ÁRBOL CASTIGADO

N

adie sabía con justeza cuántos años tendría este peral, pero el caso cierto y verdadero es que, ya por falta de riego o por ser más que viejo, iba dejando de dar sus codiciadas peras. Año tras año mermaba sus cosechas hasta que llegó el verano que negó al todo sus frutos, esto es si no contamos una media docenita de peras pasmadas y sin gusto que vino a ofrecer a su resentida dueña.

Así doña Javiera aumentaba año a año sus quejas contra el peral mañoso que, en vías de mermar su ayuda y comedimiento, ya no contaba como árbol frutal sino que apenitas si servía para dar sombra, y esto bastante rala, y ser paradero de algunas aves de vuelo. Cierto era que por medio de vieja y rota escalera, sirviera, también, para aposentar algunas gallinas y a un gallo viejo que gustaban dormir fuera del sucio gallinero y eligieran al tal peral, y esto que aguantaban los castigos de las rigurosas heladas del invierno.

Murmurando y soltándole choques lengüeteros contra árbol desganado y en desvío andaba doña Javiera. Si era fama en tiempos pasados que ese árbol de fruto se luciera al brindar peras que se deshacían en la boca, donde dejaban preciados dulzores y aromas del gusto. ¡Si habían sido un encanto esas peras gustadas por el agüelo, el tatita y por ella misma y sus comadres hasta hacía pocos años! Y agora, por cuestión de algo que no se sabía, iba negando sus regalos hasta el extremo de no dar ni medio puñadito de peras. No; el árbol frutal tiene señalado por Dios su derrotero: dar frutos para el solaz del hombre y el día que no los dé… Bueno, para eso está el fuego que acaba con todo. Y el fuego da calor y sirve para hacer la comida.

—Sí; ¡al fuego, al fuego! —amenazaba en voz baja doña Javiera a su peral sin fruto y que antes había sido el regalón de la casa y que año a año se saliera lejos de los cariños, por más que fuera casi el árbol familiar y sirviera de aposento a las aves de vuelo que venían a distraerla a fuerza de cantos en la soledad de esos disiertos, y también sirviera a las gallinitas para medio dormir en sus ramas. Pero es que el árbol de fruto ¡tiene señalado su rumbo frutal! De ahí ni pueden ni debe salirse por ser ley de Dios. El peral ha de dar peras y guindas el guindo, si no ¡no es trato! Y volvía la imagen del fuego devorador a aparecerse en los devaneos de doña Javiera, en vías del castigo a los desviados.

Y es de saberse que doña Javiera y su peral eran las señas de ese apartado campo. La gente decía: «Vamos a lo de doña Javiera», o «Vamos en dereceras del peral de doña Javiera», y todo era la mesma cesa. El peral y doña Javiera, doña Javiera y su peral tenían el mismo paradero y medida en el decir y pensar de los poquichichos pobladores del pago. Único peral de la comarca, no se sabía a ciencia cierta ni quién lo plantó ni quién lo trajo de quién sabe dónde.

Y el alto peral era hasta la señalación de los campos. De muy lejos se lo divisaba sobresaliendo de chañares y algarrobos. Si se lo tomaba de rumbo y de seña cierta en el desconcierto de los cuatro vientos.

—Por allá, por el peral de doña Javiera, andan unos novillos orejanos —decían los agauchados de esos campos para dar relación de vacunos cimarrones—. Desde el mesmo arroyo del Tulumaya y en dereceras del naciente se puede ver, en días claros, el peral de doña Javiera —decían los de vista de águila, y lo cierto es que su verde claro lo apartaba de los verdes más obscuros de los árboles indios.

—¡Pero todo peral debe aparecerse con sus peras! —se mortificaba doña Javiera, que no se conformaba con que su árbol tuviera solamente fama por lo señalero y hasta hubiera echado raíces en la tradición.

