de varón fuerte y digno, aguantaba la tormentosa quemazón con rostro impasible, aunque algún rictus lo traicionara. Se lo veía recibir de pie y en postura de trasegada resistencia la tormenta de lágrimas irrefrenables. ¡Cómo sufría el pobre!

En la antigua finca de los A… se quedó el forastero y fue con el tiempo confundiéndose con la familia, ya en decadencia económica. Don Pancho «era de la casa» y los atrasos de sus patrones lo tocaban en lo vivo. Se había asociado con el cariño leal de servidor sumiso y fue para sufrir. Vio la muerte del dueño de casa y la disposición de sus hijos que, poco amantes de la heredad paterna, se fueron a tentar el mundo, pero siempre en bajada. Quedó sirviendo a la viuda y se amargaba cuando ella vendía retazos de tierra a sus contratistas italianos y españoles, que fueron arribando a fuerza de duro batallar hasta ganarse a ricos y poderosos, mientras que el antiguo tronco se abatía hasta quedar sin una nada. Don Pancho se lastimaba y se sentía más ligado a la señora viuda; su lealtad lo ataba a la decadencia. Algunas veces cuando se enojaba, ponía plazo para irse para siempre; señalaba las altas cordilleras nevadas del oeste como se señala a un hito y lo decía con prevención:

—Un día ensillo mi yegua ¡y me voy! Me voy ¡y no vuelvo más!

—¿Y va a tener corazón para dejarnos, don Pancho? —le reclamaba su patrona.

—¡No, mi señora doña Carmen! ¡No la dejaré! —Y rematando su fidelidad a la dueña de casa decía—: Doña Carmen, ¡vale plata!

Cuando hablaba con su patrona ponía las manos en el pecho, en ademán parecido a la iniciación del rezo y bajaba la mirada, respetuoso. Mas, cuando se dirigía a los peones, levantaba la cabeza y les hablaba con superioridad. Su piel era blanca, ojos celestes de mirar franco y profundo. Contrastaba con los criollos morenos, de ojos pardos. Se le notaba la ausencia de sangre araucana; sus ascendientes debieron ser españoles puros. Lo cierto es que sobresalía de entre la peonada anónima. Ostentaba «algo» que señalaba su persona. Y es que era «él» ante todo. Y lo decía con todas las letras y con el tambor de su voz resonante: —Pancho Pérez, ¡vale plata! Los contratistas italianos y españoles que llegaban con ojos ansiosos y con una mano atrás y otra adelante, trabajaban como bueyes, mas al poco tiempo lograban comprar parcelas del antiguo predio. La viuda, siempre en apuros por plata a fuerza de ser generosa y de no acomodarse al brutal cambio de los tiempos, les iba vendiendo, vendiendo, hasta que un día se encontró sin nada que vender. Apenas le restaba la antigua casa con una sobrita de tierra para sus siembras y huerta de frutales. Los que fueron sus servidores se establecían por su propia cuenta y, a fuerza de esquilmar la tierra y de un tremendo trabajar y ahorrar, llegaban a la codiciada riqueza. Y los hijos de los arribantes estudiaban y hacían pie en encumbradas situaciones, con un título bajo el brazo y un alto mirar …

—¡Yo los conocí piojosos! —protestaba don Pancho Pérez al ver tan grandes cambios de fortuna.

Es que él como su patrona, no comprendían las inexorables leyes de la estructura económica. Se aferraba, como ella, a pensar en los antiguos tiempos, de cuando la gran finca producía de todo y nada se compraba; de cuando se andaba a caballo y no en las «malditas latas lustradas», como le llamaba a los automóviles. En su simplicidad, veía el avance forzado de la industria extranjera, volcada a tierra inexperta, que traía consecuencias descalabrantes a los del antiguo y noble ritmo. Verificaba demasiados derrumbes y surgimientos, todos inmerecidos a su juicio, todos inexplicables porque los medía con rasero afectivo, con la vara del sentimiento, del corazón… Como tantos criollos viejos, acomodados al antiguo andar, miraba la veleidades de la fortuna que se iba del brazo con los «gringos» y abandonaba a los nobles criollos. ¡No! Ni su buena patrona, que regalaba carretadas de zapallos y papas a sus ahijados pobres, ni él, llegaban a comprender el complicado mecanismo de los tiempos nuevos; de los cambios de los mansos bueyes por el antipático tractor; de la antigua viña de cabeza por las hileras alambradas de parras; de la invasión de frutales extranjeros, de frutas grandes y vistosas, por los antiguos «duraznitos de la Virgen», chiquitos pero dulcísimos; de las antiguas jardineras a tres caballos por los humeantes autobuses que todo lo atropellaban… No. Ni la buena patrona doña Carmen ni él comprenderían nunca los cambios de lo antiguo por lo nuevo; de las costumbres de los abuelos, santas y caseras, por los atrevimientos de la mocosería de ahora, que todo lo pordelanteaba… Y aceptaba don Pancho que él, como los nativos, solamente eran testigos de triunfos ajenos. Al final, después de calentarse la mollera con devaneos sin atadura, se iba al almacén y, en rueda de criollos, pedía su botella de vino…

Pero don Pancho Pérez era chilenazo. Los domingos, en la mesa de los trabajadores, hacía gala de recordar a Chile y sus grandezas y, llevado por su patrio celo, ensalzaba los «ardiles» del patriota Rodríguez para burlar a los godos. Contaba de su héroe popular cosas que propasaban los lindes … También recordaba al tremendo Neira. Llevado por su entusiasmo bebía un «buen thrago», se plantaba a lo gallo y, regalón, se decía:

—Pancho Pérez, ¡vale plata! —y remataba su explosión placentera pasándose la diestra por el bigote, de arriba abajo y escondiendo la lengua que un segundo antes había acariciado los mostachos. Era un gusto que tenía ¡tan suyo y tan chileno! Más de un criollo procuraba remedarlo, pero ¡«al ñudo»! Una vez, por un gran disgusto que tuvo, notificó a su patrona:

—¡Me voy a mi Chile! —No hubo manera de hacerlo variar. Ensilló su yegua, alzó sus ponchos y chamantas y salió por el carril para el oeste. A los dos días de marcha llegó a Tunuyán y encaró para el Portillo. Llegaba el invierno con sus nevazones… Al pie de la gran barrera se detuvo a considerar sus 80 años, lo alto y temible del paso y, por sobre todo, los cambios que pudiera encontrar en los suyos. Se detuvo a contrapesar ¡«muchas cosas»!… Dos días al pie de las serranías acampó en un sin hallar qué hacer. Después de mil tironeos por el sí y el no, se determinó a volver a lo de su patroncita. Él había entrevisto, con los ojos de la cavilación, los cambios operados en su abandonado hogar 30 años antes y, de frente a un amargo cuadro presentido, retornaba claudicante a los nuevos amigos. Los suyos ya se habrían acomodado a su ausencia. ¿Cómo se iba a injertar de nuevo entre quienes ya lo daban por muerto? ¿Qué nuevas caras tendría que ver en lo que fue suyo? ¿Qué de cosas tendría que soportar como arrepentido? Y su afiebrada mente le presentaba cuadros de desazón y amarguras hasta hacerlo llegar al acuerdo que «debía» morir para su mujer y su hija, porque lo mejor era dejar las cosas como estaban… Y como antes, no escribió ni una carta a los suyos y se entregó con más cariño a sus trabajos y amistades cuyanas.

Lucía rara habilidad y la más diestra y liviana mano para trabajar corambres. Con su cuchillo «que cortaba un pelo en el aire», conseguía de los cueros sobados de vacunos y caballares, finos y bien calibrados tientos con los que trenzaba lazos, riendas, cabezadas. Provisto siempre de argollas diferentes y canutos de metal blanco, con ellos daba término a los frenos, cinchas, pehuales y otros útiles del hombre de a caballo y de labranza. Era personalísimo en sus trabajos. Los muchachos abrían la boca viéndolo trabajar con manos y dientes los cueros finos, hasta dar remate a la obra de fina artesanía. Jamás se le vio calzar otra cosa que ojotas de cuero que él preparaba con mucha baquía. Decía que eran sus «chalailas»; invierno y verano las calzaba sin medias. Los criollos admiraban su fuerte y blanquísima dentadura: a los 90 años la mostraba en su esplendor cuando se reía. Con un mendrugo carbonizado que molía, se refregaba dientes y muelas con los dedos para envidia de los viejos desdentados. Su salud era de una fortaleza increíble y esto que los días de fiesta «se propasaba» con el vino, pero aunque se cayera al arroyo en pleno invierno, en pudiendo llegar a su cama y taparse a medias con dos ponchitos, era para que amaneciera sano y fuerte él «a ponerle el hombro al trabajo».

Los reveses de fortuna habían reducido al límite a la antigua finca, pero don Pancho Pérez, fiel a su patroncita, ya vieja y pobre, seguía prestándole sus servicios y la devoción de su fidelidad. Él tenía una manera muy regalona de hablarle a la señora. Cuando necesitaba dinero se le arrimaba con disimulo y, en llegando, cruzaba sus manos sobre el pecho y con voz cariñosa y humilde hacía su pedido y una vez logrado, se pasaba la mano por los bigotes después de chasquear la lengua y se dejaba decir, regaloneando:

—Doña Carmen, ¡vale plata!

A medida que envejecía se tornaba más cariñoso y blando. Si enfermaba algún nietito de su patrona, él sufría tanto que se desbordaba en lágrimas. Lloraba casi por nada don Pancho Pérez y es que en sus lágrimas hallaba un respiro a sus muchas amarguras. Al llorar por los hijos ajenos, lloraba por su propia hijita, la «cabrita descarriada» pero buena y a quien debió encarrilarla, sin dejarla en abandono en un mundo de atropellos. Lloraba por su mujer que lo daba por muerto o errante por tierras extrañas. Lloraba por su felicidad perdida por un arrebato de soberbia y turbación. Lloraba por su derrumbe y arrepentimientos. Lloraba por su tierra a la que amaba tanto, ¡tanto!, que al nombrarla se le adelgazaba la voz. Lloraba por la alta carga de sus desdichas de hombre solitario, de ave sin nido, de animal sin guarida…

Nonagenario ya y en los últimos años de su trabajada vida y con la vista y las fuerzas mermadas, se guarecía bajo un techo de cañas, logrando a ratos el calor del «solcito» en una interminable labor de soba de cueros. Su patrona, ya reducida a la pobreza, habíase ido a la ciudad a casa de uno de sus hijos y quedaba don Pancho Pérez solo en el resto mermado de la finca. Solo pero con porfías de centinela en un fuerte en ruinas… Penosa fue la cuenta de sus días postreros.

Llegaba el fin. Poco a poco fueron mermando sus alientos. Uno que otro vecino le llevaba una taza de caldo, pero seguían en bajada las fuerzas de su vida.

Un día amaneció muerto en su cuja, apenas resguardada por un «bendito» de cañas.

Había muerto un hombre que sufrió mucho. El mundo en su fiebre siguió rodando con los mil fuegos que nos hacen trotar, que no nos dejan detenernos ni ante la muerte de los justos, de los que, como don Pancho Pérez, se allanaron a salirse en vida del mundo para no hacer sufrir a los que más quería…