Así vivieron mucho tiempo, separados de la antigua amistad, doña Javiera y el árbol de la casa. Ella rabiando contra el muy mezquino y el pobre árbol sin que se le oyeran sus razones, si es que secreteaba algunas, porque…

Un día llegó de visita la comadre doña Pastora, y en unas hablas y otras vino a saber la buena de la comadre visitante, el sentimiento que a doña Javiera la enconaba contra el famoso peral y las ganitas que andaba teniendo de hacerlo cenizas al de las peras.

—No, comadre —es que le aconsejó—. Ni se le ocurra dar fin y acabo a su viejo peral porque se acabarán las mentas y de tan conocido y famoso árbol en la comarca y todos le echarán la culpa a usté de este daño. Mejor es castigarlo con un justo y señalado castigo y ¡volverá a aparecerse con peras como en sus tiempos abundosos!

—¡Castigar al peral, comadre?

—Mesma cosa, comadre. Castigarlo como Dios manda y como se hacía en los más antiguos tiempos y con esto ¡renuevan su frutecer los árboles del fruto! … Cierto que los tiempos andan con desvarios de cambiazones, pero los perales siguen siendo perales y los castigos, hechos al son de los antiguos, siguen rindiendo las mesmas resultancias.

—No sé cómo no se me ocurrió antes castigar a ese pícaro. ¿Cuándo quiere que lo hagamos, comadre?

—Déjeme, comadre, que pregunte el caso a don Benicio Álamos, el viejo de más antigüedad en estos campos. Él es el sabedor de cómo y cuándo se ha de castigar a los árboles de fruto que apartan su destino de lo señalado. En cuantito me lo diga me vendré y, juntas y a una, lo castigaremos al mañoso.

Así quedaron en convenio las comadres.

Y así pasó otro año y si pocas peritas había dado antes, ¡menos daba ahora!

Doña Javiera se revolvía en un maquinar de mil recursos del sentimiento para que su peral se acordará de las peras, mas, ¡no le hallaba! Al último se inclinaba por la espera de su comadre que le traería el cómo y el con qué para encarrilar al árbol de la casa.

Y a la entrada de los fríos le cayó, y muy noticiera, la buena de la comadre.

Tomaron mate y se dijeron las novedades y comentos de por acá y de por allá, hasta que la dueña de casa, que ardía con el cominillo, le sacó la palabra. —¿Y, comadre? ¿Cómo y con qué lo himos de castigar al mañoso?

—Si lo averigüé, comadre. Pero teñimos que esperar a la noche de San Juan, en que florece la higuera y amanece bailando el sol. En tan señalada fecha, entre la noche y el día, es la hora y el momento de castigar a los árboles del fruto que, por sus desvíos, niegan su rinde a la cosecha. Pero han de ser guardadas las antiguas usanzas en un todo: sin propasos ni caer en castigadas faltas, porque al salirse de las medidas, todo será un vano agitarse y el castigo caerá en la mesma nada.

—Bueno, comadre: váyame diciendo cómo ha de ser la reprimenda.

—El castigo se hará… —y aquí bajó tanto, tanto la voz la comadre que tuvo que decirlo en la oreja y esto ¡ayudándose con señas repetidas! Porque era de saberse que era ¡tan secreto el modo de castigar! así como los preparos del antes y los manejos del después…

—Ah…, ah … —no más contestaba la comadre dueña del peral y se iba entrando, pasito a paso, en las más soterradas y antigüísimas maneras de volver a las derecheras los desvíos del hombre, del animal y de la planta. Para todo había remedio en los tiempos remotos, en los que con pocos procederes y acogiéndose a la alta voz del Cielo, todo atinaba a caer al molde que labró el Creador del Mundo, y ya sin restos de malicia por recibir de lo Alto las señas del Norte Verdadero… Pero, ¡eso sí! Había que proceder en el lugar y en la hora de las señales y con lo cierto de los tiempos primerizos del Hombre en sus trabajos.

Al último respondió la dueña de la casa y del peral:

—Bueno, comadre. Así se hará ¡y pobre de él si no responde a la ley! ¡Al fuego ha de ir a parar!

—Cumplirá, comadre, porque ¡se lo vuelvo a decir! que el hombre, el animal y la planta, por ser sustento de la tierra, obedecen fielmente a la Señal.

—Así ha de ser, comadre. Y mientras nos llega la noche de San Juan, yo iré haciendo los aprontes. ¿De dónde sacaremos al niño inocente que nos haga el pedido?

—Hay que buscarlo ¡y hallarlo!, porque sin él…

Y por fin llegó el día de San Juan, día en que aparece bailando el sol y en cuya noche sin par florece la higuera en una sola lumbrarada, como un parpadeo en las negruras.

Ya doña Javiera había conseguido una pesada cadena de carro y pedido a un niño prestado, de no más de siete años de edad. Y aleccionó a la criatura para que dijera tales y cuales palabras al hacerle ella unas medias señitas.

Por la mañana, cuando salía el sol a los centelleos danzarines en los lindes de la tierra, las dos comadres y el niño se lavaron la cara con el agua del pozo y cada uno hizo su pedido al santo del día.

En llegando las horas del atardecer, se fueron allegando las comadres y el niño al peral acusado y el pobre aparecía más apenarado y culposo que nunca. Se estaba escondiendo el sol tras las altas cordilleras del Ande cuando rompió en ásperas hablas doña Javiera. Poniéndose delante del peral y levantando voz de acusadora, se dejó decir:

—Aquí vengo a castigarte con cadenas, peral mañoso. Van pa tres años que me niegas hasta unas miserables peritas y para más tiempo a que me venía haciendo el cuento de las peras con una media docenita. ¿Es peral este árbol o tan solo se hace el peral? Y si es peral, ¿por qué no se aparece con peras, como Dios manda? Y si no es peral, ¿por qué no brinda otro fruto, el de su pertenencia, como es su obligación? ¿Qué es este árbol? ¿Es de fruto o tan solamente de sombra? ¡Pa sombra, prefiero la del sauce y no la que da éste, que es rala y mezquina! ¡Árbol que no es de fruto ni de sombra, yo no lo quiero!

—Es peral y de los buenos —contestó la comadre visitante, haciéndose cargo de la defensa—. Testigos hay que supo dar peras y que las ofreció en sazón a su dueña y a las visitas. ¿A qué negarlo?

—Si yo no niego, señora, que en los buenos tiempos pasados rindió sus frutos ¡y de los mejores! Mentadas fueron sus peras por mi agüelo y por mi tata, pero aquí yo vengo preguntando ¿por qué deja de rendirme peras si sigue siendo peral?

—Tal vez será, señora, porque usté no lo cuida y no lo regalonea. ¿Lo riega de vez en cuando?

—Cierto es y a qué negarlo que me descuido con los riegos, pero ¿ésa es una razón?

—Todo árbol de fruto solicita riego y el trato de un buen hortelano, señora.

—Siempre hice buenos acuerdos de él…

—El buen acuerdo que se hace de un árbol frutal, prueba es de cariño, pero también solicita otros desvelos: ablandarle la tierra y unas ayuditas de guano.

—No digo que siempre lo hice, pero en adelante lo haré; mas yo creo que su ingratitú merece un castigo y ¡lo hi de castigar!

—Bueno, señora. Yo hi defendido al peral y traje las razones que le asisten y si me allano a consentir un castigo, le pido que no se le pase la mano y que después lo consuele con los cuidados del buen trato y ayudas.

—Antes de hablarme de consuelos, hi de hablar de las penas que le acuerdo y aquí van. ¡Duro con las cadenas! Que al hombre, al animal y a la planta que no cumplen con su misión, no merecen sino rigores.

Y en el nombre de Dios que manda que todos rindamos el fruto señalado, ¡allá va el primer cadenazo! —Y comenzó la enojada dueña a azotar al tronco del peral con eslabones de fierro. Y lo castigaba con rabias que venían de años atrás. Y lo golpeaba con todas sus fuerzas desde lo que sobresalía de la tierra hasta donde en altura le daban sus brazos. Y repetía con ciegas porfías los cadenazos al tronco rugoso que comenzó a descortezarse y a mostrar sus carnes amarillentas. Más se encrespaba la dueña y más lo insultaba al que fue su regalón.

—¡pícaro, que me estás haciendo el cuento de las peras, para tan solo aparecerte con hojas y ramitas sin ganas… ¡Flojo!, el más flojo de todos los perales, ¿qué se han hecho tus mentadas peras? ¿Pa qué me engañas con la promesa de tus flores? ¿O tan solamente te das el gusto de florecer como lo hacen las vanas plantas de jardín? ¡Falso!, que aparentas una cosa y salís con otra… ¡Peral que no da peras, ni es peral ni es nada! ¡Toma este cadenazo por tus falsas promesas y toma este otro por engañar a tu dueña! —Y seguía con la porfía de castigar al árbol, y tanto lo castigaba y por tantos lugares que el pobre peral ya mostraba las carnes vivas al caerse a pedacitos la cáscara que lo vestía.

La comadre visitante rondaba al árbol y a la castigadora y hacía viva mención de intervenir a favor del castigado, pero se contenía, apenada, ante las razones que en alta voz daba la dueña del peral. Por fin y ante una señita que le hizo al inocente niño, éste vino a tomar parte en el pleito.

—Señora —dijo el infante con voz finita y apocada—; ya no lo castigue más al pobre peral…

—Usté, que es inocente y no es de nuestra conocencia, ¿sale en su defensa?

—Sí, señora.

—¿Usté me da su inocente y honrada palabra que este árbol frutal volverá a rendir producto?

—Sí, señora.

—Usté, que es inocente y libre de toda malicia, ¿sale a dar su fianza por este peral?

—Sí, señora.

—Bueno; en siendo así dejaré de castigar a quien su castigo mereció. Y sabe, peral mañoso, que este niño sale con su inocencia y sin pecados, a dar fianza y crédito por vos y que por ser quien es él y por ser quien sos vos, ceso en mi castigar; pero, ¡cuidadito con los engaños! porque ¡al fuego has de ir a parar! No con cadena te castigaré sino con hacha y no pararé hasta verte convertido en vana ceniza, aventada por los vientos…

—Y yo atestiguaré ante todos —intervino la cansada comadre defensora, a fuerza de medir defensas y acusaciones— lo de la falta de frutos, lo del castigo a cadena y lo del pedido de un niño en inocencia y ahora, después de un penar, vengan los merecidos consuelos. Ya mismo nos ponemos, señora, a ablandarle la tierra a las raíces del peral castigado y a darle guano de caballo y de cabra sin que le falte el riego a balde para que vea el castigado que es cierta la promesa de los cuidados y regaloneos… —Y al momento se avinieron las comadres a remover la tierra, desparramar guanos y regar con agua sacada del pozo. Hasta poco antes de la medianoche se ocuparon en esta labor de hortelanas animosas.

Apenas vencidas las horas que cierran el día de San Juan, se fueron las dos comadres al rancho. Allí se encerraron. Hicieron dormir al niño y, ya al reparo de todo mirar y oír comprometedor, cruzaron sus palabritas.

—¿Usté cree, comadre, que todo nos saldrá bien?

—Ni pizquita de duda que le quepa, comadre. Así lo hizo don Benicio con un peral mañoso ¡y le rindió peras a carradas!

Y así fue. En la siguiente primavera se cubrió de blancas flores el peral ¡y todas las flores cuajaron en fruto delicioso y sazonado!